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DOMINGO GONZÁLEZ

Años atrás, en 1934 o 1935, buscando refugio tierra adentro para huir por unos días de la alocada vida de la Costa Azul en verano (mi alma, después de todo, tenía recovecos estetas dentro de su frivolidad), llegué sin pretenderlo a Les Baux-de-Provence. Viajaba solo y la descubierta me produjo tal placer íntimo que la sensualidad del instante quedaría para siempre en mi memoria como un secreto a no compartir con nadie.

Conducía entonces un Chrysler Roadster (modelo anterior del que ahora tenía) y recorrer en solitario y con la capota bajada los caminos desde Cannes hasta las inmediaciones de Arles, un buen número de kilómetros, dicho sea de paso, me debía de haber ido preparando para el espectáculo que me esperaba en aquel rincón de la Provenza. Aun así, quedé mudo.

Corté el contacto del motor, puse el freno y me apeé del auto sin pronunciar palabra. Me aparté unos pasos. Recuerdo haberme colocado en medio de la carretera y haber levantado la vista intentando absorber el espectáculo de golpe, de izquierda a derecha sin mover los ojos, como quien desde una perspectiva suficiente contempla un cuadro y puede verlo en su totalidad.

A mis pies, allí mismo donde me encontraba, salvada la cuneta, arrancaba un olivar, no muy cuidado por cierto, como lo demostraba el hecho de que en los troncos de cada árbol hubiera nacido libre y abundante el acebuche. Más allá, en un segundo plano, una línea de algarrobos delimitaba el campo tras el que, ya en la ladera de la montaña, crecían algunos pinos mediterráneos y sobre todo matorral bajo y jaras en flor.

Descolgándose sobre la ladera, una gran extensión de roca blanca coronaba el paisaje como una ola de piedra que lo atravesara de parte a parte. Ocupaba todo el horizonte y más parecía el muro de un enorme castillo que lo que era en realidad: una cresta de roca calcárea. Arquitectos medievales, buscando sin duda camuflarse frente al enemigo, habían labrado siglos atrás en la misma piedra una torre de defensa, consiguiendo crear un efecto óptico que requería una segunda mirada sorprendida para descubrir el trabajo del hombre encajado en el de dios.

Hacía un día maravilloso de calor, de luz brillante como sólo el aire seco y transparente del Mediterráneo es capaz de producir.

Estuve mucho rato allí, quieto, contemplando el paisaje. Luego, volví al coche y subí hasta el pueblo. Lo visité detenidamente. Era muy pequeño y muchos de sus edificios estaban en ruinas, escondidos debajo de los restos de la fortaleza. Me entusiasmaron sus vestigios renacentistas, restos de una floreciente sociedad protestante barrida de aquellos parajes en el siglo diecisiete: unos portalones en piedra que se erigían solitarios entre muros derruidos, algunas ventanas de cruces rectilíneas, las casas de piedra, los diminutos huecos de los que asomaban macetas de geranios y, en las afueras del pueblo, un delicioso pabellón de verano llamado, me dijeron, de la reina Juana. (Durante años hablé de la reina Juana del dichoso pabellón hasta que me desengañó un erudito al aclararme que no se trataba de la Juana reina de Provenza en el Medioevo —como si hubiera podido importarme un ápice—, sino de Juana de Quiqueran, esposa del barón de Les Baux del momento, que ordenó que el edificio fuera construido en aquel lugar a finales del dieciséis. Es una pedantería recordarlo, lo sé, pero me mortificó recibir la lección de historia en presencia de algunos invitados míos; me pareció que me miraban con cierta ironía.)

Refugiado en un hotel de Arles, pasé días y días buscando alguna propiedad que estuviera a la venta. Preguntaba a unos y a otros, a alcaldes de lugarejos y a labriegos, a los integrantes de la colonia de poetas e intelectuales que, siguiendo a Mistral, se habían instalado en el villorrio y sus aledaños, a pedantes y snobs avant-la-lettre, a periodistas y maestros. No resultó fácil porque hay en las gentes autóctonas del Mediterráneo una desconfianza instintiva hacia el forastero que es preciso vencer y que rara vez se convierte en amabilidad. Pero perseveré como sólo puede hacerlo un caprichoso.

Hice dos viajes a Arles desde Cannes y uno desde París, hasta que en el otoño, por pura casualidad, a tres o cuatro kilómetros de Les Baux, encontré lo que andaba buscando: cuatro hectáreas de olivar y viña cuya masía era una vieja casa de no excesivo tamaño, plantada en medio de un jardín grandote y descuidado. En una de las esquinas del jardín había una alberca cuadrada de sólidos muros de piedra y cemento viejo. Vendía la propiedad un joven de Aix-en-Provence que acababa de heredarla a la muerte de su padre. Para mi fortuna, el muchacho quería emigrar a París, en donde se proponía hacer carrera en el mundo del arte (pintura, creo, o poesía, no lo recuerdo bien) y no me costó gran trabajo convencerlo.

El mas necesitaba arreglos, desde luego: dos cuartos de baño de que carecía, un porche que estaba medio en ruinas, varias alcobas que uní para formar una gran estancia-biblioteca… También tenía tres o cuatro cuartos de dormir, un pequeño comedor y la gran cocina provenzal que hubo que restaurar pero que conservé con su hogar de leña y su gran chimenea acampanada. Nunca se trató, sin embargo, de reconstruir una propiedad para convertirla en una finca de recreo al uso de las que hoy conocemos. Los ricos parisinos de entonces tenían castillos con fincas de caza y no casas rústicas en las que esconderse para un romántico regreso a la vida sencilla. Eso pertenece a este tiempo nuevo en el que nos adornamos con la naturaleza sobria para indicar que la nuestra es la austeridad algo suficiente de quienes nos desprendemos de las cosas materiales y superfluas por necesidad estética o por hastío.

Mi masía de Les Arpilles era una casa de campo llena de encanto, desde luego, pero rudimentaria. Sigue siéndolo hoy; un refugio para pasar algunas temporadas cada cierto tiempo, ni siquiera a intervalos regulares. De hecho, mantuve su condición de pequeña explotación agrícola a cargo de mis dos viejos guardeses, Maurice y Albertine Cassou, que vivían algo alejados de la masía, en una casita que también arreglé. No les pagaba gran cosa, pero tampoco me entregaban ellos el fruto de la tierra, las aceitunas, el aceite, el vino, las almendras y los tomates y lechugas de su pequeña huerta. Fuérase una cosa por la otra.

En fin, como digo, un pequeño y agradable refugio, nada que pudiera desplazar en mis preferencias a mi apartamento de París o las temporadas de aguas en Vichy o, desde luego, el Martinez en Cannes. Sólo que todo había empezado allí, en mi masía de Les Baux-de-Provence, y si miraba la fotografía enmarcada de Marie vestida con pantalones cortos, riendo de aquella forma tan explosiva y tan traviesa, era como tragar aceite hirviendo.

Allí fue, en Les Alpilles, donde se alojaron los Neira a mediados del mes de julio de 1940, esperando que Arístides se los llevara a La Rochelle para embarcar rumbo a Lisboa y América.

El 15 de julio recibí una nota de Arístides en la que me agradecía una vez más el préstamo de la casa y me anunciaba que los Neira se habían instalado en ella. El hijo enfermo mejoraba. Estaban muy contentos y por fin al abrigo de las angustias de una incierta y peligrosa situación: la de unos refugiados no ya en una tierra de acogida sino en un país que de pronto se había convertido en enemigo. Deseaban pasar el menor tiempo posible en Les Baux y perder de vista Francia a la mayor brevedad. La carta continuaba así:

Querido Manuel, me pregunto si puedo pedirte un nuevo y tal vez no tan pequeño favor. El vecino de la propiedad de al lado ha venido a husmear y a hacer preguntas. Maurice les ha enseñado tu carta de autorización, pero me ha parecido que sobre todo su esposa sospechaba que algo no era correcto. No son muy simpáticos. ¿Sería mucho pedirte que hicieras un pequeño viaje hasta Les Baux lo más pronto posible? No me atrevo a dejar solos a los Neira y, sin embargo, debo ausentarme por unos días, para atender al consulado en Burdeos […].

Desde luego, madame Cloppard no era la más agradable de las personas en el mejor de los casos. En una situación de guerra y con un sistema de sospecha institucional impuesto por un gobierno que se había lanzado a la regeneración nacional contra sus propios ciudadanos a los que consideraba una pandilla de cretinos morales, aquella buena mujer se convertía en una peligrosa arpía. Madame Ursule Cloppard, sí.

(Eramos todos un poco inconscientes, desde luego. Que Arístides de Sousa me escribiera una nota en términos de tanta franqueza y la encomendara sin más precauciones al correo y que a ninguno de los dos se nos antojara que corríamos grave riesgo con ello, da idea de la lentitud con la que el ser humano se adecúa al cambio violento impuesto por una guerra. No nos sentíamos amenazados aún en nuestra esfera privada. Sí, los gestos externos, los comportamientos visibles quedaban sujetos a la sospecha de los tiranos; pero lo que pensábamos todavía era nuestro, ¿no? Recuerdo el susto que me llevé apenas unas semanas más tarde cuando en mi hotel de Vichy recibí otra carta que había sido burdamente abierta y repegada de cualquier manera tras pasar por la censura de los servicios del gobierno. En fin, en esta ocasión fuimos afortunados.)

Me había hecho la ilusión de poderme desentender de la suerte que corrieran los Neira. Su presencia en Les Alpilles sería breve, Arístides se los llevaría antes de que pudiera producirse reacción alguna en Les Baux y yo quedaría a salvo de la maledicencia local y de los efectos, aún desconocidos para mí, de la delación o de la denuncia a unas autoridades de policía que hasta entonces me habían tratado con benevolencia amistosa. En fin, que hubiera preferido quedar al margen.

No pudo ser.

Con un entusiasmo más que moderado, organicé aquel mismo día un viaje hacia el sur, dejándome arrastrar a lo que no quería hacer. El único consuelo sería la presencia de Marie, a la que propuse la aventura y que, como excusa para acompañarme, alegó alguna imperativa necesidad periodística. No recuerdo bien el pretexto, pero tuvo que ver con escribir una serie de artículos sobre la organización y las comodidades o incomodidades de la vida civil en la zona libre tras el armisticio. Como no quise que Mme. Letellier pudiera desconfiar de la moralidad de un viaje a dos, propuse a Jean Lebrun que nos acompañara.

No me pareció sensato explicar a Olga el verdadero motivo del periplo que emprendíamos; las confidencias tienen un límite, sobre todo en tiempo de guerra, cuando atañen menos a la amistad que a las lealtades a un bando u otro. Aquella mujer era tan tonta que, incluso con la mejor voluntad, si la hubiera tenido, era capaz de meternos a todos en un lío con un simple comentario hecho en voz alta ante quien no debía. Por esta razón, simplemente le pedí autorización para ser el chófer de Marie en su misión periodística por el sur de Francia. Aceptó de buen grado y dijo mostrarse aliviada por que una muchacha de tan pocos años llevara a su lado a un protector de confianza. Y, de paso, añadió sonriendo, porque ambos jóvenes, Marie y Jean, viajaran acompañados de una «carabina» tan respetable. No me hizo mucha gracia verme tildado de tal. Pero reímos ambos y me tuve que aguantar.

Emprendimos camino en la mañana del 16 de julio, dos días después de la fiesta nacional, conmemoración bien triste de la toma de la Bastilla, tres días después de que Albert Lebrun dejara de ser presidente de la República y, según pudimos saber más tarde, en las mismas horas en que Hitler ordenaba que fuera preparada la invasión de Inglaterra.

Tuvimos la suerte de que la gasolina todavía no estuviera racionada aunque ya no fuera fácil encontrar un surtidor bien aprovisionado y en algunos lugares la vendieran ¡a veinte francos el litro! Una buena propina, sin embargo, allanaba bastante las dificultades.

Pusimos a Jean Lebrun en el ahítepudras, lo que pareció divertir a Marie sobremanera. Se pasó el viaje mirándolo con aire travieso, mientras nuestro joven y airado amigo mantenía una expresión más lúgubre y enfurruñada que nunca y ella me ponía de vez en cuando una mano cómplice sobre el brazo aprovechando que lo movía para cambiar de marcha.

El camino era largo, más de cuatrocientos kilómetros, y pese a que salimos muy de mañana, tras seis horas de viaje sólo pudimos llegar hasta Valence. Algunos trechos de la carretera habían quedado bastante intransitables tras los bombardeos de pocas semanas antes y no había modo de avanzar a un ritmo razonable. En vista de ello, decidimos almorzar en Valence. Fui derecho a Pic, el antiguo hotel de la avenida Victor Hugo, cuya bodega tenía justa fama y en el que comeríamos algún guiso, si no abundante debido a los rigores de la guerra, al menos bien condimentado y sabroso.

Aquellos primeros días de después del armisticio y del establecimiento de una engañosa zona libre en el sur de Francia, producían una extraña esquizofrenia en el observador: el país estaba en guerra, desde luego, había sido derrotado, por supuesto, pero había recuperado, al parecer, la normalidad de antes del conflicto. Sin embargo, normalidad o no, destrozos de la guerra o no, nada había vuelto a ser como antes. El paisaje era el mismo y las ciudades que atravesábamos seguían siendo iguales a como las recordábamos (bueno, en fin, con alguna destrucción provocada por los bombardeos de la aviación alemana en zonas rurales), pero todo era distinto aunque todavía o de nuevo engañosamente normal.

Por eso, la llegada a Les Baux sólo produjo en Marie una reacción de maravillada sorpresa. Me obligó a detener el coche casi en el mismo lugar en el que yo me había parado cinco o seis años antes y se apeó de un salto ágil, como el de una cabritilla. También Jean Lebrun se estiró, desenroscándose de la posición forzada en la que había viajado metido en el ahítepudras. Y mientras Marie aplaudía con un entusiasmo casi infantil, Jean se unió a ella al otro lado del camino; se detuvo y permaneció inmóvil y en silencio contemplando el espectáculo de aquella roca blanca iluminada por el sol poniente.

Mais que c’est beau! —exclamó Marie. Dejó de aplaudir y apoyó las manos en el hombro izquierdo de Jean—. Nunca he visto nada igual… ¿Y eso es una fortaleza? Casi ni se ve…

—No —dije desde el coche—, está muy disimulada en la roca. El pueblo está justo detrás.

—¿Y su casa está en el pueblo? —volvió la cara para mirarme.

—No, no. Está a unos tres kilómetros de aquí, en el llano, siguiendo por esta misma carretera. Enseguida llegamos.

Jean Lebrun se dio la vuelta.

—Esta familia de españoles que tiene usted allí, son los que usted dice que son luchadores antifascistas escapados de España.

—Sí, eso es lo que son… me parece —sonreí—. En fin, en la medida en que un catedrático de universidad puede serlo… Luchadores escapados de España… Al menos ellos pudieron llegar a Francia y ponerse a salvo.

—¿Están solos en la casa? ¿No es un poco arriesgado que cualquiera los encuentre allí?

—No, mi amigo el cónsul portugués es quien los ha traído hasta aquí. Está con ellos protegiéndolos y nos espera…

—Geppetto —dijo Marie, interrumpiéndonos a los dos con cierta urgencia—, ¿tiene usted una cámara de fotos? Se me ha olvidado la mía en Vichy. ¡Qué tonta soy!

—No se preocupe, Marie. Llevo una en mi equipaje. Es una Zeiss estupenda. ¿Seguimos?

—Vamos —contestaron los dos a coro. Y Marie añadió—: me muero de ganas de rencontrer les petits espagnols que se han escapado del infierno.

Hicimos una entrada triunfal por el camino de tierra de Les Alpilles. Marie se había puesto de pie en su asiento y, agarrada al marco del parabrisas, daba gritos de entusiasmo, mientras que Jean, sentado a mis espaldas sobre el guardabarros y con los pies metidos en el espacio del ahí te pudras, contemplaba la escena con solemnidad y aire levemente desaprobatorio.

El escándalo de ruidos y bocinazos, como no podía menos de ocurrir, alertó a todo el mundo. Dos niños de más o menos diez años, saliendo a toda velocidad del porche, se precipitaron con expresión sorprendida y la boca abierta a la explanada que había delante de la masía. Se pararon de golpe, mirando con los ojos como platos hacia el automóvil en el que llegábamos. Cualquiera habría dicho que sobre ellos se abalanzaba un tren expreso que, en su camino hacia París o hacia la jungla tropical, estuviera dispuesto a atravesar la casa de parte a parte.

Inmediatamente detrás de los niños asomó con aspecto de ansiedad mal reprimida la figura bonachona de Arístides. Al vernos, sonrió con alivio. Le seguía una mujer joven y pequeña, peinada con un severo moño, que se apresuró a sujetar a los niños para que no fueran atropellados por este automóvil de locos que se dirigía hacia ellos sin control.

Detuve el coche y nos apeamos todos.

—Ah, Arístides —dije, frotándome las manos con buen humor—, aquí estamos… Recuerdas a mademoiselle Marie Weisman y a monsieur Jean Lebrun.

Pois. ¿Cómo podría olvidar a mademoiselle Weisman?… Y a monsieur Lebrun, claro —se apresuró a añadir—. Te voy a presentar a la señora Neira y a dois de sus hijos, Joan y Andreu.

—Usted es el señor de Sá, ¿verdad? —preguntó la mujer joven. Se acercó a mí apartando a sus hijos con suavidad. Tenía unos ojos negros muy hermosos, algo tristes y asustados. Me cogió las manos entre las suyas y las apretó—. No sabemos cómo agradecerle lo que está haciendo por nosotros…

—No estoy haciendo nada, señora mía, nada… No me lo agradezca —quise retirar mis manos porque me resultaba un tanto embarazoso tenerlas retenidas por aquella mujer de singular fuerza. Pero ella no me dejó.

—Sí que está haciendo… y ha hecho mucho más de lo necesario. Ha arriesgado lo que no tenía que arriesgar por una familia a la que usted ni siquiera conoce.

Era verdad. ¿Y qué sabía yo de los riesgos que corría con todo esto? Porque una cosa era mantenerme (bien, de acuerdo, por egoísmo y por poltronería) al margen de toda esta historia y otra muy distinta, incurrir en los peligros verdaderos que había aceptado arrostrar al ceder a los ruegos de Arístides en nuestro almuerzo de unos días antes en Vichy. Me dio un escalofrío. Más que nunca deseé que esta gente se marchara lo antes posible de mi casa.

—No. ¿Qué quiere usted que arriesgue? Nada, ¿verdad Arístides? —Arístides negó en silencio con la cabeza, de un modo que no me pareció muy convincente—. Ustedes son una familia que reside legalmente en Francia y que espera embarcarse hacia América dentro de unos días. Son mis huéspedes. ¿Qué puede pasar? Se irán pronto y no habrá peligro para nadie.

—Bueno —respondió ella—, en realidad nos han ordenado que nos presentemos a la policía para ser internados y si nos encuentran, lo harán… No nos engañemos: aquí estamos escondidos… Todos lo sabemos y usted también… Y eso nos hace culpables a los ojos de la policía. Y también hace que nos preocupemos por la seguridad de usted.

—Bah, bah, bah —dije.

—Están baixo mi protección —añadió Arístides con no demasiada firmeza.

—¿Qué está pasando? —preguntó Marie, irrumpiendo desde detrás en nuestro pequeño círculo de manos apretadas—. Huy, quiero decir… perdón por haberles interrumpido, pero es que los veo preocupados…

—Hablábamos en español, Marie, lo siento. Le diré de qué se trata —contesté volviéndome hacia ella. Y le traduje la conversación que acabábamos de tener.

—Pero ¿cómo es eso de que ustedes están en peligro? —Marie se dirigió a la señora Neira—. ¿Lo he entendido bien? —su tono era de enfado—. ¿Habla usted mi idioma? Soy Marie… quiero decir, bon soir.

—¿Cómo está usted? Yo me llamo Elvira. Sí, sé francés… Perdone que habláramos en español —contestó.

—No es nada, Marie —dije para tranquilizarla—. Sencillamente…

—Sencillamente —me interrumpió Jean desde donde estaba al lado del coche—, que nuestro país, el suyo, Marie, y el mío, se dedica a traicionar toda decencia. Ce gouvernement trahit toute décence. Voilà. Francia siempre ha sido un país de acogida en nombre de la libertad y de la democracia. Ahora se ha convertido en una nación que rechaza todo lo digno, todo lo honorable que hay en el ser humano.

Marie sacudió la cabeza como si no entendiera.

—Pero, vamos a ver…

No pudo continuar. Fue interrumpida por la llegada de dos personas más que, saliendo del porche, avanzaban hacia nosotros con timidez. Una era un hombre de edad mediana, probablemente próximo a la cuarentena; tenía lo que, para simplificar, yo hubiera descrito como un «aire intelectual», gafas redondas, traje negro, pelo negro repeinado y el porte algo solemne de quien nunca pierde la calma y está acostumbrado a ejercitar la paciencia. Eduardo Neira, sin duda. El segundo era lo menos parecido posible al profesor Neira: alto y desgarbado, bastante joven, pero no lo bastante como para ser hijo del anterior, la ropa que vestía estaba muy usada y su estado físico era lamentable.

Arístides titubeó.

—El profesor Eduardo Neira —dijo por fin. En ese momento Elvira se acercó a su marido y se cogió de su brazo con ambas manos. Quedaron los dos mirándome en silencio—. Y… —Arístides dudó de nuevo—, en fin… esto… este amigo es Domingo González.

El muchacho me miró de hito en hito y me dedicó un curioso saludo, medio inclinación de cabeza, medio afirmación con la mandíbula, como si, aun reconociendo que me debía un cierto respeto por mis canas y, caramba, por encontrarse en mi casa, quisiera no dar una impresión de sumisión. Pobre hombre, era un verdadero espectáculo, con sus ojos hundidos y los párpados enrojecidos, las mejillas colgándole de las sienes y el color de piel cetrino de hambre y dolor.

Arrugué el entrecejo y miré a de Sousa.

—Sí —dijo Arístides al cabo de un instante.

Me acerqué a Neira y le di la mano. Las suyas eran gordezuelas, delicadas; le sudaban. Luego vi que se las frotaba todo el tiempo.

—¿Cómo está usted? —le pregunté—. ¿No estaba enfermo uno de sus hijos?

—Bueno, claro, sí… Sí, se trata de nuestro hijo mayor. Padece asma y este clima húmedo y caluroso no le sienta nada bien —y luego, viendo que yo miraba al joven Domingo González, añadió—: Domingo es un antiguo amigo de Barcelona que estaba internado en Prats de Molló —como si tal cosa lo explicara todo.

—Ya —dije.

—En realidad, Manoel —intervino Arístides—, yo mismo, viendo el estado en que se encontraba Domingo, sugerí a Eduardo que lo trajera hasta aquí, agora que el chico por fin había conseguido salir… bueno, escapar de Prats. De otro modo corría el riesgo de ser deportado a España y fusilado. Sé que não es correto porque debí pedir tu permiso, pero el riesgo de vida era grande.

—Ya… ¿y qué va a hacer?

—No se preocupe usted por mí, señor de Sá —intervino de pronto el joven mientras se aproximaba más a nosotros. Tenía una voz hermosa y clara, de las que sirven para hacerse oír en los mítines. Cojeaba un poco—. Llevamos año y medio en Francia y nos hemos acostumbrado a esta tierra, hemos aprendido el idioma… —después, con desparpajo total, siguió en un francés bastante fluido aunque con un acento horroroso—: No creo que vaya a tenerlo muy difícil yéndome hacia el norte.

—¿Hacia el norte?

Se encogió de hombros.

—Mejor en el norte que cerca de los campos franceses en los Pirineos, ¿no? —sonrió—. Está lleno de flics, de polis.

—Ya —interrumpió Marie—, pero en el norte está lleno de boches y esos bromean aún menos que los flics. Hola, soy Marie Weisman y éste es Jean Lebrun. Da clases.

—Soy profesor de instituto —matizó Jean secamente. Marie dejó escapar una carcajada y le apuntó con un dedo risueño. Esta mujer iba a acabar con nosotros.

—Oiga, señor de Sá, no crea que no. Le estoy muy agradecido por lo que ha hecho por nosotros —Domingo me miraba con fijeza y expresión seria, pero me pareció detectar un tono burlón en sus palabras, como si yo, un típico rico ocioso, hubiera tenido la obligación de echarle una mano. ¿Para qué estaba en este mundo si no?

Me volví hacia Arístides.

—Tú dirás lo que hacemos, amigo. Yo…

—¿Me permiten que haga una sugerencia? —dijo Elvira Neira. Todos nos volvimos hacia ella—. Eh… ¿por qué no preparo algo de comer…? —me miró con una sonrisa tímida y cómplice—. Bueno, en realidad, hemos matado una gallina de su corral, como venían ustedes, nos permitimos…

—No, no, si me parece muy bien, no me importa nada que hayan matado una de mis gallinas o más bien una de m’sieu Maurice. Yo…

—… pensábamos que nos perdonaría… Le pedimos permiso a m’sieu Maurice, claro… No le hizo mucha gracia pero dijo que no le importaba. La he preparado en pepitoria con lo que había, hasta con unas almendras. También hay tomates de la huerta y aceitunas y algo de aceite… ¿Qué le parece?

—Elvira cocina muy bien la pepitoria —apuntó Eduardo Neira.

—Bien, bien, a mí me parece muy bien. Es más, en la bodega hay alguna botella de vino —levanté una ceja—. Bueno, si han dejado alguna.

Uno de los dos niños, haciendo con la mano un gesto que imitaba una carrera en círculo, enloquecida y errática, nos explicó:

—La gallina corría y nosotros íbamos todos detrás. Fue Joan el que la cogió y luego Domingo la agarró por el cuello y crac se lo retorció… —el niño Andreu se ahogaba de la risa al contar la aventura.

Todos nos sumamos a la hilaridad infantil y Joan añadió:

—Nos queremos hacer un gorro de plumas, como los indios.

—Bueno —dije frotándome las manos—, pues comamos… Que alguien prepare la mesa debajo del porche. Allí estaremos bien, disfrutando de la fresca.

—¿Por qué cojea usted, Domingo? —preguntó Marie.

—Ah, por nada. Esto de andar mucho desgasta los zapatos —levantó un pie para enseñarnos el gran boquete que tenía en la suela—. Y en algún sitio de algún camino debí de pisar una piedra puntiaguda…

Dimos cuenta del guiso, de los tomates y de tres o cuatro botellas de vino en un santiamén. Recuerdo la primera parte de aquella cena como bien grata, tan alegre y despreocupada que bien hubiera podido ser una reunión familiar en la que se celebrara un cumpleaños o una primera comunión. Sólo al lado de su madre, el tercero de los hijos Neira, pálido y ojeroso, con aire enfermo, estuvo en silencio toda la noche hasta que se fue a acostar; lo único que probó fue un caldo que le había hecho Elvira con los huesos y los higadillos de la famosa gallina.

Sentada entre Jean Lebrun y Domingo González, Marie fue la reina de la fiesta. Aplaudió, rió, contó historias de París y de la Sorbona, del novio con el que casi se había casado, un vrai con, y de los peligros de conducir ambulancias en el frente del Ebro (momento en el que Domingo pareció despertar cambiando el semblante serio por un gesto de animada melancolía), entremezclándolas con bromas a sus compañeros de mesa y miradas cómplices a Arístides y a mí. Allí, a la luz de las velas, con la melena suelta y el nada discreto escote de una blusa veraniega de algodón, nos tuvo hechizados a todos. Elvira Neira la miraba con ternura serena y una media sonrisa bailándole en los labios.

—Se diría que no estamos en guerra —comentó de pronto Jean—. Hace una noche maravillosa, hemos cenado bien, hemos reído mucho y estamos sentados alrededor de esta mesa comme de vieux camarades.

—Y sin embargo, compañero —le respondió Domingo—, estamos en guerra… —y luego masculló en español—: Me cago en dios.

—Y sin embargo, estamos en guerra —repitió Jean, inclinándose para mirarle por delante de Marie.

—Claro, pero ¿sabéis lo que nos une a todos los que estamos en torno a esta mesa? —preguntó Neira. Hubo un silencio—. Todos somos derrotados —hizo una pausa—. Todos hemos sido vencidos en esta guerra que casi no existe, aunque sólo sea porque tenemos que huir o escondernos o disimular… porque existe un enemigo que nos ha vencido a todos…

—¿Cuál? ¿Alemania? —preguntó Marie.

—¿Alemania? —interrumpió Jean con voz campanuda, como si estuviera declamando—. Entonces tenemos dos enemigos. Alemania, sí. Y Francia. Porque si Alemania nos ha derrotado en el campo de batalla, Francia ha dejado de existir, se ha rendido, se ha acobardado. Este país, que ya no es el mío, tomó la decisión vergonzosa de no defender París. Ha dicho no combatiremos más… ¡lo ha dicho un mariscal!… Un héroe —añadió con sarcasmo—. ¿Cómo podremos fiarnos de los viejos, incluso cuando están cubiertos de gloria? ¿Debemos fiarnos de ellos ahí donde están, encaramados a las ruinas después de haber perdido una causa que no estaba perdida? —alargó una mano para agarrar la botella de vino. Rellenó su vaso y después, viendo que el de Marie también estaba vacío, murmuró alguna excusa ininteligible y echó vino en su copa—. ¿Y qué ha dicho Francia? Ha dicho: no soy culpable… son culpables mis hijos y por eso los voy a castigar.

Não sé, Jean. Toda derrota militar trae consigo humillaciones… Es siempre inevitable.

—Bueno, inevitable… Nos queda la esperanza de que la historia nos vengue y vuelva a poner a estos vejestorios donde les corresponde: en la sombra y el olvido.

—Ya —respondió Neira—, y de debajo de los rodapiés salen las cucarachas —suspiró—. Los traidores de ahora son los traidores de siempre, los cobardes.

—Hombre, va —añadí—, y también los que están de acuerdo con la nueva situación y los que sólo se rinden porque es el único modo de asegurarse el pan, y alguno que, sin ser necesariamente cobarde, pretende sacar tajada de la situación en provecho propio —alcé las cejas y abrí las manos—. Cosas así.

—¿Y a mí qué carajo me importa de quién sea enemigo Francia? Que Francia sea vuestro enemigo —dijo Domingo de pronto señalando a Jean con la barbilla—, es vuestro problema, el de vosotros los franceses.

—¿Ah? —dijo Marie.

—Y el vuestro —contestó Jean—, el de los que estáis en Francia refugiados, habiendo huido de Franco. Éstos sí que son enemigos para vosotros porque habéis llegado aquí huyendo de la muerte cierta y os habéis encontrado con la miseria y el desprecio…

—No, Jean. A los derrotados siempre los tratan igual, aquí o en la Cochinchina. No nos engañemos. A nosotros nos venció el fascismo y ahora de lo que se trata es de seguir la lucha a muerte contra ellos —puso las dos manos sobre la mesa, con las palmas hacia abajo, como si quisiera darse impulso y ponerse en pie. Marie lo miraba sin parpadear. Domingo alzó la voz—. Mi enemigo es Franco, es Hitler, es Mussolini, es Pétain… No Francia. ¿A mí qué me ha hecho Francia? Sí, me ha tratado como una mierda. Claro. Pero me ha salvado la vida, ¿eh? Y a lo mejor ahora ya no… a partir de ahora ya no, pero serán los fachistas, no los franceses los que acaben conmigo. Pues ¿sabes lo que te digo? Que hasta que no los derrotemos a todos, a los Hitler y a los Franco, el mundo será una mierda. Pues eso. ¿A mí qué más me da que me maten en Francia o en Alemania? Lo que me importa es quién me mate, porque lo hará donde me pille…

Mais non! Puede que no para ti, pero para mí el enemigo es Pétain —se señaló el pecho con el pulgar—. ¡Qué enemigo abstracto ni enemigo abstracto! ¡Ya hombre, fascistas! Es Pétain el que me ha clavado un cuchillo en la espalda y ha traicionado a todos los franceses…

—¡Como a mí Franco! Ya sé que mi lucha va a acabar teniendo que librarse en España hasta que acabemos con todos ellos, pero mientras tanto…

Viéndolos, se hubiera dicho que eran dos gallos de pelea ensoberbecidos, con el plumaje encrespado, marcando airados su territorio, guapos, duros, sombríos, oliendo a macho. Y de pronto me di cuenta de que los dos muchachos no disputaban en realidad sobre cuestiones ideológicas o de supervivencia, sino que estaban escenificando un rito de conquista en el que la política contaba poco, en el que el peligro no les añadía miedo sino adrenalina.

Fijé los ojos en Marie. Miraba fascinada de un joven a otro con la respiración ligeramente entrecortada, sin pronunciar palabra, sin apartar ni un instante la atención de lo que decían, tal que si su vida dependiera de aquella discusión; tenía la cara brillante, seguro que del calor de la noche de julio, pero sobre todo de la excitación de las palabras y las posturas.

Miré a Marie y tuve celos.

Así, de pronto. Irracional, violenta, irremediablemente, tuve celos. Porque yo estaba excluido de aquel combate; me encontraba fuera de sus límites, había quedado al margen de aquella justa de trovadores de la guerra. De la pelea de aquellas dos fieras, uno de las cuales terminaría por subyugar a la gacela, hincándole las garras en el pecho para arrancarle el corazón. Así fue lo que vi. Y no pude ponerle remedio.

Yo era otra cosa. Yo era sólo un espectador impotente. Yo era un tipo pacato, amable, de voz y modales apacibles, de discurso irónico, de opiniones civilizadas, arrastrado en contra de su voluntad a este reñidero de gallos, metido de hoz y coz en una guerra idiota y sangrienta, que, tal como discurría, amenazaba con llevarme a la peor de las muertes antes de que fuera librada la siguiente batalla.

¿Cómo iba yo a competir con aquellos dos jóvenes que intercambiaban argumentos como si fueran pelotas de foot-ball?

Desvié la mirada hacia Elvira Neira que, desde una esquina de la mesa, tenía los ojos clavados en mí. Se me debía de haber pintado en la cara una expresión desolada de impotencia, de incomprensión o de rabia, no sé, porque, sorprendida y tal vez avergonzada, apartó la mirada, pero supe que había comprendido y se me hizo insoportable su conmiseración. Enrojecí e intenté aparentar indiferencia o, al menos, una cierta distancia condescendiente.

—Y por ahora a ti qué más te da Pétain —prosiguió Domingo con calor. Se había levantado y, saliendo de detrás de la mesa, había ido a colocarse entre ésta y el jardín, al lado de una de las columnas del porche—. ¿Qué más te da? El mundo civilizado tiene ahora un enemigo único: el fascismo y nuestra obligación es pelear contra él donde quiera que esté… aquí, en Italia, en Alemania… ¿Tú crees que en España nos derrotó Franco? ¡No, quia! Ganar, nos ganó Franco, pero derrotarnos, nos derrotaron Franco, Mussolini y Hitler juntos. La internacional fascista. Y es a ella a la que hay que derrotar.

También Marie se había puesto en pie y había ido a apoyarse contra el muro de la casa. Como no me parece que su movimiento fuera consciente, sospecho que lo hacía instintivamente, para no perderse el conjunto de los gestos de los dos antagonistas, para poder contemplar mejor el drama que se desarrollaba en el porche de mi casa, convertida, por fuerza de las circunstancias, en un verdadero escenario de teatro.

Jean Lebrun seguía sentado, aparentando la misma frialdad que había demostrado desde el comienzo de la discusión.

—Eso que dices está muy bien, pero Franco está en España, Mussolini está en Italia y Hitler está al norte de la línea de demarcación.

—¡Claro! Nos queda Pétain. A ver si os enteráis: sólo nos queda Pétain. Nosotros contra Vichy y, al tiempo… que la policía francesa se acabará aliando con la Gestapo para derrotar a los patriotas que quieren liberar a Francia. Bonito, ¿eh?

—Pues es exactamente lo que te digo: la lucha contra la internacional fascista estaría muy bien si fuéramos capaces de derrotar toda esta maquinaria bélica y de propaganda de que disponen estos salauds. El fascismo o el nazismo o como quieras llamarlo, qué más da. Yo te digo que el enemigo exterior importa poco, que lo que importa es la descomposición del enemigo interior, su degradación hasta la podredumbre, su derrota.

Decidí intervenir.

—Todo eso está muy bien, pero me parece que los dos olvidáis un dato fundamental, implícito en lo que afirmaba Domingo hace un momento: que esta guerra de Alemania contra Francia está acabada y vencida. Igual que la guerra de Alemania contra Polonia y contra Bélgica y contra Holanda y contra Noruega y contra los Sudetes. Como decía Neira hace un rato, todos hemos sido derrotados. Hitler es el dueño de Europa y no creo que tardemos mucho, dos o tres meses a lo sumo, en ver que todos los demás, con Churchill a la cabeza, firman la paz y sanseacabó. Los alemanes se irán de París y volveremos a celebrar las navidades sin uniformes extranjeros por las calles. ¡Ah, pero amigos míos! Nuestras miserias bélicas podrán haberse terminado, pero empezarán nuestras miserias de paz… todos bajo la misma bota de la misma dictadura. Ahora… —levanté un dedo—, una cosa es luchar contra un invasor o contra el tirano de casa cuando se está en guerra y otra muy distinta cuando se acabó la guerra… No habéis visto nada aún (bueno, vosotros los españoles, sí), quiero decir vosotros, nosotros los que estamos en Francia, no hemos visto nada de lo que nos queda por padecer en nombre de la paz, del orden y de la patria. ¿Quién va a luchar contra el fascismo, Domingo? ¿Nosotros? ¿Quién va a luchar contra Pétain, Jean? ¿Vosotros?

—¡Nosotros, Geppetto! —exclamó Marie—. Nosotros contra todos…

Levanté las cejas.

—¿Sin un solo aliado fuera? ¿Sin nadie que nos eche una mano? ¿Se fía usted de los ingleses y de su desinteresada ayuda? ¿De los americanos a cinco mil kilómetros? ¿De los rusos? Mis jóvenes amigos, no hay nada más difícil que luchar contra la paz… o, mejor dicho, contra un país pacificado por las armas. Las mismas armas que antes se emplearon en las trincheras y que ahora deberían callar, necesitan un enemigo más que nunca.

—¿Me quiere usted decir que lo más sensato sería abandonar la lucha sin siquiera haberla empezado? ¿Que mis años de guerra, mis meses de campo de concentración no habrán servido para nada? ¿No vale la pena luchar porque estamos derrotados de antemano? —la voz de Domingo retumbaba debajo del porche—. Debo abandonar mis ideales, huir y con un poco de suerte hacerme rico, mientras la gente aquí se pudre. ¿Yo? Prefiero la muerte.

—¿Pelear solos? —pregunté—. Os aplastarán como a cucarachas… Mejor que os volváis a España a luchar en la guerrilla. Al menos, lucharéis por vuestra tierra.

—No, don Manuel. Desde luego que volveremos, pero por el momento, el campo de batalla se ha trasladado a Francia porque aquí es donde está el fascismo triunfante. Ya lo verá: bastará con que peguemos una patada en el suelo para que surjan los patriotas a miles…

—Ah, no —dijo Neira—. Creo que la batalla de España no está ni mucho menos perdida. La guerra en Francia se acabará pronto, es cierto, pero precisamente por eso será necesario mantener viva la de España: una guerrilla de desgaste fuerte y rápida, eso es lo que se necesita allá…

—No es así —protestó Domingo—, no estoy de acuerdo. Debemos liberar a Francia, aunque estemos solos para hacerlo.

Arrugué el entrecejo con resignación. ¡Cuánto entusiasmo juvenil desplazado! Un solo disparo de un mísero fusil entre millones de fusiles, una sola bala entre decenas de millones de balas y esta voz poderosa y apasionada callaría sin que apenas nadie se diera cuenta de ello, sin que fuera necesario condecorar a nadie por una acción bélica idiota. ¡Pobre Domingo!

—Stalin nunca nos abandonará —afirmó de pronto Jean con voz tranquila.

—¡Ah! Acabáramos —exclamó Domingo volviéndose hacia él, recuperado el hilo argumental—. ¡Claro! Vosotros los comunistas, ¡ah, carajo, si os he padecido en España!, vosotros los comunistas pretendéis impedir que luchemos contra los nazis y ¿sabes por qué?…

La mera mención de los comunistas me sobresaltó. ¡Los comunistas! Quise disimular, pero seguro que se me notó en el gesto de la cara. Marie me miró y frunció el ceño.

—No, no, no —interrumpió Jean con vigor—. Lo que pretendemos es luchar contra el régimen de Pétain, acorralándolo hasta que sea derrotado… La gente en el poder, Pétain, Laval y los demás son los principales responsables del sufrimiento del pueblo y de su sumisión al yugo extranjero. Pétain y su gente han sido quienes han provocado deliberadamente la derrota del país para así instaurar, con la ayuda extranjera, un régimen de dictadura. Eso es contra lo que hay que luchar. Y en esa lucha contaremos con el apoyo de Rusia…

—Ya. Con el mismo apoyo de Rusia que tuvimos en España. Tus comunistas se dedicaron a purgar a los compañeros y papá Stalin se quedó con todo lo demás. ¡Pero si es peor que los capitalistas, hombre! Vosotros, ¿eh?, no queréis que luchemos contra los nazis —repitió Domingo con ardor.

—¡Sí queremos!

—¡No queréis! Vuestra única consigna es —puso la voz aflautada—: «Hay que derrotar a Pétain», ¿y sabes por qué? —nos miró a todos—. ¿Sabéis por qué?

Jean no dejó que Domingo se contestara a sí mismo.

—Bah, vas a decir que es porque es el único enemigo que nos queda al alcance de la mano… Suponte que todos perdemos la guerra, lo que, como dice monsieur de Sá, es probable que ocurra en unas pocas semanas. Ahora no estamos preparados para combatir con un ejército alemán que es infinitamente más poderoso que nosotros. ¿Pero y dentro de un año cuando lo que tengamos enfrente sea el pobre y desmoralizado ejército francés? ¿Con ese viejo mariscal chocheando?

—¿Sabéis por qué? —insistió Domingo.

—Bueno, es evidente, ¿no? —dijo Neira con voz pausada. Todos se giraron hacia él. Jean permaneció en silencio—. Es por el pacto germano-soviético de hace un año, ¿verdad? Si la gran patria del proletariado se alía con la gran patria del nazismo, ¿quiénes son los meros franceses para oponerse a ello? ¿Quiénes son los comunistas franceses para oponerse a ello?

Mais que isso —propuso Arístides, que no había abierto la boca hasta entonces—. También está el tratado de amistad y cooperación firmado por Hitler y Stalin, en septiembre del año pasado, para repartirse mejor Polonia, ¿verdad?

—No es así —saltó Jean a la defensiva—. Son alianzas tácticas… Y nos conviene que el sistema de Vichy se tambalee porque sólo así acabará siendo el hazmerreír del mundo entero y caerá como una fruta madura.

—El viejo Pétain es ridículo, ¿eh? —dijo Domingo—. Con sus patrias y sus religiones y su trabajo y su familia y su moralidad de cretinos, es ridículo, ¿no? Pues, amigo Jean, son las mismas patrias, las mismas religiones y familias que las de Franco. Año y medio lleva este hijo de puta en España matando gente y el lema es el mismo, patria, familia y trabajo, y no me parece que se esté pudriendo nada. Te diré más, camarada: en cuanto Hitler se lo pida, y te garantizo que se lo pedirá pronto, Franco entrará en la guerra de su lado. ¿Fruta madura? No, Jean. Sólo si luchamos a la desesperada tendremos una mínima posibilidad de derrotar a tus nazis algún día —se volvió hacia mí—. Incluso si se ha acabado la guerra, don Manuel.

—Vosotros los anarquistas, con vuestro nihilismo, pretendéis desmontar…

—No pretendemos nada, Jean. Vamos a ver si consigo explicarme, joder —exclamó—, no tengo en cuenta ninguna necesidad política, ningún requerimiento de ninguna directriz de ningún partido, de ninguna dirección de nada. Todo eso me trae absolutamente al fresco. Sólo pretendo dos cosas y las pretendo sin matices, sin condiciones: pretendo eliminar el fascismo erradicándolo de la faz de la tierra y pretendo derrotar de paso a Hitler y al tonto ese de Pétain. No sé si queda claro.

—Clarísimo —concluyó Marie dando una palmada y separándose de la pared.

—Grandes argumentos, nobles propósitos —intervino Neira, como si con sus palabras pudiera desmontar la puerilidad de las de Jean y Domingo.

—Naturalmente que queda claro. Por supuesto que estoy de acuerdo con vosotros al máximo —dijo Jean—. Rechazo, sin embargo, la desorganización, el perseguir objetivos esenciales en desorden, lo que en el fondo entorpece la consecución de los objetivos finales.

—Vaya —dijo Domingo sonriendo—, eso sí que me suena a directiva del partido, que es algo que me pone enfermo, pero al menos estamos sustancialmente de acuerdo en quiénes son los enemigos a derrotar y en que no queremos demorarnos mucho en hacerlo.

—Directivas de partido, enemigo a derrotar… Habláis de Hitler, de Stalin, de Pétain, de Laval —dijo Neira con voz tranquila—, hablamos de Churchill y de Roosevelt… Cada cual a su manera, todos obedecen, bueno, obedecemos, unos mandatos morales que sólo los partidarios de cada cual reconocen y aceptan, o debieran reconocer y aceptar con exclusión de los de los demás. Unos códigos de conducta que todos ellos quieren bañar en una gran solución líquida de respetabilidad. Ninguno acepta nunca que hace las cosas porque le conviene… Todos nos presentan sus peores crímenes bajo el disfraz de la honorabilidad. Si alguno de estos estadistas justifica alguna vez sus actos en aras de la verdadera lo que sea, la verdadera libertad, la verdadera democracia, los verdaderos intereses del pueblo, malo. Miente —levantó la mirada y la fijó en los tres jóvenes—. Os lo digo para que no os fiéis nunca de los cantos de sirena… Si estando cada cual en trincheras opuestas, todos aseguran estar en posesión de la verdad, es que ninguno posee un ápice de esa verdad —se puso muy serio—. Espero que estéis muy convencidos de la justicia de vuestra causa, de la necesidad de hacer lo que sea necesario con tal de verla triunfar. Porque la actividad política y, por supuesto, la mercantil, nunca, nunca es moralmente justa, siempre es delictiva. No es posible realizar una actividad pública sin cometer el delito que responde a la necesidad de llevarla a buen puerto… ¿El fin justifica los medios? No, claro. Sin embargo, la vida y especialmente la guerra nos enseñan que el fin siempre se invoca para esconder los medios empleados. Seréis crueles y nunca os podréis arrepentir…

Hubo un largo silencio.

—De modo que —hablé—, cuando Pétain habla de entregarse por Francia, en realidad, lo ha hecho porque era el único modo de llegar al poder absoluto. Franco fusila y fusila porque es su único medio de asegurarse el control y no porque crea que debe salvar las almas de los que fusila para expedirlas al cielo de los justos. Y vosotros ¿por qué lucháis?

Il fait chaud, Geppetto. Fíjese, toque este muro: todavía arde del sol de todo el día —dijo de pronto Marie poniendo las manos contra la pared.

—Sin embargo, la noche es espléndida —contesté. Me puse en pie y salí al jardín. Miré hacia arriba. No hubiera podido contar las estrellas que tapaba mi mano abierta levantada contra el firmamento, de tantas como había y de la nitidez con que lucían. Pero por una vez, me pareció un espectáculo sobrecogedor: en lugar de resultarme amistoso y próximo, en lugar de calentarme el corazón, me empequeñeció. Imaginé de pronto, sin congruencia alguna, un camino cualquiera de la campiña francesa en el que un tanque inmóvil, verde pálido a la luz de la luna, vigilara sigiloso con el cañón apuntando a un campanario. Una estupidez como otra cualquiera.

Me dio un escalofrío y eché a andar por entre los olivos con las manos en los bolsillos.

Noté que alguien me seguía y me detuve. Al instante, Marie me pasó una mano por el brazo y seguimos andando en silencio.

—Ah, Manuel, que c’est triste tout ça —comentó al cabo de un rato—. La guerra no es romántica.

—No, no es romántica, no.

—Es que parece mentira que hace apenas un año estuviera yo en el frente del Ebro, subiendo y bajando a las trincheras, haciendo curas de campaña con cuatro vendas sucias y un tarro de yodo, llevando aquellos cacharros destartalados que pasaban por ambulancias. ¿Sabe usted, Manuel? Me reía, fumaba esos horribles cigarros que a ustedes les gustan en España, vino, bebía vino, amaba y estaba completamente viva. El miedo nos mantenía despiertos, aunque, en realidad, no y no… Nos parecía que nunca podría pasarnos nada. Eramos inmunes a la metralla… —en la oscuridad, su perfil de niña pequeña resaltaba contra la roca blanca de Les Baux, allá a lo lejos. Volvió la cara hacia mí y ya no pude verla; sólo el contorno de su pelo—. Pero ahora esto ya no es divertido. Ahora tengo miedo. ¿Por qué, Geppetto? ¿Por qué tengo miedo?

—Porque ésta es su tierra, Marie. Esto de aquí es su hogar —me encogí de hombros—. El Ebro no era más que un país de salvajes, un lugar de aventuras, como si hubiera estado usted luchando en una guerra colonial. En una guerra en la que participaba por ser generosa, puesto que en el fondo ni le iba ni le venía…

Mais oui. Yo había ido allí a defender la libertad.

—Ah, les grands mots. Defender la libertad. ¿Qué libertad, Marie? La suya, ¿verdad? Pues aquí no. Aquí no hay libertad que valga. Aquí lo que hay es un alemán intentando destruir su casa, deportar a su familia, violarla a usted… No es lo mismo… ¿Me entiende?

—Le entiendo. Pero, entonces, ¿porqué me dice Pétain que estoy a salvo, que no me debo preocupar, que él ha hecho el único sacrificio necesario?

—Porque miente.

Suspiró.

—Ha sido una cena maravillosa —añadió de pronto—, ¿sabe Manuel? Gracias a usted… —sacudí la cabeza—. No, no, déjeme terminar. Ha sido una cena entre amigos, sin miedo, con historias divertidas —se detuvo y, repentinamente, se puso a reír en voz baja—. Sólo faltaba la orquesta del pueblo o un gramófono de La Voz de su Amo para que nos hubiéramos puesto a bailar.

Empezó a tararear «La mer», imitando a Charles Trenet; se puso delante de mí, colocó su mano izquierda sobre mi hombro, con la otra agarró mi mano, pegó su mejilla contra la mía y murmuró: «Dansons».

Estuvimos así una eternidad, abrazados, creyendo que bailábamos. Después, Marie apartó la cara para mirarme, quitó la mano de mi hombro y me acarició la mejilla con el dedo índice. Suspiró y se apartó.

Bon —dijo—, ¿sabe qué? Me muero de calor. ¿Está limpia la alberca? Porque me encantaría bañarme en ella.

Tiró de mí y me arrastró hacia la alberca.

El agua estaba oscura, verdinegra, con apenas un riel de luna atravesándola en diagonal. Nos detuvimos y apoyamos nuestros brazos en el borde.

—Me tiene que prometer que no va a mirar, ¿eh?

—Claro —contesté. En ese momento hubiera prometido incluso mi condena eterna.

Todo quedó en silencio hasta que oí el suave chapoteo de Marie entrando en el agua.

—¡Brrr! ¡Qué buena está!

Oí cómo nadaba y volví la cabeza. Encuadrada en la luz de la luna, su espalda blanquísima refulgía como si en la alberca estuviera nadando un pez fuerte y sinuoso, cubierto de escamas plateadas, lleno de armonía. De vez en cuando sobresalían del agua un muslo o un brazo o un pie ligero.

Entonces y más tarde y más tarde aún, una y otra vez vuelvo a ver la escena con idéntica nitidez y una y otra vez se me encoge el estómago y se me tensa la cintura con idéntica emoción. Me parece que es la fotografía preferida de mi álbum de recuerdos.