12

PARÍS

Tuvimos tres días.

Tres días de abandono. No recuerdo que hubiera alegría en nosotros, sólo pasión y, a veces, risa, fou-rire, como cuando las cosquillas surten su efecto aunque uno no esté de humor para sufrirlas. Pero fuimos insaciables.

Yo, al menos, estaba tan sorprendido, tan orgulloso de ser capaz de amar sin trabas, de poder dar rienda suelta a la imaginación de cualquier exceso, que no habría podido atender ni por un instante las imágenes del mundo exterior, los olores de la lavanda y de la tierra, los recuerdos del peligro, los ruidos de la gente, de los tractores y de los mulos, el petardeo ocasional de un automóvil en la lejanía; en mis sentidos no había cabida para más. No hubiera podido ser de otro modo: oh sí, Marie era una amante que ocupaba todos los espacios, exigente y ruidosa, impúdica, deslenguada, atlética, tierna y en ocasiones, hasta cruel. Cada vez que me bañaba, por las mañanas o por las noches o en la alberca en los mediodías más calurosos, me escocían los rasponazos de sus uñas en mi espalda y las mordeduras, algunas hasta haberme hecho sangre, en los hombros y en el cuello.

Aún hoy pienso en aquellos días de octubre, y se me pone la carne de gallina, y se me endurece el sexo sin remedio.

Aseguraría sin titubear (tan fuerte es la memoria de todo) que nuestro momento preferido fue el de los desayunos. Albertine los montaba con gran discreción en el comedor pequeño que hay al lado de mi alcoba. Daba con los nudillos en nuestra puerta y en voz baja anunciaba que le petit déjeuner est prêt. Había pan recién hecho por m’sieu Maurice, zumo de naranjas, aceite y tomates de la masía, café (ya bastante malo, por desgracia; la guerra había empezado por las bebidas), miel e incluso jalea de membrillos.

Marie, que solía remolonear en la cama hasta que yo la llamaba con insistencia, aparecía por fin tan desnuda como dios la había traído al mundo, Venus saliendo de una concha marina. Se detenía en el marco de la puerta, con los ojos hinchados de sueño y el pelo revuelto. Se estiraba con lentitud, primero los brazos y el cuello y después las piernas, poniéndose de puntillas para tensar la fuerte musculatura de sus muslos de terciopelo, y por fin, girándose en redondo con un bostezo, la espalda, que doblaba hasta casi dar con la frente en sus rodillas. Luego, bonjour Geppetto, mon amour, daba dos pasos, agarraba una de las sillas de enea del comedor y se sentaba en ella, colocándola justo donde un rayo del sol de la mañana, penetrando por un ventanuco, le iluminaba los pechos y el ombligo y, de forma casi imperceptible, acababa descendiendo por su vientre hasta acariciarle el pubis. Entonces, al notar el calor del sol, entreabría las piernas mientras le bailaba en los labios una sonrisa plácida. Apoyaba el pie izquierdo en un escabel tallado en madera de olivo que había debajo de la mesa y, con los ojos cerrados, sorbía un tazón de café que yo le había preparado. Tan placentera debía de ser la sensación de sentirse tibia e impune en aquel cuartito nuestro, que una de aquellas mañanas empezó a masturbarse con delicadeza extrema, buscándose con los dedos como si estuviera abriendo los pétalos de una rosa. Fue una escena tan sensual que yo me quise derretir sin atreverme a hacer ruido para no descomponerla. Marie, entonces, abrió los ojos con languidez y, mirándome, me sonrió a mí, a mí solo. Tu aimes?, me preguntó y yo, petrificado, me sentí incapaz de proferir sonido alguno.

No sé si al segundo o tercer día, me levanté y fui hasta el salón a coger mi cámara de fotos. Regresé al comedor. Marie no se había movido de la silla de enea. Tenía los dedos apoyados con ligereza sobre el monte de Venus, casi como si hubiera pretendido esconder el pubis de mi mirada (y después le hubiera dado igual), y la pierna derecha, que no era la que apoyaba sobre el escabel, doblada de tal modo que el pie desaparecía bajo el muslo de la izquierda.

«Quiero sacarte una foto», dije. Marie hizo un ligero ruido medio de asentimiento medio de risa y, sin moverse, añadió, «no sé dónde vas a llevarla a revelar; con esto de la nueva pureza de Francia te detendrán por pornógrafo». Se le escapó una carcajada. Le hice las ocho fotos del carrete, todas iguales, lo extraje de la máquina, lo envolví en el mismo papel de plata en que venía de la tienda y, más tarde, lo guardé en una caja de metal que escondía en un compartimento secreto de mi biblioteca. Allí pasó los años de la guerra y de allí lo rescaté para llevarlo a revelar a Montecarlo. Tenía miedo de que el tiempo trascurrido hubiera arruinado la emulsión y, de paso, mi «carrera de pornógrafo». Pero no. Algún dios del erotismo debió de guiar mi mano inexperta, porque Marie aparece exactamente como estaba aquel día, con la misma exacta belleza, con la misma exacta sensualidad y con la misma exacta falta de pudor: mira a la cámara con los ojos entrecerrados y entre los pechos impertinentes una pequeña gota de aceite parece deslizarse hacia la cintura.

Hoy las ocho fotos están en un álbum de cuero repujado que guardo bajo llave en mi casa de París y, además, una de ellas, puesta en un marco de plata, ampliada de tal modo que puedan verse todos los detalles de la expresión de Marie, de su cuerpo y de un rayo de sol que ilumina con fuerza un muslo, ocupa el lugar de honor en mi dormitorio.

Una noche ya de madrugada me desperté de golpe. Marie no estaba a mi lado. La busqué a oscuras, aventurando una mano hacia donde solía quedarse dormida, un poco separada de mí, cuando ahítos de sexo nos rendíamos al cansancio. No la encontré y encendí la lámpara de la mesilla de noche. Me puse el pantalón del pijama. Llamándola, «¡Marie, Marie!», en voz baja para no despertar a nadie (olvidando que en la casa no había nadie más a quien despertar), salí de la habitación, pasé por el comedor y por fin llegué al gran salón. Estaba allí, envuelta en una sábana, de pie frente a la gran biblioteca de obra que ocupa todo un testero de la sala. Apoyaba una mano en una estantería y tenía la cabeza torcida para poder leer los títulos en los lomos de los libros.

—¿Marie?

Sonrió.

—Hola. No podía dormir.

—¿Qué haces?

—Miro qué libros lee el hombre al que amo. ¿Sabes? No sabía qué te gusta, qué te inspira, qué llena tus momentos de soledad… Uf, il y a du Gide, il y a du Malraux, ¡ah!, Machado, García Lorca, c’est qui Ortega y Gasset?… Aquí están los rusos y Zola y Balzac y Thackeray. Orwell, claro, Faulkner. ¿Sabes que casi no tienes ensayo en tus estanterías? —sonrió de nuevo—. ¡Cuánta cosa!

—Ah, no creas, no he leído casi ninguna, están ahí por hacer bonito.

—Ah no, Geppetto, los libros encuadernados en piel, todos iguales, que se tienen en el salón de una casa de París, sí son para hacer bonito. Los que se tienen en el refugio de Les Baux, con algunas tapas rotas y subrayados, son para meditar, n’est-ce pas? Tu sais que tu es beau?

—A mí me gusta mucho Hemingway —dije sin hacer caso del halago—, siempre me ha gustado… y un español que se llama Baroja, que escribe bien aunque algo seco…

—Tú no eres seco, más bien al contrario…

—… ya, será por eso. Y Orwell… y alguno de los poetas ingleses, sí, los que estuvieron en la guerra en España, ¿sabes?, como luchadores de la libertad. Nos harían falta aquí, ahora. Se diría que todos los grandes literatos franceses están ahora de parte de los nazis… no, no… o que, más bien, son indiferentes a todo lo que no sea la contemplación de su propia soberbia.

Marie rió. Se dio la vuelta y se apoyó contra la biblioteca.

—De adolescente, mi padre me llevaba a la rue Sébastien-Bottin a visitar al señor Gallimard, el dueño de la Nouvelle Revue Française. Pasábamos tardes enteras hablando con los que andaban por allí, novelistas, ensayistas… a veces aquello parecía un manicomio. Me acuerdo de André Gide quejándose un día de que Gallimard hubiera dejado escapar a Proust y que su obra se hubiera publicado en Grasset…

—… bueno, pensaban que era judío…

—… hombre, Gide no lo pensaba.

—También había empezado la dictadura del proletariado en las letras francesas, ¿eh, Marie? Sólo si a uno lo bendecía el partido comunista, era reconocido como escritor. Aragon, Guéhenno, Malraux… A Gide lo tuvieron marginado desde, no sé, desde que se permitió criticar los procesos de Moscú.

—Ah, pero fue el pacto germanosoviético el que de verdad rompió la unidad de la izquierda en Francia, Geppetto. Se dedicaron todos a pelearse entre ellos y aún no se les ha pasado. Así nos va.

—¿Sabías que a Arthur Koestler lo tienen encerrado en un campo y que sus compañeros de cautiverio son comunistas franceses? Imagínate: en tiempos de paz ni se hablaría con ellos.

—… Luego hablábamos de los escritores de la nueva derecha, de los antisemitas y nos reíamos de ellos. Pero, claro, eso era mucho antes de la guerra. Ya ves… —se empujó con ambas manos para separarse de las estanterías y con el mismo gesto se le deslizó la sábana hasta el suelo.

L’Aphrodite intelligente —dije. Marie volvió a reír y dio un paso hacia mí—. Si te viera papá Stalin, te mandaría fusilar.

—Si te viera Pétain, le daría envidia.

Así pasaron las horas.

Sabíamos que nuestro amor tendría que acabar por fuerza reduciendo éste su diapasón exagerado porque éramos conscientes, incluso sin comprenderlo del todo, que el enloquecimiento de los sentidos que nos tenía anonadados era una droga ante la que todo, cualquier otro sentimiento, cualquier otra pasión, palidecía sin remedio. Una borrachera constante de los sentidos nos tenía alejados de este mundo destruido que, sin embargo, reclamaba a gritos nuestro regreso. Pero a nosotros no nos importaba gran cosa; es más, nada nos parecía realmente grave.

Sólo a veces, exhaustos, tumbados en uno de los sofás del salón o de la terraza o en la cama, dejábamos que la realidad nos encarcelara por un instante. De hecho, nos asaltaba a traición, cuando más cansados y menos alertas estábamos, y así no teníamos más remedio que cederle nuestros sueños (en una ocasión al menos, lo que nos tomó por asalto fue el poderoso olor a sudor de madame Ursule, que debía de andar rondando por el perímetro de la casa, entregada al chismoteo, habitual fuente de sus delaciones; Marie saltó desnuda de la cama para sorprenderla y echarla con cajas destempladas pero la vieja bruja ya se había ido). En aquellos ocasionales descensos a la tierra nos sentíamos culpables de no hacer nada para enfrentarnos a la realidad, por limitadamente catastrófica que se nos antojare, y, lo más inimaginable, de que incluso la inminencia del riesgo que corrían los padres de Marie en París nos pareciera un temor aplazable. Sabíamos, ¿cómo no íbamos a saberlo?, que, por mucho que retrasáramos el momento, un día, pronto, no tendríamos más remedio que volver a este mundo de la guerra. Pero estábamos tan anestesiados que, ante el repentino cargo de conciencia, uno de los dos pedía una tregua, un momento más, es sólo un momento sin consecuencia; «trève» decíamos haciendo un gesto con las manos unidas en oración, y con eso creíamos justificado el retraso de la angustia. Chiquilladas. Y es que, nos decíamos, el amor es completamente egoísta, ¿por qué no va a serlo?, no hay causa externa que justifique su sacrificio, ¿qué debemos nosotros a nadie? ¿Por qué debemos ser responsables, o siquiera víctimas, de crímenes ajenos que han desencadenado sobre nosotros los asesinos? Nos negamos a ser víctimas. A mí al menos todo lo demás me daba igual. No me digas que a ti también, le espeté a Marie, tú estuviste en la guerra española arriesgando la vida, ¿qué fue eso?; ah, contestaba ella para excusarse ahora, pero yo estuve en el Ebro y en Barcelona no por defender ideas o por acudir en ayuda de quienes no disponían de medios para hacer frente a los agresores o por participar en la lucha por la libertad, c’est quoi la liberté?; estuve en el Ebro por afán de aventuras, como los piratas de la Malasia; venga, venga, no es cierto, no me lo creo, si ese corazón puede amarme a mí, caben en él las causas justas, decía yo riendo, y además, ante un disparo de mortero no hay afán de aventuras ni Sandokanes que valgan; no pretendas hacerme creer otra cosa; que sí, que era pura diversión disfrazada de lo que quieras, pero divertimento por sexualiser le risque, sexualizar el riesgo. ¿Te acuerdas: las ambulancias, el yodo, los camaradas y las canciones, el vino y el miedo y el tabacazo? Aventuras, Geppetto. Y la conclusión tan falsa como inútil a la que llegábamos era que sólo lucharíamos hasta la muerte por nuestro amor. Chiquilladas, en efecto: en momentos así, nadie se acuerda de lo que se lucha por miedo.

Todavía hoy, muchos años después, sé que el amor (al menos mi amor por Marie, que es el único que he conocido) es totalmente egoísta. No lo comparto con nadie, su bondad no me impele a hacer nada por nadie; si lo hago, es por interés; no amo a ninguna otra persona, no tengo otras causas a las que ligarme sentimentalmente. Me dedico a esta mujer, la sola causa que reconozco. Todos los días me recuerdo en una frase, una sola frase luminosa de Cumbres borrascosas. Es la que resume el dolor verdadero: «mi amor por Heathcliff es como las piedras que subyacen». Así es el mío por Marie. Está debajo de mi esencia, de mi conciencia, de mi frivolidad, en su misma base. Más al fondo no hay nada. Reconocerme en esta pasión inesperada, cette passion de veillesse, me hizo comprender hasta lo más esencial: el punto al que estaba dispuesto a llegar en una abyección que me fuera requerida para mantenerla. ¿Qué haría yo cuando Marie dejara de amarme?

Me habría gustado (¿me habría gustado?, no lo sé: más por comunicar una gozosa nueva que por otra cosa) hablar de esta inesperada pasión a mis amigos para que entendieran la profundidad de mis sentimientos, me habría gustado exhibirlos para que, además, pudieran ver hasta dónde llegaba mi capacidad de amar más allá de mi aspecto de cuidado dandy, pero ¿a qué amigos iba a contarlo? ¿A quiénes que entendieran lo que significaba en este caso la vanidad de la exhibición?

En fin, yendo de tregua en tregua, nos mantuvimos en este limbo bienaventurado hasta que bruscamente nos sacaron de él Arístides, que (acompañado de Mme. Cibial) ya iba de regreso hacia Lisboa, y Domingo, que se había unido a ellos para aprovechar el viaje en automóvil hacia el sur.

No estábamos en casa cuando llegaron. Regresábamos de un largo paseo por la falda de la montaña hasta el fondo del valle pensando en tomarnos un té que nos quitara la sed y un baño caliente que nos quitara el dolor de los pies, y allí se encontraban los tres, sentados en la terraza, merendando lo que les había preparado Albertine, pan con aceite y tomate y una botella de vino joven.

Nos miraron y me parece que comprendieron inmediatamente lo que había pasado. Domingo fue el primero en reaccionar:

—Camaradas —dijo con una amplia sonrisa—, carajo —y luego, mirándome, añadió—: Hermano, se te ha cambiado la carita de tanto folgar —llevaba mi mismo traje, salvo que ahora, cinco o seis días más tarde, estaba arrugado y sucio. Se hubiera dicho que no se lo había quitado de encima en todo este tiempo: el dandy asilvestrado de una semana antes se había transformado en una especie de vagabundo lleno de lamparones. ¿Qué otra cosa cabía esperar de él?

Durante las largas horas que pasamos aquella noche en la terraza pudimos repasar a conciencia el estado en que se encontraba la cuestión, la cuestión de la guerra, la cuestión del armisticio, la cuestión de la rendición, la cuestión judía y la marxista y la de la masonería. La reunión de Montoire aún no había tenido lugar, pero se iban adivinando sus prolegómenos. Nos preguntábamos en efecto cuándo se acabarían reuniendo Pétain y Hitler para fastidiarnos la vida (el camino de la colaboración, lo llamarían), y cuándo lo harían Hitler y Franco y cuándo Pétain y Franco y cuándo Hitler y Mussolini y cuándo Mussolini y Franco y cuándo Mussolini y Pétain. Como una partida de dominó, blanca doble doble seis, espalda con espalda, sólo que los que sustentábamos la mesa éramos nosotros frente a ese conjunto de fascistas decididos a imponernos su ley y a estropearnos la existencia.

—Nos van a joder de verdad —exclamó Domingo y levantando la mirada al cielo, añadió—: me cago en dios. Por de pronto, los alemanes de París acaban de entregar al camarada Lluís Companys a los facciosos españoles.

—¡No es posible! —exclamé.

—Sí es posible, sí.

C’est qui?, ¿quién es? —preguntó Mme. Cibial.

—El presidente de Cataluña —contestó Arístides por todos.

—Se refugió en Francia para huir de los asesinos de Franco y ahora lo entregan los nazis para que lo maten…

—Y de veras que lo van a ajusticiar… un buen hombre, el camarada Companys… y los franchutes no van a mover un dedo por salvarlo. Esta revolución nacional de esta gentuza es lo más sucio…

—No se atreverán a matarlo —dije.

Domingo me miró fijamente.

—Pero tú, de Sá, ¿dónde has estado en estos últimos años? Aquellos hijos de puta no perdonan nada. Se atreven con todo. Y, fíjate lo que te digo: si pudieran echarle el guante a don Manuel…

Qui?

Monsieur Azaña, le président de la République espagnole. Está refugiado en el sur de Francia y no le dejan ni moverse de donde está, enfermo y todo, al borde de la muerte.

—Al borde de la muerte, sí. Luis Rodríguez se ocupa de él e intenta llevárselo a México. Igual acaba aquí en esta casa, antes del viaje. Pero me parece que no le va a dar tiempo.

—Pero ¿no queda dignidad en Francia? —exclamó Marie.

—No mucha, la verdad sea dicha.

Si matan a Companys, camaradas, hago un juramento: yo personalmente, con estas manos que me dio mi madre yo, mataré a diez alemanes y a diez franchutes —Domingo extendió las manos con las palmas hacia arriba. Las tenía endurecidas, llenas de callosidades y de cicatrices, como si algo le hubiera ardido en ellas—. Además de los que caigan en la batalla… que serán muchos, os lo juro.

Se hizo un silencio.

—Pero creo que nuestro margen de maniobra es muy pequeño, Domingo —dije al cabo—. ¿Cuánto tiempo nos queda? ¿Cuántas semanas hasta que acabe la guerra? Repito lo que he dicho siempre: somos unas cuantas hormigas enfrentadas a las divisiones Panzer y sin tiempo para nada. ¿Qué podemos conseguir con nuestros panfletillos?

—¿Lo dices tú, camarada, que te has estado jugando la vida en el manubrio de la multicopista?

—Bah, era de noche y no había peligro. Y además, una cosa es jugársela y otra, que sirva para algo, ¿no?

—Geppetto, no podemos dejar en la estacada a los miles que esperan que plantemos cara a los boches aunque sea con papelitos… Somos bien pocos pero tenemos la superioridad moral. No podemos volver la espalda ahora, precisamente ahora…

Miré a Marie, levanté las cejas y junté las manos como si fuera a orar. Sonrió.

—No podemos darles tregua ahora, Manuel.

Moví la cabeza de arriba abajo.

Vaya… las treguas están para no ser respetadas.

Marie se inclinó por encima de la mesa y me cogió la mano. Entrelazó sus dedos con los míos. Su piel estaba caliente, tierna, y me entraron ganas de llorar, no sólo porque en aquel preciso instante se acababa nuestra luna de miel sino por todas aquellas declaraciones de amor egoísta y de indiferencia ante el sino de los demás. Cuentos de hadas, lo sabíamos, pero me dio una punzada en el corazón.

—Esta historia de los judíos y el estatuto —dijo Arístides—, de todas las espantosas de esta guerra, es la verdadeiramente horrível

—Bueno —respondí—, pero por lo que deduzco, Pétain distingue claramente entre los israelitas franceses y los judíos sobre todo alemanes y polacos, ¿no?

—No sé qué querrán hacer con los extranjeros… pero a juzgar por la que nos cae encima a los franceses —intervino Marie con sequedad—,… nos quieren quitar hasta el derecho a ganarnos la vida. No sé si es peor que lo deporten a uno…

—Es peor que lo deporten —dijo Arístides.

—… o que le dejen sin comer. El sistema es muy sencillo: primero, se nos priva de la posibilidad del ganapán, con lo que dependeremos de la caridad, y luego se nos obliga a registrarnos con una carta de identidad y, entre una cosa y otra, el gobierno acaba teniendo un fichero de todos nosotros, que es precisamente el que utilizarán para enviarnos a los campos de concentración… Bueno, vaya, seguro que a mi padre no le van a quitar su cátedra ni a mandarlo a sitio alguno, pero…

—¿Estás segura de que es así? Es una locura…

—Es así, Geppetto, ya verás que acaba siendo así. Dentro de poco hasta exigirán que llevemos la estrella amarilla en la solapa…

—¡No, no! —exclamé—. ¡No puede ser! Eso sería lo último; además, distinguir a una persona por un trozo de tela en vista de que no se la puede distinguir por otra cosa… Decidme una cosa: ¿qué impide a un judío no ir a registrarse como tal? Que siga haciendo vida normal sin prestar atención a estas blasfemias, que dé simplemente por supuesto que es…, vamos, ya sabéis lo que quiero decir, que es… ario, ¿no? —y pensé en la naturalidad con la que los asistentes a la cena de despedida de Arístides habían considerado a Domingo, tomándolo, contra lo obvio, por un diplomático más en vez de por un combatiente zafio de trincheras.

—Ah, querido amigo, ¿não se sabe en las universidades qué profesores son judeus? Y ¿entre los médicos? ¿Y en el ejército? ¿Y qué me dices del irresistible impulso de denunciar al vecino? La delación, querido, es consustancial al ser humano. En cada hombre hay un traidor. No, no, es imposible engañar a todo un estado que se empeña en te encontrar.

—Pero vamos a ver, igual que, según parece, la condición de judío se puede adquirir por matrimonio, ¿no es posible que una judía adquiera la condición de aria casándose con un cristiano?

—Oh no —dijo Marie.

—Ya te gustaría, camarada.

—¿Por qué no?

—Porque no —intervino Arístides—. Esta não es cuestión de grupos sociales permeables; es cuestión de racismo y en cada ocasión en que la lógica haya destruido os argumentos de los racistas, se destruirá la lógica para dar un paso más hacia el infierno.

—Domingo, Arístides, me estáis arruinando una proposición matrimonial perfectamente razonable.

Domingo empezó a reírse y al momento siguiente éramos todos presas de una hilaridad incontenible.

Me puse en pie y, secándome las lágrimas con los dedos, me dirigí a Marie.

—Marie, no sé si debo poner rodilla en tierra o si en tiempo de guerra eso indica una sumisión excesiva al enemigo, pero me gustaría pedirte que te casaras conmigo.

Hubo un largo silencio mientras Marie me contemplaba con los ojos brillantes.

—Geppetto, ¿qué te hace pensar que semejante idea puede llegar a seducirme?

—Nada especial… Es un sacrificio que hago para librarte de Pétain.

—Ah, si es un sacrificio estratégico, debo… rechazar… —me puso la mano abierta en la cara y me la acarició con inmensa ternura. Gruñí.

—No, lo digo en serio.

—Y yo.

—No puedes negarte.

—Resistiré hasta el final.

—Te doblegaré.

—Bueno —con esta simple palabra, Marie me dejó a su merced. Haría lo que ella quisiera. La hubiera desnudado allí mismo; sabía que, como su abuela palestina, encima de su piel sólo llevaba puesto el camisero de verano y un chal para protegerse del frío de la noche.

Arístides carraspeó.

—En Vichy me dijeron quién era el autor del estatuto este de los judíos —aseguró Domingo.

—¿Ah, sí?

—Sí, un racista de mierda que se llama Albert o algo así.

—¿Raphaël Alibert? —pregunté.

—Ése.

—Es el ministro de justicia, Domingo.

—Bueno, pues ese hijo de puta es el que redactó el estatuto. Gente así no merece vivir…

Marie dio dos pasos hasta donde estaba sentado Domingo y le puso las manos sobre los hombros.

—¿Qué podemos hacer?

Não ha nada que fazer —contestó Arístides por él.

—Sí que hay. Hay que matarlo —decidió Domingo.

—¿Eh?

—Me habéis oído bien: hay que matarlo… Claro que puestos… también habría que llevarse por delante a vuestro mariscal. Pero…

—¿Matarlo? No hablas en serio.

—Hablo completamente en serio, Manuel, completamente en serio. Esta gentuza debería empezar a aprender que en una guerra se defienden y se atacan principios sagrados y que no se juega con nada. Y si este hijo de puta está dispuesto a acabar con los judíos, tiene que estar dispuesto a que los demás queramos acabar con él. Es lógico, ¿no? —nos miró a los tres, a Arístides, a madame Cibial y a mí, y puso una mano sobre una de las de Marie—. Un atentado, una acción de sabotaje empezaría a poner las cosas en su sitio. La guerra es así, camaradas.

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó Marie. La miré con sorpresa, comprendiendo que se estaba ofreciendo a participar en un asesinato. La cuestión había dejado de ser académica: para mi horror, ascendíamos un peldaño cualitativo. Claro que todo era comprensible: una locura más de esos días, la más loca de todas, pero también supe que, a partir de entonces, la histeria colectiva nunca sería ya sencilla de controlar. Ya no nos detendríamos a sopesar los pros y los contras, las consecuencias de nuestras acciones en guerra.

—¿Marie?

Se enderezó y, mirándome a los ojos, adelantó la mandíbula.

—¿Y eso cómo se hace? —repitió. Bajé la cabeza.

—No sirve de gran cosa de cara a la batalla final, pero un sacrificio testimonial cumple varios objetivos: desestabiliza, desmoraliza, produce ira incontrolable, la ira del poderoso…

—Sí, Domingo, y el poderoso se toma la venganza…

—¡Claro que se toma la venganza! Pero déjame que te diga una cosa. La venganza del poderoso podrá ser terrible, pero entre él y nosotros… —Domingo nos miró—, por lo menos en lo que a mí hace, hay una diferencia fundamental: a él le da miedo que le maten y a mí, no.

—A mí sí. ¿Y después?

—¿Quieres decir cómo montamos la muerte del Alibert este? No es demasiado difícil. Será el primer atentado en una ciudad que no está preparada para sufrir atentados, que no está realmente militarizada, que es… eh… civil, eso, civil, que no tiene ejército ni tradición militar ni conciencia clara de lo que es una guerra… Aquí no hay carros de combate ni trincheras ni bombardeos. Nada, pan comido —se volvió hacia Arístides—. ¿Y tú, compañero? ¿No te seduce la idea de venirte con nosotros a la trinchera?

Não. Sabes bien que debo volver a Portugal. Tengo una familia, soy neutral, un hombre de orden. No, no. Además no soy muy valiente. Ya lo sabes. Yo sirvo para lo que sirvo.

Et puis, ce n’est pas exactement ça, no es exactamente así —dijo Mme. Cibial, dando su opinión por primera vez. Nos volvimos a mirarla con sorpresa—. Yo, al menos, no creo en la muerte como sistema para dirimir rencillas.

—Ah, pero no son rencillas —replicó Domingo imitando con voz aflautada el tono de voz de Mme. Cibial. Le miré frunciendo el ceño para reprenderle—. Esto es cuestión de supervivencia.

—¿Va usted a sobrevivir por matar a Raphaël Alibert? —insistió ella.

—¿Vamos a sobrevivir matando alemanes en una trinchera? No. Ni matándolos ni sin matarlos. Es lo mismo. ¿Merece la muerte un soldado alemán, un pobre diablo que se ha encontrado con un fusil en las manos y que sólo piensa en volver para arar su campo y hacerle hijos a su mujer? ¿Que además no tiene culpa de nada? Alibert, en cambio, sí. Yo no sobreviviré, pero él merece la muerte. Es una cuestión objetiva. Alibert es un enemigo de la raza humana y debe pagar por ello… y además es un ministro, carajo… ¡Muerte al poder! En fin, vamos, que decidiremos cómo se monta el atentado en cuanto yo consiga volver a Vichy. De momento me esperan en Toulouse, que tenemos que terminar la guerra contra Franco. Luego volveré.

—¿Cuándo? Porque me parece que tenéis para rato.

—Na. Eso se acaba en un santiamén, hombre. No, ahora en serio. Tenemos claro que éste no es el mejor momento para seguir la guerra contra los facciosos en España. Con los nazis en la frontera y con Franquito y Hitler conchabados como si fueran dos alcahuetas, sería un esfuerzo inútil. Además, es preciso que nos reorganicemos. De momento, hasta que eso sea posible, voy a estar en labores de organización, pasos por los Pirineos, sobre todo de los pilotos ingleses caídos en Bélgica y aquí, acciones relámpago de guerrillas… poca cosa… Bah… Y luego vuelvo.

Mucho más tarde, en el silencio de la alcoba, Marie me dijo:

—Tú sabes que tenemos que volver, Geppetto, no hay felicidad en la guerra.

—Sí que la hay, yo he sido feliz estos días.

—Ya, el descanso del guerrero, mi amor, pero ésa no es la felicidad que quiero contigo.

—Pues a mí me basta cualquiera, cualquier rato de felicidad.

—A mí no.

—Dime que te casas conmigo.

—Pues claro que me caso contigo Geppetto, cuando esto acabe.

—¿Te puedo acariciar la tripa?

—Pero ésos son mis pechos, no mi tripa… baise-moi.

La despedida de Arístides al día siguiente fue hecha en silencio. Nadie dijo nada. Nos miramos y al cabo de un momento, nos dimos la mano. Eso fue todo. Entonces Arístides se subió a su enorme automóvil en el que ya estaban Mme. Cibial y Domingo, puso el motor en marcha y arrancó. Sólo cuando llegaba al fondo de la avenida, antes de franquear el portalón de entrada y desaparecer por la carretera nacional, levantó una mano en señal de despedida, mientras que por la otra ventanilla asomaba el puño cerrado de Domingo. Eso fue todo. Uno de los instantes más tristes de mi guerra.

En mi casillero del hotel de Vichy me esperaba una nota urgente de Olga Letellier. En ella me rogaba que la fuera a visitar nada más regresar a la capital. Tenía un asunto muy urgente que tratar conmigo. La cuestión no admitía demora, insistía.

Enseguida supuse que le había llegado eco de la historia de mi relación con Marie, aunque no imaginaba cómo. Estaba convencido de que Olga me afearía la conducta y exigiría de mi sentido del decoro el buen gusto de esperar a hacer las cosas como corresponde a una persona de bien. ¡Al fin y al cabo, la niña estaba a su cargo y ella tenía que responder ante su madre! Intenté preparar una respuesta que argüir en mi defensa pero, claro, no cabía más defensa que la de explicar lo que había sucedido y, como consecuencia de ello, nuestra voluntad de casarnos en el plazo más breve posible. ¿Quién podría impedírnoslo?

Pues no era eso en absoluto.

Olga y Marie me esperaban de pie cuando entré en el saloncito que tan familiar nos resultaba ya a todos (seguro que a su dueña le hubiera gustado que lo llamáramos «salón político de Mme. Letellier»). Ambas tenían el semblante serio, angustiado, y, al verme entrar, las dos exclamaron al tiempo:

—¡Manuel!

—¿Qué ocurre?

Marie, a la que había dejado sonriente en el portal no más de veinte minutos antes, vino corriendo hacia mí y me puso ambas manos en el antebrazo derecho, esperando sin duda algún gesto mío que contribuyera a alejar el peligro que nos acechaba y que, claro, me era desconocido.

—Ah, Geppetto —dijo. La atraje hacia mí.

—Hace unas horas estuvo aquí René Bousquet —nos informó Olga—. Las noticias que me traía no eran muy buenas…

—¿No eran muy buenas? ¿Qué noticias? ¿De qué malas noticias se trata? ¿Estamos en peligro?

—No, no. No es eso… Había estado despachando con el mariscal y después se acercó a visitarme. Le serví un té, le gusta mucho, ¿verdad?, y nos pusimos a charlar como a él le gusta… Siempre asegura que presta gran atención a cuanto decimos la gente normal porque de este modo puede conocer nuestras preocupaciones y nuestras angustias, nuestras esperanzas. Le parece que una misión importante de los gobernantes es escuchar…

—¿Y?

Me miró parpadeando como si no comprendiera.

—Pues eso, que a él le gusta escuchar…

—Quiero decir que cuáles eran esas noticias tan malas que traía Bousquet.

—Ah, sí, claro —Olga titubeó—. En fin, bueno. No creo haberlo comentado nunca con ustedes, pero resulta que una querida amiga mía, Philippa von Hallen, está en París refugiada desde hace unos cuantos meses… Ella es alemana —explicó como si con un nombre así resultara necesaria la aclaración—, es una… opositora a Hitler. De las de la primera hora… Desde muy pronto Philippa estuvo contra el canciller y quiso que los alemanes le cerraran el paso, le impidieran llegar al poder. Siempre ha pensado que es un asesino y que hay que echarlo de Berlín…

—¡Vaya! Un asesino, ¿eh? Echarlo de Berlín… Que haya personas así, con la clase de valentía que se necesita, restaura mi fe en el género humano, Olga —dije. Hasta creo haber estado convencido de que sólo podía ensalzar este valor desde uno mío equiparable, por tanto desde un heroísmo similar, aunque en el fondo sabía bien de mi hipocresía—. Y, además, recuerdo perfectamente que usted nos habló de ella —añadí—. La tenía usted refugiada en su casa de París.

—Sí, sí. En mi casa… ¿Se lo había contado a ustedes?

—¿Y sigue allí? ¡Pero eso es muy peligroso! Si ella ha huido de Hitler y ahora Hitler es el dueño de París, su amiga corre gran peligro… y usted de paso.

—Sí, justo lo que me vino a decir René. Philippa corre gran peligro en París y debemos intentar traerla a la zona no ocupada…

—¡Claro, Geppetto! Ya he pensado que la llevamos a Les Baux y la escondemos allí… Quiero decir que estarás de acuerdo en que la llevemos allá.

—Claro que sí, Marie. ¿Pero cómo la hacemos venir hasta aquí? No nos adelantemos a los acontecimientos. Una vez que haya llegado a Vichy, podremos intentar cualquier escapatoria, Les Baux o lo que queramos…, Marsella para embarcarla en cualquier transatlántico… incluso España con ayuda de Domingo —intenté hacer oídos sordos a mi propia insinceridad pero no pude evitar que hasta el tono con el que pronunciaba mis palabras resultara falso—. Ya veremos. Pero antes de nada tenemos que hacerle cruzar la línea de demarcación y no me parece que eso sea demasiado fácil. ¿Qué le dijo Bousquet exactamente?

—Pues que había oído en el cuartel general alemán que buscaban a Philippa porque era una peligrosa terrorista y querían enviarla a Berlín para juzgarla…

—¿Terrorista? ¿Juzgarla? ¿Nos lo vamos a creer? —exclamó Marie.

—No, claro que no, Marie.

—… y que, si yo la tenía aún refugiada en mi casa de la avenida Foch, más valía que la lleváramos a otro escondite. Luego comentó que los alemanes la habían buscado en mi casa y que no la habían encontrado.

—¿No?

—Claro que no. Se había ido. Ella ya me había dicho que cuando los alemanes entraran en París pensaba esconderse en otro sitio para no comprometerme. René me dijo que debíamos hacerle llegar algún recado para que huyera de París antes de que la Gestapo la pudiera localizar —pareció dudar por un momento—. No sé, a lo mejor debí enviarle el recado a través de él. No sé.

—¿Y sabe usted dónde está ahora?

—Sí. Me da un poco de vergüenza porque mentí a René. Le dije que no sabía dónde estaba Philippa…

—¡Bravo, Olga! —exclamé por instinto: no hubiera sido capaz de explicar la razón de mi entusiasmo. Debió de ser que aplaudí el gesto de rebeldía de Mme. Letellier. Entonces ella se sonrojó y me miró sonriendo con timidez.

—¿Bravo, por qué? —preguntó, sin comprender—. Pondría la mano en el fuego por monsieur Bousquet y no me gusta haberle engañado. Me fío de René, cómo no va una a fiarse de él, un héros national. Lo que ocurre es que creo que cuanta menos gente sepa del paradero de Philippa, menos indiscreciones se producirán. Me pareció que monsieur Bousquet es un personaje tan ocupado que podía escapársele alguna mención a uno de sus subordinados y… él mismo me ha dicho más de una vez que no está muy seguro de ninguno de los que trabajan con él, que no pondría la mano en el fuego por nadie… Y entonces no le dije nada.

Esta mujer no dejaba de sorprenderme. Es bien cierto que los caminos de la generosidad son inesperados. También Marie se acercó a ella y, sin pronunciar palabra, la abrazó con calor.

—Bueno, si su amiga está bien escondida, no tiene nada que temer —afirmé.

—¿Usted cree?

—¡Cómo que no tiene nada que temer! El peligro que corre es grande, Geppetto. Debemos intentar rescatarla.

—Desde luego. ¡Cómo no vamos a intentar rescatarla, Marie! Lo único que pregunto es si vale la pena hacerlo precipitadamente, sin preparar bien las cosas. Debemos ser cuidadosos. Somos poco duchos en la materia. ¿Existen ya organizaciones clandestinas gracias a las que la gente puede pasar de norte a sur de la línea? ¿Cómo entramos en contacto con ellas? ¿Podemos pedir ayuda a tu padre en París? ¿Cómo debemos hacerlo? ¿A través de Armand con un correo oficial?

—No podemos comprometerlo de esa manera. Bastantes problemas tiene él ya como para complicarse aún más la existencia. Aunque conociéndolo —sonrió—, es capaz de cualquier cosa. Le bastará con oler el peligro y…

—¡Se me ocurre un correo ideal! Porfirito va y viene a París sin parar…

—¿Porfirito? —preguntó Olga con extrañeza.

—Sí. Porfirio Rubirosa, un diplomático de Santo Domingo. Se va a casar con Danielle Darrieux.

—¿Sí? —exclamó Olga con entusiasmo, olvidado por un momento todo pesimismo.

—Danielle Darrieux, sí. En fin, Porfirito va y viene a París con mucha frecuencia. A él sí le puedo pedir que lleve una carta.

—¡Claro! Se la puede entregar a mi padre en La Sorbona y él se encargará del resto. Pero hay que hacerlo deprisa.

—Bueno, no me parece que la cosa sea de vida o muerte.

—En realidad, sí creo que es cuestión de… —quiso intercalar Olga.

—¡Estás muy confundido! —continuó Marie como si Olga no hubiera hablado—. No, mi amor. Te tomas esta guerra como si se tratara de elegantes duelos en el campo del honor. Aquí no hay nada elegante, Geppetto, sólo guerra y nadie va a esperar a que acudiendo con galantería a socorrer a la amiga de Olga, antes de que se nos adelanten, la podamos esconder de modo que no consigan encontrarla los haricots verts y luego desaparezcamos todos como si nos hubiera tragado la tierra. Nosotros somos los aficionados y ellos, los profesionales de la guerra. Sé que no lo tenemos fácil frente a ellos, pero fácil o no, no tenemos más remedio que hacerlo y hacerlo ahora. Mal o bien, da igual.

—Oh, Marie, no me siento nada profesional. Sé bien de la suciedad de estos tiempos… —luego me interrumpí—… Mejor dicho, no lo sé bien, tienes razón. En realidad, no sé lo que es esta guerra, no la comprendo, no la quiero, ni siquiera me parece digna de lucharse. —Marie hizo un gesto de impaciencia ante este empeño mío por degradar la trascendencia de las cosas.

—No me entiendes, Geppetto, tenemos que ir nosotros. Yo quiero ver a mis padres y me parecería de mal nacidos no acudir a ayudar a la amiga de Olga. Avisemos a mis padres con una carta que mandaremos a través de Rubirosa y luego vayámonos para allá.

—Tenemos que ir nosotros, ¿eh? ¡Bueno!… ¿Dónde se esconde su amiga, Olga? —que quede claro que esta pregunta obedeció sólo a la generosidad de Marie y a esta disposición suya a lanzarse con los ojos vendados a ayudar a cualquiera que lo necesitara. Dios mío—. Tenemos que ir nosotros. Nosotros, meros aficionados, tenemos que montar una línea de huida, une filière, burlándonos de la policía y de los alemanes…

Marie no dijo nada. No me lo iba a poner fácil.

—¿Dónde se esconde su amiga, Olga? —Mme. Letellier titubeó—. Vamos, soy al menos tan de fiar como René Bousquet, se lo garantizo —añadí con más seguridad en mí mismo de la que en realidad sentía—, y no tengo subordinados con los que cometer indiscreciones. Si de lo que se trata es de rescatarla, de que la rescatemos nosotros, vamos a tener que saber dónde se encuentra madame von Hallen…

Condesa von Hallen…

—Condesa von Hallen. Está bien. Condesa… ¿Dónde está su amiga, Olga?

—Veintinueve rue du Bac, en la orilla izquierda… —recitó Olga deprisa, como si le quemaran las palabras.

—Sé dónde es, al lado de la Sorbonne —dijo Marie.

—Y yo también. ¿Por qué está ahí?

—Pues… porque no podía ir al Meurice que era donde siempre se alojaban ella y Carl, su marido. Lo que hay en rue du Bac es una buhardilla, poco más que une chambre de bonne, una habitación de servicio, que mi marido tenía desde sus tiempos de estudiante en la Sorbona. Nunca se desprendió de ella. Cuestión sentimental, supongo…

—¿Alguien sabe de esa buhardilla? —preguntó Marie.

—No, nunca hemos dicho nada a nadie. No teníamos por qué, no era importante. Más bien la utilizábamos como trastero para cosas viejas e inservibles.

—Dígame, Olga, ¿por qué los alemanes persiguen a su amiga con tanto ahínco?

—Pues… porque se opone a Hitler, ¿no?

—Todos nos oponemos a Hitler —interrumpió Marie—, y no nos persiguen… bueno, sí nos persiguen, pero no nos mandan a la Wehrmacht o a la Gestapo a buscarnos uno por uno.

—No lo sé. Nunca le pregunté demasiado. Nunca he querido saber mucho de todo esto. Estos secretos… mejor están guardados. En fin, creo que Philippa ha sido una disidente muy importante en Alemania y que, después de que fusilaran a su marido…

—¿Cómo, cómo? ¿Fusilaron a su marido?

—Sí, Manuel. Lo fusilaron nada más empezar la guerra. Estaba encarcelado desde bastante tiempo antes por haber criticado la política nazi y por haber intentado evitar las persecuciones de judíos… por haber organizado algunas redes de fuga, creo… Cuando Philippa no pudo hacer más por conseguir su liberación (lo fusilaron una madrugada hace un año, creo), y después, la conmutación de la pena, decidió marcharse de Alemania para seguir luchando contra Hitler desde París… Una lástima: Carl era un gran caballero y un hombre encantador. Un verdadero amigo.

Caramba —exclamé—, sí, un hombre encantador. Seguro. Claro que como encuentren a su amiga, lo menos que le harán será encarcelarla.

—Tenemos que rescatarla.

—Desde luego, pero ¿nosotros, unos meros aficionados sin recursos? —insistí—. Me pregunto cómo vamos a hacerlo.

—Pobre Philippa, bastante ha sufrido en la vida. Cuando vino a París destrozada por la muerte de Carl y huyendo de esos horribles nazis, le aconsejé que se marchara a Estados Unidos y olvidara todo esto. No tiene problemas económicos… No quiso. Dijo que sería una traición a la memoria de Carl. Pero ahora… nunca me perdonaría que le pasara algo.

—Claro que sí, Olga. Ya veremos cómo lo hacemos —me sorprendió esta repentina voluntad mía de hacerme cargo de las cosas. En fin—. Me parece que con la amenaza de los alemanes buscándola —continué—, debemos traerla aquí y conseguir que embarque en algún paquebote rumbo a Nueva York. ¡Lástima que ya no esté Arístides! —sonreí—. Le hubiéramos forzado a que se la llevara en su propio coche. ¿Qué habría sido un visado más para él?

Marie me dio un pellizco en el brazo.

—Ah, Geppetto, seamos serios. Primero de todo tenemos que resolver un problema fundamental: cómo pasamos la línea hacia el norte.

—Dos problemas, Marie: también tenemos que decidir cómo la pasamos de vuelta hacia el sur.

Y era bien cierto que ir de la Francia de Vichy (pronto empezaríamos a llamarla la zona nono, un apócope ridícula por non occupée) a la Francia del norte ocupada por los alemanes se había convertido en una operación compleja. Era preciso cruzar la línea de demarcación que partía al país en dos, ¡una frontera en el interior de una nación que aseguraba no haber sido derrotada!, ¿cómo podíamos aguantar una cosa así, una humillación semejante?, en bicicleta, a pie, en automóvil o en tren. Al principio, con los problemas planteados por los refugiados que habían huido del avance de la Wehrmacht hacia París y que ahora pretendían volver a sus casas sobre todo en el norte, y eran millones de personas, ¡millones!, bastaba con algún certificado de los ayuntamientos, algún salvoconducto, para cruzar la frontera. Todo era muy arbitrario: algunas veces, las autoridades, sobre todo las francesas (no fueran a perder la cara frente a los vencedores al demostrar blandura o transigencia) exigían una carta de identidad o un pasaporte o, si se iba en tren cuando fue reanudado el servicio, un «certificado de repatriación» para soldados y otros desplazados. Más adelante, cuando los alemanes pudieron montar una vigilancia en serio, se instauró la arbitrariedad: la potencia ocupante hacía y deshacía como le venía en gana, suspendía servicios, cerraba fronteras o de pronto admitía el paso de un tren cargado de remolacha por una estación cerrada al tráfico. Dependía del humor de los generales germanos. Era un chantaje sutil y brutal a la vez del que sólo estaban exentos los diplomáticos. ¡Pero si a los únicos a quienes se permitía viajar libremente de Vichy a París era a Laval y al almirante Darlan! Los demás ministros del gobierno de Vichy tenían prohibido el paso ilimitado hacia París y sólo con un laissez-passer para cada ocasión les permitían viajar hasta allá. ¿Y Pétain? Al mariscal le obligaron a obtener un salvoconducto para acudir a la reunión de Montoire. ¡El aliado alemán! Oh, sí. Estos miserables nos hicieron todas las perrerías imaginables. Una de las más insultantes fue el sistema de correspondencia entre las zonas. No se permitían las cartas, no fueran a esconder cualquier tipo de espionaje; en su lugar, se instauró la tarjeta postal del «tache lo que no corresponda». Había líneas de puntos que debían ser rellenadas con la fecha y el nombre del remitente y, después, más líneas de puntos que terminaban con: «…buena salud.», «…cansado.», «…ligeramente enfermo.», «…gravemente enfermo.», «…herido.», «…muerto.», «…prisionero.». O «…sin noticias.», «La familia está…», «…bien», «Necesita…», «…provisiones», «…dinero». Una delicia. Tache lo que no corresponda. Santo cielo.

—¿Tiene usted modo de ponerse en contacto con la condesa von Hallen?

—No, claro —dijo Olga.

—No, claro —remaché—. Lo decía por prevenirle de nuestro viaje. Debo decir que el método de avisarle por carta o de anunciar nuestra llegada a tus padres gracias a los buenos oficios de Porfirito me parece peligroso y muy inseguro. No puede ser —sacudí la cabeza.

—Desde luego que no —concluyó Marie—. No podemos poner por escrito nada que se refiera a madame von Hallen… No sabemos qué cartas son abiertas por quién y si funciona la censura. A ella, cuando lleguemos a París, no tendremos más remedio que sorprenderla. Pero, en cambio, sí podemos mandar una carta sencilla a mis padres anunciándoles nuestra visita pero sin decirles desde dónde llegamos ni que vamos a rescatar a la condesa von Hallen. Que el señor Rubirosa la envíe desde el mismo París…

—Es buena idea. Daremos dos cartas a Porfirito; una para tus padres y otra para mi Angelines…

—¿Angelines?

—Sí. Mi ama de llaves… Es hija de la que era mi portera en Madrid… Casi como una ahijada mía: me la traje a París cuando las cosas se pusieron feas en España y ahora vive en mi piso de la plaza de Alma, cuida de la casa y evita problemas…

—Nunca me has hablado de ella.

—No, tienes razón —sonreí—. He pensado poco en ella últimamente. Tenía la cabeza en otras cosas… —y luego, suspirando—: En fin… llegar allí, si es que conseguimos llegar, e improvisar. Menudo susto les daremos a todos. La pimpinela escarlata. Sí. Rue du Bac. Mientras el susto no nos lo den a nosotros… —me encogí de hombros. Estuve en silencio unos segundos, pensando en cómo resolver el problema del cruce de la línea de demarcación y por fin se me ocurrió la solución obvia—. Hablaré con Armand. Es un miembro del gabinete del mariscal. Debe poder facilitarnos el viaje a París con ciertas garantías de inmunidad, ¿no?

En aquellos momentos aún no sabíamos que ningún funcionario o político de Vichy tenía acceso a la Francia ocupada y yo estaba convencido de que Armand podría conseguirnos un salvoconducto, así, sin más. De este modo podríamos cruzar la línea de demarcación y, eso sí, luego tendríamos que arreglárnoslas como pudiéramos. Il faudra se démerder, dijo Marie.

Durante los primeros meses de la guerra, mi ingenuidad en relación con las cosas prácticas de lo cotidiano era en verdad asombrosa. Y es que me distinguía de los pobres franceses del vulgo una cuestión sustancial: yo todavía no había sufrido dificultad grave alguna, no había huido de nadie, nadie me había perseguido, bombardeado, saqueado o hecho prisionero, táchese lo que no proceda. Yo seguía siendo un observador cínico y bastante escéptico de cuanto ocurría a mi alrededor, podía condenar e insultar y criticar como me viniera en gana; aunque me mantuviera al margen, pertenecía al estamento de quienes estaban haciendo la revolución nacional en colaboración con los alemanes. Mis pocos encontronazos con la Francia oficial se habían saldado con mi prudente silencio. Lo que fuera con tal de no ser notado.

Philippa von Hallen. Tuvimos que disuadir a Olga Letellier de venir con nosotros. Bastante había hecho, le dijimos, con proteger a su amiga. Lo demás quedaba de nuestra cuenta; cómo, sólo los hados lo sabían. Éramos unos inconscientes: ni siquiera sabíamos qué efecto había tenido el estatuto de los judíos en la población de la zona ocupada ni lo que nos íbamos a encontrar en París-ciudad-abierta ni cuál era la situación de las gentes que tenían algo que ocultar o de qué huir frente a los nazis alemanes o franceses. No teníamos la más remota idea.

Cuando contamos a Armand nuestro propósito se echó las manos a la cabeza. Lo que queríamos hacer era no sólo arriesgado sino del todo imposible. No nos podía conseguir los salvoconductos, no sabría cómo encaminarnos ni a quién acudir. Sabía, eso sí, que empezaba a organizarse desde Vichy un sistema clandestino para que los soldados que conseguían escapar de los campos de concentración de los nazis pudieran atravesar la frontera camino del sur. Se trataba, sin embargo, de un sistema embrionario y muy aleatorio. ¿Pero hacia el norte? Armand no habría sabido ni por dónde empezar: era cosa del ministerio del interior que, había oído, pagaba a gentes de la zona fronteriza —campesinos, estudiantes— para que hicieran ese trabajo. Como en todos sitios, los había honrados y traidores, codiciosos y desprendidos, miedosos y arrojados. Eran los passeurs. ¿Pero a quién debíamos preguntar sobre ellos?

Fue Marie la que tuvo la ocurrencia de acudir al capitán Brissot de Warville. Me miró y me dijo:

—Dime qué otra solución nos queda; tenemos que ir a París y tenemos que ir deprisa. O nos fiamos de Brissot, que es enemigo de los alemanes y que conoce a mi padre, o nos quedamos aquí paralizados. Es sencillo, Geppetto, no le diremos que vamos a rescatar a la condesa von Hallen, sólo que vamos a ver a mis padres porque, después del estatuto, yo estoy de verdad angustiada por lo que les pueda ocurrir —bajó la cabeza—. Y con eso no engaño a nadie.

Le puse la mano en el hombro y la atraje hacia mí. Apoyó su frente contra mi mejilla.

—No sé, Marie. Depositar toda nuestra confianza en un militar que está a las órdenes de Vichy y que se dedica a buscar espías…

—… espías pro alemanes…

—… sólo porque intuyes que es enemigo de Alemania…

—No, no lo intuyo. Lo sé —afirmó convencida—, lo sé. Estoy segura. Lo sé. ¿No lo has visto cada vez que hemos hablado con él? ¿Quieres una prueba? Sabiendo que somos el GVC y que publicamos un periódico clandestino, Brissot no nos ha denunciado ni detenido…

—… todavía. Está bien, no nos ha detenido. Aun así…

—Déjame que vaya, déjame que vaya sola a visitarlo y que…

—¡De ninguna manera!

—No, escucha, mon ange, visito a Brissot…

—De ninguna manera —suspiré—. Iremos juntos.

—¿Por qué no acudir a Bousquet que es quien ha levantado la liebre? —preguntó Armand.

—Sencillamente porque Bousquet está en Châlons y Brissot, aquí. Es más expeditivo, más rápido —contestó Marie.

—Lo que sí constato —dijo Armand—, es que las autoridades de Vichy y el propio mariscal están preocupados con la gente, sobre todo soldados, que quieren volver a sus casas, a sus ciudades, pero también con los que huyen de los alemanes. No digo ya los que pueden ser repatriados oficialmente, sino los que quieren ir de una zona a otra sin razón oficial. Tiene gracia, Pétain se siente responsable de todos los franceses y, sin embargo, los ha traicionado sometiéndose a los alemanes, ¿no?

—Bueno, en realidad no cree haberse sometido…

—¿Por eso intenta burlarse de las reglas de los boches? —preguntó Marie—. Es pura esquizofrenia: se baja los pantalones…

… et puis il pète, y después se tira ventosidades.

—¡Geppetto!

—Es verdad, Marie —reí.

—Sospecho —prosiguió Armand—, que de una manera u otra, se puede cruzar la línea. Diría, por lo que oigo en el Parc, que los franceses hacen la vista gorda y que, a día de hoy, los alemanes no han organizado bien el control de las zonas. Es posible que la línea de demarcación sea un auténtico coladero.

Resoplé.

—Vayamos a visitar a Brissot —sacudí la cabeza—. Si vosotros decís que no nos va a pasar nada, será así. Pero yo no me fío.

—Somos franceses, ¿no? No nos van a entregar al enemigo, ¿no?

—Depende, Marie —precisó Armand—. Perdone que le hable con brutal franqueza, pero por lo que se deduce del estatuto de los judíos de hace unos días, acabarán ustedes siendo enemigos de Francia más que ciudadanos suyos. Por ponerle un ejemplo: ayer el mariscal recibió la carta de un judío que, herido en Sedán en mayo pasado, había sido condecorado por su valor en combate. En el sobre había una foto suya apoyado en el hombro de su pequeño hijo y con la condecoración en la solapa; tenía que estar apoyado en el niño porque le faltaba una pierna que le había arrancado la metralla.

—¿Y qué decía la carta?

—Que él era un patriota francés, que para él Pétain era como un padre y que se ponía en sus manos para no perder su trabajo y poder seguir viviendo.

—Ya, Pétain, un padre. ¿Y qué dijo el bueno del padre de todos los franceses?

—No os lo vais a creer…

—Sí nos lo vamos a creer, Armand.

—Dijo que habría que hacer algo. Entonces yo le pregunté si debía contestar la carta. Estuvo un rato callado, mirando por la ventana y luego, sin decir palabra, salió de la habitación.

—Me parece, Marie, que lo mejor será que nos casemos y nos quitemos de una vez de encima esta espada de Damocles. Casada con un francés no judío estarás protegida.

—Desde luego. Casada con un español nacionalizado francés. No sé a cuál de los dos querrán perseguir más, Geppetto —se inclinó hacia mí y me dio un beso en los labios.

—¿Ir a París? —preguntó Brissot de Warville—. ¿Y qué van ustedes a hacer en París?

—Visitar a mis padres y asegurarnos de que están bien…

—Y si es el caso, intentar hacer que vengan con nosotros a la zona no ocupada, capitán.

—¡Pero no se puede circular para arriba y para abajo por Francia como a uno le venga en gana!

—Ya lo sabemos —me ahorré señalarle que no dejaba de ser pintoresco que un francés no pudiera desplazarse por su país como quisiera, sobre todo considerando que su nación no había sido derrotada por nadie y era amiga del inexistente invasor—. Por eso acudimos a usted. Hemos oído de la posibilidad de cruzar la línea de demarcación de modo subrepticio y…

—¿De modo subrepticio? No existen modos subrepticios de hacer las cosas.

—Bueno, capitán, no quisiera parecerle impertinente pero me han dicho que existen personas en la zona limítrofe que se dedican al paso clandestino de quienes quieren ir… —hice un gesto vago—, a una zona o a otra… Eh, el propio señor Bousquet nos dijo hace algún tiempo que él mismo encarrilaba a los prisioneros franceses que escapaban de los stalags alemanes para que pudieran cruzar la línea…

—Bueno, el señor Bousquet dispone de un margen de maniobra amplio en Châlons-sur-Marne. Tiene desde luego bastante más autonomía que yo, un humilde funcionario sometido a mil presiones. Y además, se trata de prisioneros de guerra, soldados franceses a los que hay que proteger. Una cosa bien distinta. No puedo hacer nada por ustedes —concluyó con firmeza. Y, mientras iba diciéndonos esto, sacudía la cabeza como si estuviera enfadado consigo mismo, al tiempo que escribía en un papel en blanco lo que, visto desde mi perspectiva al otro lado de la mesa de su despacho, parecía un nombre, una dirección y un número de teléfono. Lo empujó hacia mí. Sin mirarlo, lo guardé en mi bolsillo.

—Pues, capitán, de veras que lo siento…

—Más siento yo no poderles ayudar, pero no me pagan para consagrar ilegalidades que soy el primero en condenar. Buenos días.

Marie y yo salimos en silencio del despacho del jefe del Deuxième Bureau y sin intercambiar palabra fuimos andando despacio hacia el río. La temperatura era todavía suave para ser ya casi final de octubre: el verano había sido excepcionalmente largo y caluroso y las arboledas aún resistían la llegada del otoño sin que los grandes castaños de los parques de Vichy hubieran perdido la hoja que amarilleaba sin decidirse a caer. No podíamos ni imaginar la dureza del invierno que se desplomaría sobre nosotros pocas semanas después.

Nos sentamos en un banco del parque del Allier, dando la espalda a los chalets de Napoleón. Saqué del bolsillo el papel que me había dado Brissot.

Jacques Le Saunier, hotel Métropole, 30 rue de la République, Lux, téléphone 595.

—Lux —dije—, eso está a unos setenta u ochenta kilómetros de aquí, al este de Moulins, donde Chalon, ¿no?

—¿Ves, Geppetto? ¿Ves cómo Brissot era un patriota que nos iba a ayudar?

—Algún otro motivo tendrá. No entiendo estas ayudas que nos prestan, encaminadas a burlar las disposiciones y la vigilancia de los alemanes. O son aliados o no lo son. Todo esto me desconcierta.

—Yo creo que ponen a mal tiempo buena cara. Ninguno de nosotros, sea pro alemán o pro francés, olvida dónde está Francia…

Nos pusimos de pie y, sin demasiado apresuramiento para no levantar sospechas de las decenas de delatores voluntarios que pululaban por Vichy buscando traidores a la revolución nacional, nos dirigimos hacia el centro, esperando poder llamar al Métropole de Lux desde mi hotel o desde el de los periodistas, el de La Paix. Todavía no nos habíamos acostumbrado a la idea de que el teléfono no debía ser usado nunca para tratar de cuestiones que tuvieran que ver con la guerra. Hoy nos parecía el método más eficaz de ponernos en contacto con Le Saunier. Ya aprenderíamos.

Como Marie y yo caminábamos tan despacio, cogidos del brazo como conspiradores (aunque yo nos viera, sobre todo, yendo con el lento paso de los amantes), nos volvió a impresionar el cambio acaecido en Vichy: a fuerza de verlo todos los días, uno no registraba el considerable aumento de población que semana a semana se había ido produciendo en la capital-balneario. Parecía imposible que este villorrio pudiera dar cabida a esta invasión inacabable de gente. En busca de favores o refugio, de una carrera política o de fortuna económica o simplemente de una oportunidad para librarse de los efectos de la guerra huyendo del norte ocupado, habían llegado por miles y se alojaban en cualquier sitio: en buhardillas y sótanos sin ventilación ni facilidades sanitarias, en vestíbulos de hoteles y pensiones, en habitaciones alquiladas a precios abusivos, mazmorras infestadas de ratones y cucarachas y de malsanos efluvios. No había, claro está, organización de abastos que pudiera alimentar a tantas almas y la situación se había agravado bruscamente desde la introducción del racionamiento de comida. Por supuesto, todo era cuestión de dinero: si uno lo tenía, uno comía.

Por más que desde el hotel de La Paix lo intentamos durante toda la tarde y buena parte de las horas previas a la cena, no nos fue posible localizar a Jacques Le Saunier. El 595 de Lux simplemente no contestaba cuando conseguíamos que la centralita nos comunicara con él. Resultaba muy irritante y lo achacamos a fallos técnicos, difíciles de comprender en un sistema telefónico tan avanzado como el de Vichy, una de las principales razones por las que el gobierno había decidido instalarse en la ciudad.

Desesperados de la centralita del hotel, también intentamos llamar desde la habitación que uno de los periodistas rumanos tenía alquilada en una buhardilla cercana a Quatre Chemins. En el descansillo del primer piso de la casa, había un teléfono desde el que el bueno de Constantin Popescu nos ofreció llamar. Entre vano intento y vano intento (siempre ante la mirada vigilante del dueño, que se asomaba a su puerta cada vez que nos oía descolgar el auricular), Popescu nos invitaba a subir a su buhardilla para tomar un té. Él mismo lo preparaba en un primitivo hornillo eléctrico colocado en precario equilibrio sobre una pila de libros. Nos invitaba a sentarnos en su cama mientras él se instalaba en una butaquita de madera y apoyaba los pies en montones abigarrados de libros, papeles y periódicos. Marie miraba a su alrededor intentando disimular el horror que le producía tan escuálido cuartucho: había una pequeña ventana, un ventanuco alto en verdad, carente de persiana, y una barra de latón hacía las veces de armario; el único mueble era la pequeña cama y ella sola ocupaba gran parte del espacio disponible. Por supuesto, ni un mísero radiador prometía algo de confort para las noches de invierno.

—Mis periódicos me obligan a estar aquí —explicó Constantin; se encogió de hombros—. Es la guerra, qué le vamos a hacer. Tuve suerte de encontrar esta habitación y de no tener que compartirla con nadie más —sonrió con algo de tristeza. Era uno de los periodistas de raza que habían acabado en Vichy malgastando un enorme talento sin por ello ceder al hastío o al cinismo—. Me parece que no vais a tener más remedio que ir al sitio ese al que llamáis. Parece una broma, pero diría que el tan cacareado sistema telefónico de Vichy no acaba de funcionar.

Dice mucho en su honor que no nos preguntara qué se nos había perdido en Lux, por más que, en vista del lugar fronterizo en el que se encontraba, resultara obvio.

—Geppetto, Lux está cerca, ¿no?, a un par de horas de aquí —dijo Marie cuando dejamos por imposible el intento de comunicarnos con el hotel Métropole por teléfono—. Bastaría con que nos llegáramos hasta allí y buscáramos a Le Saunier en el pueblo. Sería más fácil que a través de este chisme tan inútil.

—Me parece bien, pero, por ser prácticos, creo que deberíamos ir preparados para el viaje a París. No sé lo que se necesita para cruzar la línea, ni qué clase de… Quiero decir que deberíamos ir a Lux y si encontramos a Le Saunier y él se presta a ello, cruzar al norte sobre la marcha. Por eso debemos llevar la maleta que necesitemos… Nuestra fuerza, creo, está en lo impredecible de los disparates que hacemos.

Hay veces en que mi memoria me traiciona: no estoy seguro de cuándo hicimos por aquellas fechas la primera y única gestión del grupo latinoamericano ante Pierre Dominique. Más o menos en esos días. El concepto mismo de estas démarches resultaba un poco ridículo (de hecho, cada vez que el grupo salía a relucir, tenía que esforzarme en recordar que su constitución había sido una mera excusa para justificar mi presencia oficial en Vichy). Que pudiera existir un grupo de diplomáticos de segundo nivel haciendo gestiones ante el gobierno francés sin encomendarse a dios ni al diablo y, menos aún, a sus respectivos embajadores, da idea de lo demencial que era todo durante los días de la guerra. Supongo que cada uno se buscó la razón que le pareció más sensata para explicarlo en su cancillería, pero por lo general me parece que todos adujeron en mayor o menor medida la excusa de que creían estar cumpliendo con su obligación de mantenerse informados para así resultar de mayor utilidad en la delicada labor de su respectivo jefe de misión.

Instigados por Luis Rodríguez (que en este caso tiró la piedra y escondió la mano), solicitamos ver a Dominique para pedir aclaraciones sobre varios temas de los que mis amigos querían informar a sus gobiernos. Si dependían de ellos para su conocimiento de los hechos, no me parece que los gobiernos de Colombia o Panamá o Santo Domingo o Perú o Bolivia acabaran saliendo de su ignorancia.

—Mis buenos amigos a quienes represento —empecé diciendo, aunque enseguida levanté la mano para añadir—: a quienes represento oficiosamente, se entiende, desean alguna aclaración para el caso en que sus jefes de misión tuvieran alguna duda a la hora de informar a sus ministerios de relaciones exteriores. Estamos muy lejos de Latinoamérica, monsieur Dominique, y allá se comprende con dificultad cuanto ocurre en Europa.

Era evidente que Pierre Dominique no se encontraba cómodo con esta reunión.

—Monsieur de Sá, sigo sin comprender la razón por la que ustedes se entrevistan conmigo y no con funcionarios del ministerio del señor Baudouin.

—Es sencillo, querido amigo: como estas gestiones son oficiosas y usted incluso podría negar que jamás se hicieron, preferimos mantenerlas en este nivel, importante en sí, pero… digamos que periodístico. Es pura información, señor Dominique, pura información.

Dominique suspiró.

—Ustedes me dirán entonces.

—Mis buenos amigos —continué entonces—, querrían alguna información sobre el alcance del estatuto de los judíos recientemente aprobado por el gobierno.

—¡Ah! Eso no es difícil de aclarar. El estatuto responde a dos necesidades: restringir el círculo de los franceses que merecen amparo y limitarlo a aquellos cuya «francesidad» está fuera de toda duda y es de absoluta pureza. Me dirán ustedes que Francia ha sido siempre tierra de acogida y que, por consiguiente, ha abierto siempre los brazos a todos los que venían a ella. Pero es que éstos no son tiempos normales. Digamos que estamos en una trinchera y ¿qué es más normal que un padre, metido en una trinchera con sus hijos y con sus aparceros, se ocupe de sus hijos antes que nada? En este sentido el estatuto de los judíos es la consecuencia lógica de toda la legislación precedente sobre nacionalidad adquirida por las leyes de los años veinte y treinta y… y —repitió levantando un dedo para subrayar el énfasis— consagra la defensa de Francia frente a quienes aprovechan de su condición de franceses para conspirar y hacer negocios y enriquecerse a espaldas del país que los acogió —lo hubiera abofeteado con gusto pero guardé silencio—. De modo que no se trata sólo de los judíos, preferimos el término «israelitas», sino de los marxistas que obedecen a otra patria para intentar destruir la nuestra, y de los masones, cuyos ritos secretos nos inquietan y escandalizan.

Yo estaba bastante seguro de que Dominique era masón, al menos por tal lo teníamos en París, pero preferí callar. De buena gana habría preguntado a Armand, pero, siendo el tema tan delicado, me aguanté la curiosidad.

—Ha dicho usted dos necesidades. ¿Cuál es la segunda? —preguntó el Flaco Barrantes.

—La segunda, sí. La segunda es de orden teológico. La tribu de Judá se condenó a sí misma al condenar a Jesucristo a la cruz y pedir que su sangre cayera sobre sus cabezas. No merecen otra cosa y hoy son perseguidos en toda Europa como raza inferior y maldita. Los judíos de otros países nos invaden, poniendo precisamente a prueba nuestra tradicional hospitalidad, pero a ellos se añaden los israelitas franceses. Le vuelvo a preguntar, aunque sé que la pregunta es retórica: en un momento en que el alimento escasea, ¿a quién daría antes de comer, a sus hijos o a los aparceros?

—Ya veo.

—Aun así, el gobierno del mariscal Pétain quiere ser exquisitamente justo. Por eso ha sido tan exacto al definir la condición de judío en el estatuto del 3 de octubre.

—Ya —repetí—. Es obvio que ésas son las intenciones del gobierno. También comprendemos que, mientras, los israelitas son apartados del resto de la sociedad, deben ser colocados en lugares de acogida, por supuesto transitorios —Dominique asintió—. He oído que los quieren mandar a todos a Madagascar para establecer allí una república judía. Tenemos, sin embargo, una duda… Mis compañeros latinoamericanos tienen una duda —me corregí, por más que mis colegas latinoamericanos no tuvieran duda alguna, sino sólo ignorancia supina—. Hemos oído que, al igual que en el caso de los campos de refugiados españoles, los que ahora acogen a los judíos, como el de Gurs, no están en las mejores condiciones de habitabilidad e higiene.

Sabíamos que esos campos de concentración, lejos de ser lugares transitorios de acogida, eran pocilgas infrahumanas en las que los judíos alemanes, polacos, rusos (igual que les ocurría a los refugiados españoles en otros campos), malvivían, padeciendo disentería, malnutrición, deshidratación, plagas de roedores y de piojos.

Dominique había palidecido.

—Hacemos lo que podemos, messieurs. Bastante tenemos con vernos obligados a ocuparnos de quienes nos han invadido. Les aseguro que están siendo tratados humanamente y que hacemos lo posible por lograr su repatriación en las mejores condiciones.

—¡Qué boludo huevón! —dijo Cifuentes cuando abandonamos el despacho del jefe de prensa de Vichy.

—¿Pero éste no era un famoso francmasón de la Logia de París? —preguntó Sciamella, el argentino.

Pocos días después, hubo una discreta queja del ministerio de relaciones exteriores a los embajadores de los países de nuestro grupo, sugiriéndoles que era mejor no tratar de determinados temas o, en todo caso, hacerlo al más alto nivel. Y ahí se acabó el grupo latinoamericano, amigos míos. En cuanto a mí, esta catástrofe diplomática me supuso hacer nuevas y delicadas gestiones para salvaguardar mi estatus en Vichy y poder conservar mi privilegiada situación ante el gobierno del mariscal. Lo hablé con Marie y con Armand y llegamos a la conclusión de que, cuanto más cerca del poder consiguiera mantenerme, mejor sería para los intereses de todos, por mucho que en aquel momento me tentara echar los pies por alto y largarme a la Costa Azul con Marie a capear allá el temporal. No estaríamos muy solos: a la orilla del Mediterráneo podríamos codearnos con todos los grandes intelectuales disidentes, con Malraux, con Gide y Colette y Henri de Montherlant… Grandes resistentes. ¡Cuánto tiempo malgastado!

Al salir del Parc, donde apenas una hora antes había habido una multitudinaria concentración de estudiantes y colegiales homenajeando a la enseña nacional, topamos con un vocinglero desfile de la Legión de los Combatientes, creada menos de dos meses antes para englobar a todos los franceses de bien (los de la «francesidad», para entendernos). Tocados con las enormes boinas que los harían tristemente famosos (sobre todo cuando, más adelante, despojándose de la careta y de cualquier pretensión de civilidad, crearan servicios de orden y siniestras bandas de vigilancia, e incluso acabaran deteniendo al propio Laval), se habían concentrado frente al hotel y, en ese momento, coreaban consignas patrióticas que podían oírse por encima de la música de una banda enrolada al efecto. Curiosa mezcla de civiles uniformados por la cabeza y vestidos de calle, que pretendían combinar la disciplina militar de la obediencia debida al jefe con el encuadramiento civil de un mero partido fascista. Una mezcla en verdad torpe, tan parecida a las tonterías del movimiento nacional español que no era preciso ser muy avezado para comprender hacia dónde evolucionaría la sociedad civil europea en cuanto Hitler, Mussolini y Pétain ganaran la guerra. Llena de banderas de victorias militares y gloriosos regimientos del pasado, la parada de la Legión inauguraba una pomposa y patriotera manía de desfilar sacando pecho por cualquier sitio de la zona nono, como si Francia estuviera en disposición de vanagloriarse por haber vencido en recientes batallas. Muchos de los que desfilaban, combatientes y héroes de la Gran Guerra, lucían en sus solapas condecoraciones ganadas en el campo de batalla. Al verlos pavoneándose por las avenidas de Vichy, me vino a la mente la historia contada por Armand del pequeño judío que habiendo escrito a Pétain mostrándole medallas y una pierna menos, había recibido la callada por respuesta. «Francesidad», sí.

Nos vimos forzados a permanecer un rato subidos en la acera, apretados por una entusiasta muchedumbre contra las paredes del propio Parc. Tuve ocasión de ver muchas de estas manifestaciones en Vichy, siempre fervorosas; cuando, además, en ellas participaba el mariscal para recibir la pleitesía de todos, el ambiente cambiaba de forma sutil: entonces, las mujeres que las presenciaban tenían con frecuencia los ojos arrasados en lágrimas, los hombres miraban con las facciones crispadas de pasión, todos rugían jaculatorias patrióticas pro Pétain y, en momentos extraordinarios, se hubiera dicho que nos encontrábamos en el interior de una catedral, tal era el silencio místico en el que se sumían los asistentes. En medio de una de aquellas adoraciones nocturnas, Armand me sopló al oído: «un día de estos, Pétain, para ir al hipódromo, cruza el río andando sobre las aguas». Desde luego ni a mí ni a Marie nos pillarían en Francia ni en Europa cuando todo esto hubiera acabado.

Tantos meses de guerra y todavía los que estábamos allí de espectadores reticentes, yo en especial, no habíamos entrado en contacto con los perdedores (ni con los vencedores, la verdad sea dicha), sólo con la histeria; no habíamos visto sangre en realidad, sólo desfiles cuyo entusiasmo victorioso frente a la derrota no llegábamos a comprender. Restaurantes, hipódromos, alguna vaga noticia de las dificultades que padecían los refugiados, las colas que menudeaban ya frente a las tiendas y mercados de alimentación, cenas, amor en Provenza, pequeños (patéticos) periódicos llamando a la rebelión. ¿Persecuciones? Aún no las habíamos notado. ¿Trincheras? No habíamos topado con ellas. ¿Carros de combate y bombardeos? Sólo sus efectos en las carreteras y canales que habíamos utilizado para viajar al sur y lo que nos contaban del pánico burgués en las calles de Burdeos en los días anteriores a la rendición. ¿Hambre? Más incomodidad que otra cosa, puesto que los ricos podíamos comprar casi todo lo que quisiéramos…

Ni siquiera en los periódicos se reseñaba noticia alguna de los avatares del combate. Las cuatro páginas del Petit Provençal, como las del Figaro o las del Paris-Soir, venían llenas de noticias de decidido interés social, como el próximo viaje del mariscal a alguna ciudad, la aparición en la cartilla de racionamiento del jabón de afeitar, el castigo por escuchar la BBC, un folletín por entregas, anuncios de fórmulas para hacer jabón «contra un franco en sellos de correo», anuncios de venta contra reembolso de carteles artísticamente realizados con la mención «Empresa judía»… De la guerra, nada. En realidad, las noticias de la guerra nos llegaban a través de la BBC; sólo así nos enteramos de la batalla de Inglaterra en los aires o de los terribles meses de los ataques de los submarinos alemanes contra los convoyes provenientes de América.

Bien pensado, esta guerra me parecía más un ejercicio militar dieciochesco en el que, tras despachar a la carne de cañón, los generales enemigos se sentaban a una mesa a cenar y preparar tratados merced a los que repartirse provincias, ríos, ciudades, montañas y lagos a los que no tenían derecho. Esta guerra de Francia no tenía nada que ver con lo que había sido la guerra de España, con sus salvajadas, sus purgas, sus inviernos de hielo, sus escaramuzas en alpargatas, la destrucción de Madrid, sangre y fuego en la ciudad universitaria…

Vaya, así eran las cosas.

Lux es un pueblo del Auvergnat situado enfrente de la pequeña ciudad de Chalon, al otro lado del río, en la orilla meridional del Saône, en donde ésta, dando una gran revuelta, gira hacia el norte. Justo a la salida de Chalon, un nudo ferroviario de relativa importancia, arranca el gran Canal del Centro —le Canal du Centre— que, a lo largo de casi un centenar de kilómetros en dirección al oeste viaja por la campiña hasta unir el Saône con el Loira. Lux está en la zona libre y Chalon en la ocupada; un puente une a ambas pasando por encima de la línea de demarcación, que después acaba siguiendo el curso del canal hacia Moulins.

Marie y yo habíamos viajado hasta Lux casi en total silencio, cada uno encerrado en sus propios pensamientos y presagios. ¡Qué diferencia, sin embargo, el ensimismamiento de este viaje del de apenas un par de semanas antes hasta Les Baux! Íbamos nerviosos, asustados, es cierto, angustiados por lo que nos esperaba en esta huida hacia adelante, pero al menos, el contacto de nuestras manos sobre la palanca de cambio del automóvil ya no era precavido sino posesivo, íntimo. Con una impertinencia que me llenó de lujuria, puse mi mano sobre un pecho de Marie, desnudo y libre bajo la blusa, y ella cerró los ojos; después suspiró, quitó mi mano, la colocó sobre el volante y murmuró: conduce que nos vamos a matar; me derrito entre las piernas.

Grupos de gente andaban por la carretera en dirección al sur. También circulaban carros tirados por percherones y cargados con enseres más domésticos que agrícolas, alguna camioneta alimentada por gasógeno, unas decenas de ciclistas, la mayoría pedaleando hacia la línea de demarcación. Los viajeros se fueron haciendo más numerosos a medida que nos acercábamos a la línea. Nos miraban pasar, suponiendo, imagino, que éramos refugiados (ricos, a juzgar por el auto) de los huidos del avance alemán en mayo y junio que regresábamos a la zona norte. Luego nos contaron que en estos días los alemanes iban haciendo más difícil el paso entre las dos zonas aun cuando la permeabilidad entre ellas resultaba imposible de taponar y empezaban a florecer los transportes clandestinos y el mercado negro.

Llegamos a Lux a media tarde. Fuimos directamente al hotel Métropole. Detuve el coche en un costado del establecimiento y nos apeamos intentando aparentar relativa indiferencia, como si nuestra presencia allí pudiera obedecer a cualquier otra causa inocente que nada tuviera que ver con el cruce clandestino a la zona del norte. Dos enamorados dando un paseo. Vaya ridiculez.

En el pequeño bar del hotel al que accedimos desde el frente del edificio había tres o cuatro clientes con todo el aspecto de ser gente del pueblo. Hablaban en voz baja y bebían vino tinto; me pareció que el vino tinto en las mesas era la última señal de normalidad, por más que nos encontráramos en el borde mismo de la guerra. Nos miraron con curiosidad, sobre todo a Marie, y esperaron a que nos acercáramos hasta la barra chapada en cinc para volver a sus asuntos. Detrás de la barra, había un tipo corpulento, de unos treinta o treinta y cinco años, prematuramente calvo, que nos observaba sin moverse; apoyaba una mano encima de una botella de Pernod y la otra sobre el mostrador, entre los vasos recién lavados.

—Buenas tardes —saludé.

Monsieur-dame.

—¿Me pone un Pernod con agua?

Et madame?

—Nada, gracias.

Mientras me servía, apoyé un codo sobre la barra.

—Buscamos a Jacques Le Saunier.

—¿Para qué?

—Nos gustaría hablar con él… tenemos que pedirle un pequeño favor —expliqué con prudencia.

—¿Pasar a la zona ocupada? —preguntó el tipo del bar. Con un sobresalto, me volví a mirar a los que estaban sentados bebiendo y charlando. No se habían inmutado. Me alarmó comprobar la despreocupación con la que se hablaba en este lugar público en el umbral mismo del territorio ocupado por el ejército enemigo. Marie me puso una mano en el brazo—. No se preocupe por ellos. Son cheminots, ferroviarios. Ellos nos ayudan a pasar a la gente de un lado a otro… Yo soy Le Saunier —se encogió de hombros y me tendió la mano sin sonreír. Luego miró a Marie sopesando la razón por la que una mujer así quería arriesgarse a cruzar clandestinamente a la zona ocupada, con la de peligros que ello seguramente comportaba—. Y no se preocupen. Aquí no hay alemanes. Aquí estamos en Francia. ¿Adónde quieren ir? Por su aspecto y la ropa que llevan, supongo que a París. ¿Me equivoco? —hice un gesto negativo—. Sus razones tendrán. Pero ¿cómo sé yo que no son ustedes espías alemanes? —nos miró a ambos de modo truculento y finalmente soltó una risotada estentórea.

Eh, voyons, Jacquot! —exclamó uno de los ferroviarios—. No asustes a los clientes.

—Los hemos llamado varias veces desde Vichy —dijo de pronto Marie—, pero no contestaba nadie.

Et non, madame. Aquí no contestamos al teléfono. La gente tiene las orejas muy grandes por aquí —metió la mano bajo el mostrador y sacó un papel impreso arrugado—. Esto es una ordenanza que los boches acaban de sacar sobre el cruce ilícito de la línea de demarcación. Bah, dicen que a quien pillen lo van a fusilar. Pero son bastante inútiles a la hora de vigilar y si te pillan, la cosa no suele pasar de una multa. El único problema es que últimamente son muchos y además cuentan con la ayuda de la policía de aquí… De modo que en estos días nos andamos con cuidado.

—¿Cómo piensan cruzarnos?

—No se preocupen por eso. No es difícil, si se sabe cómo hacerlo y si los pasadores tienen, como tenemos nosotros, laissez-passer petite frontière, «salvoconductos de pequeña frontera».

—¿Y qué son?

—Los salvoconductos de quienes trabajamos en la línea de demarcación y nos desplazamos por ella —con la barbilla señaló a los cheminots—. Sin ellos los trenes no funcionarían… No se preocupen.

El cruce nos costaría cuatrocientos francos por persona, «ya saben, gastos imprevisibles», más la cena y la noche de hotel. Oh sí: debíamos quedarnos ya, encerrados en una de las habitaciones del establecimiento hasta que oscureciera; habíamos hecho bien en traernos una pequeña maleta cada uno. Después comeríamos algo (no mucho, nos aseguró Le Saunier) y empezaría la aventura. El tren 102, el Lyon-París, sí señores. Volvió a reír. Su hilaridad no me inspiró confianza alguna, pero estábamos en sus manos, ¿qué otra cosa podíamos hacer?

¿Podía dejar mi auto en algún lugar seguro? Claro. Debería de haberlo imaginado: el coche quedaría escondido en un granero a las afueras del pueblo, hasta que, Le Saunier levantó una ceja, volviéramos a buscarlo. Cuarenta francos por día.

La habitación del hotel era bastante pequeña, tenía un balcón que daba a la calle, un armario destartalado con un gran espejo por puerta y una cama con un cabecero de barras de latón. La cubría una vieja colcha rosa, poco útil para disimular el hundimiento del colchón por el centro. Aún no había anochecido pero si hubiéramos necesitado iluminar la estancia, la luz suministrada por una bombilla de aspecto mortecino enroscada en el interior de una tulipa de bordes azules no habría servido ni para leer los titulares de un periódico.

Cuando cerré con llave la puerta de la habitación 3 del inolvidable hotel Métropole de Lux, nos quedamos de pie inmóviles, uno frente al otro, mirándonos con la risa apenas contenida. Habría querido que este instante de anticipación se prolongara durante horas, igual que habría querido que se prolongara el siguiente y después el siguiente y el otro. Cuando menos, habría preferido que todo se desarrollara a cámara lenta como en los filmes, para así saborearlo como un dulce inacabable.

Todos los lugares y todos los momentos que desde hacía dos semanas íbamos compartiendo ambos, la casa de Les Baux, el auto, un minuto robado en la habitación de Marie en el apartamento de Olga, un roce subrepticio de mi mano sobre su nalga o de la de ella sobre mi sexo, su espalda contra mí, apretados los muslos contra mi vientre mientras nos dejábamos ir a los vaivenes de la muchedumbre de espectadores de algún estúpido desfile, se convertían en pequeñas parcelas de paraíso que yo iba atesorando para rememorarlas cuando no estábamos juntos o (por decirlo con mi pesimismo habitual) cuando no estuviéramos ya juntos.

Empezamos a reír con lentitud mientras Marie se desabrochaba un botón de la blusa detrás de otro y la sacaba de dentro de la falda; se despojó de ella con un simple movimiento de los hombros y luego subió las manos para recoger su melena en un moño que no le estorbara. Después se volvió hacia la puerta de espejo y dijo riendo:

—Uuu, voyeurisme en la alcoba. ¿Qué dirá la revolución nacional?

Le Saunier vino a buscarnos a las once de la noche. Traía dos monos, chaqueta y pantalón, de peón ferroviario de recio paño azul.

—Pónganselo —ordenó—, guarden aquí sus ropas, en la maleta, y déjenlas aquí. Ya se las llevaremos nosotros. Una vez que estén a bordo del tren, se podrán cambiar en los retretes del vagón. Devuelvan los monos de trabajo a quien les lleve las maletas. El disfraz es para engañar a los boches. Desde ayer que nos colaron un tren, este mismo tren que venía en dirección contraria desde París con trescientos judíos de Luxemburgo, que nosotros les devolvimos ipso facto, están más atentos a engañarnos que a vigilar el tráfico hacia el norte, ¿qué creen estos cerdos que podemos hacer con trescientos judíos?, ¿si no podemos ni alimentarnos nosotros? —sacudió la cabeza—,… de modo que estarán ustedes expuestos al escrutinio de las patrullas alemanas sólo cuando crucen el andén. De noche y con la mierda de iluminación que hay ahora, nadie se fijará. Tampoco se fíen de todos los gendarmes a los que vean, son unos hijos de puta. Y si les sorprendiera alguno que no sea amigo, ofrézcanle dinero; están mal pagados, muy mal pagados.

Nos miró con la cabeza inclinada, como esperando a que nos cambiáramos delante de él. Marie dijo:

—¿Permite?

Le Saunier respondió:

—Sí, claro —abrió la puerta, pero se detuvo y se volvió hacia nosotros—. Tendrán que pagar ahora. Serán ochocientos francos por pasarlos, cien por la noche de habitación y cien por la cena —cerró la puerta.

—¡Mil francos! —murmuró Marie—. Geppetto —añadió con gran seriedad—, j’adore ta queue, mais mille balles!, c’est vraiment trop, adoro tu sexo, la verdad, pero ¡mil francos! —se le escapó una risa traviesa.

—Y más que tuviera que pagar. Bueno, tengo suficiente dinero… ¿En qué me lo voy a gastar si no? —y mientras nos cambiábamos, dije—: ¿Sabes? Cuando volvamos a Vichy, iremos a visitar a Rapaport.

—¿Rapaport?

—Rapaport. Me habló de él Armand. Es un modisto que tiene su sastrería en la calle Beauparlant y que empieza a vestir a todo el gobierno y, sobre todo, a las mujeres de ministros y secretarios generales. Te veo bien, vestida de brocados y sedas.

Marie se encogió de hombros.

—¿Ah sí? Ahora me dirás que con los pechos al aire. ¿Me tomas por una mantenida o qué?

—No, te va a encantar, ya verás. Venga, va, no me mires así, que estoy de broma. De todos modos, para quien lo quiera, parece que tiene un corte excelente. Pero eso no es lo divertido. Lo divertido es que es judío y que consiguió un certificado de trabajo gracias a los buenos oficios de la esposa de uno de los peces gordos…

—¿Qué me quieres decir con eso?

Reí.

—Que la señora que le solucionó el problema resultó ser la mujer de un alto cargo del comisariado de cuestiones judías a quien una buena amiga había recomendado al sastre…

—¿Y? No me hace gracia.

—Déjame que te explique: midiendo y cortando y haciendo pruebas, poniendo alfilercitos por aquí y dobladillos por allá, parece que Rapaport y esta señora acabaron… en fin… desnudándose en lugar de vestirse. De modo que el israelita Rapaport acabó llevándose a la cama a la esposa del antisemita que lo quiere deportar.

—¿Lo dices en serio? —A Marie se le arrugaron los ojos. Siempre que algo le parecía gracioso o ridículo, arrugaba los ojos con incredulidad, antes de echarse a reír.

—Lo digo en serio… ¿Estás nerviosa?

—Un poco… Pero, bah. No creo que pase nada. De todos modos, si nos pillan ¿qué nos pueden hacer? ¿Nos van a comer?

La cena de cien francos consistió en un corrusco de pan que llevaba al menos tres días enmoheciéndose en algún cajón maloliente, un poco de queso y un pequeño trozo de carne hervida. Todo ello servido con una jarra de un cuarto de litro de vino tinto de la región que me hizo desear ardientemente el pronto final de la guerra y el regreso de los controles de calidad del vinagre.

Después de tanta preparación, de las horas de espera y del viaje que las había precedido, el cruce de la línea de demarcación, a bordo de una barcaza de las usadas para transitar por los canales, nuestro acceso clandestino a la estación de Chalon y, por fin, al tren con destino a París, fue un verdadero anticlímax. El sector del andén por el que pasamos tenía fundida la bombilla que lo maliluminaba; Marie llevaba uno de los martillos de mango largo con los que se comprueba el estado de las ruedas de los vagones y yo, otro. No fue siquiera precisa la patosa escenificación de nuestro improvisado oficio. El tren llevaba media hora detenido en la estación de Chalon, resoplando vapor por los cuatro costados del mal llamado vagón-restaurante y atronando el ambiente con el traqueteo de la recarga de los acumuladores de la locomotora. Los gendarmes estaban lejos de nosotros, junto a una patrulla alemana, cerca de la pecera del jefe de estación.

—Acaban de inspeccionar el convoy —dijo Le Saunier, encogiéndose de hombros—, y además, no se preocupen, el sargento es un cerdo, pero es cuñado mío.

Nos hizo pasar entre dos vagones para que subiéramos al tren por el lado de la vía sin ser vistos. En el andén de enfrente había un gran cartel de madera en el que alguna autoridad nazi había pintado en letras negras:

Demarkationslinie

Ligne de démarcation

Überschreiten verboten

Défense de traverser

Wer auf anzuss nicht hält

Qui ne s’arrête pas a l’appel

Wird erschossen

Sera fusillé[3]

—¿Qué hacemos para volver desde París?

—Vayan a la oficina de los cheminots en la Gare de Lyon. Díganles que van de mi parte. No habrá problema. Les costará dinero.

—Hemos decidido dejar nuestras maletas aquí —añadí—. Madame llevará lo poco que necesitemos en su bolsón… Es menos engorroso.

—Muy bien.

—¿Qué hacemos si nos interpelan los alemanes en el tren? —preguntó Marie a Le Saunier.

—Nada, no les va a pasar. Los revisores de esta línea esta noche son amigos. No son muchos los viajeros que ahora pretenden ir a zona ocupada. De todos modos, si vieran que se produce una inspección por sorpresa, les avisarían con tiempo de esconderlos.

—¿Escondernos? ¿En un tren?

Por primera vez Le Saunier sonrió.

—Les sorprendería descubrir cuántos escondrijos hay en un tren.