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3 DE OCTUBRE

Es judía toda persona que tenga tres abuelos de raza judía o dos abuelos de la misma raza si su propio cónyuge es judío.

Qué puedo decir. Una definición en verdad científica: glóbulos blancos, glóbulos rojos, glóbulos israelitas, que además se podían adquirir por matrimonio. Pero eso era justamente lo que rezaba el estatuto de los judíos de 3 de octubre de 1940 firmado por el propio Pétain. Si algo me faltaba para calificar a ese viejo cretino moral era precisamente que se hubiera dejado embaucar por los antisemitas de su gobierno y prestara su nombre y su prestigio a semejante parodia. ¡Estatuto de los judíos!

Todos esperábamos que algo así ocurriría: lo veíamos en Alemania, nos constaban las persecuciones, los refugiados, los que huían (¡santo cielo!, ¿qué había hecho Arístides sino salvar judíos?). Sin embargo, nosotros, como gente civilizada que éramos, no pensábamos poder llegar a los extremos de los rufianes nazis. ¿No? Desde que un mes antes había sido creada la Legión francesa de los combatientes, una broma-remedo de partido único, la francesidad estaba de moda. ¡Y cómo! Banderas, patrias, xenofobia… en especial contra los enemigos tradicionales de Francia, los judíos, los masones y los marxistas (un par de años más tarde, esta gente de la Legión hasta llegaría a enterrar tierra francesa, sí, sí, un saquito de tierra —como el agua milagrosa de Lourdes—, en la cripta del monumento a Vercingetórix, en una ceremonia solemne presidida por el mariscal; si eso no es ranciedad, que venga dios y lo vea). «Resurrección francesa» la llamaban. Nada extraño ni sorprendente, al menos para mí, que comprobaba que lo ocurrido en Francia no hacía sino copiar lo que sucedía en España. (Más adelante, este asunto de la LFC dejó de tener la inútil sustancia de lo superfluo, puesto que se creó el servicio de orden legionario —cuyo juramento comprometía a «luchar contra la democracia, la lepra judía y la disidencia gaullista»— y más tarde aún, la milicia francesa, compuesta por una pandilla de matones asesinos).

Desde el armisticio, la presión antisemita y antimarxista en Francia no había hecho más que crecer. Debo confesar, sin embargo, que en el primer momento no dimos excesiva importancia al estatuto de los judíos: ya se sabe que cada vez que en un país hay alguna dificultad, sobre todo económica, se echa la culpa a los judíos y se los intenta excluir de los sectores profesionales más afectados. Ya había sucedido con los médicos y los abogados; ¿había demasiados? (demasiada competencia entre gentiles, se entiende), pues se imponían cuotas profesionales a los judíos y problema resuelto. Nada grave en exceso. Sólo que estábamos ignorando deliberadamente, por un lado, el ejemplo alemán y, por otro, el axioma de que cuando alguien tiene la sartén por el mango tiende a emprenderla a sartenazos con su enemigo, aunque el primer golpe, uno ligero, sea dado en los nudillos. Por algún sitio se empieza.

Mi primera reacción fue bueno, bah, una estupidez más; a lo mejor es verdad que los judíos tienden a coparlo todo, me dije. Igual es bueno que se controle a los que nos llegan del este y, en fin, a los israelitas franceses. Era como las prohibiciones de aparcar: están ahí, tienen su reglamento pero nadie les hace excesivo caso.

Pero luego leí Le Matin. Su editorial decía que al aprobar el estatuto, el gobierno había actuado para garantizar la indispensable seguridad del Estado y así terminar de una vez con la influencia insinuante y en última instancia, deletérea, de los judíos en la sociedad francesa. Insinuante y deletérea. Los términos me parecieron, con toda franqueza, excesivos, típicos de estos fascistas. Que el Estado quisiera retener la capacidad de decidir qué sectores de la sociedad debían primar sobre cuáles, era una cosa, perversa y discutible, pero, en fin…; que lo hiciera estimulando los instintos más primarios de una población ignorante, otra muy distinta. Que, por añadidura, lo hiciera acudiendo a definiciones por completo acientíficas se me antojaba decididamente insultante para quienes teníamos un poco de discernimiento. Es cierto que en todos nosotros existía un instintivo ramalazo antisemita, fruto de ponzoñas seculares. Pero que eso nos llevara a defender la marginación, la persecución de toda una etnia, si eso es lo que era el pueblo judío, no correspondía a un país civilizado como el nuestro.

Para acabar de embarrar las cosas, el boletín del obispado de Chartres decía que «para una Francia sana, el estatuto de los judíos».

En fin, las cosas estaban claras y las intenciones del gobierno de Vichy, meridianas: a los definidos como judíos les quedaba prohibido el acceso o la pertenencia a la administración pública, al ejército (¡del que eran expulsados todos salvo los que tuvieran la medalla militar!), a la prensa, al cine… todo lo que estos miserables querían controlar sin oposición. Porque aquí no era cuestión de cuotas profesionales: ningún gentil que trabajara en esos sectores estaba amenazado. No, no; esto se hacía con toda frialdad para marginar a los judíos.

Y el día antes, el 2 de octubre, las autoridades alemanas en la zona ocupada hicieron obligatoria la inscripción de los judíos en un censo. Unos días después instituyeron el carné de identidad para así poder aponer debajo de la foto del titular un tampón con su condición infamante, JUIF, «JUDÍO».

Nada más leer la noticia en el periódico, corrí a casa de Olga Letellier. Me abrió una de las doncellas y, sin pronunciar palabra, me dejó pasar hasta el saloncito.

Olga ocupaba uno de los incómodos sillones Luis XVI que había en la sala; no estaba arrellanada en él, sino sentada en el borde como si se dispusiera a incorporarse de un salto para huir de un peligro. Tenía las manos cruzadas sobre el estómago y una expresión de angustia en la cara.

—¿Quiere usted una taza de té, Manuel? —me propuso enseguida.

Levanté una mano para hacer un gesto negativo.

Me volví hacia la ventana.

—¿Marie?

Estaba de pie, rígida, con la mirada perdida en algún horizonte horrible. Me acerqué a ella por detrás y le toqué el hombro derecho casi sin tocarla.

—¿Marie? —murmuré.

Giró un poco la cabeza y me miró como si me viera por primera vez. Tenía los ojos enrojecidos, brillantes de lágrimas. Entonces abrí los brazos y con un suspiro, tal que si se rindiera, se refugió en ellos y se apretó contra mí. Estaba helada y temblaba violentamente de la cabeza a los pies. Con gran vergüenza me di cuenta entonces de que cualquier tristeza, cualquier tragedia por enorme que fuera se me antojaba un precio pequeño que pagar por este instante de intimidad.

—Oh, Geppetto, Geppetto, qué espanto —murmuró en voz muy queda y se le escapó un sollozo. Luego—: papá y mamá…, dios mío, solos en París…

—No les va a pasar nada, Marie —le acaricié la cara y el pelo revuelto—. Ni a ti tampoco. Éstas son tonterías sin significado ni razón de ser… Además, sabíamos que iban a pasar, ¿verdad? —le di un beso furtivo en la sien y tuve que apartarme un poco de ella para que no pudiera notar los latidos desbocados de mi corazón.

Ce sont des assassins… —dijo, recuperando la rabia—. Vaya, siempre he asumido el antisemitismo de este país nuestro. Es fruto de la ignorancia, la envidia, la codicia. ¡Aj! Me produce repugnancia, pero… no he tenido más remedio que acostumbrarme a él puesto que… bueno, ha sido parte de mi entorno. Muchos franceses son antisemitas igual que son antimarxistas o anti cualquier otra cosa —se encogió de hombros—. Hasta ahora eran opciones políticas, ¿no?, más o menos desagradables, pero simples opciones políticas. Ahora ya no. No quiero estar más en este sitio espantoso —murmuró con decisión.

—Pues vámonos de aquí, Marie. ¿Quieres que nos vayamos? Vámonos.

—¿Pero adónde? Quisiera ir a París a estar con mis padres y nuestra gente y no puedo. No tengo salvoconducto ni modo de conseguirlo.

—No será complicado obtenerlo, ya verás. Será cuestión de unos días.

—¿Adónde vamos a ir entonces? ¿Ahora mismo, lejos de Vichy?

—A Les Baux por unos días… hasta que se calme esto y podamos viajar a la zona ocupada. Ya encontraremos la manera de llegar hasta allá.

—¿A Les Baux? —dijo, separándose un poco para mirarme. Asentí con solemnidad. Frunció el ceño.

—Desde luego.

—¿Cuándo podernos irnos?

—Hoy, esta tarde, ahora…

En el viaje, Marie estuvo callada durante muchas horas, con la mirada fija en la carretera, en tensión, las manos sujetándose nerviosamente las rodillas. Al principio intenté entablar una conversación que nos hiciera distraernos, que le hiciera comprender que la persecución de los judíos en Francia se acabaría disolviendo en la nada, pero no hubo modo. Ella estaba empeñada en no hablar, en no escuchar, en no salir de su ensimismamiento. A ratos, en los grandes tramos rectos de carretera que no hacían tan necesaria mi atención al volante, le ponía la mano en el brazo para darle calor y consuelo.

Sólo cuando nos acercábamos por fin a Les Baux-de-Provence, apartó mi mano y saliendo de su mutismo de horas me espetó:

—Los hombres bien educados sois muy curiosos: ¿a que no harías un gesto así para demostrar amistad o preocupación a un hombre? No, no, tiene que ser a una mujer. En realidad, no tiene nada que ver con la ternura cálida que nace de la atracción o de la sensualidad, sino que es una cuestión de educación: has sido educado en la creencia de que la mujer necesita calor, cercanía, más que un hombre, desde luego… y que debe dársele sin que ello tenga connotación sentimental alguna. Me tocas el brazo porque crees que lo necesito, no porque tú busques el contacto físico —no respondí nada—. ¿Eh, Geppetto? —y me dio una palmadita cariñosa para que su alegato no me resultara tan desabrido.

En el mas de Les Baux, al que llegamos al atardecer, el aire era apacible y el silencio, tan completo que retumbaba en los oídos como si los hubiera taponado un desnivel de montaña. M’sieu Maurice y Albertine, aunque sorprendidos de vernos, enseguida se afanaron en preparar la casa: la habitación de huéspedes para Marie, con toallas bien mullidas dobladas sobre la cama, y la mía como de costumbre.

—¿Cuántos trajes más se llevó monsieur Domingo, Albertine?

—Ah, monsieur de Sá, estoy de verdad confusa. Al principio le dije al señor Domingo que no podía llevarse el traje que se había probado, pero no hubo modo de disuadirle… Y además, me aseguró que le vería a usted aquella misma tarde y que usted lo perdonaría.

—Claro que lo hice —contesté riendo.

—Pero sólo se llevó ése.

—Ya lo sé, Albertine… No le sentaba mal, ¿verdad?

Ah, non. Estaba muy guapo.

—Bah, en cualquier caso no tiene importancia. Todo sea por ver a un joven apuesto bien vestido.

Hacía una de esas tardes del otoño meridional en las que los olores a pino y flores, a tierra recién mojada, a hierba y algarrobo se mezclan en un perfume mediterráneo fuerte y delicado a la vez. Me senté en la terraza con un vaso de vino de una buena botella de Coteaux d’Aix recién descorchada por m’sieu Maurice y un plato de aceitunas y otro de queso fresco de oveja.

Al poco apareció Marie. Iba descalza, pero el sol del atardecer había calentado las baldosas y no debió de notar frío alguno. Acababa de darse un baño y se había puesto un gran albornoz blanco mío que le llegaba casi hasta los pies. Tenía el pelo recién lavado y recogido en una toalla blanca. Sin pronunciar palabra, inclinándose hacia mí, me apretó el brazo con su mano y luego se sentó en el otro butacón de la terraza. Le serví un vaso de vino.

Merci —dijo en voz baja, sólo que esta vez no me sonrió como solía ser su costumbre. Siempre sonreía con cualquier cosa, cualquiera. Hoy no.

M’sieu de Sá, ¿les preparo la mesa en el comedor? —preguntó Albertine asomando la cabeza a la terraza desde el jardín.

—Gracias, Albertine.

—¿A qué hora querrán cenar?

—Ah, no sé… dentro de un rato, no se preocupe. ¿Qué tenemos?

—Una gallina al vino y unos quesos que Maurice ha encontrado.

—¿Pan fresco?

Oh, oui.

—¡Qué bien! Nos lo puede dejar preparado en la mesa de la cocina y ya nos ocupamos nosotros…

—¡Pero se va a enfriar!

—Lo volveremos a calentar, no se preocupe.

Très bien, m’sieu de Sá. Si me necesitan, llámeme. Bon soir, monsieur, mademoiselle.

Bon soir, Albertine.

—Buenas noches —dijo Marie.

Esta escena tan hogareña y apacible, tan cotidiana, contribuyó como ninguna otra cosa a situarnos por fin en un mundo normal alejado de la guerra. Como si nos instaláramos de nuevo en la tranquilidad (por breve que fuera a resultar el reencuentro) tras un largo camino sembrado de peligros e incertidumbre. Satisfecho, me arrellané en el butacón y me dediqué a contemplar lánguidamente este mi paisaje hecho de montaña blanca y olivares.

J’ai peur, Geppetto, tengo miedo.

Mais non! ¿Qué miedo vas a tener…? Estamos todos juntos en esto.

—Sí, pero yo soy la judía.

Casi añadí que ni siquiera tenía aspecto de tal pero por fortuna me lo callé y así evité otro horrendo faux-pas, otra espantosa metedura de pata, como cuando le había dicho que yo, al menos, nada tenía que temer de las consecuencias de mi raza puesto que no era judío.

Así estuvimos, contemplando la tarde en silencio, cada uno con sus melancolías y nostalgias, mientras se ponía el sol.

Noté que Marie se estremecía y la miré.

—Tengo frío —murmuró.

Me puse de pie.

—¿Quieres que te traiga una manta?

—No, espera, no te vayas. Quiero que me abraces como antes —se levantó y se acercó a mí—. Como antes, ¿sabes?

Abrí los brazos de nuevo y se refugió en ellos, sólo que esta vez, no sé si por efecto del calor o del vino que se me había subido a la cabeza o por la irresponsabilidad a la que uno se abandona en las situaciones límite, me ascendió por la entraña una irreprimible oleada de sensualidad sin que yo hiciera nada por controlarla. Algo debió de notar Marie porque echó su cabeza hacia atrás y me miró seria seria frunciendo el ceño. Después, satisfecha al parecer por lo que había observado, como si se tratara de un ejercicio físico indispensable, se acercó de nuevo a mi cara y me rozó la boca con la suya, pero se apartó como si le quemara y me sopló con suavidad en los labios y enseguida volvió al ataque y me mordió con ligereza como quien muerde una cereza o una uva. Y me pasó la lengua por las comisuras de la boca y luego la empujó hacia mis dientes y se apoderó de mí.

Y en este punto perdí la noción del tiempo y me desvanecí en su piel, en sus olores, en los grandes ojos que me seguían mirando casi con curiosidad, hasta que de pronto se cerraban voluptuosamente. En algún momento le deshice el turbante de toalla que se había puesto en la cabeza después de lavarse y le agarré la mata de pelo rojizo para tirar de ella y besarle el cuello y las clavículas y el hoyuelo que se abría en la base de la garganta. Oí (no, no oí), noté que se le escapaba un sollozo ligero y luego, un suspiro. ¿Quién empujó las solapas del albornoz hacia atrás y puso al descubierto sus pechos y, suelto el cinturón, permitió que se abriera de golpe, hasta el ombligo, deslizándose luego, como si fuera cosa de brujería, hasta el pubis, matorral encendido de todo lo que me enloquecía?

Hicimos el amor despacio, dedicando una infinidad de tiempo a cada detalle, a cada momento físico, dejando escapar gritos sorprendidos o risas, suspirando con la sabiduría instintiva de cada uno. De Marie recuerdo el cuello bombeado hasta que justo antes del orgasmo se le tensaban los tendones como si estuvieran a punto de desgarrarse, recuerdo los pechos que me parecían saltar de gozo, como si hubieran tenido vida propia en un Cantar de los Cantares, recuerdo los muslos interminables sujetándome con fuerza la cabeza y, después, la cintura, o la espalda brillante de sudor, mojada como aquella noche en que Marie se deslizaba como un pez en el agua dé la alberca mientras yo la espiaba a traición.

¿Qué puedo decir sino que me hizo desaparecer en ella, que hubo largos momentos en que no supe distinguir quién era quién, qué miembro era mío y cuál suyo, cuál latido de cuál corazón?

Nos encontramos encima de mi cama con todas las sabanas revueltas. Cargada de mil aromas y del canto de las cigarras, una suave brisa del Mediterráneo entraba por las ventanas abiertas para mezclarse con los olores a sexo y a saliva; mecía en una ola perezosa los largos visillos de algodón tostado; alguna esquila lejana casi inaudible punteaba la paz de aquel momento al borde de la consciencia. Me dejé ir al amor total, a la pasión consumida, a la felicidad absoluta.

No pronunciamos palabra alguna durante bastante tiempo, hasta que Marie dejó escapar una risa como cristales de roca y se incorporó. Cruzó las piernas y se giró para mirarme.

—Geppetto —dijo con ternura—. Ah, mon Geppetto, tu vais?

—Veo, Marie, pero no me atrevía ni a soñar.

—Vaya… te dije que no dar nada por sentado era una de tus principales virtudes…

Je t’aime tellement! Pero soy muy viejo para todo esto… para ti.

Se inclinó para darme un pellizco en el ombligo.

—No eres viejo… ¿Sabes? Me enamoré de ti, así —chasqueó los dedos—, el día en que te conocí en casa de Olga… Me pareciste terriblemente atractivo…

—Pues yo tenía unos celos horribles de Jean y de Domingo.

Marie, presa de un ataque de risa, se dejó caer hacia atrás.

—No sabía a cuál de los dos aborrecer más, de veras… —insistí.

Me pareció el máximo de la felicidad esta conversación insulsa, más propia de adolescentes que de gente hecha y derecha.

—Mi abuela la beduina siempre me decía que el calor de la tierra palestina y el azúcar de los dátiles y la miel calentaban el cuerpo y que las mujeres llevaban los trajes largos y amplios para poder ir desnudas por debajo y llevar pintados arabescos de henna para sus amantes —inclinó la cabeza para mirarme, alargó la mano y me acarició. Fue el gesto más íntimo y lascivo de toda mi vida, como si yo le perteneciera de forma absoluta—. No le gustaba París…, ni Francia… no le gustaba Francia. Decía que hacía tanto frío que llegaba a calarse en los huesos y que parecía que siempre estábamos en invierno. Sólo le gustaba el desierto y el mar de allí —mientras hablaba, empezó a masturbarme, pero no como un acto consciente sino como un reflejo sensual del que ni siquiera parecía darse cuenta—. Luego, estalló el escándalo Dreyfus y fue la gota que colmó el vaso. ¿Para qué quiero vivir en un país que me odia?, decía. Se volvieron a Palestina…

Se me escapaban frases enteras de cuanto estaba diciendo, tal era la ola de sensualidad que me engullía. Pero Marie seguía hablando en tono monocorde:

—Cuando yo era todavía muy niña, tendría once o doce años, fui a visitarla por primera vez. Hicimos un viaje precioso desde Marsella hasta Haifa, mis padres y yo. Me encantaba el barco, me encantaba correr por las cubiertas y hablar con el capitán y cenar en su mesa… Me parecía que estaba en un cuento de las mil y una noches, que era una princesa árabe y que me habían raptado para llevarme hasta el príncipe —se quedó callada con la mirada perdida, recordando. Empecé a creer que me moriría allí mismo—. Palestina me pareció maravillosa… Mi abuelo era un hombre muy solemne, muy preciso, muy serio… Mi abuela, en cambio, no. Era una mujer de la tierra, cálida y muy… muy… tocona, eso. Le gustaba tenerme en su regazo y contarme historias mientras me acariciaba la espalda y la tripa, muy despacio —se quedó callada y luego se le escapó una risita y yo, perdido todo control, no pude retener el orgasmo por más tiempo. Entonces, Marie se tumbó sobre mí cuan larga era y me susurró al oído—: soy como mi abuela. Me encanta acariciarte y dejarte rendido…