RENÉ BOUSQUET
Estuvimos una semana en Les Alpilles. Una verdadera vacación. Fuimos y volvimos a ir a los pueblos, ciudades y mercados de la redonda, a Saint-Rémy, a Arles, incluso llegamos hasta Avignon y, desde luego, a Les Saintes Maries-de-la-Mer. Allí, en Les-Saintes-Maries, pasamos un día memorable por lo que supuso de desafío instintivo y lleno de vida al hecho en sí de la guerra, al anuncio de las privaciones, de las restricciones que sabíamos inevitables. Como si nada debiera preocuparnos, nos bañamos durante horas en el mar, paseamos de un extremo a otro de las playas casi desiertas y luego tomamos el sol tumbados en la arena blanquísima mientras mirábamos a los chicos Neira corriendo despreocupados detrás de una pelota, cayendo al agua, chapoteando y salpicándonos a los demás.
Siempre he nadado muy bien y con Marie nos alejamos a crawl de la orilla, bien lejos, hasta que no pudo oírse más que un murmullo de voces y de ruidos de tierra que nos llegaban amplificados por el agua pero que eran como el arrullo de quienes charlan en voz baja cuando queremos conciliar el sueño después de un agradable almuerzo. Estuvimos un buen rato quietos en el agua, haciendo el muerto y dejando que el sol de la mañana nos calentara el estómago, hasta que Marie me miró con su carita pícara, alargó su mano y cuando, con el corazón latiéndome aceleradamente, hice lo mismo con la mía, me agarró riendo, se encaramó sobre mis hombros y me empujó hacia el fondo. ¡Aha!, exclamé y empecé a perseguirla para devolverle la ahogadilla. No fui capaz de alcanzarla hasta que volvimos a hacer pie. Entonces, la cogí por la cintura como si quisiera hacerle una caricia amistosa (¡ah, ya me hubiera gustado atreverme a ello!), la levanté y la tiré por el aire. Soy fuerte y ella, pese a su estatura, era una pluma de cintura ligera, vientre liso y fuerte y pechos descarados. Sí. Volando por el aire, Marie cayó al mar con estrépito y, cuando emergió, lo hizo riendo sin poderse contener. Salió a la superficie tosiendo y atragantándose. Le tendí una mano. Nos dimos la vuelta para volver a la orilla y allí estaban Domingo y Jean, con la expresión bobalicona de espectadores de circo, plantados en la arena con el agua llegándoles apenas por encima de los tobillos. No se habían movido de allí desde hacía un buen rato; y es que ninguno de los dos sabía nadar. Y nosotros, viéndolos así, como dos pasmarotes, nos dejamos caer sobre la arena presos de un fou-rire incontrolable.
A la espalda de la iglesia parroquial, apenas a una cincuentena de metros de aquel templo-fortaleza cuyo sólido campanario se ve lejos desde el mar, en la pared de Les Arènes que daba a la playa, alguien había escrito con grandes mayúsculas de pintura negra Les Juifs sont notre malheur, «Los judíos son nuestra desgracia». Jean estuvo contemplando la pintada durante un buen rato. Luego dijo putain! en voz baja, se encogió de hombros con desprecio y volvió hasta donde estábamos los demás. Acto seguido, sin embargo, giró sobre sí mismo y, rezongando, regresó al muro. Cogió una piedra y la lanzó contra la pintada con todas sus fuerzas, gritando mais qui aura vu des conneries pareilles!, «¿pero a quién se le ocurre hacer estas idioteces?».
Dos muchachos apenas adolescentes contemplaban la escena desde el murito que hay sobre la playa. Jean los miró y les espetó:
—¿Habéis sido vosotros?
Uno de los dos chicos se encogió de hombros.
—¿Pero sois idiotas o qué? ¿Eso es lo que aprendéis en la escuela? ¡Si yo fuera vuestro maestro os iba a dar judíos!
Sin duda atraído por el vocerío, un gendarme se asomó también al murito.
—¿Qué pasa aquí? —preguntó, dirigiéndose más a los dos chicos que a Jean. Esta vez fueron ambos los que se encogieron de hombros; uno de los dos señaló a Jean con la barbilla.
—¿Eso es lo que se enseña aquí a los jóvenes? ¿Ésos son los valores republicanos que enseñáis en la escuela? —gritó éste—. Non, mais ça va pas?, ¿nos hemos vuelto locos o qué? —insistió llevándose un dedo a la sien.
Hubo un silencio. El gendarme, que no había dejado de mirar a Jean mientras se debatía entre el deseo de no tener problemas, una cierta vergüenza (o tal vez fuera lo que yo quería ver en su rostro) y la necesidad de restaurar el orden, acabó diciendo:
—C’est pas bien grave —dio unas palmaditas en el hombro de uno de los dos muchachos—. Les gosses, los chicos, son así. No tienen mala intención… Y, después de todo, los judíos son los judíos, ¿eh? Allez, allez, circulen. ¿Van a comer por aquí? Hay un buen bistrot aquí detrás, ¿eh? —era regordete y tenía la cara bonachona; seguro que nunca antes se había enfrentado a un dilema moral.
Durante todo el incidente, tuve a Marie agarrada de la mano, no tanto para trasmitirle consuelo y solidaridad como para retenerla e impedir que se lanzara a batallar. Notaba que quería soltarse, estaba furiosa, piafaba como un potrillo, pero no le permití que entrara al trapo y, por fortuna, la cosa quedó en nada, apenas un susto. Me miró con irritación durante un buen rato, imagino que reprochándome la cobardía, pero permanecí imperturbable hasta que, por fin, encarándome con ella, me puse bizco y le saqué la lengua. Soltó una carcajada y exclamó:
—¡Ay, Geppetto, Geppetto!
En fin, siguiendo la recomendación del gendarme, a mediodía fuimos a un pequeño restaurante en la plaza de los Gitanos, frente a correos, y nos comimos una bouillabaisse bien condimentada con una rouille llena de ajo. Estaba riquísima. Después de comer, subidos todos a un murito cercano a la carretera, bastante achispados por el buen vino, con mi cámara Zeiss les saqué fotos, especialmente a Marie, que ese día, con el pelo aún mojado de agua de mar y arrebatadora en un pantalón corto y una blusa de alegres colores, aparecía en verdad risueña sin que, a juzgar por su aspecto, el desagradable incidente de antes le hubiera preocupado en demasía.
Acabábamos de leer en un ejemplar del Petit Marsellais que alguien había dejado en la mesa de al lado: «¿Llevarán medias o irán con las piernas desnudas? Las jóvenes valientes han decidido hacer frente a la intemperie con las piernas al aire, al igual que muchas van con la cabeza sin cubrir. Otras, más sensibles al viento, han decidido adoptar el pantalón masculino, por más que endosarlo no sea de una elegancia suprema». En otra página del mismo periódico podía leerse que el prefecto de las Alpes Marítimas había prohibido «a las personas del sexo femenino llevar vestidos masculinos». Ni shorts ni pantalones. Justo lo recomendable para el espíritu contradictorio de Marie.
Marie, Jean y Domingo se hicieron inseparables en aquellos días y, aunque a veces discutieran entre sí con pasión y no se pusieran de acuerdo sobre el rumbo que debía tomar la guerra o sobre qué era más conveniente hacer para derrotar a los alemanes, acababan riendo y dándose palmadas en la espalda como viejos compañeros. Incluso el bueno de Jean perdía a veces su ceño y su solemnidad y llegaba a sonreír con franqueza. Lo cierto es que si hubiera tenido que inclinarme por uno de los dos muchachos a la hora de decidir cuál de ellos tenía más posibilidades de convertirse en amante de Marie y destrozarme la vida, no habría sabido con quién quedarme. Había momentos en que me parecía que Domingo era el que encajaba mejor por su vitalidad inagotable y por su simpatía descarada y cazurra; pero enseguida me convencía de lo contrario, guiado por la mayor prestancia masculina de Jean y por la suavidad y seguridad con la que manejaba sus argumentos y, sin duda, su capacidad de seducción. No sabía a cuál de los dos odiaba más.
Y al final de cada día, Marie se empeñaba en pasear conmigo por entre los olivos o incluso más allá de la linde de mi propiedad. Parecía querer oír los sabios consejos que yo me esforzaba en discurrir sobre la marcha. Me hacía preguntas y preguntas sobre los más variados temas, sobre mi vida y mis viajes y me daba la impresión de que respetaba cuanto yo podía decir bastante más de lo que merecían mis palabras. Luego, de pronto, me interrogaba sobre mi vida amorosa, «ah, sí, cuénteme de aquella americana tan tonta», y reía sin poderse contener ante el relato de algunas de mis aventuras más estúpidas o ridículas (vaya, a mí me divertía ridiculizarme explicando con aspavientos algunos de mis complejos y las situaciones en que me había metido por intentar disimularlos; sabía que todo eso resultaba gracioso y me parecía que hacía crecer la intimidad entre nosotros. Después, según avanzaba el tiempo y se hacía más cómplice nuestra amistad, me dediqué a escandalizar a Marie con alguno de los disparates de mi vida de donjuán. Lejos de sorprenderla y de parecerle chocante, sin embargo, se hubiera dicho que mis anécdotas estimulaban su imaginación y su picardía. Y entonces, ella relataba sus propias experiencias bufas hasta que un recuerdo más escabroso de lo conveniente hacía que cortara de raíz el relato y se negara a retomarlo, incluso a pesar de mi insistente curiosidad).
Más de una vez pensé en proponerle reanudar nuestro baile de la primera noche, pero nunca me atreví a hacerlo. Ella jamás me lo propuso y no volvimos a estar el uno en brazos del otro hasta mucho tiempo después.
Mme. Ursule Cloppard no vino a Les Arpilles hasta el atardecer del quinto día, cuando, habiendo regresado Arístides (acompañado esta vez de mademoiselle Andrée Cibial) para recoger a los Neira y llevárselos a La Rochelle, cargábamos su enorme automóvil con la escasa impedimenta de aquella pobre familia.
Mme. Ursule era una vieja pequeña y enjuta, de facciones amargadas y cara arrugada en la que lucían con extraordinaria malevolencia dos ojillos negros y suspicaces. Cubría su cabeza con un pañuelo negro y lleno de mugre. Olía poderosamente a sudor viejo, tanto que a tres metros su hedor producía arcadas. Siempre me había parecido una mujer espantosa.
Albertine y m’sieu Maurice venían con ella. Traían aire cariacontecido, como si quisieran pedir perdón por no haber sido capaces de evitar la irrupción fisgona de aquella bruja.
Levanté las cejas y esperé a que la Cloppard hablara.
—Eh, monsieur de Sá… Este… en fin… venía… —cuanto más dubitativa, me dije, peor intención—, por si… en fin, por si necesitara usted algo. En fin, no sabíamos si estaba usted al tanto de… las visitas…
—Pues ahora me ha visto usted, madame Ursule. Estoy aquí y estoy perfectamente al tanto de las visitas. Son mis invitados.
—Sí. Pensaba que a lo mejor no estaba usted en Les Baux y que… vaya, que con esto de la guerra, ninguna vigilancia está de más… Ya sabe.
—No le incumbe, sobre todo sabiendo que m’sieu Maurice está aquí y se ocupa de todo.
Mme. Ursule, sorprendida en el renuncio, se calló de golpe y miró desconcertada a Albertine y luego a m’sieu Maurice.
—¿Algo más? —pregunté.
Ella se encogió de hombros y, vencida por la curiosidad, quiso mirar por detrás de mí a los Neira que en ese momento apilaban sus fardos en el porche. Yo me desplacé un poco hacia mi izquierda para que no pudiera ver. Pese a todo, con total descaro, quiso seguir mirando mientras murmuraba algo ininteligible en un tono que me pareció cargado de amenaza.
Momento en que Marie acertó a salir de la casa.
—Mais, qu’est-ce que vous faîtes-là? —exclamó con un estallido de furia—. Non, mais quel culot! ¡Qué descaro! ¿Y a usted quién le ha dado vela en este entierro?
Y sin empacho alguno, bajó el peldaño que separaba el porche del jardín, puso las manos en los hombros de Mme. Ursule, le obligó a darse la vuelta y la empujó, aunque sin violencia, camino adelante.
—Allez, ouste —añadió.
Después se olió las manos, hizo una mueca de asco y alzándolas en el aire como si fuera un cirujano, entró en la casa para lavárselas.
Los demás nos quedamos petrificados y estuvimos en silencio, inmóviles, todo el tiempo que Marie tardó en volver, que fueron dos o tres minutos. Por el aire con que retornaba, sin embargo, se hubiera dicho que no había pasado nada, aunque, haciendo una concesión a la galería, se detuvo de golpe y nos fue mirando uno a uno con total inocencia, sonriendo con la teatralidad cómica de una actriz consumada.
—¿Qué pasa? —preguntó—. ¿Cenamos?
Aquella noche, durante nuestro paseo, la reprendí con suavidad.
—Me parece que, tal como están las cosas, Marie, no es muy prudente enfadarse con madame Ursule.
—Pero ¿por qué? ¿Qué me va a hacer ella? ¡Si es una vieja ignorante! Dígame, Geppetto, ¿es esa asquerosa más patriota que yo? ¿Más francesa? ¿He traicionado al mariscal por el simple hecho de ponerla de patitas en la calle?
—No, no, claro que no… Es sólo que ella es más malvada que usted y éste es un momento en que la maldad resulta más útil que la bondad…
—¡Que vuelva y esta vez la echaré a patadas en el culo, a coups de pied dans le cul!
Le puse la mano en el brazo.
—Marie, Marie, recuerde que estamos en guerra y que siempre es más conveniente actuar con prudencia que a dictados de nuestros impulsos más nobles. En estas circunstancias, la indignación justa no paga.
—Ah, pero es que usted, Manuel, tiene bastante más paciencia que yo con la estupidez humana.
Sonreí.
—Será eso —debería de haber hecho más caso de mis propias premoniciones.
Arístides, Andrée Cibial y los Neira se marcharon al día siguiente muy de madrugada. Fue una despedida muy emotiva. Recuerdo perfectamente el detalle imborrable de los bellos ojos de Elvira Neira, dulces y calurosos, cuando decían adiós arrasados en lágrimas. Cuánta tristeza.
También nosotros habíamos decidido emprender viaje de regreso a Vichy un día más tarde. Y, mientras volvíamos a la «capital» (a cualquier cosa se le llamaba capital), Domingo se quedaría recluido en el mas durante unos días hasta que, calmado cualquier efecto pernicioso que hubieran podido provocar en las autoridades de policía las sospechas de la Cloppard, pudiera regresar hacia Toulouse a reunirse con su gente. Neira nos había dicho que restos del ejército rojo, de las unidades del POUM y de los milicianos anarquistas se habían reorganizado para continuar la lucha desde este lado de los Pirineos con incursiones guerrilleras a territorio español. También se creaban redes de paso de fronteras por el monte en un sentido y en otro, irónicamente para los que huían de Franco, por un lado, y para los que lo hacían de Hitler y de Pétain, por otro. No les arrendaba la ganancia a ninguno.
No dudábamos de que Domingo podría ser útil poniéndose al servicio de todas estas organizaciones de patriotas. Por eso y para evitarle riesgos innecesarios, el consejo de todos nosotros fue que olvidara sus planes de ir hacia el norte a luchar contra los alemanes. ¿De qué serviría que sacrificara inútilmente su vida?
—¡Es muy peligroso andar por Francia ahora! —le advirtió Marie, y Domingo bajaba la cabeza con obstinación.
—Ya veré lo que hago.
El 23 de julio, cargado mi automóvil con nuestra impedimenta de viaje, sobre todo con la de Marie (lo que no dejó de suscitar los comentarios irónicos de Jean) nos pusimos en marcha. Domingo quedó mirando por un ventanuco de debajo del porche al tiempo que m’sieu Maurice, gorra en mano, permanecía firme viendo cómo nos alejábamos por la carretera. Debo decir que le recompensé generosamente por la pérdida de su gallina y de los demás manjares compartidos con tanta liberalidad con nosotros. Era una buena persona. Y Albertine, también.
Por pura prudencia, me detuve en la gendarmerie del pueblo. Y como sospechaba, Mme. Ursule ya había pasado por ahí sembrando cizaña. Me bajé del auto a saludar al sargento del puesto.
—¡Monsieur de Sá!, ¿se marchan ustedes ya?
—Ah, sí. Es hora de regresar a Vichy.
—Vichy, ¿eh?
—Vichy.
—¿Está usted viviendo allí ahora?
—Pues sí… Tengo trabajo en la secretaría de prensa y no debo ausentarme por más tiempo…
—¿Ha tenido ocasión de ver a monsieur le Maréchal en persona?
—Ah, sí. Tomé el té con él hace apenas diez días… —al sargento se le abrieron mucho los ojos de estupefacción—. Sí, estuvimos hablando del futuro, de cuándo piensa él que se acabará esta guerra y —sonreí— de cómo crecían los tomates de su finca de Cagnes.
—¡No me diga!
—Pues sí. Me dijo que tal vez pudiera acudir al mercado del domingo para venderlos.
El sargento sonreía, encantado. Y mientras lo hacía, no dejaba de mirar hacia mi coche.
—Y sus amigos ¿también van a Vichy?
—Sí, claro.
—Todos tienen papeles.
—Naturellement. Madame es periodista de París, protegida de monsieur Bousquet, el prefecto de Châlons. Y el caballero, profesor Jean Lebrun de la Escuela Normal de Lyon.
Ambos mostraron sus documentos al policía, que se los devolvió tras una somera inspección.
—Pero los demás huéspedes de usted, monsieur de Sá, los que estaban en la masía…
—Ah, esos… Se marcharon de viaje ayer. A La Rochelle. Iban a embarcar hacia Portugal. Deben de estar haciéndolo ahora… en estos mismos momentos.
—Ya… —quedó pensativo. Después, me miró a los ojos y añadió—: pues que tengan buen viaje.
Durante todo el trayecto hasta Vichy, el humor de los que viajábamos en mi coche fue sombrío. Marie, siempre tan alegre, apenas pronunció palabra y cuando lo hizo fue para recordar a Domingo.
—Le va a ser difícil escapar de los policías, ¿verdad?
—Si quiere volver a Toulouse, desde luego —contestó Jean—. Fíjate que al final de todo, le hubiera convenido más irse hacia el norte como pretendía, ¿no?
—Pero él quería seguir combatiendo —dije—, y la batalla no está en la zona libre… quiero decir, por el momento al menos. Yo no me preocuparía mucho por él. Me parece que se las apaña muy bien sin la ayuda de nadie…
Tuvimos que detenernos por el camino en varias ocasiones. Un par de veces porque habían empezado los trabajos de desescombro en los canales de Francia del sureste: los bombardeos habían hecho de ellos un estercolero de gabarras amontonadas contra las esclusas, semihundidas en las aguas menos profundas, encaramadas a las orillas, y sus propietarios, ayudados por los «voluntarios» que pronto quedarían encuadrados en los Grupos de Trabajadores Extranjeros, pobres desgraciados, alemanes, españoles, polacos, se afanaban en hacer expedita la vía con la ayuda de las bestias de tiro que habían sobrevivido al paso de la guerra. También había puntos en las carreteras por los que resultaba difícil pasar, no ya a causa de los baches y socavones producidos por la artillería semanas atrás, sino por los vehículos abandonados en las cunetas o la aglomeración de personas que intentaban regresar a sus hogares a este lado o al otro de la frontera.
Volvimos a parar en Valence con la intención de comer. ¡Qué vuelco había dado la situación en apenas una semana! Nada de sentarnos a una mesa de restaurante, nada de detenernos en una charcutería para comprar algún salchichón, nada de entrar en una panadería o de acercarnos al carromato de un vendedor de legumbres y hortalizas, de un marchand de quatre-saisons. Eso se había acabado, al menos de momento. En Pic, por la puerta trasera del restaurante, conseguí que nos vendieran, ¡a qué precio!, unos sandwiches de jamón y una botella de vino apresuradamente envueltos en el periódico Paris-Soir del día, que la gente de Clermont, en donde se imprimía temporalmente, pronto bautizó como Pourri-Soir, el «Vespertino Podrido».
Nos detuvimos en las afueras de Valence, al borde de la carretera, a comer los bocadillos. Mientras lo hacíamos, Jean se puso a hojear el periódico sin prestarle demasiada atención. Al cabo de unos segundos, sin embargo, levantó la cabeza.
—Escuchen esto —dijo leyendo en voz alta—. El gobierno de Francia, bueno, imagino que se refiere al del mariscal, al de Vichy…, aprobó ayer una ley en la que se regula la extranjería y se faculta a las autoridades a revisar las nacionalizaciones realizadas al amparo de leyes recientes… Supongo que está hablando de las leyes de nacionalidad de 1927 y de 1933, ¿no?
Me dio un vuelco el corazón. Alargando la mano, pedí:
—¿A ver? —cogí el periódico y leí atropelladamente que una comisión del gobierno revisaría, en efecto, las concesiones de nacionalidad francesa a extranjeros que se hubieren acogido a la ley de 1927. ¡Y yo era uno de ellos! Levanté la vista. Marie y Jean me miraban con los ojos muy abiertos.
Al cabo de un momento durante el que nadie pronunció palabra, me encogí de hombros y dije:
—Bueno, no creo tener que preocuparme: no soy un revolucionario, no soy francmasón, soy una persona de orden, he sido diplomático hasta que decidí que no me gustaba la política de la república española… —puse una mueca de relativa indiferencia—, tengo propiedades en Francia, no soy jud… —me interrumpí bruscamente—. Quiero decir…
Marie enrojeció. Quiso hablar, pero la interrumpí con apresuramiento:
—Marie, le pido perdón. Santo cielo, no he querido decir eso… Lo único que he querido decir es que cualquier política antisemita de Vichy, si es que algún día la ponen en marcha estos locos, no puede aplicárseme, sencillamente porque no soy israelita ni conseguí la nacionalidad francesa como consecuencia de una sangre judía que no tengo… Por dios, le pido perdón, Marie… no he querido decir nada de eso.
Jean, apoyado contra la portezuela derecha del coche, nos contemplaba inmóvil, con un sandwich a medio camino de la boca.
Marie se llevó la mano a la garganta como si quisiera sujetarse la cabeza, no se le fuera a caer. Me miraba fijo fijo sin pestañear, con los grandes ojos doloridos. Al cabo, suspiró y se puso a hablar lentamente.
—No importa, Manuel… Supongo que es muy difícil sustraerse a este ambiente antijudío que se respira por todos lados. Basta con ver lo que pasa en Alemania… las cosas que escriben los periódicos aquí… bueno, la tontería de Les-Saintes-Maries —alzó la barbilla con determinación—. No crea —sonrió—, je ne suis pas une bécassine, no soy completamente tonta… bueno, en todo caso no lo suficiente como para pensar que aquí no pasa nada. Ya sé que somos judíos y que corremos cierto peligro. Pero ¿qué peligro? ¿Qué nos van a hacer? ¿Qué nos pueden hacer? Si antes que judíos somos franceses… y lo somos desde hace más de un siglo. ¿Qué van a hacer? ¿Quitarnos la ciudadanía? ¿Escupirnos a la cara? ¡Bah!
¿Cuántos años tenía esta mujer? ¿Veintiocho?
—No te fíes —dijo Jean—, que éstos son capaces de todo.
Marie rió.
—¡Bah! —repitió con desprecio—. Mi padre, héroe del catorce, no te creas, siempre dice que tanto las esperanzas como los duelos de Francia son nuestras esperanzas y nuestros duelos… Sean cuales sean nuestras convicciones, por dispares que sean, el pueblo francés es nuestro pueblo, es el único que conocemos… —inclinó con suavidad la cabeza hacia la derecha, como queriendo excusarse por la pedantería de su lenguaje—. En una palabra, por cruel que sea hoy el destino que pesa sobre muchos de nosotros, por grande que sea la amenaza, nuestro mayor afán es nuestro apego por Francia. ¡Somos franceses, Manuel! No podemos concebir dejar de serlo… no podemos imaginar siquiera un porvenir que no sea francés.
Di un paso hacia ella y le puse una mano en el antebrazo.
—Le pido perdón, Marie —me temblaba la voz—, ha sido una observación miserable… Todos perdemos el norte ante tantas amenazas. No sé qué decir para excusarme.
—Mais non, Geppetto —contestó sonriendo. Se acercó a mí y apoyó con ternura su otra mano sobre mi corazón—. Esas cosas pasan. No son culpa nuestra. Vivimos tiempos extraños, peligrosos. Tenemos demasiado que perder. —No creo haber pasado tanta vergüenza en toda mi vida.
—Eh bien, lo vamos a perder todo —intervino Jean—, lo vamos a perder todo… desde luego que sí. ¿Quién puede asegurar que mañana estaremos vivos? Decidme, ¿cuántos de nosotros llegaremos al otoño? ¿Eh? —empujándose con un golpe de cintura, se apartó del automóvil y en dos pasos se puso junto a nosotros, muy cerca—. ¿Eh? ¿Cuántos? Y si Domingo estuviera aquí, menos aún, ¿verdad? Nuestras probabilidades disminuirían todavía más.
—No digas eso —murmuró Marie, y de golpe se le llenaron los ojos de lágrimas. Se volvió hacia él y le agarró por las solapas—. ¿No comprendes que lo único que nos queda es la esperanza de sobrevivir? Tú mismo dices que nos quitarán el resto, Jean —me miró y, buscando consuelo, alargó su mano, la enlazó con la mía y me la apretó con fuerza. Jean sacó entonces un pañuelo de su bolsillo y quiso secarle los ojos.
—Tch, tch, tch —dije, apartando su brazo—. Está sucio. ¿Cómo le vas a limpiar los ojos con un pañuelo sucio, muchacho? Aquí, toma, hazlo con el mío.
Marie nos miró a los dos con ternura, supongo.
—Estos chicos jóvenes, ces jeunes gens me comprennent rien, no entienden nunca nada —e inclinándose a turnos, nos dio un beso en la mejilla, primero a Jean y luego a mí—. ¿Vamos? —y arrugó la nariz para sorberse las lágrimas.
No es que Vichy nos resultara irreconocible. El parque des Sources seguía en el mismo sitio, los hoteles no se habían movido, las gentes estaban donde las habíamos dejado. Pero de pronto, en aquel atardecer de nuestro regreso, las cosas habían cambiado y no para mal sino para extraño.
Desde luego, la guerra estaba menos presente en las calles, los uniformes alemanes habían desaparecido, ¡los enemigos se habían ido!, y todo había recuperado un cierto aire de normalidad o mejor aún, un aspecto cómplice que los forasteros no habrían de comprender puesto que esta colosal broma era sólo para franceses: derrotados pero no en exceso y a la larga vencedores gracias a la superioridad de lo francés sobre lo alemán, al final esos patanes del otro lado del Rin, sin que nosotros moviéramos un dedo, acabarían sometidos a las luces de la Ilustración por su propio papanatismo pueblerino. ¡Que desfilaran, que desfilaran por los Campos Elíseos! A Marie incluso le llegó a parecer (aunque yo, perro viejo y asustado, estaba seguro de que se trataba de un espejismo) que lo peor de la guerra había pasado. Era de un optimismo a toda prueba.
Porque la gente de Vichy, lejos de jugar un papel bufo en una ligera comedia de enredo cuyo final había de consistir en reírse de los pomposos alemanes, estaba siendo la víctima propiciatoria de una tragedia espantosa. El país había sido derrotado por un ejército extranjero, aunque los vencidos se empeñaran en no verlo e hicieran el ridículo con sus patéticas pretensiones de amistad e igualdad con los vencedores. Peor aún, esta nación gloriosa estaba siendo triturada en el molino de su propia podredumbre. ¿Qué otra cosa podía predicarse de la destrucción de todo lo que nos era caro que nos reservaban, no los peores, sino los mejores hombres de la patria? Pronto, la media sonrisa de quienes creían saber que todo este asunto era pasajero se tornaría en el rictus trágico de quienes habían comprendido que nuestro destino definitivo eran las cenizas.
Llegamos, pues, a Vichy con las primeras sombras de la noche.
Hacía mucho calor y al menos Marie y yo estábamos deseando darnos sendos baños de agua fría para quitarnos la sensación pegajosa de tantas horas de viaje y de la pesada humedad que subía del Allier. No nos pareció que Jean se interesara en exceso por su higiene personal porque se despidió de nosotros bruscamente diciendo que tenía trabajo. Prometió encontrarnos a la mañana siguiente. «Mais qu’il est bourru!» exclamó Marie.
Viéndole marchar así, deprisa, con las manos en los bolsillos, perdiéndose en la oscuridad incipiente, me asaltó un sentimiento de nostalgia. Y es que los días de intimidad pasados en Les Baux amenazaban con dejarnos huérfanos de amistad. Hubiéramos necesitado meses de convivencia para llegar a satisfacer este deseo de seguir juntos. Los Neira y Arístides y Domingo y nosotros…
—Allez, bon soir, Geppetto —dijo Marie al apearse del coche en la puerta de la casa de Mme. Letellier—. No se baje —apoyó las manos contra la portezuela para que no la pudiera abrir. Luego inclinó la cabeza hacia mi hombro pero se detuvo a medio camino y me dio un beso furtivo en la frente—. Ha sido una semana maravillosa —recogió su maleta del ahítepudras y desapareció de un salto en el interior del portal.
Vaya por dios, pensé.
Guardé el auto en el garaje de la parte trasera de mi hotel, subí a mi habitación, deshice las maletas y me di un baño de agua templada, casi fría. Después me vestí con ropa ligera de verano y bajé al parque a dar un paseo. No tenía hambre; acaso sólo la misma sensación de angustia en la boca del estómago que me había perseguido toda la tarde.
En Quatre Chemins compré un cucurucho de helado de vainilla. Vanille de Tahití, se nos aseguraba, por más que las plantaciones de aquellas islas se me antojaran más bien fuera de nuestro alcance y ahora más que nunca. En fin, por el momento todavía se vendían helados en los café-glacier de Vichy. No lo sabíamos, claro, pero en la dichosa Francia libre pronto se acabaría la sacrosanta materia prima (que el gobierno reservaría para llenar los torturados estómagos de la Wehrmacht) y los heladeros tendrían que dejar de mezclar con sus grandes palas de madera aquella deliciosa melaza de nata y leche y azúcar, que hasta entonces había estado destinada al común de las gentes. Y apenas unos días después tendríamos ocasión de recordar con añoranza lo fácil que había resultado hasta entonces comprar un simple helado.
Me senté en uno de los bancos de forja del parque, cerca de la fuente del manantial. Desde donde yo estaba, por debajo de los castaños y de la hojarasca, más allá de la galería cubierta, podía divisarse la entrada del hotel du Parc y todo el chaflán del edificio en cuyo tercer piso se encontraba el balcón del dormitorio de Pétain.
Había bastante bullicio debajo de aquellas ventanas. No eran sólo los petardeos de los escasos autos que pasaban por allí, sino el simple movimiento de gentes que parecían querer velar el sueño del padre de todos los franceses. Un regimiento de jóvenes scouts ataviados con camisas verdes y boinas azules ocupaba gran parte de la calzada y en marcial posición de descanso parecía presto a dar la vida por la seguridad del mariscal.
—Lo hemos echado de menos —susurró de pronto la voz amiga de Armand de la Buissonière. Había aparecido como por ensalmo a mi lado. Se sentó en el banco y alzó la vista hacia el mismo balcón que yo había estado contemplando—. El gran hombre duerme.
—Mi querido Armand…
—Ah, Manuel, qué de cosas han pasado durante su ausencia… Pero no quiero molestarle con mi catálogo de quejas. Dígame primero qué tal les ha ido durante esta semana en el sur… Hábleme de nuestra deliciosa mademoiselle Weisman —y me miró con sonrisa cómplice.
Le detallé nuestras aventuras, los nuevos amigos, las ausencias, las excursiones, hasta la malevolencia de Mme. Ursule, todo. Armand escuchó mi relato sin interrumpirme y, por fin, exclamó:
—¡Cuánta diversión! Lo que yo pensaba: una semana maravillosa… Pero aún no he oído nada de mademoiselle Weisman, ¿eh?
—Bueno… en realidad hay poco que decir.
—Ah, bah, bah, bah. ¿Cómo que hay poco que decir? ¿Cuánto hace que nos conocemos, Manuel?
—No, de veras, no hay nada que decir. Marie es una joven deliciosa, muy atractiva, ¡pero podría ser su padre!
—No, no, no. Usted podría ser su padre si tuviera la edad mental, qué digo, incluso física para ser su padre. Pero no la tiene. Usted y yo somos coetáneos, ¿no? —asentí—. Cincuenta y uno —de repente exclamó con impaciencia—: ¿Pero de qué clase de frivolidades estamos hablando?
—¿Perdón?
—Una relación sentimental jamás viene condicionada por las edades de quienes se involucran en ella. Ah, Manuel, Manuel… —sacudió la cabeza y cambió de tema con brusquedad—. La guerra se complica, amigo mío. Hitler ha decidido invadir Inglaterra para acabar de una vez con todos sus enemigos y ser el dueño indiscutible de toda Europa. La lógica del invasor… Es bien cierto que debemos admirar su habilidad política: gana la guerra en occidente y mantiene la colaboración diplomática con Rusia y Japón en oriente. Me aterra, pero ¡qué estadista!, ¡qué visión!, ¡qué descaro!
—Vaya, tiene la fuerza de su parte, ¿no? ¿Cuánto cree que tardará en controlar Inglaterra?
—Nadie sabe, pero es bien cierto que los ingleses están en plena retirada y sin capacidad ni moral para defenderse. Ah, no sé. Si tuviera que hacer una predicción… Les doy un mes y eso sólo porque entre las divisiones Panzer y Londres está el canal de la Mancha. A finales de agosto todo habrá acabado, a pesar de que Winston Churchill, se lo he oído decir por la BBC con esa voz insoportable que tiene, sostiene que la batalla de Inglaterra no ha hecho más que empezar.
—¡Pero eso es terrible! —murmuré—. Eso supone que todo lo que estamos viendo venir en Francia, la desaparición de la República, los obispos, la beatería, las persecuciones, la delación, los traidores… es inevitable. Todo se nos viene encima. Oh, sí, yo sé lo que pasará: si alguien cree que Hitler será benevolente con aquellos a quienes ha sometido, nos espera una amarga desilusión.
—Pues me temo que es lo que va a pasar, Manuel.
—¡Pero es terrible! —repetí—. Y las cosas han empezado ya a ocurrir. Las amenazas se van cumpliendo. Ayer, de pronto, me entero de que van a cambiar las leyes de naturalización, de que me pueden desposeer de la nacionalidad francesa… ¿se da usted cuenta? De aquí a unas semanas puedo ser un apátrida, me lo pueden quitar todo… Todo…
Armand hizo repetidos gestos negativos con las manos.
—No, no, no, no. He presenciado la mayor parte de las discusiones sobre la ley, sobre todo entre Pétain y Laval, y esto no tiene nada que ver… No debe usted preocuparse. Esta ley apunta a los masones franceses, a los marxistas y a los israelitas refugiados en Francia, no a gente que, como usted, se refugió aquí huyendo de la barbarie extremista en su propio país. ¡Pero, pardi, si todo el mundo en el gobierno le considera persona de derechas, alguien de quien es posible fiarse de verdad!
—¿Usted cree? —pregunté con alivio.
—¡Naturalmente!
—Pues que dios les conserve la vista. Bueno, Armand, me quita usted un gran peso de encima.
Sonrió.
—La gente que se viste con cuello duro está perfectamente a salvo.
—Bueno, no sé, debo de estar corriendo un riesgo grande: este verano he proscrito el cuello duro…
—… Pero es sólo porque el calor está casi siempre reñido con las convicciones políticas.
Reímos ambos. Nos pusimos de pie.
—¿Vamos? —dije.
Armand asintió, pero luego se detuvo, pensativo. Al cabo de unos segundos me miró con tristeza.
—Además, no crea que esta ley de revisión de las naturalizaciones ha sido una ocurrencia de Hitler y que nos la ha impuesto él —rió con amargura—. No, no. Esto se les ha ocurrido a nuestros sesudos gobernantes sin la ayuda de nadie. Esto y todas las otras persecuciones que vendrán, y vendrán, se lo juro, son cosa nuestra. Este gobierno de Vichy tiene una capacidad insuperable para cubrirse de indignidad, ya lo verá. Por cierto, ¿no ha recibido un mensaje de Olga Letellier?
—No —contesté con cierta sorpresa y enseguida pensé en Marie—. ¿Pasa algo grave?
—No, claro que no. Es sencillamente que nos invita a tomar el té en sus apartamentos mañana por la tarde. Al parecer, se encuentra en Vichy René Bousquet…
—¡El gran hombre!
—… y acudirá a visitarla. Quiere presentárnoslo.
—Ah, muy bien. Siento verdadera curiosidad por conocerlo.
—Bueno, me parece que es uno de esos políticos franceses con agallas que acabarán siendo nuestra única esperanza: hábiles, valerosos, decididos… ¿Le he dicho que Hitler, al mismo tiempo que decidía invadir Inglaterra, le pedía a Pétain que le dejara disponer de nuestros puertos en el norte de África?
—¿Sí?
—Ya lo creo. Pues fue Bousquet el encargado de responder a los alemanes en Châlons: no habrá puertos en el norte de África…
—¡Caramba! ¿Y qué dijeron los nazis?
—Bueno, insistieron, se enfadaron, amenazaron, pero Bousquet contestó cada vez que eso no era lo que estaba firmado en las cláusulas del armisticio y que el gobierno de Francia lo sentía en el alma.
—No es posible.
—Pues sí… Y los alemanes aceptaron.
—Caramba… Pues esto sí que duplica las ganas que tengo de conocerlo.
Por primera vez en ocho o nueve días dormí mal. Habían sido demasiados viajes, demasiados acontecimientos, demasiados amores. Demasiadas emociones. Había perdido la serenidad de días pasados, la calma de Provenza, la libertad de disfrutar de mis amigos sin cortapisas e, incluso, la excitación de estar haciendo algo prohibido o ligeramente peligroso. Y, para colmo, en la habitación del hotel contigua a la mía no descansaba ya Marie, como en Les Arpilles, sino un piso más abajo y, junto a mi pared, un funcionario de Hacienda cuya principal gracia era su poderoso y variado ronquido.
Y aunque era la mía, extrañé la cama y acabé maldiciendo la manía francesa de sustituir la almohada de plumón por un rulo relleno de lana, incómodo y caluroso.
—De modo que la situación no es cómoda ni fácil —concluyó Bousquet, colocando con gran cuidado su taza de té sobre la mesa del saloncito—. No cabe que nos engañemos: hemos sido derrotados sin paliativos y lo que urge es minimiser les dégâts.
—Bueno —dije—, parece que todo el mundo está de acuerdo en que hemos sido derrotados y en que hay que minimizar los daños, pero…
—No todo el mundo, no todo el mundo…
—… se diría que eso son excusas para disfrazar una realidad bastante más cruda.
—No, no, monsieur de Sá. No se equivoque sobre el vigor del pueblo francés. Una derrota militar no es la derrota de una nación —sonrió—. Es simplemente una derrota. Francia sigue en pie. Y puede que la República se haya tambaleado. ¡Pues es preciso salvar la República! Eso entraña complejos sacrificios cuyo alcance real no es fácil adivinar. Y se lo digo a todos ustedes con gran firmeza: el gesto del mariscal Pétain al buscar un armisticio honorable es de gran utilidad patriótica. Por ponerlo de modo pedestre, el mariscal nos ha guarecido a todos debajo de un paraguas a esperar a que escampe. Tiene una apariencia horrible, pero, en el caso de Philippe Pétain, se lo aseguro, es un sacrificio deliberado… —inclinó la cabeza—. Es incluso posible que él no se haya dado cuenta de la clase de sacrificio que ha hecho.
Miré a Armand y, aprovechando que Bousquet había girado la cabeza hacia Olga, levanté las cejas con incredulidad, pero él permaneció imperturbable.
René Bousquet era muy joven incluso para ser el prefecto de menor edad de toda Francia. Rondaría los treinta años, no más, pero tenía ya en el rostro la expresión madura, el aire de autoridad y responsabilidad más propios de una persona de las de mi generación (y algunas de sus arrugas). Era bien alto y vestía de modo impecable un traje oscuro de seda de shantung de una sola fila de botones, camisa de seda blanca y una discreta corbata. Del bolsillo asomaba un pañuelo blanco doblado en pico. Ah, sí, me impresionó su porte, pero me impresionaron aún más sus manos delgadas de largos y fuertes dedos. La boca fina, los ojos marrones de párpados abombados, el pelo peinado con raya y alisado con brillantina conferían a su rostro un aura de determinación e inteligencia. Sólo su nariz, aguileña y agresiva como la de un halcón, hacía pensar en la ambición y crueldad de un pájaro de presa. (Dicho todo lo cual, hubiera jurado que se tenía a sí mismo en un alto concepto, pero quién era yo para juzgar a nadie, sobre todo considerando la sinceridad y sencillez con que parecía dirigirse a nosotros sin escondernos la cruda realidad.)
—Un sacrificio deliberado, sí —repitió, pensativo—. O tal vez no… En cualquier caso —hizo un gesto de indiferencia con la mano—, me temo que el mariscal nos lo ha impuesto a quienes trabajamos a sus órdenes ¿Estábamos en disposición de hacer frente a la maquinaria bélica alemana cuando empezó la guerra de invasión hace unas semanas? No, claro que no. La defensa opuesta por el ejército francés a las divisiones Panzer fue heroica. Sí. Tan heroica como estéril. ¿El viejo ejército francés con su armamento obsoleto y sus tácticas periclitadas frente a la guerra relámpago de las modernas divisiones alemanas? —rió con amargura—. Era preciso detener tan desigual lucha. Porque, ¿permitir que Francia fuera deliberadamente machacada? ¿Sacrificar toda una juventud, lo mejor de Francia, para apenas nada? No sé ustedes, pero yo estaba en las carreteras de Francia, yo vi la sangre de ancianos, de chicos y chicas, de los bebés y sus madres y yo fui el primero en decirme a mí mismo ¡basta! Oh, bueno, claro, habría seguido peleando porque ése habría sido mi deber, pero con la sensación de futilidad a la que el mariscal puso término tan oportunamente. Y eso, mes chers amis, es lo que cuenta a la hora de la verdad. Nuestra obligación ahora, la mía y la de ustedes, es salvar los restos del naufragio, repararlos y reservarlos para cuando podamos reconstruirlos y entregarlos intactos a nuestros hijos… Chère Marie, me mira usted con desconfianza, como si no creyera en la bondad de nuestras intenciones.
—No, René —contestó Marie, con un escalofrío, como si saliera de un sueño—. Claro que creo en la bondad de sus intenciones, ¿cómo no voy a creer en la palabra de un patriota? Es sólo que me parece que no son demasiado prácticas… ¿Cuánto tiempo va a transcurrir hasta que la guerra se acabe en Europa? ¿Semanas? ¿Meses? —nos miró a los demás buscando en nosotros la confirmación a sus predicciones: ¿no lo habíamos hablado una y otra vez durante las vacaciones en la Provenza? ¿No habíamos especulado con lo que iba a ocurrir en Francia, en Europa, en cuanto Hitler acabara con toda resistencia?—. Y, cuando termine, por grandes que hayan sido los sacrificios por salvar los restos del naufragio, todo habrá acabado y nos habremos convertido de forma inexorable en una colonia alemana —empujó la barbilla hacia delante, como siempre que quería argüir su punto de vista desafiando al antagonista—. ¿No?
Una pequeña vena se le había hinchado en la sien derecha; le brillaban los ojos y mantenía la boca ligeramente abierta. Es así como la recuerdo cuando se apasionaba: toda la cara se le encendía. Justo en la base de la garganta le latía con fuerza el pulso (y yo, no sin disimulo culpable, dejaba que se eternizara allí mi mirada); luego aquella piel tan suave se perdía en su escote y desaparecía debajo de las clavículas por entre las delicadas curvas de sus pechos.
Alguien dijo algo que, perdida la noción del tiempo, no alcancé a oír y luego Bousquet:
—No, puesto que habiendo cesado la lucha a tiempo y habiéndonos colocado en pie de igualdad con Alemania, Francia habrá sobrevivido.
—¿Y usted cree, monsieur Bousquet, que también habremos salvado nuestra democracia? —me pareció que la pregunta de Jean Lebrun, formulada casi en voz baja y desde la discreta esquina del saloncito en que se había sentado, sonaba como un brutal desafío. Miré a Bousquet sobresaltado, esperando una ácida respuesta a semejante impertinencia. Y, peor aún, antes de que pudiera contestar, Jean remachó—: Me refiero a nuestras libertades… si habremos conseguido preservar la libertad, la igualdad y la fraternidad.
Bousquet estuvo callado unos segundos que se me hicieron eternos. Luego, muy despacio, giró la cabeza para mirar a Jean y por fin dijo en tono amable:
—Es posible que haya que redefinir los conceptos de libertad, igualdad y fraternidad… —alzó una mano para adelantarse a la objeción de Lebrun—. No, no. A mí tampoco me gusta. Son nuestros valores más preciados desde la revolución de 1789, claro.
—Y ha jurado usted defenderlos —interrumpió Jean.
Esto exasperó a Bousquet.
—¡Claro que he jurado defenderlos! Y he jurado hacerlo con mi vida si fuera preciso. No ponga usted en duda mi patriotismo, mi joven amigo. Son nuestras virtudes cívicas más preciadas. Lo sé bien. Y son muy nuestras… por oposición a los axiomas formulados por el Tercer Reich. Pero me pregunto: ¿no es mejor ser prácticos y disimular nuestros sentimientos para que no resulten brutalmente aplastados por el ejército extranjero? ¿No es mejor poner en la reserva nuestras preciadas libertad, igualdad y fraternidad, esconderlas debajo del Panteón, lo digo por invocar un depósito sagrado, y aparentar que sustentamos esas tonterías de la familia, el trabajo y la patria… —sonrió ante nuestra cara de sorpresa colectiva—. Sí. ¡Claro que son tonterías! Por supuesto que lo son, pero también son excelentes escudos detrás de los que esperar a que pase la tormenta —se recostó en su butaquita con una sonrisa satisfecha.
Hubo un largo silencio.
—Está bien, René —concedió por fin Marie—, pero ¿cuánto hay que transigir? ¿Cuánto debemos aguantar? ¿No es posible que de tanto ceder para que los nazis no sepan cuáles son nuestros sentimientos, acabemos renunciando por comodidad a todo lo francés?
—No me gustaría que eso pasara —interrumpió Mme. Letellier que había seguido la conversación con una taza de té en la mano, sin moverse, sólo girando los ojos para seguir la diatriba de unos y otros. Todos nos volvimos hacia ella con sorpresa. E inmediatamente, como yo esperaba, dijo una tontería—. ¿Alguien quiere una taza de té? —parpadeó y en tono dubitativo, añadió—: ¿O un poco más de cake?
—Muchas gracias —se apresuró a decir Armand—. Sí que tomaría otra taza de té —se levantó y dio dos pasos hacia la bandeja en la que reposaban el samovar, la tetera, el azucarero, una pequeña jarra de plata para la leche y un platito en el que había unas rodajas de limón. Pronto añoraríamos tamaños lujos.
Mme. Letellier volvió a la carga.
—Después de todo, hemos vivido muy bien hasta ahora… Desde luego mejor que muchos alemanes en Alemania.
De nuevo nos volvimos para mirarla ahora con verdadero estupor.
—¿Perdón? —preguntó Armand.
—Bueno, vaya… sé que exagero —parpadeó—. Quiero decir… en fin, como diría monsieur Bousquet, estamos aquí, en la Francia libre, a salvo de los avatares de la guerra, con un gobierno bien francés, ¡el mariscal!, estamos en Vichy, podemos seguir tomando sus aguas. Yo no me siento mucho más incómoda que hace unos días… Bueno, quiero decir que, dentro de lo que cabe…
—Es verdad, chère Olga, que hay una guerra ahí fuera. No debemos olvidarlo. Y puede que ustedes se sientan a buen recaudo aquí en Vichy pero creo que ello se debe a que otros los protegemos a ustedes de las peores consecuencias del conflicto. Somos como un escudo, vaya, el paraguas del que hablábamos antes —todo esto, dicho con tono paciente y amable—. Verá: uno de mis trabajos más ingratos y difíciles en Châlons tiene que ver, sobre todo, con los prisioneros de guerra franceses, ¡prisioneros en su propia tierra! —sacudió la cabeza y suspiró—. Hay miles de soldados franceses detenidos en el acuartelamiento de Chanzy. Los alemanes lo han transformado en un Frontstalag, un campo de concentración del frente de batalla. Bueno, pues hace unos días, pude establecer contacto de forma clandestina con el interior del campo, a través de una monja, que es la que nos lleva y nos trae la correspondencia —de pronto se aplaudió, sonriente y encantado de la vida—. Cada día saca centenares de cartas de los presos para sus familias. Luego, mis propios servicios de correos en Châlons las envían a sus destinos…
—¿Ah sí? ¡Pero eso es maravilloso! No sé cómo conseguiremos recompensarle por lo que está haciendo.
—Me parece que lo que hago no es demasiado difícil, querida Olga. Basta con un poco de mano izquierda. Con amabilidad y paciencia se consigue lo que se quiera de los alemanes. Fíjese: he obtenido de las autoridades alemanas que permitan a las esposas visitar a sus maridos en el campo.
—¿Y cuánto se van a quedar ahí nuestros muchachos? —preguntó Armand.
—Bueno… Se supone que los prisioneros de guerra van a ser llevados a territorio alemán en algún momento no demasiado lejano —bajó la voz—. Me parece que mi misión en la vida, al menos por el momento, consiste en desmovilizar a cuantos soldados pueda, y dios sabe cómo protestan los alemanes, y, en fin, si no en facilitar la huida de los presos del stalag, sí al menos encarrilar hacia las redes clandestinas establecidas en París a los que consigan fugarse.
—¡Pero eso es muy peligroso! —exclamé.
—Bueno, nuestros chicos son mayorcitos y me parecen perfectamente capaces de cuidarse a sí mismos.
—No, no, me refería a usted. Si el mando alemán descubre que boicotea los planes nazis, le van a crear muchas dificultades.
Bousquet se encogió de hombros.
—Bah —dijo con desdén—, no creo que me puedan hacer gran cosa. Y además, estoy bien protegido: me amparan el mariscal y sobre todo el propio viceprimer ministro Laval. ¿Qué quiere que me hagan? —estuvo así, pensativo por un momento y después levantó la cabeza, cambió de postura, como si hubiera recibido una inyección de fuerza—. En fin, que lo que quería subrayar es que hay que ser prácticos, hay que jugar con las cartas que uno tiene y eso, en este momento, pasa por colaborar con Alemania y buscar las mayores ventajas de una situación francamente desfavorable —abrió las manos y me sonrió.
Debo decir que estuvo cerca de convencerme, por más que resultara demasiado bueno para ser cierto. ¿Lo había logrado con Marie, Armand y Jean? Me pregunté si seguían opinando como yo.
—¿Un poco más de té?
—¿Aún cree que los alemanes corren peor suerte que nosotros, Olga?
—En realidad… —balbució Mme. Letellier, y se calló.
—¿Miles de muertos, heridos, millones de franceses sin casa, lejos de sus ciudades, presos a punto de ser deportados a territorio enemigo?
—No, no, René —titubeó ella—, en realidad, bueno… pensaba que con amigos como usted defendiéndonos, poco nos podía pasar —afirmó con la cabeza para convencerse—. En realidad… pensaba…, vaya, pensaba en algunas conocidas mías de Alemania… ¡Bueno! Claro que no se trata de la generalidad de los alemanes, pero que creo que hay alemanes indefensos que sufren —miró suplicante a Marie—. ¿No?
—Sé bien lo que quiere decir, Olga —intervino Marie, dispuesta como siempre a la batalla con la fogosidad de los grandes momentos, incluso cuando eran pequeños—. Muchos alemanes han tenido que escapar de allá, han tenido que huir de Hitler…
—En realidad —interrumpió Armand—, es lo que suele pasar cuando hay guerra, ¿no?
—Yo también tomaría otra taza de té —dijo Marie de pronto.
—¡Claro! —exclamó Mme. Letellier, aliviada por una interrupción que la apartaba del centro de la discusión.
—¿De qué conocidas hablaba usted? —preguntó entonces Bousquet.
—Bueno, lo cierto es que tengo una amiga, una buena amiga, Philippa von Hallen, que ha tenido que salir huyendo de Berlín por el mero hecho de estar en desacuerdo con monsieur Hitler.
—¿Ah, sí?
—Sí. Se opuso a él desde el principio. Dijo que era un bandido y un asesino que pretendía destruir la gran Alemania.
—Bueno, eso no es muy amable por su parte, ¿verdad?, y un caballero como Hitler no se lo va a tomar muy a bien.
—No, claro. Pero ¿justifica que la persiguieran y la encarcelaran?
—Habría que conocer el caso a fondo.
—No sé. Philippa está viviendo ahora en mi casa de París.
—Vaya, Olga, no sé si eso es muy prudente —aunque el tono de Bousquet seguía siendo amable, me pareció que ahora se teñía de cierta reconvención irritada.
Mme. Letellier parpadeó.
—¿Qué iba a hacer? No podía negarme a ayudar a una amiga en dificultades, ¿no? —nos miró a todos con aire de súplica—. Además, habla un francés tan hermoso…
—En realidad, señor Bousquet —intervino Jean tras un silencio—, la pregunta es si debemos considerar enemigos a los alemanes y si debemos aceptar que Francia ha sido derrotada en esta guerra o si por el contrario ellos son nuestros buenos amigos y para nosotros la guerra se ha detenido un minuto antes de la ignominiosa derrota.
¿Estaba siendo demasiado impertinente? Miré a Bousquet para calibrar su reacción, pero seguía con la misma expresión plácida que había tenido a lo largo de toda la conversación.
—Bueno, monsieur Lebrun —contestó al fin—, hay realidades que son innegables. No me parece que, con los muertos, heridos, prisioneros y desplazados de los que hablaba antes, quepa decir que Francia no ha sido derrotada. También sería difícil afirmar sin ambages que Alemania no es el enemigo de nuestra patria aunque esta segunda cuestión podría ser matizada. ¿Es el Reich hostil a nuestra nación o simplemente al gobierno que le declaró la guerra? Derrota y enemistad… —añadió pensativo—. A eso responde el armisticio, ¿no? A eso responde la extraordinaria habilidad del mariscal, que nosotros copiamos al pie de la letra, para salir lo más indemnes posible de esta tragedia. La cuestión, sin embargo, no es ésa. La cuestión es: ¿puede Francia aprovechar la circunstancia para recuperar la vitalidad perdida por años de desidia republicana y para retener… bueno, tal vez sea más apropiado utilizar el término recuperar, recuperar, sí, al final de toda esta aventura, su posición preeminente en Europa y en el mundo? ¡Espere! Un momento… —de nuevo levantó una mano para no ser interrumpido—. La cuestión no es si, al terminar el proceso, Francia será aliada de una u otra potencia. ¿Qué más nos da que nuestro aliado sea el Tercer Reich o Gran Bretaña si se cumple nuestro objetivo de grandeza? Lo que importa es que Francia esté a la cabeza.
—¿Cualquiera que sea ésta? —insistió Marie.
Bousquet se encogió de hombros.
—Caramba, eso me parece ilógico —replicó Jean—. Francia sale ganando sea cual sea el vencedor de la guerra… ¿De verdad cree usted eso? ¿Es indiferente que gane Inglaterra, por ejemplo? —hizo una mueca incrédula—. ¿La Inglaterra que ha bombardeado nuestra flota y con la que nos hemos enemistado?
Y yo, para mis adentros pensé: ¿nos es indiferente que gane Hitler, con lo que suelen hacer estos autócratas en cuanto les quedan las manos libres?
Bousquet sonrió.
—Bueno, no parecen los mejores amigos del mundo, es cierto. Pero seamos prácticos: no creo que nos equivocáramos en mucho si apostáramos por una rápida victoria alemana.
—En cualquier caso, y ése es mi argumento, nada nos pone a salvo de sus represalias cuando ganen los alemanes —insistió Jean con terquedad.
—Sí, si hemos quedado en pie de igualdad con ellos —afirmó Bousquet. Ya, pensé yo: en tal caso las represalias las tomarán Pétain y sus acólitos. Pero me guardé de expresarlo en voz alta.
—René te está diciendo otra cosa —interrumpió Marie—. ¿Por qué si no estaría dedicado a facilitar la huida de los soldados franceses de los campos alemanes? ¿Para qué estaría siendo hipócrita con los alemanes? —miró a Bousquet buscando confirmación, pero éste se limitó a seguir sonriendo—. No es que te esté diciendo que no importa quién gane la guerra. Te está diciendo que es indiferente con tal de que salvar a Francia sea lo primordial.
—Espere, espere —pidió Armand—. Usted está diciendo que para los franceses, el mariscal nunca será un traidor sino el principal de los patriotas, ¿sí?
Por fin, Bousquet rompió a reír y aplaudió.
—Naturalmente que sí.
—… Que su sacrificio no es debilidad sino fuerza.
—Naturalmente que sí.
—Y que existe una porción de franceses —añadió Marie con algo de escepticismo—, los verdaderos demócratas que fueron derrotados en la votación del diez de julio y sus seguidores, cuya misión a partir de ahora debe ser olvidar el pasado y sostener a Pétain, no hacerle la contra… No me acaba de convencer, René.
—Apoyarle contra todos los enemigos de Francia —corroboró Armand—. Alemania, sí, pero también los comunistas —Jean Lebrun dio un respingo, pero fui el único que reparó en ello—, y… —Armand miró con rapidez a Marie—, y…
—… y los israelitas, sí, y los masones —concluyó Bousquet—. Francia cuenta con muchos enemigos y mientras activa sus defensas, tiene que poder apoyarse en todos sus ciudadanos verdaderos.
Aquella declaración tan deliberadamente antisemita y antimasónica me dejó anonadado. Recuerdo haber pensado que si hablaba así, se debía a la prepotencia maleducada de quien no tiene empacho en ofender con total indiferencia hacia los sentimientos de los demás; luego me dije que era porque desconocía la raza de Marie (o cuando menos que la había pasado por alto), pero enseguida comprendí que esto último no era posible. Sus respectivas madres eran amigas y él mismo la había recomendado a Olga Letellier. Tenía que saber que Marie era judía. La propia interesada se encargó en aquel momento de despejar cualquier duda:
—Soy judía, desde luego, pero soy más francesa que judía —exclamó con gran pasión y, me pareció, verdadero enfado—, siempre francesa… ¡Éste es mi país! ¿Adónde iría si me quitaran mi patria? ¿O es que alguien duda de mi patriotismo? —miró a Bousquet con desafío.
—Naturalmente que no, Marie. No podría ser de otro modo. Los franceses, todos los franceses, son sólo franceses. Y nadie duda de su patriotismo, ¿cómo podría atreverme a hacerlo? C’était ça la Révolution Française… —dijo, señalándose con un dedo, como si él fuera la encarnación de la revolución que dio carta de naturaleza a los derechos del hombre—. No, no, me refiero a los comunistas cuya patria querrían ellos que fuera el mundo entero para aplicarle un tiranía inaplicable si no es a base de esclavitud y muerte; para un comunista francés, Francia no existe —rió con desprecio—, sólo existe el mundo proletario… —miré a Jean, que en su esquina disimulada se había sonrojado violentamente pero que no movía ni un músculo de la cara. Respiré aliviado—. Me refiero a los masones, que llevan siglos conspirando en sus logias secretas, y me pregunto ¿qué tienen que esconder? Son ellos los que han dejado de ser franceses. Porque nosotros no los hemos expulsado. Son ellos los que se han convertido en nacionales de sus propias sectas con exclusión de cualquier otra lealtad… Ah, y sí, también me refiero a los israelitas extranjeros que, huyendo de Hitler, invaden nuestro país —hizo un gesto de desagrado—. Aunque no fueran un grupo, este grupo, que sólo actúa como una masa compacta de explotadores, con sus usuras y sus rapiñas, aunque no hubieran salido de sus siniestros guetos para venir aquí, los rechazaríamos. No son nuestro problema, sino el de Alemania. Bueno, sí son un problema nuestro en la medida en que llegan aquí y ocupan nuestro espacio, y sangran nuestra economía de guerra, ya tan en precario.
Así hablaba este hombre, este héroe de Francia, esta esperanza blanca. Bousquet. Tuve miedo. Creo que lo que más me aterró fue que en su discurso no hubiera inflexiones apasionadas, puntos de exclamación que reflejaran pasión alguna. Hablaba así, expresando unos sentimientos de dureza extrema con frialdad sobrecogedora. Se hubiera dicho que era un entomólogo describiendo con indiferencia una mariposa cuyo veneno (y por consiguiente, cuya existencia) era preciso eliminar. Me horrorizó.
Sin embargo, bien pensado, me dije luego, ¿no éramos iguales todos los demás, no opinábamos del mismo modo por más que, en el mejor de los supuestos, lo expresáramos con menos crudeza? Al menos, en mi caso yo era capaz de hacer las distinciones que me parecían esenciales. Por ejemplo, no contemplaba a la raza judía como un todo condenable; vaya, como conjunto económico, tal vez sí; pero como enemigo persona a persona, desde luego que no. Y menos aún a los que eran mis propios connacionales.
—No, René. ¡Pobre gente! —interrumpió Marie—. ¿Cómo puede usted decir que los judíos son explotadores y usureros? ¡Si lo fueran serían los dueños de Europa! Y son sólo una pobre gente digna de lástima.
—¡Pero es que son los dueños de Europa! Por eso deben ser desposeídos.
Marie sacudió la cabeza con frustración y me miró. Parecía dispuesta a insistir, pero le hice un gesto negativo que debió de resultar muy convincente, porque cambió bruscamente de tema.
—Decía usted René que todos los franceses deberían ponerse a favor del mariscal. ¡Pero si Francia ya tiene cuarenta millones de pétainistas! Entre ellos, muchos judíos franceses bien leales —insistió para que no quedara duda—. ¿Para qué necesita a los franceses que no son pétainistas? —exclamó—. Porque los que no lo son no es que quieran traicionar a su patria; simplemente pretenden luchar contra los alemanes incluso sin estar de acuerdo con Pétain.
—Se refiere a los que apoyan a De Gaulle —puntualizó Armand.
—Bah, ésos… La lucha a la que me refiero se hace ayudando a Pétain. Nosotros también luchamos contra los alemanes —susurró Bousquet con intensidad.
—Ya —afirmó Jean—, pero me parece que quienes no estamos de acuerdo con el régimen del mariscal ni con sus acuerdos con Hitler, queremos otra clase de lucha… ¿Qué hay de malo en hacer la guerra a favor de los dos, de Pétain y de De Gaulle, si los dos son patriotas y los dos quieren una Francia libre?
—¿Qué hay de malo? Que perdemos la fuerza que nace del concurso de voluntades. La otra clase de lucha, la de unos centenares de desperdigados, no vale para nada. ¿Cuánto tardará el Reich en ganar esta guerra? ¿Eh? ¿Y en dejar a De Gaulle sentado a la puerta del palacio de Buckingham, eh? —preguntó secamente—. No, no, no, no. ¿No le parece que Pétain merece el apoyo de todos sin excepción y que los que se lo niegan, se lo niegan también a Francia y acaban siendo los verdaderos traidores?
Hubo un largo silencio.
—Pero Pierre Laval —dije al cabo—, Pierre Laval no quiere ni la guerra ni…
—Ah non mon cher! Laval es un pacifista, desde luego. Nunca ha querido ninguna guerra, pero eso en este momento no tiene importancia alguna. Laval, que es un viejo zorro, se ha convertido en el otro pilar de la resistencia francesa: mientras el mariscal impresiona a los nazis con su currículo y su fortaleza, a Laval toca calmar la concupiscencia de Hitler e impedir que nos caiga definitivamente encima, que destruya Francia sin darnos cuartel… y lo tiene que impedir sin más armas que la habilidad negociadora. ¿Qué le parece? Hein? —me miró de hito en hito y algo debió de ver en mi expresión porque, después de un instante, dijo—: No le quepa duda.
¿Tendría razón Bousquet? ¿Ese Pétain y ese Laval que describía en términos tan elogiosos eran los mismos que me causaban tanta inquietud? ¿Dos héroes en vez de dos villanos carcomidos por el ansia de rapiña? Años después recordaría yo esta discusión (tan peligrosamente franca y despreocupada, como si se hubiera tratado de una simple disputa académica). Y la recordaría en sus más mínimos detalles, precisamente porque esta guerra sibilina y sacrificada de la que hablaba Bousquet fue lo que costó la vida a tantos franceses, empezando por los dos héroes del momento, por Pétain y por Laval. En una ocasión, Laval dijo: «Para que todos los demás tuvieran razón, yo tuve que estar equivocado». ¡Menudo epitafio!
Es cierto que Pétain era poca cosa fuera de sus aficiones militares y su condición de mujeriego impenitente. Eso fue lo que lo hizo tan peligroso. Se encontró con el poder absoluto y, a falta de una imaginación ética y estética que le hiciera comprender sus propias limitaciones, lo explotó de forma absoluta, implacable y fría. Y encima pretendió que se lo agradeciera el pueblo al que había aherrojado (bueno, lo consiguió durante dos o tres años). Hitler, al menos, sabía perfectamente lo que estaba haciendo y, como Stalin, llevó su maldad consciente hasta extremos inconcebibles. Philippe Pétain se dejó ir a la felicidad del poder, a la rabieta del capricho sin saber nunca hasta dónde alcanzan los límites de la naturaleza humana antes de llegar a la naturaleza diabólica. Un pobre hombre con mando en plaza.
Pierre Laval, en cambio, tuvo una personalidad mucho más compleja. Despreció al débil, engañó al inocente y creyó ser el deus ex machina de la historia de un pueblo: fue deliberado en sus objetivos y cruel en sus métodos. Hasta que su soberbia le hizo cometer el error que lo llevó frente al pelotón de fusilamiento: la frase.
Todos recordamos aquel discurso terrible de Laval, radiado el 22 de junio de 1942: Je souhaite la victoire de l’Allemagne, «Deseo la victoria de Alemania». Si hubo algo que enajenó a la mayoría de los franceses, ya severamente castigados por la ocupación alemana, irritados por un fuerte sentimiento antigermánico, heridos en su patriotismo, fue esta frase pronunciada en el peor momento posible. Todos los colaboradores del primer ministro intentaron disuadirle. Fue en vano. A uno de ellos, que le sugería que tomaba un riesgo superfluo, Laval contestó con exasperación: «Pero, vamos a ver, ¿será usted el fusilado o yo?». Espantosa premonición.
¿Qué había querido decir? Laval siempre se defendió asegurando que la mala fe de sus enemigos había sacado la frase de su contexto:
De esta guerra surgirá inevitablemente una nueva Europa. Se habla a menudo de Europa, pero es una palabra a la que no estamos muy acostumbrados en Francia. Amamos nuestro país porque amamos nuestro terruño. En lo que me concierne, franceses, me gustaría que mañana pudiéramos amar una Europa en la que Francia tuviera una posición digna de ella […]. Para construir esta Europa, Alemania libra combates gigantescos. Con otros, se ve obligada a aceptar sacrificios inmensos. No escatima la sangre de sus jóvenes […]. Deseo la victoria de Alemania, porque sin ella, mañana el bolchevismo se instalaría por todas partes. De modo que, como os decía el pasado 20 de abril, ésta es nuestra disyuntiva: integrarnos con nuestro honor y nuestros intereses intactos en una Europa nueva y pacífica o resignarnos a ver que desaparece nuestra civilización.
Hermosas palabras. Lo malo fue que recomendaban echarse en brazos de un socio no muy recomendable. Laval, como muchos en Francia (y no digamos el generalito en España), sentía horror por el comunismo y estaba dispuesto a sacrificar lo que fuera con tal de derrotarlo. Así hizo, aunque el enemigo más inmediato y más brutal no parecía la mejor tabla de salvación para librarse del otro más bien remoto. Claro que, puestos a buscarse enemigos que acabarían revolviéndose de manera formidable contra ellos que se les encaraban, estos paisanos míos de adopción también odiaron a los masones, a los judíos, a todos los que fueran distintos de ellos.
Por más que intento ahora comprender su estúpida ceguera y perdonarla, soy incapaz de olvidar cuánta fue la miseria que causaron.
Muchos años después he querido sin demasiado éxito decidir cuándo, en aquellos primeros meses de la guerra, se había producido el brusco cambio de la placidez a la amenaza, de la contemplación distanciada al peligro inmediato. Un día nos encontrábamos discurriendo como principiantes sobre las razones filosóficas de la guerra y sus consecuencias para Francia (y haciendo un pequeño paripé de resistencia armada, ¿armada?) y al día siguiente, sin solución de continuidad, se desencadenaba la tragedia sobre nosotros. ¿Cómo había podido ocurrir esta desolación? Sólo encuentro una explicación: nadie tiene nunca el ánimo dispuesto a que las cosas empeoren y que empeoren, como en el caso de un conflicto bélico, hasta límites que la mente humana no está preparada para aprehender. Nos habíamos ido librando del campo de batalla (escapando hacia el sur, en realidad), de los bombardeos, del infierno y creíamos que éste nunca llegaría porque antes se acabaría la guerra. No estábamos preparados para un acontecimiento como este conflicto, que cambiaría nuestras vidas de modo tan profundo y tan trágico: nunca podríamos volver a ser los mismos. De pronto se desplomó sobre todos nosotros pillándonos desprevenidos. Bueno, en mi caso, aunque desde el primer día del armisticio me barrunté lo que iba a pasar, fue necesaria la violencia física de la guerra para apearme de la visión diletante que yo tenía de todo aquello. Marie me lo había reprochado más de una vez y me había pedido que me tomara las cosas más en serio. ¿No decía yo siempre que bastaba con mirarse en el espejo de España para comprender esta tragedia? ¿Cómo podía estar tan ciego, entonces, cómo podía creer que, por ser conocedor del drama que se avecinaba, quedaría exento de él?
Por mucho que con optimismo desmedido quisiera creer que siempre existiría una última oportunidad de librarnos del desastre bélico, sabía que este milagro no se produciría. Lo sabíamos todos en nuestro fuero interno, con total certeza, por más que nos empeñáramos en no reconocerlo. En una guerra como aquélla no se libra nadie de nada. Todos quieren aplazar la tragedia, porque sabiendo la miseria que se aproxima, ¿quién quiere anticiparse a ella, quién quiere cargar con las culpas y los dolores de todos?
Derrotado el Reich, ¿no nos dedicamos todos a culpabilizar, uno por uno, a cada alemán de los crímenes de Hitler? ¿No dijimos que eran todos responsables? En efecto, llegada la paz y, con ella, las crudas imágenes del sufrimiento, nos pareció imposible que, como colectividad o como individuos, los alemanes hubieran ignorado que la solución final y el Holocausto, la tortura, la muerte, las persecuciones habían sucedido de verdad. El asunto, dijimos, era demasiado monstruoso y generalizado como para ser desconocido, incluso cuando estaba ocurriendo: los fusilamientos debían de oírse, los hornos crematorios debían de olerse, los gritos de las víctimas tenían que percibirse desde los cercados de los campos de concentración en las lindes de los pintorescos pueblos del Tirol con sus balcones de geranios y sus vacas pastando apaciblemente en los verdes prados.
Puede que así fuera. Es más, estoy seguro de que así fue y de que los alemanes merecen castigo por ello. Pero ¿porque cerraron los ojos o porque condonaron los crímenes? Porque nosotros, la pequeña gente de Vichy, los que padecimos el conflicto, nosotros que deberíamos haber conocido la maldad de la guerra, pretendimos desconocerla: Vichy estaba lejos del resto del mundo y ésa era justificación suficiente, sobre todo si con un mínimo de colaboración o de obediencia podíamos librarnos de lo malo, incluso estando en desacuerdo con todo, incluso sin comprometernos en demasía.
¿No se nos debería acusar ahora de haber colaborado con los horrores bélicos sólo porque quisimos cerrar los ojos y aplazar el dolor que nos iban a causar? ¿O es que tampoco oíamos los gritos desgarradores que provenían de los campos de concentración situados en plena Francia? ¿No sabíamos que allí padecían y morían los refugiados españoles de la guerra civil y los exiliados de Polonia, de Alemania, de Austria que habían huido de Hitler sólo para toparse con los guardianes franceses? ¿No reconocíamos los efectos deletéreos de la colaboración con el enemigo, no veíamos lo que estábamos haciendo unos franceses contra otros, matándonos los unos a los otros, delatándonos, robándonos? Menudo espectáculo. Y encima, al final de la guerra, sólo fuimos capaces de vengarnos de Francia y de nuestra miseria, rapando a unas cuantas miles de desgraciadas que eran las únicas que habían colaborado con el enemigo fornicando con él por amor, por hambre, por miedo o por simple fascinación hacia el vencedor.
Me avergüenzo de todo. No encuentro excusa en nuestra fragilidad como hombres después de haberla invocado tantas veces para justificar tantas traiciones. No me atrevo a consolarme amparado en la generalidad de nuestro pecado.