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28 DE JULIO DE 1940

Lo que sucedió aquella tarde del 28 de julio explica muchas cosas, me parece.

Ese día, el grupo latinoamericano en pleno había acudido a las carreras de caballos del hipódromo en la otra orilla del río. Y, no me olvido, también ese día (a última hora de la noche, como corresponde a la clandestinidad obligada) quedó constituido le Groupe Vichy de Combat, el aguerrido pero totalmente desconocido GVC. Y lo digo sin asomo de ironía.

Apenas había trascurrido un mes desde la instalación del gobierno en nuestro balneario y ya la vida diplomática de Vichy se había organizado con bastante orden y, me parece, entusiasmo. Al principio, los embajadores, ministros y agregados de cerca de cuarenta países se tomaron este destino provisional (todos esperaban que resultara muy provisional) con cierto espíritu deportivo. Al fin y al cabo, la vida diplomática era la vida diplomática aquí y en Sebastopol, decía con razón Cifuentes el panameño, por más que ignorara dónde se encontraba Sebastopol. La ronda de festejos, intrigas, bailes y galanterías se mantendría impertérrita, sazonada además por la titilación de ser que al fondo del escenario estaba la guerra. ¡Ah, la excitación íntima de sentirse rodeado de espías! La frivolidad seguiría cumpliendo su función social y política, ¡qué bien lo sabía yo!, y sin duda alguna, estos excelsos servidores del Estado continuarían empeñados en resolver los problemas que con tanta diligencia se habían esforzado en crear.

Sin embargo, tardaron poco tiempo en darse cuenta de que la vida que les esperaba en este villorrio iba a resultarles increíblemente tediosa, encerrados sin mayor actividad en el hotel des Ambassadeurs en el que les habían sido asignadas habitaciones cuyo número variaba en función de la importancia de la misión respectiva o de la falta de un aposento imposible de conseguir a última hora en alguna villa de la ciudad. El bueno de José Félix de Lequerica, que era el embajador de Franco y que además disponía de un chalet detrás de los Quatre Chemins, había reclamado diez (y se las concedieron), en vista de que la trascendencia de sus ocupaciones (recuperar la Dama de Elche a cambio de algún Goya, supongo, porque no me parece que el alcance de su gestión cultural diera para mucho más) y lo sacrosanto de sus maniobras políticas (intentar acabar con la vida del presidente Azaña, imagino, y acuchillar a cuanto adversario se le pusiera de espaldas) así lo requerían. Pero para nadie era un secreto que la razón de tanto favor estribaba en el parecido íntimo de las ideologías de los respectivos jefes de Estado y de su crueldad de hielo a la hora de tratar a los oponentes políticos. Alguien me dijo que de todos modos Franco y Pétain se tenían poca simpatía; sería personal, porque la política estaba más que garantizada, me parecía a mí, y además, si no recuerdo mal, el mariscal fue muy popular en España en su temporada como embajador de Francia en 1939. Supongo que por mujeriego, ¿no?, él que gustaba de decir «lo que me ha apasionado sobre todo en mi vida ha sido el amor y la infantería». Luego añadía que los sesenta y cuatro años, que fue la edad a la que matrimonió, son pocos para casarse, y añado yo, con la mariscala… Y aunque en estos años de senectud asistiera a misa los domingos, tampoco es que fuera muy religioso; desde luego no le tenían por tal en los cuarteles. Vaya, ahora que lo pienso, en eso sí se parecía al general Franco.

¿Y Lequerica? ¿No había negociado él el armisticio de Francia con Hitler? ¿No paseaba con su boina de requeté bien calada a orillas del Allier charlando en ocasiones con el mariscal? ¿No presionaba a las autoridades francesas para que entregaran a las españolas en la frontera a políticos republicanos que intentaban huir o simplemente acogerse a la tradicional hospitalidad del gran pueblo francés? ¿No conseguía que su propia policía rechazara en los Pirineos a refugiados que las SS reclamaban? Sí: eran servicios prestados con la mayor de las intimidades y en cuyas transacciones el embajador español hacía de muñidor implacable. ¿No hubiera hecho bien Laval en desconfiar de Lequerica? Sí, hubiera hecho bien. Desde luego que sí. Habría salvado la vida.

Con toda seguridad había dos cosas características de esta ciudad-capital en guerra pero no en guerra. A medida que progresaba el conflicto, por una parte, se iba haciendo más complicado el protocolo: todos los representantes de todos los países acreditados en Vichy eran invitados a las mismas recepciones, por supuesto, pero los representantes de los enemigos se evitaban cuidadosamente, refugiándose cada cual en los corrillos de quienes eran sus aliados en el campo de batalla, y se cruzaban con el adversario teniendo sumo cuidado de no verse. Incluso en los actos oficiales, resultaba cómico que los embajadores de Estados Unidos y de Japón cayeran, por razón de la antigüedad en la presentación de las cartas credenciales, el uno al lado del otro y tuvieran que hacer patéticos esfuerzos por ignorarse. Mamarrachadas sin sentido que no contribuyeron a salvar una sola vida ni a preservar la honra de ningún estado. Únicamente los más sensatos, que eran pocos, ejercerían de memoria viva de lo que ocurría a su alrededor, como había recomendado yo que hicieran a mis colegas latinos. Pero de todos ellos, sólo se libraba de mis ironías Luis Rodríguez, mi buen amigo mexicano.

Por otro lado, mientras los diplomáticos orientales, el egipcio, el turco, el afgano, el Saudita, el iraquí, ponían la nota exótica en la corte, el toque de incienso y mirra, el drama y la decadencia, por decirlo de manera inteligible, los suramericanos suministraban la simpatía. Todos eran queridos. No había fiesta sin ellos y hasta sus proezas sentimentales eran comentadas, envidiadas e incluso toleradas en esta sociedad tan pacata e hipócrita. El romance de Porfirito Rubirosa con una actriz tan bella y delicada como Danielle Darrieux fue celebrado con entusiasmo. Porfirito nunca dejó de asombrarnos. Su afición por la buena vida y por las mujeres pasaba por delante de todo lo demás, incluso a riesgo de su propia supervivencia, y mira que era inteligente el hombre. No exagero: un tipo que se ha casado con la hija del dictador de su país (y de uno tan sanguinario como lo fue Trujillo, además) no suele atreverse, si no es un insensato, a dar el peligrosísimo paso de divorciarse de ella para casarse inmediatamente a continuación con una actriz de cine. Da, sin duda, idea de su formidable poder de seducción que Porfirito fuera no sólo capaz de plantar a su mujer llevándose a otra a la cama, sino que pudiera hacerlo sin incurrir en la venganza de su brutal suegro.

El caso es que el 28 de julio de 1940, domingo, habíamos ido a almorzar al club de golf, aquel chalet de madera con los tejados Tudor de teja gris sustentados por una balconada construida a lo largo de todo su perímetro en el que yo había pasado tardes enteras jugando al bridge con ancianas e incansables damas en los años anteriores a la guerra. Edificado muy cerca del río, verdadero pabellón para socios elegantes que luego saldrían a jugar una partida de golf o se dirigirían al hipódromo que estaba a sus espaldas, siempre me había gustado. Me parecía muy airoso, plantado allí en medio de una gran extensión de césped con el Allier discurriendo con placidez a pocos metros. En aquellas tardes de sol, cruzar en las barcazas que partían de cualquiera de los embarcaderos de los parques de L’Allier hasta el Golf se me hacía más típico de las regatas veraniegas de Henley-on-Thames al oeste de Londres que de unas vacaciones francesas, por mucho que Vichy hubiera llegado a ser la capital mundial de los balnearios de aguas.

Creo recordar que aquel 28 de julio fue el último domingo en que en el club se pudo comer algo decente y relativamente abundante antes de que se establecieran las cartillas de racionamiento. Y eso que Vichy, por ser la capital (y en la capital era necesario mantener la moral alta y la materia prima, constante), fue privilegiada a lo largo de toda la guerra. Cuando lo pienso, no recuerdo muy bien en qué consistían aquellos privilegios puesto que muy poco después se prohibió la venta de carne los lunes, martes, miércoles y viernes (este día, por respetar el precepto de la santa madre iglesia, y se limitó el consumo público de vino a pequeños vasitos en las comidas. Incluso de los bares de los hoteles desaparecieron las bebidas alcohólicas durante casi todos los días de la semana. Siempre me pregunté, de forma retórica, claro está, quién se bebía un vino, nuestro vino, cuyas cosechas sabíamos abundantes. No creo que hiciera falta buscar muy lejos. Y fueron éstas y otras cosas de similar calado cotidiano las que contribuyeron más que ningún otro asunto grave a mantener en la población el patriotismo francés y, lo que es más importante, el sentimiento antialemán.

En fin. En el club de golf almorzamos y allí hicimos exhibición de una alegría y de un alborozo que hubiera sido más propio de un escenario de vodevil que de un restaurante lleno de gente comedida y en apariencia preocupada por el futuro y por lo que ocurría en los campos de batalla. De todos modos, es cierto que cualquier angustia que hubiere podido existir en el ánimo del público asistente se notó poco una vez que comenzaron las carreras.

Allí estaban Bunny de Chambrun con su mujer Josée Laval. Atractiva mujer, aquella; morena, de ojos oscuros y brillante sonrisa, resultaba casi tan agitanada como su padre (de hecho, a su padre, en los peores momentos de odio solían llamarle «gitano bastardo hijo de una prostituta», a lo que él contestaba riendo que sólo era un auvergnat oriundo de Châteldon; por más que sé que los insultos le dolían mucho), pero de belleza intensa e intimidante. Creo que era la reina indiscutida de la sociedad francesa en guerra. Por su parte, a Bunny, gran aficionado a las carreras, le gustaba mucho apostar fuerte. Y ganaba fuerte. A mí, en cambio, los caballos siempre me habían dejado indiferente y acudía a los hipódromos más por el espectáculo de la moda y de la frivolidad que por pasión deportiva. «Es extraordinario», decía Armand, «que, en guerra, los modistos y las sombrereras sigan haciendo el mismo negocio que en tiempos de paz». En efecto, las mujeres se paseaban por el turf vestidas de Dior, de Chanel, de Balenciaga… como si nada estuviera pasando en el resto de Europa o en el resto de su propio país. Me asombraba esta indiferencia tan frívola que nada tenía que ver con un valiente esfuerzo por aparentar que la vida seguía pese al sufrimiento colectivo, sino que surgía de la simple incapacidad egoísta de asimilar, por la más elemental de las solidaridades, la tragedia de los demás.

Saludé a Chambrun desde lejos y él alzó su sombrero de fieltro lanzándome una sonrisa.

Algo más allá se encontraban Marie y Olga Letellier. Marie estaba resplandeciente en su camisero de seda en el que flotaban su cintura inverosímil y sus pechos, que, desde esta distancia, se me antojaban sensuales y libres. Sus movimientos rápidos y deportivos, las piernas desnudas y aquel aire ágil, juvenil, la hacían descollar por encima de todas las demás. Comparada con ella, Josée Laval parecía una flor de invernadero, más propia de un salón cerrado que de este campo abierto.

Marie, al divisarme, me hizo un gesto urgente, señalando hacia mi derecha. Giré la cabeza para ver el objeto de tanta excitación y enseguida comprendí que me estaba indicando a Porfirito y a Danielle Darrieux que paseaban del brazo a unos metros de mí. Me volví de nuevo hacia Marie y le hice señas de que se acercara. La pareja estaba siendo objeto de verdadera curiosidad general, un entusiasmo comprensible si se considera que la Darrieux, propulsada por el fenómeno del cine, se había convertido en una de las novias de Francia, un país bien necesitado de ilusiones.

Me aproximé a la pareja.

—¡Ah, Manuel! —exclamó Danielle—. Le mandé recuerdos con Armand.

—Claro que sí. Y lo agradecí. Que la mujer más maravillosa de Francia mande recuerdos a un pobre anciano, me llena de orgullo —le besé la mano y Porfirito me dio una palmada en el hombro—. Una gran amiga tiene mucho interés en saludarla a usted, Danielle. ¿Puedo presentarle a Marie Weisman?

Mais oui! ¿Cómo está usted? —le tendió la mano y Marie se la estrechó con delicadeza, como si temiera estropeársela. Se le notaba encantada de poder saludar a una celebridad. De todos modos, en lo que a mí se refería, me quedaba con ella mil veces antes que con la actriz.

Todos los latinoamericanos se arremolinaron en torno a Porfirito y su prometida, y todos besaron la mano de Danielle con ceremonia.

Y por mi izquierda, mientras revoloteábamos alrededor de nuestra estrella, se acercaban al grupo Luis Rodríguez y el Flaco Barrantes. Venían del brazo, charlando con animación.

Luis se quitó el sombrero al llegar por fin a nuestra altura y sonrió a las señoras presentes de aquella manera tan bondadosa que tenía. Luego se dirigió a mí:

—Querido Manuel. Tenía verdaderas ganas de verlo. Y es que acabo de regresar de Montauban, de ver al presidente Azaña. Su estado de salud no mejora por desgracia. Su corazón está débil y su físico no parece recuperarse del ictus que, aunque leve, no deja de tener gravedad para una persona de tanto años, verdad —sacudió la cabeza con resignación—. Ah, caramba, cómo siento tanta miseria… Menos mal que mi presidente no ceja en su empeño de atender y proteger a don Manuel. Vaya, cuando pasen los calores, dentro de un mes, más o menos, he decidido traérmelo para acá… —y añadió con viveza—, si consigo quitarme de encima a aquel perro de presa —señaló con la barbilla al embajador Lequerica que paseaba con decisión no lejos de nosotros, andando por el turf en dirección al vallado de la pista de carreras.

Como si nos hubiera oído, Lequerica se detuvo bruscamente, giró la cabeza, divisó a Rodríguez y, cambiando de dirección, se vino hacia nosotros.

—¡Señor embajador de México! —exclamó con su vozarrón de asentador de pescado del puerto de Bilbao, que era lo que era—. Sé que nos une, ¡o nos desune!, un interés común…

—Señor embajador de España —contestó Luis con envaramiento. Era obvio que aquella interpelación no le divertía en absoluto—. No existe nada que nos una. En realidad, todo nos desune…

—Digamos entonces que compartimos un pequeño problema.

—¿Se refiere usted al señor presidente de la República española?

—Ése ha dejado de ser presidente de nada —afirmó Lequerica con desprecio—. La verdadera España encabezada por el Caudillo acabó con él y con todos los rojos a los que representaba… Pero me refiero a Azaña, sí.

—A don Manuel Azaña no…

—A ese fantoche…

—Ese fantoche, como usted tiene la osadía de llamarlo, tiene más dignidad en el dedo meñique de su pie que su general Franco y toda su corte celestial.

Se había hecho un duro silencio alrededor de nosotros. Lequerica había enrojecido de ira y Rodríguez temblaba de indignación. Parecían dos viejos y gastados gallos de pelea, pero la hostilidad mutua era tan brutal que Flaco dio por instinto un paso adelante para interponerse entre los dos.

Que disent-ils? —me preguntó Marie al oído, aunque el sentido del enfrentamiento fuera más que evidente. Levanté una mano para que no se atreviera a intervenir, pero, claro, como si fuera espectadora de una tragedia que se desarrollaba sobre la escena de un teatro, le era necesario conocer palabra a palabra la razón exacta de la violencia. Cuando no hay contacto físico, son la voz y las palabras las que cuentan para transmitir el pathos de una situación. Quiso volver a preguntar: no sería un mero gesto mío el que aplacara su curiosidad. Tuve que hacerla callar apoyando mi mano en su antebrazo con firmeza.

—¡Usted no puede ofender de esa manera a mi Jefe de Estado! ¡Exijo que retire esas palabras inmediatamente!

—Usted, Lequerica, fue quien ofendió primero el buen nombre de un connacional suyo ¡que es su Jefe de Estado democráticamente elegido! y que ahora se debate entre la vida y la muerte sólo porque no queda en Europa ni un ápice de decoro o de respeto…

—No reconozco la…

—No me importa lo que reconozca o deje de reconocer, Lequerica —interrumpió Rodríguez—. Por fortuna no soy súbdito suyo. Lo que me importa es la autoridad moral que me concede ser el único ser humano que parece dispuesto a amparar a un moribundo… Un ser humano, le recuerdo, que es representante de un Estado soberano, de otro Estado soberano.

Quiso la suerte que este intercambio tuviera lugar en un corrillo bastante reducido de gentes y que el tono de voz de los antagonistas no consiguiera alzarse por encima del tronar de los altavoces que anunciaban carreras y apuestas o del ruido de conversaciones o del griterío de los centenares de espectadores, de tal modo que pasó desapercibido para la práctica totalidad de los que se encontraban incluso en las inmediaciones de nuestro grupo. Hubo algún gesto de extrañeza, eso sí, ante la algarabía. De todos modos, enseguida fue atribuida al modo vocinglero habitual de los españoles. No pasó más. Sólo los colegas latinoamericanos se interpusieron entre Rodríguez y Lequerica para que no llegaran a las manos. No me parece que hubiera peligro de ello pero en cualquier caso hicieron bien en separarlos. Así se evitaban sonrojos innecesarios. Si no me equivoco, ésta fue la última vez que el mexicano y el español cruzaron palabra.

Lequerica se dio la vuelta pero, antes de alejarse, por encima del hombro lanzó un melodramático «¡Esto no ha de quedar así! ¡Le mandaré a mis padrinos!». Por un momento me pareció que le habría gustado añadir algo a este desafío a duelo, pero se contuvo, cediendo tal vez a un atisbo de sensatez. No dejó de sorprenderme, puesto que todos estos caballeros eran muy dados a gestos grandilocuentes. En fin, caló el chapeo, fuese y no hubo nada. Luis Rodríguez, aún furioso, no pudo reprimir un bufido.

—¡Uf! —exclamó Marie—. Quel énergumène!

Eh bien! —dijo Olga Letellier.

—No se altere, Luis —añadí—. Conozco bien a Lequerica. Se le va toda la fuerza por la boca.

—No, no —protestó Rodríguez, mirando con enojo la silueta del embajador español que se perdía entre la muchedumbre—, precisamente ese energúmeno, como lo llama mademoiselle Weisman, es capaz de cualquier cosa.

Comment? —preguntó Marie.

—¡Ah, le ruego que perdone mi mala educación, mademoiselle! —se apresuró Luis a decir en francés. Y relató la escena para que los franceses presentes pudieran comprenderla.

—¡Qué disparate!

—¡Qué locura!

—En fin, así son las cosas, queridas señoras.

—Pero dígame, Luis, cuando usted y Flaco venían hacia acá, me contó usted que precisamente era yo la persona a la que quería ver. Es así, ¿no?

Consciente de que mi mano aún sujetaba el brazo de Marie, murmuré «perdón» y la solté. Ella me miró con expresión de irónica sorpresa, pero no dijo nada. Se limitó a pasar su brazo por debajo del mío. Ese descaro suyo me iba a jugar a mí una mala pasada cualquier día de aquellos.

Luis alzó las cejas.

—Entiendo que la amistad que les une a ustedes dos me permite hablar sin tapujos, ¿sí? Miré a Marie.

—Desde luego —contesté al cabo de un instante. Con disimulo, Marie me apretó el codo—. Usted dirá.

Como impulsados por un mismo resorte, los tres nos separamos un poco de los demás, dejándolos que se adelantaran a nosotros. Olga nos miró con preocupación pero se unió al grupo que se dirigía a seguir la carrera.

—Verá. En Montauban me topé con nuestro buen amigo Arístides de Sousa, ¿sí? Bien. Arístides me relató la valentía —me empezó a latir el corazón con fuerza—, y la generosidad con las que usted intervino para proteger al profesor Neira y a su familia —mi alarma ante aquellas palabras cuyo significado era perfectamente capaz de reconocer crecía por segundos. Empezamos a andar lentamente por el césped hacia el vallado.

Oh oui. Ya lo creo —exclamó Marie con un entusiasmo que consideré exagerado en demasía—. Generosidad y valentía, monsieur Rodríguez. Añadiría más: añadiría indiferencia ante el peligro…

La miré con irritación. Si no hubiera estado tan seria, me habría parecido que se estaba riendo de mí. Sin embargo no la conocía lo suficiente como para adivinar sus momentos de travesura. Quise hablar para defenderme, pero Luis se me adelantó:

—Sí, eso me contó Arístides.

—No, no, por dios, no fue nada de eso —balbucí al fin—. Simplemente no tuve más remedio que acudir en ayuda de quien lo necesitaba con toda urgencia. Mis sentimientos o mi inexistente bravura nada tuvieron que ver. Me gustara o no, me asustara o no, estaba obligado a ayudar a una familia cuya alternativa era la muerte. No tuve más remedio —repetí con desesperación. Poco faltó para que me retorciera las manos—. No sé si me comprende, Luis, mis sentimientos no intervinieron para nada… Habría dado igual.

—Bien, lo comprendo —Luis se detuvo. Como si lo hubiera estado esperando, Marie se volvió hacia él y me arrastró en el giro.

—Luis, no, no me comprende. Aquéllas fueron unas circunstancias extraordinarias…

—Ah, pero éstas lo son aún más, Manuel.

Negué con la cabeza.

—Sí, Manuel, lo son. En este caso, desde luego nuevamente extraordinario, se trata…

—No me lo diga. No me lo diga… Me está usted hablando del presidente Azaña.

Luis Rodríguez separó las manos con las palmas hacia arriba.

—Le estoy hablando del presidente Azaña, sí.

Bravo! —exclamó Marie, con un entusiasmo que se me antojó en verdad pueril y ciertamente irritante.

Torcí el gesto.

—Pero no es posible. Usted no puede llevar a don Manuel a mi masía… Imaginemos que lo hace, ¿y una vez que esté allí? Estará completamente indefenso, a merced de animales como Lequerica y sus esbirros alemanes. ¿No lo comprende? Tardarían menos de un día en descubrir su paradero y llevárselo detenido… ¡No es posible!

—No me comprende usted, Manuel. Antes de trasladar al presidente Azaña a su mas, plantaríamos un mástil con la bandera de México y declararíamos la extraterritorialidad de la casa de usted. Vaya, mi amigo, estableceríamos en ella el consulado de México en la Provenza. Intocable. Don Manuel, su esposa y su séquito serían intocables hasta que consiguiéramos para todos ellos los salvoconductos necesarios para embarcarse rumbo a América… El ministro-consejero, es decir, mi segundo de a bordo, y dos secretarios quedarían destinados allí como garantía. Ni Lequerica ni toda la corte celestial podrían con ellos y sus privilegios diplomáticos —sonrió.

—¿Y yo? —murmuré.

—¿Tanto les importa a ustedes en México la vida de Azaña? —interrumpió Marie.

—Azaña es más que un personaje, mademoiselle. Azaña es un símbolo. El símbolo de la decencia frente a la barbarie… Es lo único que nos queda a las gentes de bien. Lo comprende, ¿verdad?

Marie asintió y yo incliné la cabeza lentamente. Y recuerdo haber repetido con Rodríguez el gesto con el que me había dado por vencido ante Arístides semanas atrás: le di unas palmaditas en el brazo sin pronunciar palabra. Que nadie lo interprete como un acto de valor; fue una rendición en toda regla.

Esta vez fue Marie la que me premió: se inclinó hacia mí y me dio un sonoro beso en la mejilla.

—Ah, Manuel, je savais. Quel courage.

Como si se hubiera tratado de una señal urgente a los comisarios de la carrera, el beso de Marie coincidió con el campanillazo de salida de los mil quinientos metros para purasangres de tres años, en los que, por hacer honor a la verdad histórica, yo llevaba una apuesta a ganador de mil francos sobre un caballo que no era precisamente el favorito; las apuestas estaban ocho a uno y si la diosa Fortuna premiaba mi osadía de ignorante, pensaba gastar el capital resultante en varias botellas de champagne y en un bijou para mi joven acompañante.

Por esta razón empujé a mis dos amigos hacia el vallado. No quería perder detalle de la carrera. De este modo, sin yo pretenderlo, el gesto fue interpretado por ellos como otra muestra de mi gran modestia y más cuando me puse a proferir gritos de ánimo y entusiasmo, como si la grave conversación habida unos momentos antes no hubiera tenido lugar.

Es de lamentar que, como previsto por los apostadores, mi caballo perdiera pronto el resuello (bastante hizo con quedar quinto).

—Eh, Marie —lamenté—, me parece que en esta ocasión no podremos bebemos esas botellas ni podré colgarle del cuello el pendentif que me había prometido regalarle…

Marie me miró con curiosidad incrédula.

—¿Qué colgante? ¿Qué botellas?

—Ah, cosas que dependían del comportamiento de un mísero caballo… Los caballos no son de fiar —Marie sacudió la cabeza sin comprender. Me encogí de hombros—. Dígame, Luis, ¿para cuándo prepara el traslado del Presidente? Habría querido añadir que hacía esta pregunta para asegurarme de estar ausente de Europa en la fecha, pero me callé.

—Esperaremos a que pase el calor y a que don Manuel mejore lo suficiente como para emprender el viaje. En torno a los días finales del mes de septiembre, ¿le parece?

No llegué a contestar. Y es que de pronto mi atención, como atraída por un imán irresistible, se había desviado hacia otra parte: en efecto, detrás de Luis Rodríguez y a una decena de metros de donde nos encontrábamos, apoyado contra la misma valla que nos separaba de la pista del hipódromo, un hombrecillo de aspecto sucio e insignificante, con una gruesa colilla manchada de nicotina y saliva colgándole de la comisura de los labios, hablaba con otro que, vestido con el uniforme de la Marina francesa, tenía un aire decididamente más vistoso.

Reconocí al primero de ellos de forma inmediata. Se trataba del mismo siniestro personaje que unas dos semanas antes había estado sentado en el restaurante del pasaje Giboin, observándonos con todo descaro mientras Rodríguez y yo hablábamos de su entrevista con Pétain. Un espía, habíamos decidido entonces, un pobre hombre sin importancia. Rodríguez se volvió para seguir mi mirada y comprobar qué era lo que había requerido mi atención de modo tan exigente. Al cabo de un momento, giró de nuevo la cabeza y sonrió.

—Lo ha reconocido, ¿verdad? —me preguntó. Asentí—. Bueno, es verdad que la primera vez que lo vimos ya atinamos con su profesión sin equivocarnos. No era muy difícil, claro está, pero ahora me lo confirma su elegante interlocutor.

—¿Quién es? —preguntó Marie.

—¿El marino? Capitán de fragata Jacques-Pierre Brissot de Warville. Un personaje curioso, Brissot. Es el jefe de contraespionaje del Deuxième Bureau. Yo creo que lleva tantos años en los servicios de seguridad de Francia que ya no sabe a quién espía ni a quién traiciona ni a quién debe lealtad.

—Y entonces ¿a qué se dedica ahora? —pregunté.

—Ah, interesante pregunta. Bueno, desde luego, a lo mismo de siempre: a espiar. Para el gobierno legítimo, supongo… quiero decir para el mariscal, para Vichy, vamos —sonrió de nuevo—. Lo que ocurre es que Brissot ha dedicado toda su vida profesional a espiar a los alemanes. Y lo cierto es que uno no cambia de ocupación con tanta facilidad. Me pregunto cómo se habrá acomodado ahora a la nueva situación.

—No sé, Luis. Sospecho que esta gente guarda una única lealtad: la fidelidad a sí mismos, nacida de saber que sólo ellos conocen los verdaderos intereses de su país, porque conocen todos sus secretos. Los jefes, las guerras, los gobiernos, pasan. El Deuxième Bureau permanece —afirmé con tono solemne.

Rodríguez asintió sonriendo.

—Claro que sí. Son espías del antiguo régimen que con el nuevo consiguieron mantener su papel y su importancia. Si uno lo piensa bien, como entraron al servicio del Estado con el antiguo régimen, su única lealtad es para con éste…

—Por tanto —dijo Marie con gravedad—, nuestro capitán Brissot sigue espiando a los alemanes —se quedó callada unos segundos mirando a Brissot sin disimulo y luego exclamó—: ¡es un aliado!

Rodríguez frunció el ceño.

—¿Un aliado? ¿Para qué?

—Pues… para la lucha contra los haricots verts, contra los judías verdes…

Era la primera vez que oía la expresión aplicada al color de los uniformes de la Wehrmacht y me hizo reír.

Haricots verts, ¿eh? Pero, Marie, ¿de qué lucha está hablando?

—Ah, Manuel, de la misma que planeábamos cuando hablábamos en Les Baux con Jean y con Domingo.

—¡Pero si habíamos quedado en que era una lucha inútil! Por dios, Marie, esta guerra no llega a Navidad. ¿Qué lucha vamos a emprender?

—Concédame al menos que existe un deber insoslayable de lucha contra el invasor… Al menos podemos luchar contra el invasor, ¿no?

—¿Haciendo qué?

Marie titubeó. Luego añadió con fogosidad:

Les harcelant, voyons!, hostigándolos, caramba.

Guardamos silencio por unos instantes. Al cabo, Luis murmuró:

—Eso que usted aventura, mademoiselle, es francamente peligroso; no se juega con los riesgos de la guerra.

—No me lo diga, monsieur Rodríguez, porque yo estuve en el Ebro conduciendo ambulancias y escapando de los morteros y sé bien que esto no es un juego. La cuestión es otra. La cuestión es dónde acaba la obligación de los ciudadanos de defender su patria… No digo los militares. Los militares tienen el deber de pelear en el campo de batalla. Eso se da por supuesto incluso cuando, como ha pasado, lo único que saben hacer es rendirse…

—Rendirse no, mademoiselle, rendirse no —corrigió con suavidad a nuestras espaldas el capitán Brissot. Sin que nos diéramos cuenta, se había acercado a nosotros mientras hablábamos. Se puso firme y, haciendo una inclinación de cabeza, dijo—: capitán de fragata Jacques-Pierre Brissot de Warville, mademoiselle, a sus órdenes —sonrió—. Tengo una hija que es, me temo, exactamente igual de espontánea que usted.

—¡Capitán Brissot! —exclamó Luis—. ¿Qué tal está?

—Espontánea, no —proclamó Marie con desafío—. Patriota. Soy una francesa.

—No lo dudo.

Miré detrás de él para ver qué había sido del hombrecillo con quien hablaba hasta un minuto antes, pero ya se encontraba lejos en dirección a la salida del hipódromo. Visto desde la distancia, se le veía andar escorado a la derecha, cojeando ligeramente, tal que si hubiera sido el jorobado de Nôtre Dame, sólo que sin joroba. Sí. En verdad una figura patética.

—¿Y usted, capitán? ¿Quiénes son sus enemigos? —preguntó Marie.

—¡Marie! —exclamé.

—No, no, déjela estar. Los jóvenes tienen que hacer estas preguntas descarnadas… Comprendo lo que usted quiere saber, señorita. Sólo tengo un amigo: Francia. Y aquellos con los que me he enfrentado en el campo de batalla son mis enemigos. No lo dude.

—¿Veis lo que os decía?

—La espontaneidad, ésa sí que es enemiga de la prudencia, al menos durante la guerra —dije—. No lo digo por este momento, claro, pero, querida Marie, un país en guerra es un país en peligro y nunca se sabe dónde está el enemigo.

Miré a Brissot queriendo encontrar en él alguna confirmación a la necesidad de discreción, pero mantenía fija la mirada en Marie. Luego me pareció que me dirigía una breve mirada, como si le hubiera sorprendido mi sequedad. Pero enseguida volvió a fijarla en Marie.

—Usted, capitaine, es un patriota —afirmó ella como si no hubiera oído mi interrupción, y Brissot asintió—. Estoy segura de que me comprenderá si le digo que nuestro deber como patriotas es considerar que la guerra no ha terminado y que debemos seguir luchando.

—Ah, pero querida señorita, la guerra sí ha terminado. El mariscal la ha terminado y nuestro deber patriótico es seguirle en la regeneración de Francia —el tono de su discurso era completamente neutro e indescifrables sus intenciones. Lo que hoy en día se describiría como políticamente correcto y, sin embargo, algo en él sonaba a insincero—. Debe usted tener cuidado con ciertas manifestaciones que podrían ser malinterpretadas.

—No digo que debamos emprender acciones violentas para sabotear al mariscal —insistió Marie con terquedad—. Digo que siempre habrá algo que pueda hacerse en ayuda del mariscal… para recordar a los franceses sus deberes como ciudadanos, ¿no?

—Éste no es el momento ni el lugar para hablar de estas cosas —dijo Brissot secamente. Después se le ablandó el semblante, sonrió y añadió—: Digna hija de su padre, ¿eh?

—¿Usted conoce a mi padre?

—¿Quién no conoce al profesor Weisman?

Marie sonrió aliviada. Y a mí, que nunca había oído dos amenazas tan claras y tan amablemente sugeridas, me dio un escalofrío. Me volví a mirar a Luis Rodríguez y vi que me observaba con el semblante serio sin quitarme ojo. Este modo impulsivo que tenía Marie de buscarse aliados me parecía peligroso en extremo.

Además, ¿cómo sabía Brissot quién era Marie?