MONTOIRE
Hasta aquel otoño de 1940, los que estábamos presos en la zona no ocupada de Francia creímos que, fueren cuales fueren nuestras penalidades, nunca habíamos dejado de ser unos privilegiados inmunes al drama. Que vivíamos en un universo en el que los horrores acaecían con relativo orden sin que nos afectaran en demasía, puesto que estábamos tan lejos de ellos, como si una guerra fuera un drama cuyas batallas y muertos obedecieran a reglas inmutables y conocidas, y por tanto asumibles, mientras nosotros, testigos impotentes o simples espectadores cobardes, pensábamos más en discurrir sobre filosofías del mal y del bien que en el olor a sangre proveniente de las trincheras.
Por un lado, la guerra; por otro, nosotros, que nos habíamos apartado deliberada y moralmente del conflicto (un frío hábito burgués este de la asepsia, nacido de la costumbre de simultanear el charlestón con la contemplación indiferente de los acontecimientos de la década recién acabada). Pero no fue así. Aunque tardáramos en darnos cuenta, desde julio de 1940 habíamos ido perdiendo la capacidad de disociarnos ya de nada. Hasta entonces sólo habíamos pensado en el miedo. En realidad, detrás del miedo, de modo repentino empezaban a asomar sus consecuencias. Y con ellas, la pérdida absoluta de la libertad. Sí, en aquel otoño de 1940 se nos fue de golpe la placidez complaciente.
Era pronto para el hambre. El racionamiento había sido impuesto en toda Francia a mediados de septiembre, pero en Vichy la escasez de alimentos fue tolerable hasta por lo menos un mes después. Lo peor no era la limitación de las cantidades de comida sino lo arbitrario de su suministro: recuerdo con verdadero horror el otoño de la llegada a nuestras vidas de la rutabaga, el nabo sueco al que dios maldiga y que durante largas temporadas sustituyó a verduras y hortalizas en nuestra dieta cotidiana (igual que la gloriosa y austera manufactura de suelas de madera, ejemplo del nuevo espíritu de sacrificio nacional, escondía la ausencia de cuero para los zapatos). Yo creo que lo peor era la tomadura de pelo que tanta gente hecha y derecha aceptaba, asumiendo el engaño no como cosa inevitable sino con la fe del carbonero más imbécil.
Claro que quienes teníamos la fortuna de disponer de contactos en el campo (m’sieu Maurice, en mi caso), siempre recibíamos un colis, un paquete con huevos o mantequilla, pollo, legumbres, una botella de aceite de oliva, naranjas. Para el resto, hasta mediados de 1942 hubo pan (nunca fresco, una más de las idioteces). El azúcar, las pastas, el arroz, el café, sobre todo el café, desaparecieron casi enseguida de nuestras vidas. ¿Hambre? Desde luego que se pasó hambre (yo, que fui afortunado, no sufrí la hambruna hasta muy avanzada la guerra). Y es que Francia se tuvo que sumar al esfuerzo bélico alemán, lo que quería decir alimentar a la soldadesca germana en detrimento de los estómagos nacionales. ¿Y la carne? Trescientos gramos por semana, hueso incluido. Aun así, como todo en la vida, si se disponía de dinero, se disponía de comida suficiente y, en ocasiones, de comida abundante.
A la desastrosa distribución y escasez de alimentos se añadió pronto la idiotez de la vigilancia moral: por ejemplo, el alcoholismo, ese azote de las limpias y cristianas conciencias, debía ser erradicado y para ello fueron retirados de la circulación hasta los ceniceros de propaganda de anisetes y aperitivos. En los restaurantes sólo podía servirse un cuartillo de vino por cliente, a menos que pidiera un vino de marca, en cuyo caso podía llegarse al medio litro. Mañana y tarde se paseaban por Vichy inspectores armados de libretas y formularios de multas para castigar a los infractores de la regla que decretaba el tamaño exacto de los menús.
En unas cuantas semanas, Vichy se había convertido en un hervidero fascista. Y, como suele ocurrir cuando asoman los fascistas, tanto los oportunistas y los aprovechados de cualquier pelaje como los aduladores se instalaron igual que si fueran dueños de todo. De ceremonias y de banderas, de desfiles y delaciones, de estúpidas consignas y hasta de oraciones en loor del mariscal, como el insoportablemente cursi «Credo de los franceses»:
Creo en la Francia milenaria e imperecedera,
Creo en el país llamado Francia,
Creo en la tierra de Francia,
Creo en su jefe, el de los ojos de color cielo.
Vaya por dios.
La celebración del 14 de julio de 1940 había sido triste y breve, sin desfiles ni discursos, no fueran a producirse manifestaciones progaullistas. Y a partir de aquel momento, nuestros flamantes líderes olvidaron la llegada del día de gloria y lo transformaron en día de duelo. ¡Ah! Y misas por todos lados: obispos, arzobispos, cardenales, canónigos y chantres catedralicios se pasaban el tiempo aprovechando las ventajas que les otorgaba la exclusividad de la oferta.
Todos debíamos andarnos con gran cuidado. ¿No nos vigilábamos todos? ¿No nos forzábamos en aparecer como entusiastas pulcros, carentes de cualquier mancha? En unas cuantas semanas, los franceses habíamos conseguido convertirnos en agentes gaseosos; incoloros, inodoros e insípidos. Masones, semitas, marxistas, socialistas, ateos; ¿quiénes? ¿Nosotros? Más valía estar a las diez de cada mañana frente al Parc para enardecerse con la ceremonia del desfile de la guardia del mariscal, la izada de la tricolor y el canto de la Marsellesa entonado con entusiasmo y el acompañamiento de la banda militar.
Por estas razones, aún me asombro de nuestra inconsciencia al lanzarnos a la tímida tarea de la resistencia. Pienso yo que la sensación de impunidad se debió a que, convencidos de nuestros privilegios como miembros del establishment, nos creímos a salvo de todo peligro. Sí, a salvo.
Poco después de nuestra aventura con los pasquines, Armand llegó un día a nuestra reunión en casa de Olga con unas hojas mimeografiadas cuyo título era un seco Liberté.
—¡Mirad! —exclamó—, lo he encontrado encima de la mesa del bar en el que me tomaba un café… bueno, un café —añadió riendo—, pero allí estaba, pardi!, encima de la mesa para que se quedara con él cualquiera… así, cualquiera que pasara por ahí.
—¿A ver?, ¿a ver? —dijo Marie acercándose con excitación y arrancándoselo de las manos.
Era poca cosa, un par de páginas nada más, pero nos produjo gran entusiasmo. Hablaba de libertad, de germanofobia, de la República que era preciso remodelar pero que era nuestra República, de la voluntad de sobrevivir, de si era verdad que Francia había sido destruida…
—¿De dónde habrá salido esto? —pregunté.
—Resulta que sí hay vida inteligente en Vichy —intervino Armand riendo—. Como sugería Rodríguez, hay vida inteligente en otros mundos de la galaxia.
—Pero ¿quién? —insistí.
—No creo que se pueda saber con facilidad. Eh bien, voilà —Armand encendió con su mechero de oro de Cartier el cigarrillo que se había puesto en los labios—, no piensen ustedes que en Vichy había quedado establecido el pensamiento único. Aquí hay, por lo que se comprueba, gente que no opina como el gobierno, en fin, como el mariscal, y por lo visto no tiene empacho en decirlo.
—¿Usted cree? —dijo Olga.
—¡Claro! Y luego os metéis conmigo porque digo las cosas que digo a aquellos que me parecen unos patriotas. Acordaos de Brissot el otro día en el hipódromo.
—Eso fue demasiado arriesgado, Marie.
—O no —levantó los hombros y yo procuré no dejarme arrastrar por el movimiento de sus pechos, empujados hacia arriba por debajo de la blusa. Aparté la mirada—. En esta guerra hay que arriesgar, Geppetto. Si queremos ganarla, tenemos que arriesgar.
—Pero, Armand, ¿cómo sabe usted que hay quien no está de acuerdo con el mariscal? —insistió Olga.
—Vaya, chère madame, no hay más que pasearse por el parque des Sources, aquí, debajo de su misma ventana, para percibirlo. Hay, desde luego, mucho patriota encendido, pero también hay mucho gaullista disfrazado…
—¡Pero si ayer oí a uno que insultaba a otro llamándolo Churchill! Allí mismo, enfrente del Parc, y el tipo salió corriendo con el rabo entre las piernas —insistí—. Todo lo que huela a anglófilo aquí…
Armand soltó una carcajada.
—¿Sabe usted la diferencia que hay entre un anglófilo y un anglófobo?
Marie sonrió esperando la broma.
—No. ¿Qué diferencia hay?
—Un anglófilo dice «con tal de que ganen los ingleses…». Y un anglófobo los llama cerdos primero y luego dice «con tal de que ganen esos cerdos…».
Reímos todos, incluso Jean.
Más tarde, cuando, después de escuchar las noticias de la BBC, apagamos el aparato de radio (Peut-on croire tout ce qu’ils racontent? «¿Puede uno creer todo lo que dicen?», murmuró Armand), Marie y yo quedamos acodados a la ventana mirando hacia la apacible oscuridad. Había vuelto el calor y la humedad era grande. Las farolas de gas dibujaban con luz tenue pequeñas circunferencias en los parterres del parque. Enfrente, por entre los castaños, divisábamos la fachada del hotel du Parc. Unas cuantas ventanas estaban iluminadas.
—¿Qué estará pasando detrás de aquellos cristales? —me pregunté.
Noté que Marie sonreía. Volví la cara para mirarla. Tenía las mejillas brillantes y la frente perlada de sudor. Le ofrecí el pañuelo de seda que asomaba del bolsillo de mi chaqueta de verano; lo tomó y se lo pasó con suavidad por la frente y después, con gran lentitud, por encima de la nariz.
—Gracias —dijo, devolviéndomelo. Miró hacia las ventanas iluminadas—. No me parece que en el Parc esté pasando nada verdaderamente apasionante… Hay en todo ese edificio menos sentido de la diversión que en la uña de mi dedo meñique. Una vez, en el hotel Majestic de Barcelona, en unos días en que estaba el frente del Ebro bastante tranquilo, estuve cenando con unos compañeros. Bebimos mucho vino y un coñac horroroso que daban por ahí. Había un chico, francés como yo, bueno, ya lo creo, verdaderamente guapo —levantó los ojos hacia las estrellas—. Era muy simpático… muy descarado… muy fuerte —añadió como si se le hubiera ocurrido en aquel momento. Sonrió de nuevo—. También era bastante zafio, c’était un rustre, la verdad sea dicha… aunque a veces un buen semental… —me miró con una mueca de burla y levantó un dedo sabiendo que me había escandalizado—. En realidad, esto debería de oírlo su amigo Pierre Dominique, ¿no?, ése al que horroriza tanto la molicie y la degeneración de costumbres de Francia… Vaya, Geppetto, oyendo aquel día a Dominique, ¿se acuerda?, me entraron unas ganas locas de desnudarme allí mismo para que viera lo que es bueno. Bah, no se lo merecía…
—El Majestic… —dije.
—Sí… Cuando dejamos de beber vino y coñac y de cantar canciones revolucionarias, dije buenas noches a todos y subí hacia mi habitación para acostarme; el chico me acompañó… y durante todo el tiempo que fuimos por el pasillo, me parece que estábamos preparándonos los dos para el sexo, que estábamos realizando una especie de ceremonial de los sentidos, que él me cortejaba y yo me dejaba cortejar. Recuerdo haberme parado en la puerta del cuarto y haberme dado la vuelta. Me besó. Así, sin más. Y entonces le dije buenas noches y le cerré la puerta en las narices… Demasiado hortera hasta para un revolcón en el heno —rió—. Me imagino la cara que se le debió de poner ante sus compañeros…
Nos quedamos en silencio.
—¿Me dejas tu pañuelo otra vez? —se lo di y se lo pasó por la garganta. Me gustó que me tuteara—. ¿Me entiendes, Geppetto? Una de tus principales virtudes es que nunca das nada por asumido.
Estuve muy quieto durante un buen momento y luego tragué saliva y abrí los brazos con las manos hacia arriba, pidiendo perdón porque mis actitudes vitales y mis inhibiciones escaparan de mi control. Marie me acarició una mejilla con el pañuelo y, dándose la vuelta, volvió al salón.
Algunos días después Arístides regresó a Vichy. Cuando lo saludé al toparme con él en el vestíbulo del hotel des Ambassadeurs (a aquella hora lleno hasta rebosar de mil gentes variopintas), lo hice con gran contento. Me preguntó por todos nosotros no sin alegrarse de que las cosas parecieran no haber empeorado, al menos para este pequeño círculo nuestro, e hizo un vago gesto señalando hacia algún lugar remoto para recordarme que aí fora había una guerra y que éramos afortunados por no padecerla. Bajando la voz, le contesté que también nosotros habíamos empezado a librar nuestras propias batallas, aunque no quise describir en tan público lugar nuestra patética lucha a golpe de pasquín. Se sorprendió mucho y quiso saber enseguida de qué se trataba. Pero calmé su impaciencia y quedamos en que al caer la tarde visitaríamos a Olga Letellier. Ése sería el momento de contárselo todo.
Arístides estaba tan serio y tan solemne, tan melancólico, tan portugués, vamos, como de costumbre, por más que me pareció detectar en él un aire más decidido, de mayor firmeza. Enseguida comprendí el porqué: en este viaje, explicó señalando a mi espalda, lo había acompañado Domingo (no era tarea sencilla mantener una actitud pesimista frente a la vida conviviendo, incluso sólo unas pocas horas, con Domingo González, anarquista superviviente de la guerra de España). Me di la vuelta para tratar de divisarlo en aquel maremágnum de funcionarios, espías, diplomáticos, busconas y periodistas, pero sobre todo sorprendido de su atrevimiento al venir a Vichy. Lo busqué con la mirada. Me costó lo suyo no sólo encontrarlo sino reconocerlo: salía en aquel momento de los servicios del hotel y era en verdad otro hombre. Había engordado un poco y tal como iba, trajeado no sin cierta elegancia (¡cómo iba a ir con un terno robado en mi vestidor de Les Baux!), no desentonaba en absoluto del resto de la gente. Un único detalle lo apartaba de tan elegante concurrencia: venía ajustándose la bragueta con un gesto descarado, indiferente a las miradas de los demás. Sólo por eso era imposible que pasara desapercibido.
—Qué —dijo. Luego se me vino a los brazos y exclamó—: ¡Qué hay, camarada! —la gente que circulaba a nuestro alrededor nos miraba con curiosidad.
Reímos y sacudí la cabeza.
—Ay, Domingo, lo mío es tuyo y lo tuyo es mío, ¿no? Una incautación del pueblo para el pueblo, ¿eh? —le alisé las solapas de mi traje con exagerado mimo.
—Me vuelvo a Portugal —anunció de pronto Arístides—. Por eso he venido a me despedir.
Me volví hacia él, sorprendido.
—¿Te vas? ¿Por qué?
—Me llaman —me puso una mano en el hombro—. Demasiados visados, Manoel, demasiados visados… Ya te dije que el doctor Salazar se acabaría tomando la revancha. Es muy vengativo…
—¡Quédate, camarada! —pidió Domingo—. Rompes con todo y nos vamos juntos a las trincheras.
—No puedo… Me gustaría mas no puedo.
—¿Qué te retiene?
—Uma familia numerosa, uma esposa —se encogió de hombros con humor—, uma amante…
Domingo dio una palmada que restalló en el vestíbulo con la fuerza de un latigazo.
—Justo lo que necesitas, compañero: quitarte de en medio —luego miró a su alrededor y dijo—: qué pasa. Este es un país libre, ¿no? Puedo dar palmadas, ¿no?
Arístides se empujó las gafas hacia arriba sujetando el puente con dos dedos.
—Me debo marchar —insistió.
—¡Ah, tonterías, camarada!
—¿No arriesgas mucho volviendo a Portugal?
—Eh, supongo que sí, Manoel, pero algo de influencia tengo y estoy seguro de que podré hablar con Oliveira Salazar para explicarle las razones humanitarias de cuanto estamos haciendo.
—No, Arístides, si te llaman a Lisboa es porque te castigan, no porque te premian, ¿no? Tú mismo lo has dicho: demasiados visados.
—Pues antes de irme, ainda tengo de firmar más —dijo en tono firme. Y es bien cierto que el día en que se marchaba de Burdeos un par de semanas más tarde, mientras bajaba por la escalera del consulado iba firmando visados en los centenares de pasaportes que le tendía la gente como si esperaran milagros de aquel simple gesto. Arístides de Sousa Mendes.
—¡Así me gusta! —exclamó Domingo.
En ese momento ninguno de nosotros podía siquiera imaginar el castigo que le tenía reservado el primer ministro portugués. Años después, cuando lo visité en su casona del Alentejo, Arístides era un hombre físicamente acabado, por más que conservara en la mirada la determinación asustada de un verdadero héroe. Oliveira Salazar se había asegurado de que no tuviera más trabajo; no ya en el servicio exterior de su país: en cualquier ocupación remunerada, por ver de arruinarlo y después matarlo de hambre. ¡Qué tipo más miserable, Salazar! Y qué tipo Arístides. Todos lo habíamos juzgado insuficientemente, ninguno habíamos medido con precisión la fortaleza de su alma. Sólo Mme. Cibial seguía impertérrita a su lado. Y también sus hijos. Y doña Angelina, cada día más fea y más llorona (yo creo que ella seguía ahí sólo porque no tenía otro sitio en el que caer muerta de celos y tristeza).
Un inusitado golpe de ingenio (de fortuna, en realidad) me hizo resolver un problema logístico fundamental planteado al GVC desde el primer momento: la necesidad de disponer con rapidez de un número suficiente de pasquines para su distribución. Cuantos más fuéramos quienes nos ocupáramos de redactar y copiar a mano nuestros «periódicos», mayor sería el riesgo de ser descubiertos y peor sería la eficacia de nuestra labor de resistencia.
El primer ejemplar de Liberté que había caído en nuestras manos consistía en dos hojas mimeografiadas. Para mimeografiar se necesitaban una máquina de escribir, unos clichés en los que escribir el texto y, sobre todo, un ciclostil. La máquina de escribir era relativamente fácil de conseguir; cualquiera de nosotros en cualquier mesa de cualquier periodista podría redactar el más incendiario de los textos sin levantar sospechas. Pero ¿y los clichés? ¿Y la multicopista? Supuse enseguida que el autor de Liberté sería un funcionario de cualquiera de los ministerios de Vichy, con acceso, por consiguiente, al material necesario para desarrollar su clandestina labor. No quise investigar o aventurar cuál, porque imaginé que el Deuxième Bureau estaría sobre su pista y no quería verme mezclado en lo que, sin duda, acabaría ocurriéndole.
En lugar de ello, hice algo muchísimo más peligroso.
Yo era, como queda dicho, el único habitante supérstite de la quinta planta del hotel Carlton: una combinación de milagros, propinas y amistades había permitido que los dueños del hotel y, más importante aún, los funcionarios del ministerio de Hacienda que ocupaba el establecimiento hicieran la vista gorda ante mi continuada presencia.
Se daba la circunstancia de que la quinta planta del Carlton había quedado reservada para las labores más administrativas del ministerio: archivos, documentación y reproducción de todo tipo de documentos. Y, como no podía menos de suceder (los hados de la guerra estaban con nosotros, pensé), en el corredor a pocos pasos de mi habitación se encontraba una espléndida máquina multicopista colocada sobre un archivador metálico. A su lado, en una caja de cartón, un gran montón de clichés vírgenes pedía a gritos que algún terrorista los utilizara para fines no fiscales.
Nadie puede imaginar los sobresaltos que padecí a lo largo de muchas noches de las siguientes semanas reproduciendo los clichés que había mecanografiado Marie en su máquina de escribir en casa de Olga. La operación del ciclostil es larga y engorrosa: el montaje del cliché en el rodillo, el uso de la manivela con la lentitud requerida para evitar el ruido, la imposibilidad, si alguien me sorprendía, de explicar mi presencia en el pasillo a altas horas de la madrugada; el cuerpo del delito, en fin, embadurnado de tinta y pegado al rodillo, eran otras tantas flagrantes e inapelables pruebas de mis crímenes de lesa patria.
Yo sabía que mi detención habría comprometido a todos mis compañeros porque era plenamente consciente de mi incapacidad para resistir cualquier atisbo de tortura con el que mis captores pretendieran hacerme revelar lo que ellos quisieran.
Cada noche fue una tortura de angustia. A cada sombra, a cada mínimo ruido, al crujir de cualquier escalón de la vetusta escalera del hotel, al clang clang del ascensor subiendo con exasperante lentitud, respondía mi corazón con tal violencia, con tales taquicardias, que tenía que quedarme inmóvil para no desmayarme, con la cara, la espalda y las axilas empapadas de sudor. A ratos me parecía que me iba a ahogar o que tropezaría con una esquina de la alfombra y me extendería cuan largo era por el pasillo; entonces, las hojas mimeografiadas saldrían volando y caerían por el hueco de la escalera hasta aterrizar a los pies de los dos gendarmes de guardia. El hecho de que la escena de mis crímenes se encontrara a tres recodos de la escalera no tenía relevancia para mi calenturienta y aterrada mente. Una noche, en pleno delirio, hasta llegué a levantar la multicopista del archivador sobre el que reposaba para llevarla por unas horas a mi habitación y mimeografiar allí el pasquín (ya convertido entonces en lo que pomposamente llamábamos «el periódico del GVC»). Nadie estaba ahí para infundirme sensatez o prudencia. Por fortuna, la suerte y el instinto de supervivencia me disuadieron de mi alocado propósito y me llevaron por el camino de menor riesgo. Dejé la multicopista en su sitio y seguí con mi miedosa rutina del pasillo y el sobresalto.
Debo decir, aunque parezca una broma de inexcusable frivolidad, que el terror de una madrugada tras otra me era compensado, y con creces, por las exclamaciones de «Geppetto, quel courage!» o «¡Bravo!», seguido de sonoros besos en ambas mejillas.
Paradójicamente, la distribución de los pasquines era lo más fácil de hacer. No imprimíamos muchos, claro está; enviábamos algunos por correo, otros los dejábamos en los retretes de bares y restaurantes, otros quedaban en los vestuarios del golf o en las butacas de cines y teatros, y en alguna ocasión hacíamos un paripé de lectura en el vestíbulo de un hotel, poníamos cara de sorpresa al descubrir de qué se trataba y luego dejábamos el boletín encima de cualquier mesa. Pronto desaparecían.
Por si fuera poco, el transcurso del tiempo nos envalentonó y así se nos fue creando una fuerte sensación de impunidad. Nunca debimos permitir que nos arrullara tan engañoso sentimiento. ¡Ah, qué desastre!
En una pequeña ciudad de provincias, las noticias vuelan: como era inevitable que sucediera, pronto nos llegó (a través de Armand o de algunos diplomáticos, no recuerdo bien) el rumor de que el impulsor de Liberté era Alphonse Juge, nada menos que jefe de personal del ministerio del Interior. Si él, alto cargo del régimen de Vichy, podía permitirse hacer un llamamiento a la resistencia sin riesgo excesivo, ¿qué no podríamos hacer nosotros, microbios sin importancia? Nada nos podría pasar, puesto que nada había más legítimo que defender a la patria. Nadie nos podría culpar por ello: mientras una mayoría de nosotros (quiero decir, nosotros, la generalidad de los franceses) creyera que Pétain, en sus largas y complejas negociaciones con los alemanes, sólo pretendía ventajas para Francia y, jugando a dos bandas, también apostaba por De Gaulle para el inseguro supuesto de una derrota de Hitler, la acción de la resistencia sería legítima y, creíamos, no más peligrosa de lo razonablemente asumible. Además, los nazis estaban al otro lado de la línea de demarcación, bien lejos. Si hubiéramos sido niños, les habríamos sacado la lengua cantando quién teme al lobo feroz.
Nunca se nos ocurrió que si habíamos descubierto sin demasiado esfuerzo quién estaba detrás de Liberté, no resultaría demasiado difícil averiguar quién se escondía detrás de GVC.
La cena de despedida de Arístides en el hotel des Ambassadeurs fue un acontecimiento bastante concurrido. Estaba presente, desde luego, y en pleno, el grupo latinoamericano al que supuestamente yo asesoraba en materia político-bélica, Cifuentes el panameño, Flaco Barrantes, el argentino Sciamella; hasta Porfirito Rubirosa, desgajado de los tiernos brazos de Danielle Darrieux para no perderse el ágape. También estaban el nuncio, en tanto que decano del cuerpo diplomático, el embajador de Brasil, el ministro de Portugal (faltaría más, ¿no?, un tipo pomposo e insoportable llamado Francisco de Calheiros), ¡el embajador búlgaro!, ¿qué pintaba allí el embajador de Bulgaria? Luis Rodríguez y todos nosotros, incluido para angustia mía Domingo González, nuestro anarquista particular, que se había empeñado en acudir al ágape haciendo oídos sordos a mis objeciones.
Iba Domingo digamos que muy elegante (y evidentemente incómodo), pero aunque se había afeitado y bañado y llevaba el pelo engominado con una de mis pomadas, a nadie debería de haber engañado su aspecto juvenil escasamente sofisticado. Se le notaban de tal modo el fanatismo de la acción política revolucionaria, el aire libre de la trinchera, las manos enrojecidas por el frío cortante y los sabañones, que me pareció imposible que se le pudiera confundir con un petimetre, tan desplazado estaba en un salón diplomático; el hábito sí hace al monje me dije entonces, comprendiendo que, para los franceses allí presentes, Domingo resultaba tan invisible e indiferente como el resto de nosotros: un extranjero equivale a cualquier otro. Estuve seguro de que lo habían tomado por un diplomático suramericano de segundo o tercer nivel.
Allí estaban también Matthews, encargado de Negocios norteamericano, el ministro de Mónaco (un snob cuya presencia resultaba francamente inexplicable) y un grupito de franceses: el jefe de protocolo, Edmond de Beauverger, nuestro severo amigo Pierre Dominique, el conde Hourny, el doctor Ménétrel, médico personal del mariscal. A última hora se añadió el capitán Jacques-Pierre Brissot de Warville, jefe del Deuxième Bureau, lo que me causó gran alarma. ¿Qué hacía este hombre ahí?
En total, dos docenas de personas. Los hombres, de esmoquin (Domingo llevaba el mío de repuesto) y las señoras, de traje de noche, incluida una maravillosa Marie, cuyo vestido dejaba los hombros generosamente al descubierto.
Fue necesaria una compleja negociación gastronómica con Mario, el maître del hotel, para que estiráramos al máximo las normas del racionamiento y además pudiéramos instalarnos en el pabellón del jardín, pero al final la comida resultó más que digna y los vinos, abundantes.
Durante una buena parte de la cena reinó el buen humor. De hecho, al principio, un observador ignorante sólo habría podido deducir con mucha dificultad que los comensales se reunían en un entorno de guerra o que el homenajeado estaba siendo despedido por haberse excedido en su labor de salvar vidas.
Nada más sentarnos, Cifuentes me hizo llegar una servilleta de papel con el siguiente mensaje:
Bélica la tempestad
Ruge sobre nuestras cabezas.
Disparan los cañones
Y ¿qué piensa de Sá?
Sólo en comer cerezas
Y que no le toquen los c…
Inmediatamente di la vuelta a la servilleta y sin pensármelo dos veces, con un lápiz prestado por Mario, escribí la contestación:
Ni cerezas ni cañones,
No te tortures las mientes,
Que para tocarme los c…
Basta un pequeño Cifuentes.
Tan terribles ripios fueron acogidos con gran alborozo en el otro extremo de la mesa. De la guerra, sin embargo, sólo se empezó a hablar (por fin) durante el carré d’agneau que nos sirvieron acompañado de un excelente borgoña.
La noticia del momento era que apenas veinticuatro horas antes, Alemania, Italia y Japón habían firmado un Pacto Tripartito. Con esto, dijo el guapito Daniel Hourny, la guerra está terminada. Todo el norte de Europa ha quedado bajo el mando del Reich, los Balcanes también, España y Portugal son neutrales, Francia está libremente asociada al gran sistema creado por Hitler y Mussolini. ¿Qué queda? Sólo Inglaterra que agoniza mientras sus hermanos al otro lado del Atlántico no quieren ni oír hablar de intervenir. Visto así, desde luego, se habría dicho que a la guerra de Europa le quedaban pocas semanas. ¿Y el pacto germanosoviético?, preguntó Luis Rodríguez en voz queda. Marie, sentada a mi lado, me había agarrado la mano con fuerza por debajo de la mesa.
—¿El pacto germanosoviético? En mi opinión, es puramente táctico…
—¿Para repartirse Polonia y machacarla? —preguntó Luis.
Se hizo un brusco silencio.
Hourny dio un lento suspiro y, mirando a Brissot que estaba sentado entre Luis Rodríguez y yo, contestó:
—Táctico quiere decir táctico, monsieur le ministre du Méxique. En la guerra ocurren cosas crueles exigidas por las necesidades estratégicas… hasta que dejan de ser necesarias.
Tanto cinismo me pareció repugnante y sin embargo, meses más tarde acabó resultando tan cercano a la realidad que no necesité de ningún ejercicio de memoria para recordar sus detalles. Todavía, años después, tengo presente el diálogo entre ambos con gran exactitud.
—Por eso ocurren las guerras, monsieur le comte —replicó Luis—. Por razones estratégicas cuya moralidad es siempre más que dudosa.
—¿Moralidad, monsieur Rodrigues? ¿Dónde le ve usted la moralidad al siglo veinte? Son nuestros intereses patrios los que se trata de preservar, no un etéreo concepto de lo moralmente correcto…
Luis, que jugaba con su gran copa de vino haciéndola girar entre los dedos de su mano derecha, habló sin mirar a Hourny:
—Será por eso que en América las cosas suceden de distinta manera.
—¿Lo dice usted por Estados Unidos y su manera de manejar el canal de Panamá?
—En América, al menos… —dijo Rodríguez con irritación.
—Ah, monsieur le ministre —interrumpió entonces Brissot, haciendo con la mano un gesto para calmarlo—, pero ahora estamos en Europa, es aquí donde se libran las batallas, es aquí donde mueren los soldados, es aquí donde los hacen prisioneros, es aquí donde se destruyen las catedrales… Somos nosotros los franceses los que estamos en el ojo del huracán y la obligación de este gobierno es preservarnos del desastre. Y lo cierto es, querido amigo, que, en este empeño tan difícil, el mariscal Pétain no lo está haciendo del todo mal.
El silencio en el pabellón era completo.
—Nunca lo he dudado, capitán Brissot de Warville, nunca lo he dudado —continuó Rodríguez al cabo—. Entiendo las exigencias de una patria que tiene que salvaguardar a sus hijos. Cómo no lo voy a entender. Y soy, se lo aseguro, el primer admirador del mariscal. Pero permítame que también me resienta al oír unas lecciones de ética política que no merezco recibir. México se precia de su generosidad para con todos, incluso cuando sale perjudicado del trance…
—Nunca lo he dudado, señor ministro, nunca lo he dudado —repitió Brissot con una sonrisa.
—¡Señores! —exclamó el jefe de protocolo poniéndose en pie en medio de un suspiro de alivio general—, no olvidemos el motivo por el que estamos aquí. Se va un gran amigo de Francia, un diplomático lleno de sentido humanitario, un hombre que ha servido más que fielmente a dos amantes —noté que Marie, espantada, contenía la respiración—. A Francia, que lo recibió y a Portugal, que nos lo envió… Arístides de Sousa Mendes, querido amigo nuestro, le echaremos de menos y le deseamos la mejor de las suertes en su nuevo destino. Permítanme que levante mi copa en su honor.
—Quel con —me susurró Marie al oído.
Cerré un momento los ojos para percibir mejor cómo su cálido aliento me cosquilleaba la mejilla. Luego, me levanté como todos para brindar. Después, Arístides quedó solo en pie; bajó la cabeza para contestar al brindis. Fueron tres o cuatro frases no excesivamente brillantes pronunciadas en tono monocorde, para salir del paso. No, el cónsul de Sousa Mendes no se iba feliz de Francia.
—Monsieur de Sá —me habló de pronto Brissot—. Déjeme que le enseñe algo.
Del bolsillo de la chaqueta sacó una hoja doblada. La puso sobre la mesa entre nosotros dos y la abrió, alisándola con tres dedos. Era una foto de Pétain, sólo el busto y el rostro, y, sobreimpresionadas en tres líneas, las palabras: Êtes-vous plus Français que lui?, «¿Es usted más francés que él?».
Asentí.
—¿Sí?
—Se preguntará por qué le enseño esto. Es muy fácil de explicar. Los servicios de propaganda del gobierno se han visto obligados, no voy a disfrazar las palabras, se han visto obligados a editar esta foto por si alguien en este país prefiriera olvidar la verdad profunda que se esconde detrás de esta frase. Usted y yo sabemos que no hay nadie más francés que él.
—Claro —levanté las cejas.
—Pero ¿por qué han tenido que hacerlo nuestros servicios de propaganda? Es muy sencillo. Para contrarrestar el posible efecto negativo que sobre franceses inocentes pudieran tener pasquines y papillons que han empezado a aparecer recientemente por Vichy —apoyé con fuerza las manos sobre el mantel para que no pudiera detectar cómo me temblaban—, difamando al gobierno, sugiriendo que traiciona a la patria y llamando a la continuación de la lucha a pesar del armisticio. De hecho, muchos de estos pasquines ensalzan al ex general De Gaulle, que, se lo puedo asegurar, acabará siendo desposeído de la nacionalidad francesa…
—¿Por qué me dice usted esto?
—Monsieur de Sá —dijo Brissot con voz suave—, a veces los avisos a navegantes llegan disfrazados de las más diversas maneras. Si me permite usted el plagio, Vichy también sabe escribir derecho con renglones torcidos —sonrió.
—Es que, monsieur Brissot —exclamó Marie inclinándose por delante de mí para mirarlo—, no todos los franceses tenemos el mismo sentido de patriotismo. Amamos a Francia, sí, pero hay modos y modos de manifestarlo, ¿no le parece?
—Ah, mademoiselle Weisman, ¿y qué modos son ésos?
—Hay quien cree que sólo el mariscal y los suyos están en posesión de la verdad… y hay quienes creen… creemos, que la defensa de la patria pasa también por otros caminos…
—Le puedo hacer la misma pregunta que he dirigido a monsieur de Sá. ¿Se considera usted más francesa que él? —dio un ligero golpe sobre la fotografía que aún estaba sobre el mantel.
—No. Me considero tan francesa como él, capitán Brissot, y creo que hay más de una manera de mostrarlo —quedó callada un momento. Luego, con cierta fogosidad que me pareció táctica no demasiado prudente, añadió—: ¿Ha oído usted hablar de Étienne Achavanne?
Brissot palideció y todos los del entorno inmediato guardamos un sobrecogido silencio. El 20 de junio, Achavanne, un tipo normal y heroico, había saboteado en Rouen las líneas telefónicas del aeródromo utilizado por la Luftwaffe; privados de comunicación, los alemanes no habían podido evitar un bombardeo de la RAF con grave daño para los aviones inmóviles en el suelo. Achavanne fue detenido y fusilado por los nazis. Fue el primer sabotaje de la resistencia.
—He oído hablar de Achavanne, claro, pero no veo…
Marie se miró las manos e hizo una mueca de indiferencia.
—Son dos maneras de entender la guerra con Alemania, ¿no?
—Peut-être, pero olvida usted dos cosas. Una, que fue una acción individual que lamentablemente acabó con su fusilamiento, mientras que la acción colectiva del ejército de Francia contra Alemania produjo incontables muertos y no poca ruina; es decir, que el acto desesperado de un Étienne Achavanne puede ser aceptable puesto que al fin y al cabo sólo causa la muerte de uno, pero cuando se multiplica por millones, millones de muertes inútiles, es necesario pararlo. Y dos, no lo fusilamos nosotros, sino el enemigo.
—¿El enemigo, capitán? —preguntó Armand.
Brissot sonrió.
—Bueno, ningún enemigo puede ser peor que el que lo fusila a uno.
Del otro lado del pabellón resonó una risotada. Cifuentes el panameño o tal vez Domingo, uno de los dos había contado un chascarrillo. Solo en el centro de la mesa, Arístides parecía indeciso sobre hacia qué lado inclinarse, si hacia los juerguistas de una esquina o hacia los intensos polemistas de la otra. Miraba a un lado y a otro hasta que Jean le hizo un gesto con la mano para que nos atendiera a nosotros.
—El enemigo… —insistió Armand—. Pero veamos, capitán, después del armisticio firmado con Alemania… firmado porque Francia era más débil que Alemania, ¿no?, no por vecindad y alianza sino por debilidad, ¿nos convierte eso en íntimos amigos de quienes son nuestros enemigos seculares? —me pareció que estábamos llegando a una encrucijada dialéctica particularmente peligrosa y pensé en intervenir también, pero Marie me apretó la mano con fuerza y me obligó a callar. Además, Armand de la Buissonière era miembro del gabinete del mariscal; no me parece que arriesgara demasiado al manifestar sus opiniones. En cualquier caso, yo no hubiera sabido qué decir—. ¿Precisamente usted?
Brissot titubeó.
—No…, no, por supuesto que no. No nos hemos convertido en hermanos de la noche a la mañana. Claro que no. Pero usted, de la Buissonière, se equivoca de enfoque… y de enemigo.
—¿Ah?
—Naturalmente. Alemania está ahí; siempre estará ahí. Y por las trazas, será el dominador del mundo en unos pocos meses. Debemos preguntarnos, más bien, qué hizo que fuéramos derrotados tan deprisa. Nos hemos dado la respuesta mil veces, de la Buissonière, mil veces. Usted lo sabe tan bien como yo… mejor que yo. La culpa la ha tenido Francia, nada más que Francia, un país corrompido, con una clase política venal, con unos valores podridos. No sé si ha sido afortunado o no que la gangrena fuera destapada por una guerra que no podíamos ganar, pero ahí está.
—¿Y entonces?
—Entonces, mes chers amis, no corresponde a Alemania arreglar la situación sino a nosotros. Una verdadera revolución, la revolución nacional que ha emprendido el mariscal Pétain para hacer que Francia renazca de sus cenizas. Sufrimiento, dolor, heroísmo. Eso es lo que nos hace falta.
—Entonces —preguntó Marie—, pase lo que pase en Francia, Alemania sigue siendo nuestro enemigo, el armisticio es una táctica, como decía el conde Hourny hace un rato…
Brissot se quedó callado mirándonos.
—Estoy de acuerdo con casi todo lo que ha dicho el capitán Brissot de Warville, con casi todo —dijo Hourny con su voz suave y fría—. Es cierto que Francia estaba podrida y que ésa es la razón principal de su derrota. Pero… pero no estoy de acuerdo con la idea de que hemos firmado un armisticio con el enemigo. El enemigo sigue estando frente a nosotros, al otro lado del canal de la Mancha. No hay que buscar hacia oriente para encontrarlo —nos miró a todos—. Me parece altamente peligroso hablar de estas cosas y opinar así de quienes, al fin y al cabo, son nuestros aliados. Frisa la traición. En fin, mesdames et messieurs, se hace tarde y mañana hemos de trabajar. Con el permiso de las señoras, me voy a retirar. ¡Señor ministro de Sousa! —y se dirigió hacia Arístides para despedirse de él.
—¡Cuánta maldad puede haber en un hombre correcto! —murmuró Armand.
—¿Qué quiere decir todo esto? —pregunté a Brissot.
—Quiere decir que el conde y yo estamos en desacuerdo en algunas cosas, pero no en lo fundamental…
—¿Quiere decir que nosotros no podemos considerar que los boches son el enemigo? —preguntó Marie con tono agresivo—. ¿Quiere decir que no podemos insultarlos, desear que sean derrotados y decírselo a quien quiera oírlo?
Brissot suspiró.
—Marie, Marie, no me cause dificultades… Quiero decir que la cuestión principal es la recuperación de Francia, es la revolución nacional de la mano de Pétain. La democracia parlamentaria está muerta, los enemigos tradicionales, empezando por los marxistas, han sido derrotados, somos un estado católico y corporativo. Patria, familia, trabajo, mi querida amiga.
—No ha contestado a mi pregunta.
—Ni falta que hace, Marie —dije.
—¿De Gaulle es un patriota o no?
—De Gaulle est un traître, es un traidor —apostilló Brissot secamente.
—No ha contestado a mi pregunta.
—Sí que lo he hecho —se metió la mano en el bolsillo, sacó un nuevo papel también doblado y lo lanzó sobre la mesa. No hizo falta abrirlo. Todos lo reconocimos. Era el último pasquín de GVC—. Buenas noches a todos.
Domingo, que se nos había acercado por detrás a escuchar la última parte de la discusión, siguió con la mirada a Brissot.
—Bueno, mira, en una cosa sí que estoy de acuerdo con aquél, los franceses sois una pandilla de podridos incapaces de defenderos. Sí, hombre, la revolución nacional. Os iba yo a dar revolución nacional, camaradas. ¿Qué, vais notando cómo los de la revolución os aprietan el gaznate? Pasquines, papillons, ¡mariconadas! ¿Vais a combatir contra las divisiones panzer con papelitos? Mira, yo llevo un lápiz de carpintero en el bolsillo y cada vez que veo un cartel de propaganda de estos hijos de puta, le pinto encima la cruz de Lorena. No es mi cruz pero es la del generalito ese de Londres. La cruz de Lorena, que se jodan. Y no me hacen falta ciclostiles. Bah. Una guerra se pelea con guerra y hasta que no se os meta en la mollera no habrá esperanza.
—¿Estás hablando de sabotaje? —preguntó Jean.
—Claro que estoy hablando de sabotaje. Estoy hablando de descarrilar trenes, de reventar puentes, de matar alemanes, camaradas.
Espantado, miré a nuestro alrededor, pero el grueso de los comensales seguía contando chismes y chistes al otro lado del pabellón. Nadie nos oía.
—¿Cómo vais a sabotear nada? —preguntó Armand—. No tenéis capacidad ni organización ni nada… ¡Si sois cuatro gatos!
—De momento, un gato solo, camarada y de momento, las acciones de guerra no se pueden hacer aquí. Aquí, en la zona libre —respondió con sarcasmo—, la gente está contenta… bueno, anestesiada. Tenemos que llevar la guerra al norte, del otro lado de la línea divisoria, que es donde están los franceses que padecen. ¿Quién de vosotros se vendrá conmigo al norte a matar alemanes?
—Pero, vamos a ver, Domingo —dije para salir del paso—, ¿tú tienes contactos allá arriba?
Domingo sonrió y se encogió de hombros.
—La segunda cosa que debemos hacer es esperar.
—¿Esperar? ¿A qué?
—A que el mariscal y los suyos hagan alguna tontería y su popularidad se vaya a la mierda.
—En los regímenes fascistas, la falta de popularidad se combate con policía y torturadores y con censura y mordazas —apuntó Jean—. Ni nos enteraremos de su falta de popularidad.
—Mira quién fue a hablar, el demócrata estalinista este. Hazme caso, camarada. En la guerra no hay censuras que valgan ni torturas que sirvan. Con un tiro vas que chutas. Hombre, hay miedo. Pero tú hazme caso. Estos tipos harán una tontería y la pagarán, más pronto o más tarde la pagarán. Y tú te vas a tener que hacer a la idea de que tu pacto germanosoviético es una filfa.
Nadie podía imaginarlo en aquel momento, pero menos de un mes después, Pétain, el más idiota y chocho de los patriotas, fue a rendir pleitesía a Hitler. Se reunió con él en Montoire el 24 de octubre. Una cosa debo aclarar para quienes tengan la memoria débil: contrariamente a lo que pretende la leyenda, Alemania nunca exigió la colaboración de Francia; no le hacía falta. Se limitó a asegurarse de que había sido neutralizada por completo y luego se dedicó al pillaje de las Galias. ¿Y Pétain? Creyó que aplicando una política neutralista conseguiría quedar fuera de la guerra (o todo lo más, convertirse en beligerante pero sólo para defender el imperio colonial de la codicia de los combatientes, incluido Hitler). Pues vaya neutralidad esta que consistía en obedecer en todo lo que quería Hitler, darle nuestros alimentos, enviarle nuestros obreros, más adelante deportar a nuestros judíos, poner a nuestra policía a su servicio y luchar contra los aliados. Y encima, nosotros, anestesiados, aceptamos tranquilamente la relève, cambiar un soldado preso por tres trabajadores que irían a Alemania a trabajar como esclavos en las industrias de guerra. Cerrar el círculo de la ignominia que alimenta la ignominia.
Aunque yo no estaba delante cuando lo dijo, parece ser que el epitafio de Domingo al enterarse de lo de Montoire fue «la cagó, camaradas».
Algo de la violencia verbal y de la determinación de Domingo debió de desteñir en Jean: no lo volvimos a ver. Oímos, pero sin poderlo asegurar fehacientemente, que se había ido a la zona norte y que, el 5 de octubre había sido detenido en París junto con otros trescientos comunistas, la operación policial contra el partido comunista francés que, me parece, fue el principio de la involucración de los comunistas en la lucha contra Alemania, nueve meses antes de que se rompiera el pacto germanosoviético con el inicio de la Operación Barbarrossa.
En una pared de la avenida Wilson, la oficina de propaganda de Vichy había pegado un cartel que representaba dos casas. Una a la izquierda, resquebrajada y torcida, con las ventanas cerradas, coronada por la estrella de David y una bandera hecha jirones y con un letrero borrado en negro, se malasentaba sobre un montón de piedras en cada una de las cuales había una inscripción, «antimilitarismo», «capitalismo», «anís», «egoísmo», «avaricia», «homosexualidad», «judería», cosas así. La otra casa, a la derecha, recta y bien encalada, con las alegres ventanas abiertas, la bandera tricolor y el letrero «Francia» en mayúsculas, sustentada en cuatro columnas que rezaban «escuela», «artesanado», «campesinado», «legión», y éstas a su vez sobre cuatro plintos, «disciplina», «orden», «ahorro», «valor», y éstos a su vez sobre tres piedras basales, «trabajo», «familia», «patria». Un horror.
En la blanca casa de la derecha del cartel, una mano anónima había pintado a lápiz una gran cruz de Lorena y una V.