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GVC

Nuestro regreso a la ciudad fue decididamente menos alegre y despreocupado de lo que había sido el comienzo de la jornada unas horas antes.

En cuanto desembarcamos en la orilla del parque del Allier, Marie y Jean Lebrun se nos adelantaron, mientras los demás (me refiero a Olga Letellier, Armand de la Buissonière, Luis Rodríguez, el Flaco Barrantes y yo) nos rezagábamos unos metros con la extraña sensación de ser unas comadres o tal vez unas ayas que fueran vigilando a una pareja de díscolos muchachos. Los dos jóvenes iban hablándose con gran intensidad, gesticulando un poco, señalando aquí y allá como si fueran decidiendo la orientación que debían tomar sus vidas; a la izquierda, la rebeldía; a la derecha, el sigilo; de frente, el triunfo o la muerte o la derrota. También es posible que discutieran de otra cosa y que aquellos brazos girando como molinillos estuvieran siendo simplemente impelidos por la juventud de sus articulaciones.

Me habría gustado saber de qué hablaban. Y juro que en mi curiosidad no intervenían los celos para nada en absoluto; había preocupación, eso sí, miedo por lo que estos dos… imberbes, habría dicho si no fuera consciente de que rozaban la treintena, en fin, por lo que estos dos jóvenes pudieran estar tramando. Oyendo a Marie durante las pasadas semanas se me hacía fácil llegar a la conclusión de que era una mina a punto de estallar y me parecía imperativo protegerla de sí misma. Ni por un momento se me ocurrió que su odio hacia los alemanes estuviera bien dirigido y que el deber de un patriota fuera combatirlos a riesgo de dejarse la vida en ello.

Pronto llegamos al parque des Sources. Delante del chaflán del hotel du Parc, todos bajamos instintivamente la voz para no molestar el descanso del gran hombre (o, diría yo con más propiedad, para que nadie oyera los propósitos poco ortodoxos que íbamos intercambiando). Todo estaba tranquilo.

Hacía muchísimo calor y la humedad era en verdad agobiante. Se hubiera dicho que estábamos en el trópico, sólo que no habíamos preparado la vestimenta apropiada para combatir la canícula. Mejor dicho, enfrentados con este bochorno, la vestimenta daba igual en una sociedad moderna o en las islas de los Mares del Sur, pensé con melancolía, nos habríamos quedado en paños menores o despojados de toda ropa para luego bañarnos en cualquiera de las fuentes o en el río mismo o, en la Polinesia, en sus playas de arena dorada. La idea de la desnudez de Marie nadando como una carpa aceleró bruscamente los latidos de mi corazón. Estoy seguro de que en mi rostro fue diáfana la brutal ola de sensualidad que me había asaltado de golpe. Armand, siguiéndome la mirada, me adivinó el pensamiento y dijo:

—Ah, les effets de la volupté… ah, los efectos de la sensualidad… —después añadió sonriendo—: Imagínenos en comisaría intentando explicar nuestro atuendo: monsieur le Commissaire, il faisait vraiment chaud, hacía verdaderamente calor —rió en voz baja y amagó unos pasos de baile, cantando— ne contez pas sur moi pour me montrer tout nu.

—¡Armand! —exclamó Olga.

Hopla… Pardon —fue una de las raras ocasiones en que vi a Armand de un humor completamente festivo, haciendo chiquilladas.

—¿De qué se ríen ustedes?

—Ah, de nada, querida amiga, de una tontería. Fíjese si estamos locos que pensábamos proponerles ir al río y lanzarnos a sus aguas para ver si conseguíamos refrescarnos.

Mais quel scandale! ¡Qué niñerías se les ocurren! En fin, sé que es tarde y debería ir cada mochuelo a su olivo, pero con este calor no se puede dormir. Los invito a tomar un digestivo o una tisana a mi apartamento. Abriremos las ventanas de par en par, permitiré a los hombres despojarse de sus chaquetas y de nada más y podremos refrescarnos… en fin… un poco —nos miró con severidad fingida y después sonrió—. Sé que no es tan refrescante como un baño en el río, pero… —y se cubrió la boca con una mano.

—Excelente idea —dije.

—¿Qué, qué? —preguntó Marie que había vuelto sobre sus pasos al notar que nos habíamos detenido.

—Nada, Marie, que he invitado a todos a casa para tomar algún refresco —explicó Olga.

—¡Qué bien!

—Vayan ustedes subiendo —propuso Armand—, que yo me acercaré hasta el Parc y pediré que me preparen una bandeja de quesos y nos la traigan con unas botellas de vino.

—Un vino ligero, por favor, Armand —pidió Olga.

—Excelente idea —repetí.

La puesta en escena fue notable.

Creo que si ahora, en este momento en que relato aquellos acontecimientos que acabaron siendo tan graves, no comprendiera el significado que tuvieron entonces, me volvería la misma sensación de ridículo que padecí. Durante semanas me pareció que la reunión vespertina del 28 de julio de 1940 en casa de Olga Letellier fue no más que la representación bufa de un sueño levemente melodramático.

Imagínesenos sentados en el saloncito de Olga en esa noche de terrible calor, cinco conspiradores de pacotilla, unos asustados y otros sin darse cuenta cabal de lo que podría sucedernos, guiados todos por el miedo, sí, pero antes que nada por un sentimiento impreciso que estaba a caballo entre el patriotismo y el desprecio, entre el deseo de libertad y la rabia por la humillación sufrida a manos del que siempre había sido enemigo de Francia y siempre lo seguiría siendo.

Allí estábamos, Olga Letellier, viuda rica, ociosa y tonta; Armand de la Buissonière, diplomático refinado, inteligente, cínico y frívolo; yo, bueno, el gran Manuel de Sá, elegante, coqueto, observador y dispuesto a todo por amor, la peor de las razones; Jean Lebrun, ése sí, amigos míos, el perfil del revolucionario de salón, profesor de Lengua en un liceo, apasionado, marxista, poco práctico, lúgubre y gallito. Y Marie. Marie, claro, lista, rápida, sensual, generosa y desconcertante por completo. Todavía hoy no puedo encontrarle defecto.

Los cinco fundadores del Grupo Vichy de Combate, el GVC, la primera célula de la resistencia en Francia. Carne de horca, habría dicho el capitán Jacques-Pierre Brissot en el momento de encerrarnos a todos. Una patética pandilla de conspiradores irresponsables e impotentes, añadiría yo por remachar el clavo. Y, a juzgar por el resultado final de nuestros esfuerzos, no me parece que anduviéramos muy descaminados tanto Brissot como yo.

Al menos fuimos los primeros, sin saber siquiera si seríamos los únicos.

Al menos, los que estábamos allí desdeñábamos, algunos por primera vez en nuestras vidas, las consecuencias sin duda horrorosas de lo que íbamos a hacer. Era como si moralmente nos hubiéramos liberado de las obligaciones del día a día y éstas hubieran pasado al segundo plano de lo accesorio. Yo, por mi parte, durante un buen rato viví sin tener en cuenta lo que nos podía ocurrir, o mejor dicho, lo que con seguridad habría de ocurrimos. Por un rato, sólo me importó lo que quería hacer, lo que todos queríamos hacer. Fue un acto reflejo de patriotismo, exacerbado por la comprensión diáfana de que nos colocábamos en la ilegalidad y de que nuestras vidas no tendrían más salida que la muerte. Mejor no pensarlo.

Luis Rodríguez fue, en cierto modo, nuestro padrino. Asistió a la reunión en silencio, mirándonos a turnos, pensando sabe dios qué de nosotros, sonriendo con bondad. Era el único que nos acompañaba, puesto que Flaco Barrantes se había despedido con alguna excusa y no asistió.

—Me ponen nerviosa los que se empeñan en explicarme que Francia no ha perdido la guerra, que somos muy amigos de los boches, que nosotros tenemos la culpa de lo que nos pasa… ¡pero si no hemos perdido la guerra no sé lo que nos pasa, voyons…! y que ahora hay que dejar que Pétain nos conduzca ¡a no sé dónde! —exclamó Marie. Con la mano derecha sujetaba el brazo de Jean Lebrun, que se limitaba a asentir—. ¿Adónde quieren que nos conduzca Pétain, eso sí, regenerados y con la cabeza bien alta? ¿A los campos de prisioneros en Alemania?

Armand sonrió.

—Por lo que sabemos de lo que nuestras autoridades están haciendo con los extranjeros que vienen aquí, no me parece siquiera necesario mandarnos a Alemania… con que nos fuercen a quedarnos en Francia será suficiente.

Puse una mueca de indecisión.

—Ah, no sé. Francia está partida en dos —levanté una mano—, concedo que puede ser porque por el momento conviene al señor Hitler, pero la porción en la que vivimos es libre, ¿no?, es francesa con gobierno francés, sin ocupación nazi, ¿no? Mientras que los del norte son el país derrotado y ocupado. De todos modos, ¿cómo es posible que cosas así… cómo es posible que la implantación de una línea caprichosa de separación en mitad de un país determine la suerte de quienes habitan a un lado y a otro? Eso tiene que tener un significado.

—Claro que tiene un significado —dijo Armand.

—No significa nada —interrumpió Jean Lebrun con brusquedad—. Si me lo permiten, enunciaré un silogismo: Francia y Alemania son aliados. Como buenos aliados, se han repartido el país; Alemania ocupa una porción del país y Francia, la otra. Si Alemania domina a los franceses del norte, se deduce que Francia domina a los franceses del sur. Y si los franceses del norte sufren, por la misma razón tienen que sufrir los del sur, ¿no? Dependen de aliados idénticos a quienes sólo diferencia el idioma que hablan. Perversa Alemania, perversa Francia. Por tanto, sólo hay una entidad que padece: la nación francesa.

Luis Rodríguez sonrió y Olga tosió nerviosamente. Marie no había dejado de apretarle el brazo a Lebrun.

—Jean, me parece que el silogismo no está mal —comenté, haciendo un esfuerzo para no mirar la mano de Marie—, pero no estoy muy seguro de que se ajuste a la realidad. Es cierto que Hitler y Pétain se han repartido este pobre país nuestro, pero ¿dónde están los que padecen? ¿En la Francia libre o en la ocupada? ¿Son los que llenan los teatros de París codo con codo con oficiales nazis? ¿Son los que cenan en Maxim’s? ¿Son los que aclaman al mariscal en Lyon, en Clermont? ¿Son los niños que le regalan flores y le recitan poemas? ¿Son los obispos que le hacen entrar bajo palio en las catedrales? ¿Son los periodistas que llenan páginas y páginas de panegíricos y ditirambos? —separé las manos con las palmas hacia arriba y alcé las cejas.

—Eh, no, Manuel. Son los que son arrestados en los pasos fronterizos de la línea de demarcación. Son los soldados prisioneros en campos aquí en Francia y en Alemania. Son los centenares de miles de franceses que lo han perdido todo, casas, familias enteras, haciendas, vidas. Son los muertos de las primeras semanas, son los judíos, son los marxistas y los masones, son las pobres gentes. Son los que no saben que sufren todavía —sacudió la cabeza—, los que desconocen aún cuánto van a sufrir.

—Si les va usted a tener que explicar que van a sufrir y ellos no lo saben, no me parece que vaya a hacer muchos adeptos —dijo Armand riendo.

—Son los que marchan a hacer trabajos forzados —siguió Jean como si no hubiera sido interrumpido—, son los que ya no pueden decir lo que piensan.

—No, no, no, queridos amigos —dijo Luis Rodríguez con lentitud—. Las dictaduras tienen la costumbre, sí, de convencer a los más tibios, que son la mayoría. Si estuviéramos hablando de un pueblo en verdad fuerte y decidido, todos estaríamos en las trincheras luchando contra los nazis, con independencia de lo que hubiera hecho el gobierno francés con las instituciones de la República.

—Precisamente por eso —respondió Armand—, porque los gobiernos de la República destruyeron la República, este pueblo está en estado de extrema debilidad. Y así pueden venir los profetas a imponernos lo que ellos aseguran que necesitamos. ¡Y la gente se ha dejado convencer por las falacias de quienes le aseguran que es preciso que sea castigada, que expíe sus pecados, bon Dieu! ¿Por qué me tiene que decir a mí ese viejo chocho lo que me conviene y los pecados que tengo que expiar?

—Huy —exclamó Olga llevándose con horror una mano a la boca—. No se puede llamar viejo chocho al mariscal Pétain, Armand. ¡Es un héroe de Francia!, le debemos respeto. En mi casa no permito que se mancille el nombre del mariscal.

—Ah, le pido perdón, Olga. No quería ofenderla —inmediatamente bajó el tono ofensivo de su diatriba—. No era ésa mi intención.

—Además —añadí—, sea cual sea la personalidad de Pétain, sí parece seguro que tanto él como su gobierno trabajan con sigilo con los americanos y con los ingleses para derrotar a Hitler.

—Paparruchas —contestó Jean. Luego lo pensó mejor y añadió—: puede que sea así, pero entonces tenemos que echarle una mano.

—Pero ¡qué mano le vamos a echar, hombre de dios! —exclamé con irritación—. ¿Qué tanques tenemos, qué cañones?

—Pétain, Pétain —dijo Armand—. No sé qué será de nosotros los franceses. Y no sé si este pobre anciano —levantó la cabeza para mirar a Olga—, ha hecho lo que debía para plantar cara a Hitler, pero hay veces en que me pregunto si no será cierto que necesitamos esa revolución que nos ha impuesto. ¿No será cierto que necesitamos que nos enderecen el espinazo?

—No decía usted eso hace unos días, Armand.

—Es que ya no sé qué pensar.

—Yo sí. No quiero que nadie me quite mi libertad. Me fui de España porque me arriesgaba a eso y no voy a permitir que ocurra en Francia… bueno, no voy a permitir… voy a luchar para impedirlo.

—Me es igual —exclamó Marie de pronto—. Me es igual lo que deba hacerse con Francia… Nada de eso importa ahora. ¡Ahora hay que salvar la patria! ¡Hay que liberarla de los invasores! Antes que nada, debemos echar a los boches de este país. Ya pensaremos luego qué hacer con nuestra tierra. Ahora debemos resistir por encima de todo. Y no sé si se trata de resistir con el gobierno de Vichy, a pesar de Vichy, más allá de Vichy o, después de todo, contra Vichy al mismo tiempo que contra los alemanes. Yo creo que acabaremos luchando contra todos, Geppetto.

—Me gustaría estar tan seguro como usted, Marie.

Mais, bon Dieu! Nos hemos pasado los últimos diez años luchando contra los fascistas, los invasores de hoy son los mismos que derrotamos en la anterior guerra…

—… y las primeras víctimas de estos invasores y de sus aliados en Francia son las clases proletarias…

Marie miró con irritación a Jean.

—… ¿y vamos a aceptar vivir bajo su bota?

—No, claro que no.

—Me niego a aceptar que hemos sido derrotados de forma definitiva. Me niego a rendirme… ¡Que se rindan ellos! Yo, en este momento, sólo pienso en resistir, es lo único que me mantiene en pie. Y es lo que debería pasaros a vosotros también.

Estaba tan bella, tan decidida, tan fuerte, que la habría abrazado y después me habría ido adonde ella me pidiera ir, a la aventura, al dolor, a la derrota. Se había levantado para dar mayor dramatismo a sus palabras. Sé que la imagen es de una cursilería escalofriante, pero en aquel momento me pareció que esta Marie transfigurada se había convertido en Marianne, la Marianne de Francia que arrastraba al pueblo a la lucha y a la victoria final.

¿Victoria he dicho? ¿De qué victoria podíamos estar hablando? Cinco pobres infelices contra el poderío del ejército del Reich, descontentos y humillados, sin una mala pistola con la que morir matando, sin un mal instrumento de lucha con el que al menos cubrirnos de heroísmo.

¿No éramos demasiado blandos, demasiado civilizados para todo esto? Hablar de resistencia, de armas, de enemigos, de heroicidades, me parecía, para ser francos, una sobrevaloración estúpida de nuestras capacidades. Éramos unos aficionados de manos suaves y uñas cuidadas, sin experiencia previa, sin sentido de la organización, sin conciencia del sigilo necesario.

—Muy bien, Marie.

—Muy bien, Geppetto.

—Resistamos…

—Resistamos —sonrió con travesura.

—¿Cómo se hace?

Comment on nargue les Allemands?, ¿cómo provocamos a los alemanes? Haciéndoles la vida imposible.

—Exactamente —intervino Armand.

Y hasta allí llegó el juego, porque por supuesto ninguno de nosotros sabía cómo hacer la vida imposible a nadie y menos aún en plena guerra.

Enseguida se hizo evidente que en un territorio inmenso como Francia, un territorio partido en dos además, no resultaría fácil a cinco inexpertos montar una célula de resistencia que, aparte de maldecir al enemigo y mascullar amenazas contra él, hiciera algo positivo en la lucha contra el ejército alemán. Ninguno de nosotros estaba preparado para la lucha armada, carecíamos de los más elementales contactos, no habríamos sabido por dónde empezar. Nos sentíamos completamente solos. Más de una vez durante aquella larga velada estuvimos a punto de rendirnos a la evidencia y abandonar.

Intenté disuadirnos explicando que el Reich, a falta de Inglaterra, tenía conquistado el continente entero. No había esperanza: la guerra no llegaría a fin de año. Todos lo sabíamos, era vox pópuli, que el arrollador avance de la Wehrmacht era ya imparable. En cuanto Londres se rindiera, todos los gobiernos de fuera de Europa, sobre todo Estados Unidos, intentarían firmar la paz. No había esperanza. A lo peor, el mariscal había tenido razón y su buena relación con Hitler lo colocaría en una posición de privilegio en el futuro imperio del Tercer Reich. Pétain, ese viejo idiota, habría tenido razón.

No había esperanza, amigos míos.

Marie me miró como si me hubiera vuelto loco, como si la rendición inevitable a la que proponía que nos sumáramos fuera el fin de la vida. Le devolví la mirada sin pestañear hasta que ella, sacudiendo la cabeza con resignación, bajó los ojos y cruzó las manos murmurando «no sé qué veo en ti». En tan baja voz habló que tuve que hacer un esfuerzo para oír lo que había susurrado; a decir verdad, hasta me pareció delicioso ser culpable de traicionar los sentimientos patrióticos de aquella mujer con tal de oírle decir que, pese a mi cobardía, había algo de mí que la atraía. Puede que estuviéramos viendo visiones los dos.

Por su parte, Jean ni siquiera cambió la expresión; se limitó a pasarse una mano por el mechón de pelo que le caía sobre la frente. Armand levantó las cejas y se recostó en su asiento con una media sonrisa bailándole en los labios. Y Olga nos miró a todos sin comprender; estoy seguro de que le pareció que no había razón para el desánimo: Hitler con su victoria y Pétain con su colaboración acababan de resolvernos el problema; ¿qué más podíamos pedir?

Entonces Luis Rodríguez carraspeó para llamar nuestra atención y dijo:

—Es bien cierto que hace pocos días que la aviación alemana ha empezado a bombardear el sur de Inglaterra. Sin duda, afirmaría sin temor a equivocarme que son los preparativos para la invasión… Unos preparativos crueles pero eficaces: se desbroza el camino al tiempo que se rompe la moral del enemigo. Este aserto me parece indiscutible. Pero también olvidamos un elemento de gran importancia: yo sigo las noticias vespertinas de la BBC. Es cierto que no puede descartarse un punto de propaganda optimista en sus emisiones radiadas, pero cuando nos dicen que, lejos de rendirse y aguantar, los ingleses están devolviendo golpe por golpe, yo tengo tendencia a creérmelo. ¿Qué ha ocurrido? Que la RAF ha plantado cara. Mi estimación de aficionado me hace pensar dos cosas: por una parte, los cazas de la Luftwaffe no tienen gran autonomía y cuando llegan a las costas inglesas tienen que apurarse en luchar y regresar, mientras que, por otra parte, los cazas británicos pelean desde casa y deben de ser bastantes más de los que creían el mariscal Goering y sus generales. ¿Verdad? No, queridos conspiradores. Afirmo que mientras haya batalla en los cielos de Inglaterra habrá esperanza para todos nosotros… No quisiera que pensaran ustedes que yo, un latinoamericano alejado de los problemas de Europa, un mero observador, predico una moral de resistencia frente a una cuestión que ni me va ni me viene. No, señores. Predico una moral de esperanza, queridos amigos, una moral de esperanza, y si ustedes me pidieran un consejo o una opinión, les diría que los franceses de bien, y ustedes lo son, están obligados a defender su patria hasta el final porque ellos prevalecerán —apretó los labios y, con su timidez habitual, añadió—: En fin…

Sus palabras fueron acogidas en completo silencio.

No se podía ser más elocuente.

Al cabo de un minuto, Marie, mirándome de nuevo, exclamó:

—¿Lo ve, Geppetto? ¿Ve como se puede hacer?

—Eh, no, Marie. Veo que tenemos una obligación moral de hacerlo, pero sigo sin ver qué debemos hacer ni si servirá de algo… —Marie sacudió la cabeza pero no dejé que hablara—. Díganme lo que tengo que hacer y seré el primero en lanzarme a la acción. ¿Jean? Os pasáis la vida pontificando pero nunca habláis de las cosas prácticas…

Nuevamente Luis nos señaló el camino.

—No es fácil de hacer, nada es fácil de hacer cuando se es un civil desarmado en medio de miles de soldados prontos a todo… Pero tienen ustedes una inmensa ventaja moral: saber que están en lo cierto. ¿Qué dijo usted hace un momento, Manuel? Sí, maldecir al enemigo y mascullar amenazas, dijo usted que no sabría qué hacer si no fuera maldecir en voz queda. Pues, ándele, ¿por qué no se dedican precisamente a eso?

—No entiendo.

—Esta revolución contra el orden establecido por Vichy es, como diría Gramsci, una revolución de posición más que de movimiento. No es necesario por el momento que tomen las armas, caven trincheras y sacrifiquen sus vidas. Hagan un periódico clandestino. Hagan ustedes hojas mimeografiadas y difúndanlas en los buzones, déjenlas en los bares, en los bancos del parque… Impriman papillons, pequeños carteles, y peguemos por las paredes de Vichy. Digan cosas como «Francia vive» o «Abajo los boches»…

—¡Claro! —gritó Jean—, demos una esperanza a los que están desesperados.

Olga, sobresaltada, dio un respingo que le hizo derramar un poco de la limonada que tenía en su vaso. Cuando comprobó que se había manchado la falda, se le subieron los colores, no sé si por la irritación o por el sofoco.

Voyons, jeune homme —amonestó en tono seco, pasándose una servilletita de lino por el vestido—, me ha dado usted un gran susto. Tengamos un poco de calma… Monsieur Rodríguez, ¿está usted sugiriendo que debemos hacer un llamamiento a la revolución contra el mariscal Pétain sólo porque ha salvado a nuestra patria de la derrota y… y de males mayores?

Mais non, Olga —dijo Armand—, está diciendo que debemos ayudarlo contra Alemania, contra Alemania… —hizo un gesto para que Jean guardara silencio pero no fue obedecido.

—¡Claro! —exclamó el joven maestro—, ayudemos a Pétain. Saquemos a la calle un ejército de balnearistas armados con escobas y lavativas y llevémoslos a…

—¡Basta de tonterías! —exclamó Marie—. Este asunto es demasiado grave como para que nos lo tomemos a broma.

—Seamos sensatos, pues —propuse—. ¿Qué podemos hacer? Desde luego, no podemos salir a la calle pegando tiros, entre otras cosas, porque carecemos de armas de fuego y, por lo que a mí respecta, de cualquier deseo de que me maten…

—Y porque es contrario a la ley —dijo Olga en tono solemne. Todos la miramos con sorpresa.

—… ¡Ah! Y lo que hagamos tenemos que decidirlo entre nosotros y sólo entre nosotros —continué como si nuestra amiga no me hubiera interrumpido con una más de sus tonterías. O sea, que nos habíamos reunido para estudiar modos de cumplir con las leyes. ¿En qué cabeza cabía? Esta mujer era inagotable en su estulticia. Suspiré—. Creo que existe un principio fundamental que debemos respetar: este grupo de resistencia tiene que ser hermético por completo y secreto hasta sus últimas consecuencias. Nadie debe saber lo que hacemos… sea lo que sea lo que vayamos a hacer. Nadie —miré a todos, uno por uno y salvo Olga, que tragó saliva, los rostros de los demás permanecieron imperturbables—. En segundo lugar, la razón misma de nuestra existencia es la esperanza. Nuestra voz, por pequeña que sea, debe entonar un canto de esperanza para todos. Debemos decir a todos que aquí hay disidencia, que en Francia hay quienes no estamos de acuerdo…

Luis Rodríguez me interrumpió con una sonrisa:

—Este asunto, Manuel, me recuerda el tema de la vida inteligente en otros planetas. Si la hay aquí en la Tierra, que es pequeña y frágil, ¿sí?, ¿por qué no va a haber vida en otros lugares más grandes de la galaxia?

—Sí, sí, claro. Le entiendo muy bien, Luis —contesté, riendo—. Este no será el único grupo de resistentes de Francia, desde luego. Hay más vida inteligente en el resto del país, no mucha, pero bueno…

Mais oui! —exclamó Marie—, estoy segura de que mi padre organizará algo así en París, en la Sorbona, en el museo del Hombre… Hay muchos que piensan como él, que saben de la maldad de los nazis y la rechazan y están dispuestos a combatirla.

—Seguro que sí. Y también en otras ciudades —sonreí de nuevo—. ¿No deberíamos bautizar este grupo? Llamémosle algo para poderlo identificar, ¿no?

—¿Batallón…? —dijo Marie

—¿Batallón? No, Marie. Otra cosa.

—¿Milicia Popular?

—Jean, ¿tenemos pinta de milicia popular?

—¿Ejército…? —preguntó Armand.

—Vamos, Armand. Un paso más y acabamos siendo el Ejército de Salvación, sección Vichy, o la Liga de la Moderación…

—¿Grupo de Vichy de… de…? —dijo Olga con timidez.

—Grupo Vichy, ¡claro!, Grupo Vichy de Combate.

Mais Manuel… ¡de combate! Habíamos quedado en que no estábamos capacitados para combatir, ¿no?

—Pero sí. Algo, en alguna medida, vamos a combatir, incluso aunque sólo sea con papel y lápiz. No, no. Grupo Vichy de Combate, Groupe Vichy de Combat, no está nada mal. Apoyo la iniciativa de Olga.

Mme. Letellier se sonrojó de placer.

(Las iniciales GVC fueron obra del ingenio de Armand; me susurró que, así, esta pequeña célula también podría ser conocida en honor de Jean como Grand Vomissement Communiste, gran vómito comunista.)

Enseguida tuvimos la primera disensión. Marie, empeñada en encontrar patriotas y ganarlos para la causa, que comunicáramos la creación del GVC al capitán Jacques-Pierre Brissot, jefe del Deuxième Bureau. No fue fácil convencerla de lo contrario. Tuvimos que recordar a Marie que la regla era insoslayable por completo: fuera de este pequeño círculo de cinco personas (más Luis Rodríguez, nuestro más preciado notario y consejero) nadie debía saber lo que hacíamos, lo que pensábamos, lo que nos proponíamos. Nos iba en ello la vida. De eso sí éramos conscientes.

Ahora que lo pienso, creo que el GVC fue la célula menos ortodoxa y uniforme que tuvo la resistencia, al menos en los primeros tiempos. Un comunista, una judía, un español naturalizado francés, un francmasón (Armand siempre había negado que lo fuera, pero yo nunca le creí) y una burguesa católica de extrema derecha. Entiéndaseme: mi alianza con Jean era puramente circunstancial y nos hacíamos compañeros de viaje impelidos por un enemigo común. Por otra parte, yo nunca había cuestionado mi antisemitismo, excepto en el caso por caso y entonces intervenían mis otros sentimientos hacia Marie. En cuanto a los masones, me eran indiferentes y se me antojaban más bien cómicos con sus pequeños delantales y sus atuendos trasnochados. Olga, por su parte, era tan tonta que sus opiniones e inclinaciones ideológicas primitivas no merecían mayor consideración. Así es: éstas son las gentes de derechas: viscerales, irreflexivas y primitivas. Claro que, bien pensado, también lo son las de izquierdas.

Nuestro primer y brutal golpe, dos días después, fue la confección de un mísero panfleto, lo que aquí llamamos papillons, mariposas o pasquines para pegar por las paredes, muy escueto: «¡Francia vive!, ¡viva Francia!, ¡abajo los alemanes!» (ponía à bas les boches; Armand intentó que se pusiera vive De Gaulle, pero al menos tres se opusieron a ello y la mención no fue incluida).

Hicimos tres ejemplares en sendas hojas escritas a mano y decidimos que Jean, Marie (cualquiera se lo impedía) y yo mismo los pegaríamos en tres puntos estratégicos de Vichy. A mí me correspondió el lateral del hotel du Parc.

La acción es fácil de imaginar y casi imposible de llevar a la práctica. Cuando hoy veo a jóvenes trabajadores mojar en un caldero de cola grandes brochas de largos mangos para así untar una pared y pegar el cartel publicitario, recuerdo con verdadera angustia lo que supuso hacerlo de noche debajo de la mismísima ventana del mariscal y en las propias narices de sus cuatro fieros guardianes. Armand fue encargado de desviar la atención del retén que custodiaba la entrada principal del hotel, mientras yo recorría los cincuenta o sesenta metros que separaban la casa de Olga Letellier del lugar de mi gloriosa acción subversiva con lo que me parecía ser una actitud de fría indiferencia, la despreocupación personificada. Llevaba el pasquín untado de engrudo y abierto para que no pudiera enrollarse sobre sí mismo y acabara pegándoseme a las manos. Me retumbaba el corazón en el pecho como si fuera a estallarme y tenía la boca seca de miedo. ¡Qué inconsciencia la mía!

Era noche cerrada y ya no circulaba nadie por el parque y sus aledaños. Verdaderamente la guerra aún no había llegado a Vichy, sólo las bravatas y la intransigencia de los estúpidos que creían haberla ganado. A nadie le parecía necesario postergar el sueño para vigilar a los enemigos. Ya aprenderían.

Me acerqué al chaflán del hotel andando en diagonal. Crucé la calle y me pegué a la pared. Oía a Armand hablando con los cuatro gendarmes y apartándose del Parc en dirección contraria a la mía para que así lo miraran a él y, al no verme, no pudieran concebir sospecha alguna sobre lo que me traía entre manos.

Di diez pasos, miré a diestro y siniestro, comprobé que me encontraba solo y de un veloz gesto estampé la contra el muro. Ahí quedó precariamente pegado nuestro panfleto. ¡El primer panfleto de la resistencia!

Desde luego que no esperé a comprobar el efecto que producía verlo en la pared, aunque, contemplándolo de reojo por un solo segundo, me pareció un papelucho medio descolgado y bastante patético.

Muerto de miedo, giré en redondo y me dispuse a desandar el camino hacia mi hotel a la mayor velocidad que permitieran mis piernas. De golpe noté que un río de agua hirviendo me recorría los intestinos y unos horrorosos retortijones amenazaban con impedirme andar. Nada nuevo, claro está: bien pensado, los efectos del terror venían a ser similares a los de las aguas termales y ésas me eran dolencias conocidas. Ahora parece una broma; entonces era una amenaza de muerte. Por fortuna, llegué, como era habitual en un último suspiro, a la sala de baño de mi pasillo.