5

MARIE WEISMAN

Refrescado tras el largo paseo a la orilla del Allier pero con ganas de darme un buen baño perfumado y de afeitarme antes de acudir a la cita con Olga Letellier, regresé al hotel. Lo hice siguiendo el camino inverso al que había utilizado un par de horas antes. Tampoco es que hubiera muchos más. En fin. Cuando cruzaba por el parque en línea recta desde el hotel du Parc al Carlton, allí mismo, bajo la galería cubierta, me topé con Luis Rodríguez, el ministro mexicano.

—¡Manuel! —exclamó, arrastrando mi nombre con aire de fatalidad. Por su semblante cariacontecido, me pareció un alma solitaria en busca de un poco de compañía. Ceremonioso, se quitó el sombrero e hizo con él un gesto casi por entero versallesco—. Buenos días, ¿cómo le va? Pero ¿y qué hace usted a tan temprana hora?

—Paseo, don Luis, paseo para quitarme las miasmas y disponerme a hacer frente a las locuras que hoy nos depare el mundo… Ojalá que conocer a la señorita Weisman nos sirva de consuelo… ¿Usted también la va a saludar?

—He sido convocado, sí —dijo con una sonrisa socarrona.

—Bueno, veremos qué nos ofrece hoy el destino en forma de joven parisina y así podremos comprobar si la espera estaba justificada… Vaya, Luis, dicho todo lo cual, a usted tampoco parecen habérsele pegado las sábanas a esta hora de la mañana aunque, a juzgar por lo poco que parece sonreírle la vida hoy, hay días en que sería mejor quedarse en la cama.

—Permítame que lo invite a desayunar y le explico la razón. Sé bien que esta costumbre de desayunar para conversar es cosa de bárbaros, pero en estos tiempos de guerra no queda resquicio para los buenos modales.

Sentados en un pequeño restaurante del pasaje Giboin, tomándonos lo que sería con toda probabilidad uno de los últimos cafés verdaderos que podríamos degustar en años y, desde luego, el croissant definitivo, Rodríguez me dijo:

—Anteayer me entrevisté con el mariscal. Ya sabe usted, Manuel, acababa yo de regresar de Montauban de visitar a su presidente…

—Lo sabía, sí, y no había tenido ocasión de… ¿Qué tal está el presidente Azaña?

—Pues postrado. Sí, claro… Está en una situación pésima de salud, pobre hombre, ha empeorado del corazón y, aunque lo cuida el doctor Gómez Pallete sin apartarse de su cabecera, hace pocos días tuvo un ictus ligero y ahora casi ni habla…

—¡Qué barbaridad! —exclamé.

—Sí, sí, está muy mal. Muy desmoralizado, ¿sabe? Se siente abandonado por todos. Carajo, de Sá, Azaña no tiene quien lo proteja, hombre… Tuvo que salir de naja de Burdeos… bueno, de Burdeos o del pueblecito en la costa en el que estaba, cerca de Arcachon ante la llegada del ejército alemán. Ahorita a todos los que han sido sus amigos y que tienen algo de influencia se les llena la boca de buenos deseos y en cuanto acudimos a ellos, todos le ofrecen salvoconductos que no van a parte alguna. Roosevelt, Churchill… todos. ¡Bah! Y en cuanto uno dice sí, desaparecen, encuentran dificultades insuperables, se olvidan de todo… ¡Qué desastre!

—¿Qué podemos hacer, pues?

—No, no, ya lo tengo resuelto… en fin, creo que lo tengo resuelto. Usted sabe que, por orden de mi presidente, me ocupo desde hace meses en asegurar la protección de los pobres combatientes republicanos que los franceses tienen internados de mala manera en campos de concentración. Intento levantar acta y listas para que, finalmente, el que quiera pueda viajar a México… Pero, claro, el presidente Azaña es un viajero especial al que hay que librar primero de la persecución de las tropas alemanas y de la policía española… bueno, y también de la del embajador español en París, Lequerica, que no hace más que exigir a los franceses la entrega de Azaña para que sea ajusticiado en Madrid. ¡Ajusticiado! ¿Se da usted cuenta? —Rodríguez sacudió la cabeza con horror—. Ajusticiado —repitió—. No queda decencia en este mundo.

—¿Qué podemos hacer? —repetí.

—Bueno, en realidad, como nada está a salvo de los bárbaros, ni siquiera en lo que esta gente llama zona libre, ¡libre!, ¿libre de quién?… voy a intentar llevar al presidente a un lugar seguro, ¿Vichy? ¿Aix-en-Provence? —resopló—, algo que podamos colocar bajo la protección del gobierno de México. Por ahora no lo puedo mover de Montauban puesto que su salud no lo permite… Ya veré. Intentaré alquilar allí mismo una residencia que mejore la que ahora ocupa. No sé. Pero mientras tanto, me esfuerzo en impedir que su seguridad física peligre. En fin, querido de Sá, pensando en cómo sacarlo de Europa, tampoco es tan difícil, híjole, a poco que se mejore de salud y que haya un poco de buena voluntad, anteayer, como digo, conseguí ver al mariscal en su hotel… Fíjese que cuando le comuniqué a Azaña que me venía para acá a hablar con Pétain, el presidente me dijo que, en tal caso si ése era mi interlocutor, no habría problemas. El mariscal es un hombre de bien, me dijo, una persona honorable, un gran militar, un héroe. Don Manuel sentía las dificultades por las que Francia atraviesa; el mariscal no puede ser un traidor, nadie debe tildarlo de traidor, me dijo, y merece que se le reconozca el tremendo sacrificio que le ha impuesto la historia al tener que moderar la derrota. ¡Moderar la derrota, amigo de Sá! ¡Bah! —guardó silencio mirando con tristeza a lo lejos. Dio un sorbo a su café y suspiró—. En fin, Pétain me esperaba a las cuatro y media en su habitación en el Parc. ¡Ni se levantó a saludarme! Al principio me chocó porque me pareció de una mala educación grande pero luego pensé que, al fin y al cabo, él es el Jefe del Estado de Francia, es un mariscal y, sobre todo, un anciano… me tuve que aguantar. Estaba sentado, en pantuflas, sin corbata y me ordenó sin contemplaciones que me diera prisa en explicar el motivo de mi visita porque esa tarde estaba muy ocupado. Bien. Lo hice. Le dije que el presidente Azaña corría peligro y que necesitaba la protección de Francia. ¿Sabe lo que me contestó? Me dijo que estaba dispuesto a ayudar siempre y cuando fuera con la mayor reserva. ¡Con la mayor reserva! —rió—. Para que nadie se enterara…

—… Luego Azaña dice que el mariscal es un hombre de bien —interrumpí con irritación—. ¿Sabe usted lo que quiere decir todo esto? Que esta noble aseveración utilizada por Pétain para sugerir que sus buenas acciones deben hacerse a escondidas de tal modo que los alemanes no tomen represalias y el pueblo francés no sufra por ellas es una vulgar coartada para no hacer nada.

Rodríguez se quedó muy quieto mirando con fijeza al frente.

—Bah —murmuró—. Luego le hablé de la gente que está internada en los campos y Pétain me preguntó el porqué de esa noble intención, son sus propias palabras, de cette noble volonté, de favorecer a gente indeseable. Al salir de la entrevista, vine aquí, a este bar y estuve acodado a este mismo velador y mire —dijo, sacándose del bolsillo una servilleta de papel—, lo apunté todo para que no se me olvidara. Fíjese que justo antes de despedirme, me espetó la siguiente lindeza —fijó la mirada en la servilleta y leyó—: «¿Y si ellos les fallaran como a todos, siendo como son renegados de sus costumbres y de sus ideas?» —me miró—. Ya ve, Manuel, ésta es la razón de estar tan cariacontecido, como usted dice.

—Caramba, Luis. La próxima vez que vaya usted a Montauban no deje de avisarme. Iré con usted.

Sonrió de nuevo.

—No sé si le va a gustar pasearse por los campos entre esos miles de compatriotas derrotados. Están deshechos, sucios, desesperados, incapaces de reaccionar… Son la horrible imagen de la derrota y eso pesa mucho en el ánimo de cualquiera, y más en el de un compatriota —arrugó el entrecejo.

Tres mesas más allá un hombrecillo de edad indefinida y de sucio atuendo nos miraba fijamente; tenía un periódico abierto y en una mano un croissant a medio comer. Durante un buen rato yo lo había tenido en el subconsciente; sólo cuando Rodríguez le devolvió la mirada me di cuenta, no sin alguna alarma, de su presencia. Así estuvieron uno y otro, observándose durante unos segundos, un tiempo que se me hizo eterno, hasta que el hombrecillo se dio por vencido y bajó los ojos.

—Qué impertinencia —dijo mi amigo en voz muy alta.

Bajé la voz.

—¿Un espía?

—Bueno, tal vez —dijo Rodríguez volviéndolo a mirar. Se encogió de hombros—. Me da igual. Represento a otro país… Nada puede hacerme, tengo inmunidad diplomática. ¡Que se vaya al diablo!

El hombrecillo levantó los ojos de nuevo y los fijó en nosotros. Dobló el periódico con un gesto de impertinencia deliberada, se puso en pie y se dirigió despacio hacia la salida.

—Bah —exclamó Luis.

—Vaya, se me ocurre ahora mismo que tal vez el grupo latinoamericano que hemos constituido aquí podría desplazarse a los campos y acreditar su utilidad, levantando acta, protestando, qué sé yo…

Rodríguez inclinó la cabeza.

—Bueno, tal vez. No me parece que el gobierno francés lo aprobara. Ya veremos lueguito, ¿no? —apoyó las dos manos en el mármol del velador tomando impulso para levantarse—. Vamos a rendir pleitesía a doña Olga antes de que nuestro espectador —hizo un gesto con la cabeza para señalar al hombrecillo que ya había salido a la calle—, vuelva con refuerzos y meta los pies en nuestras tazas.

Reí.

—Debo bañarme primero.

Me miró con picardía.

—Bien, tiene tiempo. Lo espero allá. Acicálese y póngase guapo.

A la hora fijada por Mme. Letellier, y casi de forma simultánea, Rodríguez y yo llegamos a la cita. En el interior del café, al fondo de su sala principal, se sentaban ya Armand de la Buissonière, mi viejo amigo y antagonista Pierre Dominique, encargado de prensa del gobierno, Arístides de Sousa Mendes, el dominicano Porfirito Rubirosa, el conde Daniel Hourny, personaje joven muy elegantemente vestido, un enarco con fama de inteligente y de malvado que trabajaba en el gabinete de Pierre Laval y un canadiense (si no me traiciona la memoria, se llamaba Oscar Hockansmith), que se ocupaba de tareas a medio camino entre la labor de prensa, la representación diplomática y el espionaje. Semiescondido en la penumbra asomaba otro muchacho también muy joven, exageradamente delgado, de grandes ojos febriles y románticos y pelo muy negro del que le caía un mechón rebelde sobre la ancha frente; ninguno lo conocíamos y Mme. Letellier, sin presentárnoslo, se refirió a él como le très jeune professeur Jean Lebrun (nada que ver con el Presidente de la República, me aclaró ella después). Otro protegido, supuse.

A la derecha del grupo, en uno de los incómodos sofás, se sentaba con languidez Bunny de Chambrun, yerno del mismísimo Laval, un tipo siempre sonriente, de largas piernas (de ahí su tendencia a recostarse en los asientos más que a sentarse en ellos) y eterno cigarrillo entre los dedos. René de Chambrun era un personaje muy simpático. Pese a su influencia social y a su considerable fortuna, nunca había querido meterse en política. Prefería llevar su bufete de abogados en París. Su madre era una americana de la buena sociedad de Washington y su padre, general en el ejército francés; un tío suyo, embajador, en Washington, primero, y en la Santa Sede durante la guerra, y el mayor de los tres hermanos, senador. De hecho, fue el único senador que el 10 de julio votó contra los poderes absolutos de Pétain. (Unos años antes Jean Giraudoux, con la lengua viperina que dios le había dado, decía de la familia: «es completa: hay un diplomático, cuyas meteduras de pata nos llevarán a la guerra, un parlamentario que votará a favor de que se declare y un general que la perderá». En fin.) En 1935, Bunny se había casado con Josée Laval, la hija lista, encantadora y caprichosa del primer ministro.

Registré toda la escena en menos de un segundo. Y lo hice casi con impaciencia porque la otra protagonista de la reunión reclamaba mi atención inmediata.

Marie Weisman se sentaba muy erguida en el borde de su silla a la derecha de Mme. Letellier y sonreía con una curiosa y atractiva mezcla de excitación e ingenuidad. Era o debía de ser la protagonista de la velada pero enseguida comprendí que Mme. Letellier nos había reunido en la mañana del 11 de julio en aquel café de los Quatre Chemins no tanto para presentarnos a su nueva protegida cuanto para subrayar su propia y recientemente adquirida importancia en la vida social de Vichy. Era obvio que le encantaba que un personaje como René Bousquet le hubiera recomendado a la joven y la hubiera puesto bajo su tutela, pero por encima de todo resultaba evidente que se enorgullecía de haber estado en disposición de hacerle ese favor. Me pareció que a poco que se la empujara, Olga Letellier se consideraría ya heredera por derecho propio de Mme. de Sévigné y se dispondría a abrir un salón literario y de discreto comercio político. Justo lo que se necesitaba en Vichy en aquellos momentos. Política y literatura.

Puede que esta Mlle. Weisman tuviera los ojos demasiado pequeños, puede que su boca fuera demasiado grande, igual que sus blanquísimos dientes, la mandíbula demasiado puntiaguda o la nariz demasiado pequeña y recta. Puede que tuviera el pelo castaño demasiado largo y que por ello lo llevara peinado a la antigua y en relativo y anacrónico desorden, con unos cuantos mechones rojizos encendidos en el brillante resplandor de un delgado rayo de sol que, rebotando en uno de los grandes espejos del establecimiento, se había colado hasta el fondo del salón. Y estoy seguro de que a la mayoría de quienes nos habíamos reunido en el café pareció que Marie Weisman era demasiado alta o que estaba demasiado delgada. Alguno pensaría que sus piernas, realzadas por una falda tan corta como lo permitía la moda del momento (y la nueva moralidad pública), eran demasiado esbeltas o que sus pies eran demasiado grandes. (Lo que nos chocó a todos sin excepción, estoy seguro de ello, fue que no llevara medias: sólo su expresión risueña e inocente desmentía que las piernas desnudas denotaran una altivez de elegante parisina, de parisienne nonchalante, con la que pretendiera señalar la poca importancia que asignaba a este pequeño centro estival de provincias.)

Una suma de imperfecciones, sí. Vaya con la suma de imperfecciones.

Marie Weisman me pareció arrebatadora.

Creo que despertó en nosotros una simpatía inmediata no exenta de un latido hecho de concupiscencia. Todos la contemplamos sonriendo embobados, con la excepción de Porfirito Rubirosa y del joven Lebrun. Porfirito me confesó más tarde que Marie le resultaba alta en exceso y escasa de carnes: una presa poco interesante para un hombre que contaba entre sus conquistas a las mujeres más voluptuosas y célebres del mundillo internacional y que, según nos enteramos poco después, iba a casarse nada menos que con Danielle Darrieux. Y el joven Lebrun, por su parte, con su aspecto fiero y ascético, parecía desdeñar a la recién llegada con la intensidad de un universitario más ocupado en cuestiones realmente trascendentales que en frivolidades mundanas.

—Mademoiselle Marie Weisman —anunció Mme. Letellier con aire triunfal, como quien presenta una atracción de feria. Le puso una mano en el antebrazo y añadió sonriendo con picardía—: He querido presentaros a esta deliciosa nueva amiga recién llegada de París para escribir crónicas interesantísimas sobre la vida de esta capital y los terribles secretos de los grandes hombres de la política y de la sociedad. Mi querido amigo René Bousquet me ha pedido que proteja a Marie y me ha rogado que la aloje en mi casa durante las semanas en las que el gobierno esté instalado en Vichy. Ni qué decir que lo hago encantada y que estoy segura de que la tranquilidad de mis habitaciones y la ayuda de tantos amigos como vosotros le permitirán enviar unos reportajes espectaculares.

Marie dejó escapar una carcajada cantarina, juntó las manos y exclamó:

Mais non! Apenas soy un alevín de periodista que viene a Vichy a intentar aprender el oficio. Claro que mi madre pidió ayuda a monsieur Bousquet y que monsieur Bousquet a su vez se la pidió a madame de Letellier y que sólo gracias a la amabilidad de Olga pude instalarme anoche en su casa, pero… —muchos habrían opinado que su voz era un poco ronca, un peu trop enrouée, dijo Armand; yo la encontré terriblemente atractiva—, les aseguro que estoy encantada de encontrarme en Vichy, entre amigos —arrugó la nariz—, y no en París topándome sin parar avec des boches, esos soldadotes alemanes con su aire prepotente y curioso… Ya les gustaría ser tan amables e inofensivos como quieren aparentar cuando pasean por nuestra ciudad desierta.

El joven Lebrun había levantado bruscamente la cabeza fijando su mirada en Marie con interés repentino. No dijo nada pero desde ese momento no apartó sus ojos del rostro de ella.

Pierre Dominique, por su parte, frunció el entrecejo.

—Es inevitable que la Wehrmacht circule por París, mademoiselle —dijo secamente—. Aunque no puede decirse que los alemanes hayan ganado una guerra que el sacrificio y la visión política del señor mariscal cortó de raíz, sí es preciso rendirse a la evidencia de que, de forma momentánea, sólo momentánea, ocupan parte de Francia. Tengo entendido que en París lo hacen no sin discreción y con un tacto exquisito para no zaherir los sentimientos de los parisinos.

—Será así —contestó Marie con viveza—, pero no crea usted que los parisinos aceptan de buena gana la imposición.

Aquella diatriba me pareció fuera de lugar. Dicha con tanta vehemencia frente a un grupo de personas que estaban situadas cerca del nuevo poder, resultaba, con seguridad, peligrosa, tal vez no de modo inmediato; pero gente así tiene la memoria larga. Alarmado, pues, hubiera querido sugerir a Marie que se callara, que controlara sus impulsos, pero habría sido inútil: la experiencia de los meses siguientes nos enseñaría a todos que la espontaneidad de Marie Weisman era incontrolable por completo. Armand de la Buissonière la interrumpió con suavidad.

—Bueno, mi querida señorita, es cierto que en Francia preferimos nuestros uniformes a los de los alemanes…

—Ya lo creo —farfulló Marie.

—… pero —continuó Armand como si no hubiera sido interrumpido— ciertos sacrificios son inevitables. Considere la acción de Philippe Pétain —con una severa mirada de advertencia hizo que Marie guardara silencio— … con quien, por cierto, Manuel de Sá y yo tuvimos el honor y el placer de conversar largo y tendido ayer por la tarde… —una declaración que no dejó de tener su efecto entre los asistentes—, considere su entrega, hago entrega de mi persona a la patria, son sus propias palabras. No me parece razonable que por la comodidad y el bienestar de los parisinos, y es sabido que estamos convencidos de tener la capital del mundo a la orilla del Sena, podamos llegar a torcer el plan supremo del mariscal… —dijo «plan supremo» como si se hubiera estado refiriendo a los designios de dios.

Miré a Armand con sorpresa. Me guiñó un ojo. Al mismo tiempo me dio la impresión de que Marie se enfurruñaba al comprender de pronto (o no comprender) que se encontraba en un nido de pétainistas.

Pois —terció Arístides. Como siempre, se había mantenido en silencio unos segundos más de lo necesario si lo que pretendía era intervenir en la discusión— las situaciones de guerra son siempre muy complicadas —levantó una mano con sorprendente autoridad para que no lo interrumpiéramos—, y a vezes é preciso tener paciencia ante la adversidad y esperar…

—¿Tener paciencia, señor cónsul? —interrumpió Dominique con sequedad—. Francia, señor cónsul, y me refiero a la unidad colectiva, al alma de nuestro país, al concepto filosófico y moral de Francia, à la Patrie, en una palabra, ha tenido demasiada paciencia demasiadas veces, ha sido traicionada demasiadas veces por sus propios hijos… y ésta de ahora, ésta de 1940 es la traición peor de todas. Porque se trata de una traición provocada por la molicie, por la degeneración de la vida pública y de la privada, por la corrupción de las costumbres, por la Tercera República, por los masones, por los socialistas…

(Semanas después, Marie me confesó que en aquel mismo momento hubiera querido ponerse en pie y desnudarse, me mettre à poil, para que Pierre Dominique supiera lo que era bueno y cómo la carne, sobre todo la carne joven e impúdica, tenía poco de corrupta y mucho de apetecible; y cuando me lo contaba, rompió a reír sin poderse contener ante mi cara de asombro; así era Marie.)

Arístides hizo un gesto blando, fluctuante, con las manos, dándose por vencido en la discusión.

Peut-être que vous vous trompez, me parece que se equivoca usted —dijo Daniel Hourny. Recuerdo haber pensado cuán bello me parecía aquel joven. Una apreciación estética estúpida, desde luego, pero así la recuerdo, qué se le va a hacer—. No creo que los franceses seamos tan espantosos como nos describe, Dominique… Sencillamente nos hemos equivocado de bando con alguna frecuencia —la frialdad y precisión con la que hablaba me helaron la sangre—. Son errores que se pagan y que es preciso corregir aun cuando el sacrificio exigible sea grande y el precio a pagar, mayor. Si hubiéramos comprendido que nuestros amigos naturales en Europa son los alemanes y no los anglosajones, nos habríamos ahorrado miles de muertos y destrucción sin cuento. ¿Ve usted, mademoiselle? —sonrió. Luego, bajó la voz para que tuviéramos que inclinarnos si queríamos oírle—. Debemos ser prácticos. Nuestros vicios han llevado a nuestra patria a la ruina y eso —levantó las cejas con resignación—, debe ser remediado. Pero, mademoiselle, nuestros pecados nada tienen que ver con la derrota frente al Tercer Reich. La derrota se debe exclusivamente a que, hasta ahora, los gobiernos de Francia se han negado a comprender que el aliado estaba al este y no al oeste —levantó un dedo—. De haberlo comprendido antes, el sacrificio de Pétain —dijo «Pétain» con la familiaridad de quien no se pierde en adulaciones superfluas porque no lo necesita—, no habría sido necesario y ahora el mariscal sería simplemente el jefe de estado al que hay que rendir pleitesía y no el héroe al que hay que seguir y apoyar en el camino de la recuperación. ¿Me comprende usted, señorita?

Se produjo un largo silencio. A todos nos había sorprendido, claro, la suave dureza (si se me permite el oxímoron) de las palabras de Hourny, pero a mí me indignó además que este joven, con su deliberada soberbia, haciendo gala de una heladora indiferencia que seguramente ningún patriota debía permitirse, hubiera decidido ignorar el espectáculo del sufrimiento que todo un pueblo había padecido apenas unas semanas antes; todo un ejército huyendo despavorido del avance alemán por los caminos del norte de Francia, mientras la famosa BEF, la British Expeditionary Force, hacía lo propio por los de Bélgica. Muertos abandonados en las cunetas, heridos vendados con sucios trapos manchados de sangre, mutilados cojeando sobre improvisadas muletas, familias enteras escapando con todas sus posesiones en bicicleta, en pequeños automóviles llenos hasta los topes de bebés y míseros fardos, en carros tirados por caballos que las mismas familias (u otras que vinieran detrás) acabarían comiéndose cuando el hambre fuera más fuerte que el asco a la carne podrida o el terror las ráfagas de los Messerschmitt, que, rugiendo ellos, pasaban sembrando muerte y desolación. Un espectáculo horrible que el esplendor de una maravillosa primavera llena de color y aromas había hecho aún más obsceno: la más abyecta de las derrotas agravada por el escarnio final de la ocupación de París sin resistencia.

Y aquí estábamos nosotros, tan insensibles.

Cualquier extraño, oyéndonos hablar, no habría podido dar crédito al hecho de que nos encontráramos en Vichy, bien trajeados con excelente ropa de verano, embarcados en hábiles lances dialécticos para lucirnos como pavos reales ante una hermosa mujer (por lo menos, en lo que a mí hacía, aun cuando todavía no hubiera pronunciado palabra) y tomando un aperitivo mientras debatíamos de guerra, patria y regeneración nacional como si estuviéramos en Marte y la tragedia ocurrida en toda Francia nada tuviera que ver con nosotros en Vichy. Siempre me he preguntado de dónde nos venía la capacidad de establecer estos compartimentos morales estancos.

Al cabo de un instante, Armand carraspeó para suavizar el ambiente. Bunny de Chambrun, que estaba encendiendo un cigarrillo, levantó la cabeza y, sonriendo, sugirió:

—Bueno, no nos enfademos. Querido Hourny, es evidente que todos estamos de acuerdo con lo que usted ha dicho. En caso contrario no estaríamos aquí… Pero debe usted convenir conmigo que nuestros amigos alemanes son a veces prepotentes en exceso y tienen la virtud de irritar a los parisinos que, como usted y yo sabemos, son malhumorados y faltones.

Esto, dicho con la autoridad de ser quien era el que pronunciaba tales palabras, calmó los ánimos como si se hubiera derramado sobre ellos aceite perfumado. Habla muy a favor de Luis Rodríguez que decidiera callarse en lugar de protestar por lo que había sido una grave impertinencia hacia quienes, como él, tenían una conocida posición contraria a la manifestada por el conde Hourny.

—Ah —dijo Mme. Letellier de pronto—, con estas discusiones tan vivas, se me han olvidado los deberes elementales de una anfitriona. Déjenme que les presente a Marie uno a uno.

—… Y finalmente, Marie, el más pícaro de todos, le plus coquin —concluyó acercándose con ella hasta donde yo estaba. Me puso la mano en el brazo. Marie me miró con curiosidad; era un poco más alta que yo, más vigorosa, y sus movimientos resultaban más vivos y, desde luego, más precisos—. Manuel de Sá, querida, es una intrigante cornbinación de sofisticación parisina y crueldad latina.

No me habría reconocido en esta descripción en mil años. Entendámonos: me encantaba ser un parisino de adopción con todas las facetas cosmopolitas que pudieran atribuírseme, ¡pero un cruel español, además! Levanté una mano para protestar pero Marie se me adelantó:

—¡Ah! Olga ya me ha puesto en guardia sobre usted —sonrió maliciosamente—. Me ha dicho que puede que no sea un toreador, pero que tiene el espíritu de un donjuán… Hmm, peligroso, muy peligroso…

—¿A mi edad? Ah, querida señorita, me parece que la descripción que mejor me cuadra es la de buenazo y si tuviera nietos, que es lo que correspondería, la de abuelo bondadoso.

Acentuó la sonrisa y se le iluminaron los ojos con travesura.

—De acuerdo, Geppetto —dijo—, de ahora en adelante le llamaré Geppetto, como el padre de Pinocho.

Mme. Letellier la miró con cierta severidad.

El menú para el miércoles 11 de julio en el restaurante del hotel du Parc, al menos el que consumimos para almorzar Arístides y yo (y todos los comensales, ahora que lo pienso, puesto que la primera medida de sobriedad del gobierno en guerra consistió en limitar la posibilidad de elección en los menús), fue el siguiente:

Suprème de Turbot Mireille

Cotelettes d’agneau Bergère

Petits pois à la française

Poularde de Bresse en gelée

Salude Lorente

***

Fromages

Boule de Neige

Fruits du marché

Lo reproduzco con tanta fidelidad porque conservo la carta de aquel día. Me la llevé por atender a mi viejo prurito de guardar las cosas que, pasado el tiempo, pudieran refrescarme la memoria. Sé que hoy un almuerzo de estas proporciones pantagruélicas sería impensable; entonces era bastante normal, por más que tanta abundancia fuera a durar bien poco pasadas las primeras semanas de armisticio y ocupación alemana. El racionamiento se encargaría enseguida de poner las cosas en su sitio. También guardé la cuenta, que ascendió a ciento veintiséis francos, lo que constituía una pequeña fortuna considerando que los vinos de que dimos buena cuenta eran más bien mediocres: un Cassis de 1938 (un blanco seco y afrutado de la Provenza, que nunca me gustó) y un Moulin à Vent del Beaujolais de 1934; y para terminar, café, un coñac para Arístides y un kummel para mí. El coñac siempre me ha sentado fatal.

—Encantadora señorita, Marie Weisman, ¿verdad?

Muito. Como uma rosa en un cementerio.

Me hizo gracia el siniestro símil con el que Arístides describía el ambiente de Vichy y sonreí.

—Vaya, una descripción algo macabra… pero merecida, ¿eh? ¿Y madame Cibial? —pregunté luego—. ¿No le hubiera gustado que nos acompañara a comer?

—¿Andrée? —dijo Arístides con alguna sorpresa—. No, no. Penso que es mejor que tuviéramos esta conversación a solas, Manoel. Es un poco delicado el tema y la posición de Andrée no es muy sencilla de explicar…

—Bueno, supongo que se presta a algún equívoco, aunque en mi caso no creo que debiera usted preocuparse. Somos buenos amigos y mi discreción está asegurada…

Não duvido, Manoel, pero lo que tengo que decirle es… sí… delicado, mas não tiene que ver con mi vida sentimental.

—Caramba, Arístides, usted dirá.

De pronto empezó a tutearme. (Cuando los portugueses tutean, las terminaciones de los verbos se vuelven sibilantes y sabes se convierte en sabesh.)

—Sabesh que, como cónsul de mi país en Burdeos… —se interrumpió y se puso muy colorado: sin duda, la ansiedad que le producía cuanto me tenía que contar le hizo olvidar las formalidades impuestas por los usos sociales. Pidió perdón pero levanté una mano y le dije:

—Arístides, nos conocemos hace mucho tiempo, somos buenos amigos y las angustias y los riesgos de una guerra acaban aconsejando que no perdamos el tiempo en tonterías superfluas. ¿Tratarnos de usted cuando nos jugamos la vida a cada momento? Bah. Por cierto, ¿has visto al señorito conde de Hourny dándonos lecciones de patriotismo? Qué miedo. No me gustaría tenerlo de enemigo, ¿eh?

—Desde luego que não… —suspiro—. Gracias, Manoel, por tu amistad. Te aseguro que lo que te tengo que contar y pedir… Ser cónsul de Portugal en Burdeos en estos momentos no es muy fácil. Preferiría estar destinado en Pernambuco, por cierto… Te aseguro que he llegado a temer, que no sé cuál es peor enemigo, si los alemanes o mi propio gobierno…

Me quedé con un trozo de rodaballo Mireille pinchado en el tenedor suspendido en el aire a punto de metérmelo en la boca.

—¿Qué pasa? Arístides —añadí con tono serio—, me alarmas.

—Por serte muy sincero, te diré que siempre me he tomado mi profesión como una forma de vivir cómodamente y de disfrutar de aquello que no se puede disfrutar en mi país… —bajó la voz—, bajo Salazar. Ya sabesh, libertad, buen vino, mujeres…

Le miré con ironía. Desde luego que de Sousa no era el epítome del bon vivant mujeriego que acababa de describir. Para dedicarse a las amantes y al buen vino, le faltaba el physique du rôle, le faltaba, ¿cómo decirlo?, la elegancia, el aire desenvuelto, la belleza latina y algo lánguida de un Porfirito Rubirosa, su dinero y, me parecía, su agilidad. Le sobraban el embonpoint, esa cintura que la glotonería le había redondeado con generosidad, y los doce hijos. Se lo dije.

—No me tomes el pelo —me contestó con un deje de tristeza.

—No te tomo el pelo, Arístides. No te lo puedo tomar habiendo conocido a mademoiselle Cibial…

—Madame.

—Madame, sí. Y sé que…

Me cortó con un gesto de la mano. Luego levantó la vista y en sus ojos vi tristeza, angustia, soledad tal vez, pero sobre todo, miedo.

—Venían sin parar, Manoel. Sin parar… Desesperados, asustados… não, não… aterrorizados, vivos de milagro… Y llegaban a Burdeos con la esperanza, la última esperanza de salvar sus vidas… les habían dicho, sí, que llegaran hasta el consulado de Portugal. ¡Diantre! Les habían dicho que el consulado podía ayudarles a salvar la vida… Pero ¿cómo iba a hacerlo?

—Un momento, un momento, un momento —exclamé interrumpiéndole—, no sé de qué me estás hablando, no entiendo nada Arístides, nada, ¿comprendes? ¿De qué me estás hablando? ¿Quién les había dicho que si llegaban al consulado…?

—Los propios policías franceses que custodiaban los campos de concentración en los que habían sido encerrados los que huían de Alemania. Al ver el avance de los soldados nazis, habían abierto las puertas y les habían dicho que escaparan si querían salvar la vida… Outros, en cambio, llegaban aterrorizados sin más, todos escapando del avance alemán. não huían de campos de concentración sino sencillamente de la guerra. ¡No puedes ni imaginar el espectáculo de Burdeos unos días antes de que llegaran los alemanes! No es que fuera sólo el tout Paris, el gobierno, los ministros, sus amantes, los diputados… ¡qué espectáculo, Manoel! Eran trenes y trenes de refugiados, caravanas de automóviles, era… la locura.

Un anciano camarero se acercó a la mesa y nos preguntó si habíamos terminado el primer plato. Sin dejar de mirar a de Sousa, me incliné hacia atrás, me apoyé contra el respaldo de la silla e hice un gesto impaciente con la mano. El camarero retiró nuestros platos. Después tomó la botella del Cassis del cubo de hielo y rellenó los vasos. Durante toda esta ceremonia, de Sousa y yo no cruzamos palabra alguna.

—¿De qué me estás hablando, Arístides? —repetí cuando quedamos solos—. ¿En qué te afectaba todo esto?

Se quitó las gafas y con gran cuidado las limpió con la servilleta de lino mientras murmuraba algo que no alcancé a oír.

—¿Cómo dices?

Suspiró, se volvió a poner las gafas y dijo:

—Hace un año recibimos en el consulado unas nuevas instrucciones para la concesión de visados a los extranjeros que quiseram viajar a Portugal… Entonces se trataba de controlar a los disidentes portugueses que vivían en Francia, pero… —levantó la cara hacia el techo con un gesto de exasperación—, todo en el Portugal de Salazar es hipocresía —sonrió—. Basta con mirarme a mí —sacudió la cabeza—. ¿Controlar a los disidentes? No. No se trataba de controlar a los disidentes. El dictador se preparaba para lo que vendría… —arrugó el entrecejo y pegó repetidamente con el índice en el mantel—: ¡se preparaba para los refugiados, sobre todo para los judíos! ¡Oh sí! Sabía bien lo que iba a ocurrir. No podía decir que se proponía rechazar a los judíos y a todos los demás que escapaban de Alemania porque él es un liberal, un gran liberal, un cristiano verdadero. No, no, los judíos, no. Sólo los disidentes portugueses… ¡Ah! Me sé las instrucciones de memoria: se referían a los extranjeros de «nacionalidade indefinida, contestada ou em litígio…» de portadores de pasaportes Nansen, «judeus expulsos dos países da sua nacionalidade ou de aqueles de onde provêm»… ¿Sabes qué es un pasaporte Nansen? —asentí—. Es un pasaporte de apátrida, un documento de la SdN para judíos polacos y rusos… ¿Quién más? ¡Judíos alemanes! Y todos los demás que huyen de Hitler y los austríacos, los checos, los polacos… hasta los franceses… —bajó la voz—. Te puedo decir, Manoel, lo que Hitler tiene intención de hacer con los judíos… ¡Pogromos! Quiere acabar con todos ellos. No hace falta ser demasiado perceptivo para adivinarlo.

—¡Pero cómo va a acabar con todos ellos! De acuerdo que son una pesadez con sus gorros y sus tirabuzones y su usura, pero ¿qué crees que puede hacer con ellos?, ¿dónde los metería?

Arístides me miró largamente y por fin, sacudió la cabeza.

—Ah, Manoel, Manoel… En fin, da lo mismo… Empezaron a venir al consulado, cada vez en mayor número. Primero eran simples refugiados que huían de la guerra, ricos, pobres, judíos, arios, alemanes, polacos, austríacos… Al principio, como Francia seguía combatiendo, no importaba que estuvieran en Burdeos. Eran como toda la demás gente en guerra, refugiados… Cierto, eran extranjeros y ya sabemos que los franceses no son muy hospitalarios con la gente con problemas… mira tus compatriotas, internados en campos… en fin. El caso es que todos querían un visado…

—¿Todos? ¿Todos los que llegaban a Burdeos? ¡Pero debían de ser miles!

—Bueno, sí —se encogió de hombros—, miles… miles, sí. Y las cosas se estropearon enseguida. El día 18 —levantó la mirada—, ¡hace apenas tres semanas! —asentí—, la Luftwaffe bombardeó Burdeos. Fue muy violento, hubo muchísimos muertos y heridos, muchas casas destruidas, hasta el puerto. Como allí estaba el gobierno en pleno y también estaban los diputados, yo creo que les entró miedo… ¿a quién no, eh?, y fue lo que terminó de decidirlos a solicitar el armisticio.

—Hombre, Arístides, eso y el fracaso de los belgas, de la tropa expedicionaria inglesa y de las defensas francesas. Caramba, he oído que han muerto noventa mil soldados franceses. Eso convence a cualquiera. Aunque, la verdad sea dicha, no estoy muy seguro de que los franceses hayamos escogido el mejor método para hacer frente al problema.

—Sí —contestó distraído. Y después cambió bruscamente de tema—. En fin, tú sabes que soy monárquico convencido y que, para mí, las repúblicas, las democracias, todo eso, son violaciones de la ley divina. ¿Un hombre un voto? Ésa es la mejor receita para las luchas fratricidas, para el desastre. Mira cómo está Francia, en qué estado de postración la ha dejado tanta libertad y tanta relajación de costumbres. Hay un orden natural —me miró a los ojos y de pronto comprendió lo que yo estaba pensando—, … bueno, no tiene importancia. El hecho es que, en los primeros momentos lo más urgente para mí fue ocuparme de la seguridad del archiduque Otto de Habsburgo y de su madre, la emperatriz Zita, que habían llegado a Burdeos sabiendo que Hitler quería acabar con ellos. Bueno, el archiduque llegaba con un séquito interminable de gente y solicitaba visado para Portugal para él y todos los suyos —sacudió la cabeza—. Decenas de personas… Y la gran duquesa de Luxemburgo y ministros belgas y hombres de negocios…

—Dios mío, Arístides, ¿y qué podías hacer?

—¿Qué? Pues darles visado a todos, qué iba a hacer. Aunque no había autorizaciones desde Lisboa, ¿me iban a prohibir dar visado a la emperatriz Zita? Ni Salazar se habría atrevido a semejante… ¡Qué tres días, Manoel, qué tres días! Debí de firmar cuatro, cinco, diez mil pasaportes cada día. Las colas en el consulado eran terribles, la gente protestaba…

—Lo entiendo. Imposible hacer frente a todo.

—Pero tú comprendes que la alternativa era dejar indefensos a miles de inocentes, condenarlos a dios sabe qué penalidades —sonrió—. Y no acaba ahí la cosa: una vez que tenían el visado para Portugal, era preciso conseguirles el de salida de Francia y el de tránsito por España. Los franceses acabaron por decir venga, ya ni exigimos visado de salida y a los españoles… bah, con tal de que no se quedaran en España, les daba igual. Una locura —sacudió la cabeza—. Qué tres días. Y lo mismo, la misma avalancha ocurría en Hendaya. Y, entonces, el 17, el nuevo gobierno francés prohibió el movimiento de refugiados. Aún me estoy preguntando por qué. Vaya, tuve que ordenar que se les diera visado a todos para que se pudieran mover y se fueran de donde estaban.

—¡Pero si lo tenías prohibido!

—Sí, pero ¿qué iba a hacer? Te digo lo mismo que le contesté a mi cónsul en Hendaya cuando, al preguntarle por qué no ayudaba a esos pobres refugiados, él me contestó que los reglamentos del ministerio lo impedían. Le dije ¿a usted le gustaría encontrarse en la misma situación con su mujer y sus hijos? No, ¿verdad?, pues mientras yo sea su superior, usted concede visados. Había tanta gente haciendo cola que calculé que serían unos cinco mil a pie firme y que habría hasta otros veinte mil vagando por la ciudad y esperando a ocupar su sitio. Recogíamos los pasaportes en mazos enteros, los sellábamos y firmábamos y luego los volvíamos a repartir.

—¿Y qué hacías? ¿Ibas con una caja registradora ambulante para cobrarlos?

Guardó silencio durante unos instantes.

—Bueno… decidí que no me los pagaran… Ya se ocuparían de ello en las aduanas portuguesas. Allí hay más gente.

—Estás loco.

Dio un largo suspiro.

—Pero luego vino el armisticio y llegaron los alemanes. Ah sí, llegaron los alemanes, sólo que ahora venían persiguiendo a los judíos. ¡Y yo obligado a pedir permiso a Lisboa para cada visado! Pero me los habrían denegado por sistema y sé que por orden directa de Salazar. Y, claro, los refugiados hacían cola y al salir del consulado eran detenidos por la Gestapo… Era insoportable, Manoel.

—¿Y qué hacías?

—¿Qué querías que hiciera? —se encogió de hombros—. A lo mejor me juego la vida… Pero los que hacen cola en mi consulado huyendo de los nazis, esos sí que se la juegan seguro. Si no les doy el visado, sé que los van a devolver a Alemania y que luego los matarán. ¡Lo sé!

—Hombre, Arístides, eso es mucho decir, ¿no? Hitler no les tiene mucha simpatía, y yo tampoco, pero de ahí a matarlos y en tan grande número, además, hay un buen trecho. No soy un asesino. Por muy mal que me caigan, ni por un instante pensaría en matar a uno solo. Él a lo mejor sí, él es un tirano, un déspota, capaz de matar fríamente, ¡pero asesino en masa! Esas cosas no ocurren en el mundo civilizado.

—Ya lo creo que ocurren —contestó con desesperación—. Ya lo creo que sí… ¿has visto lo que hicieron las SS en su país con quienes se atrevían a no estar de acuerdo, simplemente no estar de acuerdo? ¡No puedo permitir que lo sigan haciendo con gente a la que puedo ayudar sin que me cueste nada, aunque mis jefes me ordenen negarles esa ayuda! Sólo que yo, Manoel, tengo familia, tengo esposa y doce hijos, más de una vez he pedido el traslado a cualquier otro lugar… soy pobre…

—Bueno, ¿y?

—Pues que me prohíben ayudar a esas gentes del único modo en que se les podría ayudar… que es dándoles el visado para que hagan escala en Portugal y desde allí viajen a donde quieran, ¿no? ¿Y qué arriesgo yo desobedeciendo las órdenes? ¿Tú sabes lo que arriesgo? Y encima, los nazis pueden acusarme de estar protegiendo a judíos, lo que según ellos es un acto inamistoso de Portugal, tradicional amigo del Reich. ¿Sabes lo que pueden hacer conmigo en Lisboa?

—¡Pues no es tu problema! ¿Judíos, dices? ¿Expulsados de sus países? ¡Ese problema es de los países que los expulsaron! ¿Cómo vas a hacerte responsable… vas a hacerte responsable de todas las tragedias que lleguen a tu puerta?

—Pero Manoel, te digo lo mismo que a mi cónsul en Hendaya. ¿Tú recogerías a un familiar tuyo enfermo que hubiere tenido que huir de una zona de epidemia? ¿No intentarías ayudarle?

—Claro, pero no es lo mismo.

—¿No? ¿Qué te parece lo que está pasando en Francia?

—De qué me hablas, Arístides.

—De las dos zonas, la libre y la ocupada. Unos franceses castigados y los otros, no. Sólo por suerte o por desgracia. ¿Y si tu madre estuviera en el norte y la amenazaran de muerte? ¿No estarías contento de que un estúpido cónsul portugués le diera un visado para que pudiera viajar hasta donde estás tú? Y la culpa no es de tu madre ni del cónsul, sino de los alemanes, ¿no?

—Sí, pero yo me pongo en la posición del cónsul. ¿Qué tiene él que ver en el problema de mi madre, si resolverlo, además de ser casi imposible, le va a crear más quebraderos de cabeza que otra cosa?

—Nada. No tiene nada que ver… Pero lo único que puedes esperar es que se apiade de tu mamá y le firme el visado aunque lo haga arriesgando su vida, ¿no?

Me quedé en silencio durante un buen rato. Y después dije:

—O sea, que has decidido conceder visados a los judíos que hacen cola por la escalera del consulado.

De Sousa no dijo nada.

Nos trajeron nuevos platos de comida. Había perdido la cuenta de si tocaban costillas de cordero, una pularda o los quesos. Daba igual.

—Dime, Arístides, ¿has decidido conceder los malditos visados a los judíos alemanes? —sacudió la cabeza—. Oh, por dios, Arístides. ¿Cuántos has dado ya?

Murmuró algo ininteligible.

—¿Cuántos?

—Desde el armisticio, dos mil doscientos tres.

—¡Válgame el señor! ¡Pero tu ministerio va a descubrir esta nueva trampa enseguida! Dos mil visados no se esconden así como así… Y ¿qué harás cuando lo descubran, hombre de dios?

Se encogió de hombros y, con un hilo de voz, dijo:

Não sé —al cabo de un momento se enderezó en su silla—. Había una mujer muy joven en el primer descansillo, ¿sabes? Tenía un niño en brazos; lo llevaba apoyado en la cadera. ¡Se parecía tanto a ella! Tenía el pelo muy negro y grandes ojeras azules, como su madre. Al lado de los dos había un fardo pequeño… seguro que era todo lo que tenían. Me miraban los dos con esos ojos tan oscuros cada vez que pasaba delante de ellos. No se movían, siempre en el mismo descansillo mirándome… sin decir nada… —de Sousa parecía al borde de las lágrimas—. Hice que les bajaran una barra de pan y un tazón de chocolate… Cuando pasé de nuevo delante de ellos al irme hacia casa, la mujer me agarró por el brazo y me dijo danke, danke, danke. ¡Me dio las gracias! Ah, Manoel, pensé en mis niños pequeños. ¿Qué podía hacer? —levantó las manos con las palmas hacia arriba—. ¿Qué podía hacer? Cuando regresé do almoço, allí estaban. No sé cómo ni cuándo se las apañaba para que el bebé hiciera pis, cómo dormían. Por la noche los hicieron bajar a todos al jardín y allí pasaron las horas de espera… todos, guardando el orden de la cola en silencio. Aún no sé cómo los alemanes no entraron y los detuvieron a todos. Cuando regresé a la mañana siguiente, se habían vuelto a colocar todos en la escalera. Entonces hice que llamaran a la mujer y me la trajeran al despacho. Se quedó quieta delante de mí con el niño en la cadera. ¿Tú sabes que no lloraba? El niño, que tenía que estar hambriento, no lloraba. Dime, Manoel, ¿era yo responsable de todo aquello? ¿Me tocaba a mí cargar con el problema? ¿O debía decirle a aquella mujer que su desgracia era culpa de Hitler? —pinchó una pequeña patata salteada como si la estuviera banderilleando y luego la sostuvo en el aire mirándola fijamente. Sacudió la cabeza y se metió la patata en la boca. Masticó, tragó y después dijo—: La miré durante un buen rato y ella acabó por poner al niño en el suelo y se abrió el chal que la cubría; debajo llevaba una camisa de algodón y cosida en el lado izquierdo sobre el bolsillo, una estrella amarilla que llevaba una inscripción: Jude. ¿Cómo habría llegado hasta Burdeos? Santo cielo, Manoel, ¿cómo pudo llegar? Ela me disse: «Ich bin jude», como si aquello lo explicara todo. Le pregunté cómo pensaba llegar hasta Portugal, pero me parece que no me entendió. Del fardo sacó, entonces, un pasaporte. Lo cogí y lo estuve examinando un rato sin saber qué hacer. ¿Qué tendrías hecho tú?

—Ah, no sé, Arístides —contesté confuso, sorprendido, sin saber bien qué decir—. Tal vez llamar a la policía francesa…

—No los conoces, entonces… Son los mismos que han encerrado a los viejos combatientes españoles, a tus compatriotas, en esos horribles campos de concentración… ¿Pero tú has estado en alguno? ¿Tienes visto el espanto? —sacudió la cabeza—. Miré a aquella pobre mujer, Raquel Hammer se llamaba, y le hice la señal de dinero, así —se frotó el índice con el pulgar—, para averiguar si tenía dinero para sobrevivir. Ella no me entendió —Arístides bajó la vista, avergonzado por la mera idea de que alguien hubiera podido pensar que pretendía aprovecharse de la situación—, y del fardo sacó un mísero fajo de billetes, marcos alemanes, creo, y me los quiso dar. No, le expliqué, no, no, es para tu viaje, para tu viaje, y se los rechacé. Luego ella comprendió lo que le quería decir y sonrió: mein Bruder ist da, su hermano estaba ahí. No sé lo que era ahí, pero que su hermano anduviera en algún sitio cercano parecía resolverlo todo… —bebió un gran sorbo de vino tinto y eructó de forma casi imperceptible—. ¿Sabes? Es como cuando abres una compuerta y se salta el agua a presión… Llamé a mi secretaria y le ordené que le dieran el visado. Y ella me dijo pero señor cónsul y yo le respondí qué puedo hacer. Bueno, mi secretaria me contestó que no habíamos pedido autorización a Lisboa. Recuerdo haberme encogido de hombros. Déselo, repetí. ¡Mas está prohibido!, dijo ella. Da igual. Mas es ilegal. ¿Más que lo de los días pasados? No eran judíos, bueno, no todos. Déselo, insistí —de Sousa sonrió—. Sí, señor cónsul. Y no se lo diga a nadie. No, señor cónsul…

—Estáis locos.

—Lo sé —soltó una carcajada amarga—. Luego le dije, Amalia, deles visado a todos los de la escalera, a todos, ¿me oye? Mire, le dije, ni son apátridas ni huyen de nada. Para mí todos quieren viajar a Lisboa por placer.

—Pero ¿cuánto tardarán en Lisboa en darse cuenta de que has dado esos visados sin autorización?

Arístides volvió a encogerse de hombros.

Não sé. Imagino que cuando llegue el primero a Lisboa… Bueno, no, el primero no. Cuando lleguen dos mil…

—Pero los devolverán, y a ti te cortarán el cuello…

—No, devolverlos, no. La mayor parte van en tránsito, van a embarcarse rumbo a Estados Unidos, a Argentina, a Brasil… Además, en Portugal hay una comunidad grande de judíos, con mucha influencia. Salazar no se atrevería. Está todo en un equilibrio muy delicado: dejar entrar, no; expulsar, tampoco. ¿Sabes que Gulbenkian, el millonario del petróleo, el Mister Cinco por Ciento, ha conseguido instalarse en Lisboa? ¿A que a ése no lo echan de Portugal? Pues él no deja que se persiga a los judíos en Portugal…

—Pero ¿y tú?

Hizo una mueca.

—Un par de visados que concedí a personalidades más conocidas hace dos meses me crearon problemas, pero al final fueron convalidados. Me advirtieron de que era la última vez que pasaban por alto mi indisciplina. Pero ¿qué puedo hacer? Después de eso he dado otros treinta mil. ¿Qué puedo hacer? —repitió—. Pedí muchas veces que me destinaran de vuelta a Lisboa. Nunca lo conseguí. Vaya, cuando me castiguen, que supongo me castigarán, iré a ver a Salazar y le explicaré todo. No creo que sea muy grave. Le pediré que me mande a algún lugar lejano, a Buenos Aires…

—¿Con tu mujer, tus doce hijos y madame Cibial?

Se le ensombreció el semblante.

—¿Te puedo confesar una cosa? La quiero mucho. Y con todo y lo joven que ella es y la posición que tiene, algo debe de ver en mí puesto que está decidida a seguirme a donde vaya. Y ella sabe que no me puedo divorciar de Angelina. ¡Dios mío, Manoel, qué escenas de celos!

—Bah, que no te amarguen la existencia —quise cambiar de tema para averiguar de una vez en qué consistía la espada que este Damocles me había colocado encima y apartarla—. En fin, dime, ¿qué puedo hacer por ti?

Dije esto con la aprensión que suscitaba en mí el asunto, porque después del relato de sus angustias consulares, cualquier cosa que Arístides me pidiera sería, sin duda, engorrosa de atender. Y bastante tenía yo con cuidarme las espaldas para andar comprometiéndome en defender las ajenas.

Suspiró.

—¿Has oído hablar de Eduardo Neira?

—¿El médico?

—Sí, el catedrático de la universidad de Barcelona, es grande amigo.

—¿Qué le pasa? Oí que se dedicaba a coordinar a los vascos exiliados de Dax…

—Eso es. Pero como a todo exiliado español prominente lo buscan los alemanes para entregárselo a Franco y lo quieren los franceses para meterlo en un campo de concentración. En cualquiera de los dos casos, es la muerte segura para él y para toda su familia.

—¿También los franceses?

—También los franceses ¿qué?

—Pregunto si los franceses son también asesinos en masa.

Hizo un gesto de disgusto.

—No, claro que no. Pero la mujer de Neira… bueno, a ella no le pasa nada, pero su hijo mayor, ése sí está enfermo. Los Neira no tienen recursos. No les queda nada. Si a él lo internaran en un campo, intentaría escapar… en fin, no quiero describirte las consecuencias… —alzó los hombros—. Bueno, a través de Flaco Barrantes, hemos conseguido un visado para que se vayan todos a Bolivia. Creo que si los Neira llegan a Lisboa a bordo de un paquebote que lleve rumbo a Suramérica, no me dirán nada desde mi ministerio y a ellos los dejarán seguir.

—¿Y qué problema tienes?

—Pues que el primer paquebote que parte de La Rochelle hacia Portugal y América no zarpa hasta dentro de doce días… Neira y familia… —titubeó—. Tú tenías una casita en el campo cerca de Montpellier, ¿verdad?

Tragué saliva.

—No —contesté con prudencia—. Es un pequeño mas, una masía provenzal, pero no está cerca de Montpellier sino de Arles.

—Ya. Bom. Como fuere… Es que no pueden estar vagando como almas en pena por Francia sin lugar en el que refugiarse… Y tú eres el único que puede darles cobijo, el único que conozco. Si están escondidos en tu casa, puedo irlos a buscar dentro de diez días para llevarlos a La Rochelle… —me miró expectante.

Inspiré muy despacio por la nariz.

—Arístides, me pides algo que me es muy difícil darte. Mi posición es muy delicada… Imagínate: yo un refugiado…

—¡Pero si tienes la nacionalidad francesa! ¿Cuál es tu problema? —preguntó con el tono algo lento y pesado que utilizaba al enfadarse. Se subió las gafas, empujándoselas con el dedo índice sobre el puente de la nariz.

—Un fugitivo… —balbuceé.

Guardó silencio y bajó la mirada al plato que tenía delante. Al cabo de unos segundos, sin levantar la vista, dijo:

—Técnicamente no es un fugitivo, Manoel. Lo buscan, sí, mas él no se ha escapado.

—Pero ¿y cómo pasarías de esta zona a la ocupada? Porque La Rochelle está en zona ocupada…

—Eso no es problema, en realidad. Soy un diplomático de un país extranjero y neutral y puedo moverme con libertad por toda Francia —sonrió—. Bueno, casi. Son muy pocos días los que tiene que pasar la familia Neira en tu casa. Te lo pido como amigo y como ser humano: esta gente debe ser salvada.

—Me planteas un grave problema, Arístides, un grave problema: si los Neira son descubiertos en mi masía, a ellos los detendrán y a mí probablemente también. Y será mi ruina.

Não. Es muy simple. Dirás que son tus amigos y los has invitado a pasar unos días en tu casa hasta que reciban los visados para viajar a América —de pronto levantó la cabeza—. Ainda melhor… Déjame que te proponga una cosa: si los Neira son descubiertos en tu casa, diré que te había engañado asegurándote que se trataba de mi propia familia pasando unas semanas de veraneo en el mas y te exoneraré de toda responsabilidad.

—¡Pero eso sería tu ruina!

Tardó unos segundos en contestar.

—No —aseguró, por fin, aunque, por su tono, noté cuán inseguro estaba—. Ya encontraría una solución… Bah, ya se me ocurriría algo para excusarme ante los franceses e impedir que en Lisboa llegaran a enterarse —tonterías, pensé—. Me aterra, pero no puedo dejar de ayudar a los Neira —concluyó, clavando su triste mirada en mí. Y murmuró—: No creo que me quede mucho tiempo para hacerlo. Creio que me van a acabar echando de Francia y bien pronto.

Removí con una cucharilla el azúcar del café que alguien había puesto delante de mí sin yo darme cuenta de que habíamos llegado al final de nuestro almuerzo.

—Vaya —musité. Después alargué la mano izquierda hasta el otro lado de la pequeña mesa y di unas palmaditas en el antebrazo de Arístides.

—Gracias —dijo por fin éste, conmovido—. Gracias.

Todavía hoy, al recordar aquel instante, no soy capaz de determinar qué pudo más en mi decisión de ayudar al cónsul portugués, si la admiración por la entrega de un hombre dispuesto a arriesgar todo con tal de librar a unos desconocidos de los graves apuros que los acechaban; o la vergüenza (guiada sólo por el más educado concepto del qué dirán) que me provocaba tanta generosidad; o el sentimiento frívolo y casi aventurero de sentirme seguro en el bando reconocible de los buenos pese a que fuéramos a perder esta guerra. Como si tal adscripción supusiera estar encuadrado en un regimiento compacto, invencible, sin fisuras, cuya solidez no se debiera a mí sino a los que lo componían conmigo. Una fortaleza inexpugnable en el centro de la cual me encontrara, aterrado, infeliz, pero relativamente a salvo. A buen recaudo de los que querían asaltarla. Y todo esto por cuatro o cinco personas. Arriesgar la vida por cuatro o cinco personas cuando los que sufrían se contaban por millones.

—No me des las gracias —suspiré—. No me las des. En realidad, no estoy siendo generoso, Arístides. Hago lo que hago porque… porque… —me encogí de hombros—. Da igual. Acompáñame a mi hotel y te daré la llave, un plano para que podáis llegar sin pérdida a la casa y una carta para los guardeses.

Sí. Aquel 11 de julio cambió mi vida. No puedo decir que la cambiara para bien ni para mal: sólo la hizo diferente.

Por seguir un orden cronológico de tal modo que su secuencia me permita recuperar los recuerdos uno a uno, diré que me resultó asombroso comprobar cómo el almuerzo con Arístides de Sousa había alterado mi percepción de cuanto estaba ocurriendo a nuestro alrededor… y, desde luego, cualquier pretensión de valentía personal. Estábamos en una platea desde la que la guerra era un espectáculo (desagradable, pero espectáculo al fin) de ejércitos machacados, de refugiados penando por las carreteras, de muertos, de heridos, de gentes huyendo de Hitler y su infernal maquinaria, de pobres miserables que padecían privaciones, miedo y horror sin cuento. Poco a poco, las circunstancias me iban obligando a dejar de ser espectador de este circo para convertirme en funambulista. Los judíos que hacían cola en la escalera del consulado portugués en Burdeos y, sobre todo, la familia Neira, se empeñaban en entrar de la mano de Arístides en mi masía de Arles para meterme de lleno en una guerra que me parecía obscena, una pesadilla de la que había conseguido mantenerme apartado hasta aquel mismo momento.

Y así, cuando, terminado nuestro almuerzo, salimos del hotel du Parc, me pareció que Vichy había cambiado: ya no era la estúpida y frívola ciudadela-balneario que conocíamos, sino un villorrio sofocante, húmedo, lleno de amenaza.

Deambulando por el parque des Sources, había más gente, mucha más gente que apenas unas horas antes. No se trataba aún, como acabaría ocurriendo semanas más tarde, de bandas políticas organizadas o de manifestantes fascistas, de legionarios, de activistas de L’Action Française o de cualquier otra tendencia de la extrema derecha. Se trataba de la atmósfera instintiva creada por civiles estupefactos que intentaban organizar sus vidas y acomodar sus creencias a las nuevas realidades. Todos pretendían sobrevivir, por más que no se dieran cuenta todavía de lo que les esperaba. La necesidad hace virtud y quien más quien menos montaba sus mecanismos de defensa frente al hambre, el miedo y la tiranía estúpida. Se estructuraba, planeaba y perfeccionaba el arte del disimulo, que es el modo que tienen los aherrojados de hacer frente a los déspotas.

(Tampoco es que hubiera en Vichy en aquel momento una diversidad grande de estamentos sociales y, por consiguiente, de opiniones políticas. Los balnearistas eran los balnearistas y a ellos el armisticio había sumado en los últimos días funcionarios, militares, diputados, senadores y diplomáticos extranjeros, ninguna de aquella gente de la extrema izquierda. Desde luego, no me pareció que fuera éste el caldo de cultivo de resistencia alguna al régimen del mariscal Pétain.)

Ahí estaban todos juntos, anunciando el nuevo evangelio de la lucha contra el complot del judío, el masón, el extranjero y el comunista. Con Francia derrotada, los tiranos ni siquiera tuvieron necesidad de imponer su férula con violencia. La adhesión al viejo mariscal lo hizo todo y el francés aceptó con gusto su nuevo papel de delator colectivo al servicio de la moralidad renacida. Sólo mes y medio después de que fuera certificada la defunción de la Tercera República y para llenar el vacío dejado por la disolución de los partidos políticos, el mariscal, embarcado en su reforma patriótica, creó la «Legión de los combatientes» (recuerdo la angustia que nos causó a todos la recomendación dada a los nuevos legionarios por Xavier Vallat, secretario general de los ex combatientes: «sed los ojos y los brazos del mariscal hasta la esquina más recóndita de Francia»; es decir, sed delatores). Y éste era sólo el principio. En fin, volvamos al relato.

Aunque podría encontrarse a la prensa siempre en el bar del hotel des Ambassadeurs, que era donde residía el cuerpo diplomático, y casi siempre en el de la Paix, que era el lugar reservado a los periodistas, este 11 de julio por la tarde, a la salida de nuestro almuerzo, la curiosa aglomeración de colegas se movía frente al hotel du Parc a la caza de cualquier noticia que les permitiera enviar sus despachos a las respectivas agencias y periódicos. Era todavía pronto, los días trascurridos eran demasiado pocos desde su llegada a Vichy para que les hubiera entrado ya el hastío sabiondo que poco después los confinaría a todos a los butacones del hotel y al interés más que relativo de las ruedas de prensa oficiales.

Hoy en día, quince años después de todo aquello, con el telón de acero impidiendo cualquier intercambio libre de ideas, sería inconcebible que así ocurriera, pero en julio de 1940, el número mayor de periodistas extranjeros provenía de la Europa del este. Los había húngaros, turcos, rumanos, búlgaros, desde luego, gente pintoresca. Y a su lado, también había suizos (entre ellos, una bellísima Wanda Laparra, a la que recuerdo risueña casándose por fin en Vichy con el portavoz de uno de los ministerios), españoles y americanos. Todos se aburrían muchísimo y se encontraban de permanente mal humor. Pronto empezarían a encerrarse más y más, y sin noticias, en los salones del hotel de la Paix, con sus cómodos butacones de cuero marrón, sus pilas de periódicos nacionales e internacionales pasados de fecha y su inútil batería de teléfonos al fondo del vestíbulo. Muchos eran nombres familiares de las publicaciones que leíamos a diario: de las cínicas y al tiempo ingenuas de la América todavía indiferente, de las de Francia, siempre pedante e irritada, de las de la Europa más romántica del viejo Imperio austrohúngaro, de los eslavos misteriosos, de los otomanos. Con el tiempo y la solidaridad nacida de las dificultades de la guerra y del aburrimiento nos acabaríamos llevando bien.

Rebuscando entre mis papeles encontré hace unos días nada menos que el primer artículo de periódico que envié para la prensa latinoamericana a finales de aquel mes de julio. Decía así:

El armisticio con Alemania ha sido el único movimiento político inteligente que han podido realizar los viejos santones franceses de la III República para salvar al país de la catástrofe.

Después de nueve meses de la conocida como «Guerra tonta» (los que trascurrieron entre la declaración de hostilidades el 1 de septiembre de 1939 y la invasión de Bélgica y Francia en mayo del presente año), de súbito las divisiones Panzer alemanas, con su revolucionario concepto de la guerra relámpago, atacaron y tomaron por sorpresa al ejército francés y pese a la heroica resistencia de éste, tardaron pocas semanas en llegar hasta el corazón mismo de París.

Fue entonces cuando el gobierno galo presidido por el Sr. Paul Reynaud se vio abocado a solicitar el armisticio para evitar males mayores y un derramamiento de sangre inútil. ¿Quién gestionaría tan delicada situación? El único capaz de hacerlo desde su prestigio de héroe era el mariscal Philippe Pétain, el hombre que había salvado a Francia ya en 1918, el hombre que, a regañadientes, aceptó entrar en el gobierno como vicepresidente del Consejo. El hombre que ha escrito hace bien pocos días: «Me quedaré con el pueblo francés para compartir sus penas y sus miserias. Creo que el armisticio es la condición de la perennidad de la Francia eterna». Sólo un personaje lleno de prestigio como el mariscal Pétain, puede decir «franceses: ha llegado el momento de deponer las armas; hago donación de mi persona a la patria para evitar sufrimientos a mis compatriotas»…

Tras el armisticio firmado el pasado 22 de junio, Francia ha sido dividida en dos: una, la parte norte y oeste, es la zona de ocupación alemana, que incluye la capital, París; otra, es la llamada zona libre en la que se encuentra Vichy (cerca de Lyon), sede del gobierno de Philippe Pétain. El tráfico entre las dos zonas es fluido. Sin duda, a ello contribuye el hecho de que los servicios de seguridad y policía siguen siendo únicos y franceses para todo el territorio y también que las comunicaciones por carretera y ferrocarril, muy dañadas por las operaciones militares, hayan sido restablecidas rápidamente. No existe en la población sensación de que una potencia extranjera ocupa su patria: las autoridades alemanas tienen buen cuidado de no interferir en las cuestiones internas. Su trato con la población francesa es exquisito en todo momento.

Por lo que parece, Francia habrá de colaborar en el esfuerzo bélico alemán aunque no con combatientes, sino, como me decía el propio mariscal Pétain ayer en una entrevista exclusiva celebrada en su hotel, con un esfuerzo de renovación moral del país: la derrota de Francia se ha debido a la degeneración de las costumbres y actitudes de los franceses. Francia debe ser reconstruida, afirmó el mariscal, para poder estar en pie de igualdad con el Reich en el momento de la victoria y la consagración de la nueva Europa. «Mire usted el ejemplo que nos está dando España que, después de la victoria de las fuerzas anticomunistas, ha instaurado un régimen fuerte bajo el mando del generalísimo Franco, cuyos principios-guía son los mismos que los nuestros: Trabajo, Familia, Patria. El parlamentarismo, la democracia, los partidos, son reliquias del pasado que no han hecho sino debilitar a Francia.»

El mariscal, convertido ya en Jefe del Estado francés, cree firmemente en la victoria de Alemania en esta guerra europea. Es evidente que con Adolfo Hitler está en una posición inmejorable para negociar el retorno de los prisioneros de guerra y la mejora de las condiciones de vida de sus compatriotas, al tiempo que mantiene intacto el enorme imperio colonial de ultramar. Tarea nada fácil: además de los enemigos interiores tradicionales y quintacolumnistas (aquí se cita primordialmente a los comunistas, a los masones y a los judíos) existen los falsos amigos exteriores, como por ejemplo, Inglaterra, que mostró su verdadera faz bombardeando a traición la gran flota gala en la localidad del norte de África, Mers-el-Kébir.

El gobierno de Vichy confía en que las hostilidades concluyan en unas semanas y que Europa vuelva a la normalidad antes de las próximas Navidades. Hasta entonces las condiciones de vida no serán fáciles. Parece que pronto se instaurará el racionamiento de alimentos: Francia debe alimentar a sus hijos y a los ocupantes.

Me da cierta vergüenza haber escrito todo esto, pero achaco su imprecisión y su blandura al ojo siempre vigilante de Pierre Dominique y sus censores.

En fin.

El caso es que Arístides y yo íbamos andando con lentitud por el parque, saludando a derecha e izquierda, deteniéndonos con frecuencia a cumplimentar a algún colega y a sopesar con él la evolución de los acontecimientos del día. Yo quería aparentar normalidad, aterrado de que pudiera adivinarse en mi expresión la duplicidad cómplice que mi ayuda a los tejemanejes de de Sousa no podía dejar de reflejar. Sonreía de continuo, utilizando un tono de forzado optimismo o de gran solemnidad patriótica, según lo requiriera el caso, para dirigirme a unos y otros con inocencia culpable, convencido de que así nada trascendería de mi traición a Francia. Es notable que tomara una sencilla acción de ayuda a unos refugiados por una traición a mi patria adoptiva. ¡Con qué facilidad se somete un ciudadano al más mínimo atisbo de tiranía!

Avanzábamos despacio y supongo que en algo contribuirían a nuestra pesadez de movimientos el calor reinante y el vino consumido. De modo que al cabo de un buen rato, recogida en mi hotel la llave de mi masía y pormenorizadas las explicaciones sobre su localización, decidimos que éste era el momento de cruzar el umbral del establecimiento de aguas de primera clase para darnos una merecida sesión de aguas termales, masajes y musculación.

Lo habríamos hecho, sin duda, de no ser porque topamos de frente con Marie Weisman que acababa de salir del Parc, de visitar a Pierre Dominique, nos dijo. Fue como una aparición: etérea en su camisero de lunares blancos, su sombrerito de paja negra y sus mocasines de dos tonos; parecía flotar sobre el albero del camino.

—Es alta y delgada demais —murmuró Arístides.

Al vernos, Marie aplaudió varias veces con entusiasmo y exclamó:

Geppetto et le Portugais! Mis dos amigos preferidos desde esta mañana —por un instante pareció dispuesta a demostrarnos su alegría dándonos a cada uno un sonoro beso en la mejilla. Pero se contuvo. Se acercó sonriendo hasta donde estábamos y nos dio la mano: si no hubiera sentido pudor, la habría retenido entre las mías para disfrutar unos segundos de su piel suave y firme. Suspiró—. Uy, qué aire de conspiración se traen ustedes dos. ¡Qué habrán estado tramando!

Arístides, como de costumbre, tardó un tiempo en contestar y yo me apresuré a decir:

—Nada —sonreí—, nada, aquí en Vichy no se trama nada y menos aún desde la llegada del mariscal.

—Bueno, pero los mejores espías son los que, como ustedes, más pinta de inocentes tienen, n’est-ce pas? —la afirmación no contribuyó a calmar nuestra inquietud; sólo hizo que nuestra confusión resultara más evidente. Con aire cómplice, Marie se colocó entonces entre los dos, pasó sus brazos bajo los nuestros y, bajando la voz, preguntó—: Y ahora en serio, díganme, ¿de qué cosa terrible hablaban? No se puede ir por la calle tan ensimismados e intentando disimular como iban ustedes dos sin estarse contando secretos que por lo menos eran de Estado —¡Dios mío! ¿Tanto se nos notaba?

—Ah, mi querida amiga —contestó Arístides en su buen francés—, esa cara que usted nos veía tiene más que ver con el dolor de la indigestión que con un complot de alta política… Nos dirigíamos hacia el establecimiento balneario para ver si los masajistas podían hacer algo con nuestros problemas digestivos.

—… Pero ahora —interrumpí—, ya no necesitamos masajistas. Ha llegado el hada de Vichy y nos va a curar como por ensalmo.

Marie rió de buena gana. Vaya cursilada, pensé, reprendiéndome por este exceso de zalamería galante.

—Me van a permitir —dijo Arístides de pronto, como si la llegada de Marie le hubiera recordado un deber ineludible— que los abandone y que Manoel sea el único afortunado en disfrutar de la compañía de mademoiselle Weisman. Debo volver a mi hotel. Mañana regreso a Burdeos muy temprano y aún me quedan por hacer las maletas y preparar el automóvil para el largo viaje… —se despidió de nosotros con aire medio solemne y encaminó sus pasos hacia el hotel des Ambassadeurs.

Cuando Arístides ya no podía oírnos, Marie, sonriendo con travesura, sugirió que «también tiene que recoger a madame Cibial, ¿no?».

—¡Vaya! Hay que ver cómo circulan los rumores por esta ciudad.

—Uy, no he querido ser malvada —exclamó—. Es sólo que me parece encantador ese côté tan humano de monsieur de Sousa, padre de familia numerosa —gesticuló para esconder su confusión pero enseguida se encogió de hombros—. Las personas son libres de hacer lo que las hace felices… ¿No le parece, monsieur de Sá?

—Si alguien la oyera en este momento, probablemente la llevaría ante el gran tribunal de la inquisición de Pierre Laval y acabaría usted en la hoguera…

—Bah, son todos un poco hipócritas.

Estoy seguro de que parpadeé sorprendido.

—Sí, tal vez.

—Dígame, Manuel, ¿le puedo llamar Manuel? Es que monsieur de Sá me parece tan solemne… ¿Sí? A cambio, le exijo que me llame usted Marie…

—Eh, está bien… eh… mademoiselle…

—Ah —dijo levantando un dedo.

—Quiero decir… Marie.

—Muy bien —se colgó de mi brazo con ambas manos—. ¿Me acompañaría usted a dar un paseo por la orilla del Allier, así bras dessus, bras dessous?; hace una tarde estupenda, ¿no?

Me latía muy fuerte el corazón y tuve que carraspear para poder articular palabra.

—¡Claro que sí! No tengo…

—… ¿nada mejor que hacer?

—¡No, no! Quería decir que no tengo ningún compromiso insoslayable que me impida hacer lo que más me apetece en este momento.

—Ajá. De acuerdo. Pues vamos.

Dimos unos pasos en silencio hacia la rue Petit, al costado del Parc y en dirección al río. Me pareció que había transcurrido un siglo desde que aquella madrugada el insomnio me había empujado por el mismo camino. Apenas doce horas y me sentía más vivo (y más aterrado) que en años.

—¿Y a Manuel le gustan los alemanes?

—No me gustan absolutamente nada, pero dígame, Marie, ¿cómo es que ha acabado en Vichy?

—No quería quedarme en París ni un momento más —exclamó con intensidad—. Lo que dije esta mañana era cierto. La… la invasión de los boches con sus botas ensuciándolo todo como campesinos patosos era más de lo que podía soportar… ¡En mi París! Poco falta para que tengamos que hablar alemán.

—Bueno, dicen que los soldados alemanes se comportan con delicadeza…

Mais non! Es para cubrir las apariencias. Ya verá usted, Manuel, cómo a la menor ocasión les saldrá el Wagner por las orejas y empezarán a pisotearnos… No, no. No podía quedarme allí. ¿Sabe? No hay nada más triste que contemplar la capital del mundo humillada en la derrota. Y encima hay franceses que están encantados…

—Bueno, hay muchos franceses pro Hitler. Ya lo vimos esta mañana… También hay muchos anglófilos y si hubieran ganado ellos…

—¡Oh, prefiero tomar el té a las cinco que desfilar haciendo el paso de oca!

—Pues me temo que es lo que nos espera en cuanto ganen la guerra, Marie.

—Pero ¿vio usted al conde Hourny y al propio Pierre Dominique? Yo creo que me asustan más ellos que los alemanes. Porque los alemanes ganarán la guerra, pero éstos, en cuanto la hayan ganado los otros y no queden enemigos, nos van a triturar con su moralidad y su trabajo y su familia… Mais, bon Dieu, si j’aime baiser, de quoi se mêlent-ils? —exclamó con irritación—. Y además, Pierre acaba de decirme que tenga cuidado, que mi deber como buena francesa es respetar al mariscal y que… y que… ¡ah, bah! Quel con!

Impelida por su explosión de vehemencia, Marie se había soltado de mi brazo. Como nos disponíamos a cruzar el bulevar des États Unis para entrar en el parque de L’Allier por el lateral del chalet de Napoleón, la agarré de nuevo para evitar que pudiera atropellarla algún automóvil de los que circulaban velozmente por allí. Lo hice con ternura benévola de modo que en ningún caso pudiera interpretar mi gesto como algo deliberadamente íntimo. Tiempo después (puedo dar la fecha exacta: el 3 de octubre siguiente), Marie me lo reprochó.

—Los hombres bien educados sois muy curiosos: ¿a que no harías un gesto así para demostrar amistad o preocupación a un hombre? No, no, tiene que ser a una mujer. En realidad, no tiene nada que ver con la ternura cálida que nace de la atracción o de la sensualidad, sino que es una cuestión de educación: has sido educado en la creencia de que una mujer necesita calor, cercanía… más que un hombre, desde luego, y que debe dársele sin que ello tenga connotación sentimental alguna. Me tocas el brazo porque crees que lo necesito, no porque tú busques el contacto físico —vaya.

—Marie Weisman —dije cuando hubimos cruzado e íbamos adentrándonos por el parque, por entre matorrales de anémonas y lirios, sorteando sauces y cerezos—, Weisman… ¿viene de dónde?

—Polonia. Toda mi familia es polaca… originariamente, claro. En su emigración pasaron por Alsacia y el primer Wizzie nacido en París…

—¿Wizzie? ¿Os llamáis Wizzies? Vaya falta de respeto hacia vuestro nombre.

—No es muy grave —respondió con impaciencia—. Wizzie, por abreviar… el primero ya fue un soldadito de Napoleón. A todos estos inmigrantes, que eran judíos que huían de los pogromos en Varsovia y llegaban a la tierra de libertad que era Francia, a Alsacia, a Marsella, al Bordelés, los emancipó la Constituyente durante la revolución de 1789. Luego, Napoleón los dotó de un sistema consistorial, más o menos como la organización de los protestantes y les dijo: vuestra religión es asunto privado vuestro y se acabó. Vaya, en mi familia hay una tradición grande de laicismo desde siempre. En realidad dejamos de ser judíos hace tres generaciones… ¡Qué bonito es el chalet de Napoleón! —exclamó de pronto—. Me encantan esos balcones tan delicados. Si yo fuera Pétain, me habría instalado allí, pero, bueno, como no soy Pétain… —rió.

Cuando reía, los rasgos de su cara se suavizaban, se hacían tal vez más femeninos, no, ésa no es una buena explicación. ¿Cómo se iba a hacer más femenino algo que ya lo era? Puede que fuera que sus párpados se plisaban o que las arrugas de su sonrisa se hacían más marcadas, puede que de ella se desprendiera una promesa de sensualidad como un aura. No sé. A lo mejor al reír cambiaba de postura, metía los riñones (la expresión francesa, mucho más sugerente, es elle cambrait les reins), subía el pecho, se tornaba más provocativa…

—Los militares entienden poco de belleza, Marie. Seguro que al mariscal, los chalets de Napoleón III le parecen una estupidez decadente.

Se soltó de mi mano para agarrarse con más comodidad de mi brazo.

—Parecemos novios —murmuró—. Bien. Mi abuelo Raymond era un aventurero. ¿Sabe usted lo que hizo? Se fue a Palestina a trabajar.

—¿A Palestina? —pregunté con incredulidad.

—Sí. Él trabajaba para el barón Rothschild en París y le propusieron ir a Palestina a administrar las posesiones que los Rothschild tenían allí. Ni corto ni perezoso. Y no sólo eso. Allí se casó con la nieta del primer médico judío de Galilea. De modo que mi abuela era una beduina morena de grandes ojos negros así —con las dos manos se estiró de los extremos de los ojos para achinarlos. Sonrió—. Después volvieron a París… allí nació mi padre.

—¿También es banquero?

Rió de nuevo.

—No, no. Papá es profesor de universidad. Enseña Historia en la Sorbona.

—¿Y su madre?

—¿Mamá? Mamá es médico. Pediatra —me pareció que lo decía con orgullo.

—¿Y la niña?

—Ah, mais quel interrogatoire —sonrió—. Parece usted de la policía. La niña nació hace veintiocho años, creció… demasiado, siempre me llamaron patas largas, estudió Ciencias Políticas en la Sorbona, salió corriendo cuando estaba a punto de casarse, se fue al frente del Ebro como conductora de ambulancias y ahora ha acabado en Vichy de corresponsal de guerra. Voilà.

Habíamos llegado al borde del río. Estuvimos quietos durante unos momentos mirando cómo las apacibles aguas se deslizaban haciendo pequeños rizos y remolinos en los que se enganchaban briznas de hierba y hojas. El Allier bajaba marrón, cargado del barro de las tormentas de verano. Muchos paseantes iban y venían andando despacio. Otros se sentaban en los pequeños cafés que jalonaban el sendero del río bajo los sauces.

Nos encontrábamos a un millón de kilómetros de la guerra. Apenas se oía el murmullo a flecos de las conversaciones de los demás.

—¿Cómo voilà? —dije. No me atreví a preguntar si ahora había alguien ocupando su corazón (su cama, habría dicho si hubiera sido descarado hasta conmigo mismo)—. ¿Le parece poco?

—Bah, aventuras de adolescente —que es lo más maduro que le he oído nunca a una mujer joven. Se volvió hacia mí y me miró con seriedad.

—¿Estamos coqueteando? —preguntó. Y arrugó los ojos.

Me dio un escalofrío.

—Soy muy viejo para eso.

Et vous, Manuel? ¿Qué ha sido de su vida?

—Poca cosa y la poca, sin interés. Espere —levanté una mano para que no insistiera—. Espere. Me queda una pregunta, Marie. Esta guerra es muy peligrosa, especialmente para ustedes…

—¿Para los franceses? —se encogió de hombros—. Ya lo sé. ¿Y?

Carraspeé.

—Quiero decir… eh, para los judíos.

Alzó las cejas.

—Bueno, sí. Hay mucho antisemitismo por ahí. Claro, parte de la motivación de la guerra… —hizo un gesto, una mueca de duda y luego de indiferencia. Miró hacia el otro lado del río hacia donde estaba el pabellón del club de golf—. Pero a nosotros los franceses no nos afecta. Como dice mi padre, el antisemitismo es un elemento de discordia importado de los países teutónicos. No tiene nada que ver con nosotros. Nosotros somos franceses. Bueno, es cierto que hay, en la extrema derecha, alguna histeria contra los israelitas, pero Francia es Francia. Somos civilizados… D’accord? —su expresión se había vuelto seria. No quería para sí ni la sombra de la duda.

Me parece ahora asombrosa la ligereza con la que tratábamos el tema de los judíos. En 1940, los judíos franceses eran tan franceses que podíamos hablar del semitismo y del antisemitismo estando judíos presentes en la conversación, como era el caso ahora con Marie, sin que las alusiones a los méritos y deméritos de una raza u otra pareciera más que una disensión intelectual y el peligro para el futuro de sus miembros, algo consustancial a un pueblo en guerra, ni más ni menos. Asumíamos con naturalidad que lo que arrostraban ellos era en el fondo tan grave como lo que arriesgábamos los demás; ni más ni menos. Por lo demás, el antisemitismo era un estado de lepra con el que habíamos crecido desde pequeños; siempre habíamos vivido con él. ¿Qué otra cosa podía esperarse de nosotros?

¡Qué lejos estábamos de comprender entonces y de darnos cuenta más tarde que el antisemitismo estaba a punto de convertirse en la cuestión moral más grave de nuestro tiempo! A todos nos parecía de más trascendencia política y social, por ejemplo, el marxismo. Locos inconscientes, cretinos morales, cobardes insensibles y ciegos, todos habríamos estado a tiempo entonces de detener la tragedia que estaba a punto de desplomarse sobre el mundo. Y encima no es verdad. Era ya demasiado tarde.

Marie me volvió a mirar con mirada intensa.

Et vous, Manuel, alors? ¿Qué ha sido de su vida?