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DE SOUSA

Artículo único.

La Asamblea Nacional otorga todos los poderes al Gobierno de la República bajo la autoridad y la firma del mariscal Pétain con objeto de que se promulgue, merced a uno o varios actos, una nueva Constitución del Estado francés.

Esta constitución deberá garantizar los derechos del trabajo, la familia y la patria.

Será ratificada por la nación y llevada a efecto por las Asambleas que haya establecido.

¡Ah, amigos míos! Esta broma fue aprobada en la tarde del 10 de julio de 1940 por quinientos sesenta y nueve votos contra ochenta. Senadores y parlamentarios reunidos en el Casino, ¡en un casino! (si esto no es justicia poética, que venga dios y lo vea), habían decidido convertir a Pétain en dictador de Francia y habían aceptado que la constitución de la Tercera República fuera sustituida por unos cuantos «actos» (un eufemismo para «decretos») que liquidaban cualquier atisbo de democracia.

En realidad, el mariscal se había dejado arrastrar a este juego sin comprenderlo, porque si hubiera comprendido algo de lo que se estaban jugando en Vichy él y los suyos, la mera posibilidad de ser derrotado por un milagro de la democracia, le habría forzado a bajar a la tribuna para inclinar la balanza a su favor. Como es natural, lo habría conseguido sin esfuerzo: de un soplo, con su sola mirada, habría alcanzado la unanimidad, ni ocho ni ochenta, la unanimidad. Pero como no entendía nada de todo aquello, hizo lo que siempre: esperar. Esperar, no sin gran suerte, a que las cosas se resolvieran por sí mismas.

Por otra parte, ahora que lo pienso después de tantos años, es incluso probable que su indiferencia ante esta traición a Francia perpetrada por él y por Laval se debiera sencillamente a que, sabiendo como sabía que no existía marcha atrás frente a Adolfo Hitler, no le importaba una higa la opinión de los representantes del pueblo francés, a los que además consideraba una pandilla de degenerados culpables de todos los males. Y así, el 10 de julio tuvo la fortuna de que sólo uno de cada siete parlamentarios se opusiera a sus planes. Ése era el grado de entrega de los políticos franceses a un hombre que creían el salvador de la patria.

Durante toda la semana que precedió a la votación, Pétain dejó los manejos más sucios en manos de Pierre Laval que tuvo, además, la habilidad de equiparar a quienes se oponían a su proyecto con los anglófilos: con toda seguridad eran los antipatriotas que se alegraban de la catástrofe de Mers-el-Kébir de unos días antes. Y maniobró de tal manera que acobardó a todos, insultándolos, violentándolos, llevándolos al extremo de la agresión verbal, echándoles la culpa de toda la situación. Lo que es más, supo aparentar que se eclipsaba ante el mariscal para señalar que él no tenía ambición política alguna, cuando lo único que pretendía era el poder absoluto.

Digo ahora todas estas cosas porque las interpreto con la perspectiva de años. Pero aquella tarde de 10 de julio sólo fui capaz de pensar que tal muestra de confianza por parte de la clase política de Francia apuntaba sobre todo a que yo estaba equivocado en mis apreciaciones: acaso Pétain fuera en efecto el padre de todos los franceses y residiera en él toda esperanza frente a los nazis.

Armand de la Buissonière estaba tan confundido como yo. Tampoco conseguía encajar en sus esquemas filosóficos cuanto estaba ocurriendo, acaso porque en esos días tan trágicos, el patriotismo nos era presentado como el único valor supremo. Pero, claro, sólo se trataba del patriotismo de los que se adjudicaban la exclusiva de su interpretación. La democracia, la libertad, la tolerancia (y dios sabe que la tolerancia de los franceses es poca, mientras que su soberbia es grande) quedaban en suspenso para tiempos mejores. Y no digamos las opiniones de quienes ni siquiera éramos patriotas. Conclusiones amenazadoras, cierto, pero que, por el momento, no pasaban de ser un delirio de nuestros temores.

Pronto, sin embargo, íbamos a comprobar cómo estas cosas se plasmaban de un modo brutal en la práctica, cómo el espacio en el que se movían nuestros intelectos, nuestros códigos de conducta, nuestra moralidad, nuestra felicidad, se iba a estrechar de manera insoportable y aterradora. Pronto Vichy olería a detritus y a miedo.

Aquel 10 de julio, pues, Armand y yo paseábamos al atardecer, a ratos creyendo que podríamos protegernos del calor y de la humedad bajo la pérgola de hierro del parque de los Manantiales, a ratos intentando respirar un poco al socaire de los castaños y de los parterres de flores, esperando que el frescor presentido de la anochecida aún lejana nos aliviara, íbamos sin rumbo fijo, atentos a que pudiera ocurrir algún acontecimiento de mayor trascendencia aún que el de la votación en el Casino. ¿Mayor trascendencia? Como si tal cosa fuera posible en ese día. Como si ahora, en este momento, quedara por reventar alguna revolución, alguna barbarie que esta Francia infeliz no hubiera ya gustado.

Pero no pasaba nada. En el anticlímax posterior a la votación del Casino, la calma en Vichy se había restablecido y no estaba siendo alterada por nada. No así en los días precedentes, en los que el parque de los Manantiales había sido un hervidero de curiosos y un lugar incómodo, si no peligroso, para el paseo de cualquier político de la Tercera República: circulaban por él provocadores y tipos patibularios, fascistas y escuadristas, muchos sin duda a sueldo del propio Laval, que aprovechaban cualquier oportunidad para insultar, acorralar y atemorizar a las figuras públicas que reconocían. Yo mismo había sido testigo de cómo un par de tardes antes un grupo de jóvenes se cebaba en aquel lugar contra monsieur Blum, que había tenido la osadía de aparecer por allí, prometiéndole la muerte a gritos y profiriendo contra él los peores insultos imaginables. Aunque me había mantenido prudentemente apartado del incidente, no había dejado de ser chocante oír cómo le gritaban «¡Judío!» y «¡Bolchevique!» y «¡Acabaremos contigo!». Como siempre que era testigo de actos de violencia de este jaez, me sorprendió la pasión maligna que se reflejaba en los rostros desencajados de aquellos muchachos. No teníamos defensa. ¡Y con qué facilidad se levantaban pasiones, se enfrentaban unos contra otros sin ser ninguno culpable! Todos, juguetes de la manipulación de cuatro politicastros despreciables. De todos modos, me parece que estos hechos deberían hacernos dudar de la condición humana o, cuando menos, de la de los franceses. Porque, cuando se contraponen las actitudes tan chulescas y violentas de aquellos matones fascistas con las de los que, cinco años después, acabada la guerra, se tomaron la revancha contra los colaboracionistas (o aquellos a quienes, por pura conveniencia o por celo interesado se describió como colaboracionistas), creo que es válido concluir que los salvajes eran los mismos. Igual que las salvajadas.

Con todo, al atardecer del 10 de julio Armand y yo deambulábamos pacíficamente por el parque, que había recuperado, al menos en apariencia, su aire provinciano y pacato de días atrás. Pero me sentía inquieto: intentaba razonar sobre cuanto había pasado, pretendiendo encajar los acontecimientos del día en lo que sabíamos del resto de la situación en Francia y en los campos de batalla y todo aquello producía en mi ánimo una considerable alarma. ¿Cómo compaginar esta tranquilidad de Vichy con lo que intuíamos que pasaba en el resto de Europa?

En un momento de nuestro paseo tuvimos la mala fortuna de cruzarnos con un cura que andaba, me pareció, con aire desafiante, mirando a todos lados con obstinada fijeza como un cuervo de mal agüero. Lo recuerdo perfectamente, como si acabara de verlo ahora mismo, aunque entonces no le prestáramos mucha atención. Iba con las manos cruzadas a la espalda sujetando un breviario de tapas negras y una teja de alas redondeadas que se había quitado de la cabeza con la obvia intención de combatir la canícula. Tenía el pelo escaso y aplastado sobre el cráneo por el sudor. Los ojos muy oscuros bajo las espesas cejas y una nariz enorme salpicada de poros como cráteres enrojecidos conferían a su rostro un aspecto malévolo, decididamente malévolo, sí, por más que un lunar amoratado, grande y abultado en su sien izquierda me resultara más repugnante que diabólico. El bajo de su gran sotana negra estaba manchado del polvo de los senderos del parque. Creo haberme encogido de hombros. El cura aminoró la marcha. Es cierto que Armand y yo veníamos ensimismados, ocupados en nuestros negros presagios y pensamientos, y ni siquiera registramos conscientemente la presencia de aquel religioso delante de nosotros. El hecho es que no tuvo más remedio que detenerse al borde del camino, exagerando su incomodidad, y no pudo sino dejarnos pasar, al tiempo que nos dirigía una mirada de severa desaprobación. Al punto, pareció querernos reprender por algo que habíamos o no habíamos hecho; supongo que no apartarnos de su camino o no mostrar el suficiente respeto, no sé.

El incidente no habría tenido mayor importancia si no hubiera sido porque dos caballeros que venían detrás del siniestro personaje se detuvieron delante de nosotros, impidiéndonos seguir y con evidente intención de interpelarnos.

—Perdón, señor —dijo uno de ellos dirigiéndose a de la Buissonière con tono desabrido y señalándolo con un dedo. Era un hombre gordo en cuyo abultado chaleco lucía una leontina de oro. Olía poderosamente a sudor. Armand levantó las cejas en señal de interrogación—. Creo que es incorrecto que no hayan cedido el paso a un sacerdote —prosiguió aquel grosero.

—¿Perdón? —dijo Armand sorprendido.

—Que es de extraordinaria mala educación, qué digo, una falta de respeto incuestionable que no se hayan detenido ustedes para ceder el paso a monsieur l’Abbé.

Miré hacia atrás y vi que el cura se había detenido a observar la escena. Volví de nuevo la cara y comprobé que Armand había dado un paso hacia atrás, protegiéndose así de este asalto verbal inesperado y del dedo índice que a punto estaba de golpearle en la pechera.

—Y —añadió el otro. Luego calló como si hubiera bastado la conjunción para subrayar su enfado. Era menudo y delgado y tenía la cara macilenta y marcada por profundas arrugas, más propias de un asceta o de un fanático, de un hombre consumido por demonios interiores que de un simple enfermo. Un bigotito de puntas retorcidas y unas cejas que más parecían un acento circunflejo que otra cosa, producían en el observador la impresión de encontrarse ante un petimetre estirado y agrio, ávido de impartir lecciones silenciadas durante mucho tiempo. Para acentuar sus palabras, el hombre se apoyaba en su bastón y se elevaba una y otra vez sobre las puntas de los pies. Resultaba tan ridículo que poco faltó para que me entrara la risa. Hubiera sido un grave error.

—¿Y? —dije yo.

—Y, señor mío, que estas cosas van a cambiar en Francia a partir de ahora.

—¿Ah?

Me sorprendió que Armand se hubiera quedado mudo de pronto. Lo miré y vi que estaba pálido y que me observaba, esperando, sin duda, que yo también guardara silencio para evitar males mayores cuya naturaleza no acababa de reconocer. Durante la Guerra Civil española yo no había estado en la llamada zona nacional (de hecho, ni siquiera había estado en España) y, por tanto, nadie me había expuesto a la intolerancia y a la beatería de la gente de Franco; ésa fue la razón de que tardara unos segundos en comprender que se inauguraba aquella tarde, en aquel preciso instante, en Vichy, en la Francia de Pétain, la misma pedantería de los mismos meapilas patrioteros que tan peligrosos resultan para la libertad y, sobre todo, para la vida.

Parfaitement! —prosiguió mi airado interlocutor—. Vamos a restablecer la cortesía y la devoción filial a los sacerdotes y la sumisión a las enseñanzas de la santa Iglesia católica. Ustedes, señores, han tenido tiempo más que suficiente —cada una de sus afirmaciones venía subrayada por una puesta de puntillas; resultaba hipnótico, arriba, abajo, arriba, abajo— para hundir a Francia en el lodazal de la degeneración de las costumbres —puntillas—. ¡Ah pero esto se ha acabado! El mariscal nos ha devuelto la dignidad, nos ha vuelto a poner en la recta vía —puntillas—. ¡Prepárense ustedes! —levantó su bastón—. ¡Francia resurge bajo la invocación de Jesucristo! —puntillas, puntillas.

Nos quedamos mudos de asombro. Con gusto habría querido rebatirle con igual indignación pero, claro, no habría sabido qué decirle. No se me ocurrió protestar, reír o disentir de tanta tontería. El silencio de Armand, en cambio, lejos de ser timidez o miedo, como me había parecido, se debió al enfado.

—Caballeros, ustedes se confunden —dijo secamente—, e intervienen en lo que no les importa ni les concierne. Si tuvieran algo de discernimiento, sabrían que soy el director del gabinete diplomático del mariscal Pétain.

Los dos energúmenos se sobresaltaron casi de idéntica manera. Y carraspearon.

—En tal caso, les presentamos nuestras más expresivas excusas —dijo el gordo—. Se ha tratado de un error lamentable —los dos se inclinaron en una seca reverencia—. Ustedes comprenderán, sin embargo, señores, que no podamos bajar la guardia.

Y ambos se volvieron para comprobar que dos policías de uniforme seguían la escena con el semblante grave. Luego se giraron de nuevo y echaron a andar, apartándonos, me pareció que sin contemplaciones y con aire vigilante y casi marcial; al llegar a la altura del sacerdote, uno tras otro besó su mano y ambos prosiguieron su camino. El cura sonrió y reanudó la marcha no sin lanzarnos una mirada, no sé si malévola o triunfal. También pasaron a nuestro lado con aire de censura los policías y cuanto paseante (nos pareció) que se encontraba a cien metros a la redonda.

Estuvimos un buen rato callados, quietos en el camino, al pie de uno de los enormes castaños. La gente se cruzaba con nosotros, mirándonos al principio con curiosidad y después, con indiferencia.

Suspiré.

—Caramba —murmuré—, esto es lo que nos espera, Armand, aunque nos ha defendido usted más que bien.

—Bah… Eh oui. Me parece que de ahora en adelante vamos a tener que ser muy prudentes, porque de esto a… qué sé yo… la cárcel, el internamiento, la confiscación de bienes… no hay más que un paso —sonrió.

—Se descuida uno y ahí está Roma con la hoguera dispuesta a quemar herejes. ¿Pero no era éste un país laico?

—Bueno, Manuel, usted sabe bien que la sociedad francesa es muy conservadora y que, pese a ser nominalmente laica, la influencia de la iglesia católica en ella es grande.

—En eso se diferencia de la Iglesia española que no es que sea influyente, sino que tiene mucho más poder y admite bastante menos discusiones, claro —contesté riendo—. Allí te excomulgan por un quítame de ahí esas pajas.

—No, no —dijo Armand—, aquí a la larga es peor. Sólo en Francia se excomulga como si en el siglo veinte eso tuviera algún valor. Aquí todo lo que huela a modernismo, liberalismo, laicismo… La regresión es aterradora. El renacimiento de Francia, el fuego purificador, consiste en echarse en brazos del partido de la reacción, L’Action Française, esa pandilla de locos monárquicos de extrema derecha que incluso se opone ¡a la revolución francesa! Esta gente de Pétain y Laval se ha vuelto más papista que el papa, Manuel. Sí, sí. L’Action Française. Son tan exagerados que hasta la jerarquía católica se desentiende de ellos. No es que le desagraden sus teorías; es que, como son excesivas, les basta con que otros las defiendan por ellos —rió—. ¡Claro que la Iglesia se puede permitir el lujo hasta de excomulgarlos! —se tocó la boca con dos dedos—. Pero es de pura boquilla porque saben que, como el gobierno de Vichy coquetea con L’Action Française, puede escandalizarse por lo malos que son sin por ello renunciar a los beneficios. ¡Ay la Iglesia católica! —soltó una breve carcajada pero se interrumpió de golpe, mirando a su alrededor.

—Bueno, esto del fuego purificador es como volver a la Edad Media.

—Desde luego. Y no ha hecho más que empezar… Ya verá usted, Manuel, cómo se acaba pareciendo la ideología del mariscal a la de esta gentuza. Trabajo, familia, patria —espetó con desprecio—. ¡Pero en qué cabeza cabe! Trabajo, familia, patria en vez de libertad, igualdad, fraternidad… Aquí no se bromea. Y, claro, para mayor escarnio, Pétain se va rodeando de tipos de L’Action Française: Moulin de Labarthète, Gillouin, ¡Alibert!, por dios, Alibert, un sectario obseso… Y, mire por dónde, qué casualidad, además de en la política y pese a la excomunión, cardenales hay, como Baudrillart, ya sabe —añadió ante mi gesto de ignorancia—, el rector del Instituto Católico de París, bueno, pues el cardenal Baudrillart y gentes como él que, a la chita callando, se sienten más próximos de ese tipo de conservadurismo que de la religión de todos los días, la nuestra, vamos. Todos ésos son los que nos van a hacer la vida imposible —añadió en voz baja.

—Mucho me temo que va a ser así, en efecto —coincidí.

De la Buissonière me agarró por el brazo y me obligó a seguir andando en dirección al hotel du Parc.

—Vámonos de aquí —suspiró—. Es muy triste todo esto. La Iglesia en Francia ha intervenido combatiendo y siendo combatida en cada movimiento político, en cada guerra, en cada escándalo, en cada polémica sobre la orientación de la sociedad civil. Todos conocemos el valiente comportamiento de párrocos y canónigos durante el avance de las tropas alemanas por el norte en los primeros meses de este año, pero la jerarquía se ha alineado con Pétain. Vaya, un anciano vigoroso de ochenta y cuatro años, de pelo blanquísimo y ojos azules, que fue, por cierto, jefe de muchos de estos obispos y monseñores en las batallas de la guerra del catorce, viene que ni pintado para convertirse en el salvador providencial de la Francia aherrojada. Y un salvador providencial así no puede sino ser colocado bajo la advocación de la virgen y el resto de la dichosa corte celestial.

Armand se separó de mí y del bolsillo derecho de su chaqueta sacó un periódico, Le Petit Parisien me parece recordar, lo desplegó con un gesto brusco de las manos y se puso a leer en voz alta una gacetilla que, si la memoria no me falla, rezaba más o menos así: «En el cielo de Francia, un cielo cargado de tempestades, ha amanecido una luz bienhechora y llena de esperanza. Esta luz han sido las palabras de un hombre, grande por su heroico pasado, por su tenacidad victoriosa en los campos de batalla y por un sentido humano que jamás traiciona».

—Esto es del cardenal Baudrillart. ¿Qué le parece? Heroico… sublime, ¿no? Y no es más que el principio. Dios mío… Bah, vayamos al Parc a tomarnos un té antes de que nos lo racionen o lo declaren antipatriótico por ser un brebaje inglés.

Cuando entramos en el vestíbulo del hotel apenas se encontraban en él media docena de personas sentadas en los pesados butacones. Hacía mucho calor. En una esquina, en torno a un pequeño velador, habían ocupado sendos sofás el doctor Ménétrel y dos antiguos ministros, hoy ya desposeídos de su rango pero, gracias a su amistad con el mariscal, todavía influyentes. Al menos lo bastante como para acompañar al todopoderoso médico del mariscal en una charla de café.

Armand y yo nos disponíamos a acudir a saludar a los tres cuando, de pronto, hizo su entrada en el vestíbulo el mismísimo Philippe Pétain. Venía solo. Avanzó con paso vivo, ¡qué fenómeno, a los ochenta y cuatro años!, hacia donde estaban su médico y sus dos amigos y se sentó junto a ellos sin las alharacas ni los grandes aspavientos que cabía esperar de un hombre que acababa de dar un auténtico golpe de estado con el que adquiría todo el privilegio de la gobernación de Francia. Pudimos oír cómo decía a Ménétrel: «He dado un espléndido paseo, aunque hace bastante calor». Ni una sola referencia a los acontecimientos del Casino, ni una palabra sobre el peso del Estado, sobre Laval, que le había hecho el trabajo sucio, sobre lo que ahora podría hacer con su país. Nada. Este hombre era de una frialdad estremecedora.

Iba, como siempre, impecablemente vestido y tenía la tez, también como de costumbre, rosada, sin una arruga, con la mirada muy azul, casi ingenua. No tenía una sola preocupación que le quitara el sueño.

Se frotó las manos.

—¿No nos tomaríamos una taza de té? Ah, de la Buissonière —exclamó al vernos inmóviles, confusos, tal como habíamos quedado con el vestíbulo a medio cruzar—. Pero, acérquense —añadió haciendo un gesto que nos incluía a los dos.

Monsieur le Maréchal —dijo Armand, haciendo una profunda reverencia.

—Ah —contestó Pétain con una sonrisa traviesa—, me parece que hoy me he convertido en un civil y que ya no me corresponde el título… Pero, bien pensado, esto es como el bautismo, ¿no? Un militar se hace militar y muere militar, ¿no le parece?

—Señor mariscal —dije yo entonces.

—El señor es Manuel de Sá, un diplomático español —interrumpió el doctor Ménétrel, al tiempo que me saludaba con una breve inclinación de cabeza.

—Ah, español. Cher ami, me enorgullezco de haber representado a Francia en España. Tengo allá muy buenos amigos, entre otros, a un camarada de armas, el general Franco… —sonrió de nuevo con picardía—. Ahora los dos hemos hecho el mismo sacrificio. Los dos somos jefes de Estado —suspiró—. Sólo que él ha terminado su guerra y yo apenas empiezo la mía… Pero siéntense. Tomemos una taza de té. ¿Doctor?

Bernard Ménétrel se levantó y fue hacia el restaurante para encargar lo que se le pedía.

Monsieur le Maréchal —intervine con un atrevimiento que aún hoy me asombra—, ahora que ha salvado usted a Francia, ¿cree muy difícil recuperar el control de todo el país? Quiero decir… —balbuceé—, la… la zona de ocupación…

—Sé lo que quiere usted decir —contestó Pétain con amabilidad—. No veo serias dificultades para ello. En realidad, durante cierto tiempo deberemos convivir con las autoridades alemanas. Pero no estamos en guerra con ellas —me miraba de hito en hito. Se encogió levemente de hombros—. Hemos firmado un armisticio honorable, pronto tendremos un embajador alemán en París, lo que en la mente de Hitler indica una voluntad de colaborar, no de invadir. Nunca aceptaríamos una invasión. Yo mismo espero estar de vuelta en París antes de fin de año —y dio el asunto por zanjado—. Madame Pétain me escribe desde nuestra granja de L’Ermitage, adonde se fue nada más llegar a Vichy hace una semana, que este año los tomates están siendo muy abundantes y tienen gran tamaño y sabor… También las judías verdes… —sonrió una vez más—. Podremos vender una buena cantidad de hortalizas en el mercado de Cagnes. En fin, estoy deseando poder ir a pasar allá unos días… ¡Ah, Ménétrel! —exclamó al ver que el doctor regresaba—. Deberemos pensar en cómo desplazarnos hasta la Côte d’Azur.

—Claro, monsieur le Maréchal. No será fácil dadas las circunstancias, pero veremos cómo podemos hacerlo…

Pétain frunció el ceño con desagrado.

—No, no, Ménétrel. No me comprende. Vamos a ir a Cagnes.

—Naturalmente, señor Mariscal. Lo que usted ordene… —sonrió para que en su tono no pudiera adivinarse ironía alguna, aunque me dio la sensación de que se trataba más bien de una sonrisa servil. Bueno, quién era yo para decir nada—. Por cierto, unas damas… eh… me han pedido que usted les conceda el privilegio de servirle el té.

Pétain se volvió para mirar al fondo del vestíbulo. Dos señoras jóvenes elegantemente vestidas sonreían con timidez. El mariscal cambió de golpe el gesto algo ácido con el que se había estado dirigiendo a su médico y, con expresión risueña, se levantó diciendo: «Mesdames, por favor, nada podría alegrar más a mi viejo corazón que disfrutar del privilegio de verme servido por ustedes. Por favor, acérquense y tomen una taza de té con nosotros, se lo suplico».

Y así fue como pasamos la tarde en que el mariscal Philippe Pétain se convirtió en jefe del Estado francés en medio del estruendo de una guerra y con su país derrotado y partido en dos: departiendo amigablemente con él, con su médico personal y con dos bellas señoras mientras todos tomábamos té de Assam en un magnífico servicio de porcelana de Limoges.

El desfile de gentes de todas clases fue continuo a lo largo de la hora en que estuvimos en el vestíbulo del hotel du Parc. Pocos eran, sin embargo, los que se atrevían a acercarse; la mayoría se detenían a prudente distancia y muchos hacían una inclinación de cabeza más o menos solemne. Pétain, sobre todo si se trataba de una pareja, devolvía el saludo, por lo general con no más de una sonrisa.

Uno de los muchos personajes que atravesaron el hall, aunque éste sin detenerse, fue Arístides de Sousa Mendes, nuestro buen amigo el cónsul de Portugal en Burdeos. No iba solo, pero tampoco lo acompañaba su mujer Angelina sino una dama joven de agradable aspecto, gordezuela, pizpireta, con aire provinciano y, desde luego, bien vestida, con coquetería y presunción.

—O mucho me engaña mi vista o la acompañante de de Sousa no era su esposa —comenté a Armand en un aparte cuando nos hubimos despedido del mariscal.

—Por supuesto que no, mon cher —me contestó con una sonrisa—. Angelina debe de haberse quedado en Burdeos cuidando de sus veinte o veinticinco hijos.

—¡Son sólo doce!

—¿Sólo doce? —se encogió de hombros—. En fin… que ésa no era Angelina sino mademoiselle Andrée Cibial Rey —sonrió con picardía.

—¿Es lo que pienso que es?

—Desde luego… por lo que sé, desde luego. Mademoiselle Cibial es una señorita de Burdeos, de buena familia…

—Me parece un poco joven para él —dije—. Porque, ¿qué edad tiene Arístides? Más de cincuenta, seguro. Más que nosotros… Por lo menos cincuenta y cinco. ¡Por dios, si esta chica debe de tener la edad de su hijo mayor, que anda por los treinta!

—Lo sé, lo sé, pero… —Armand hizo un gesto de impotencia levantando las manos con las palmas hacia arriba—. L’amour, mon cher, l’amour

—Vaya, es verdad que el hermano de Arístides ha sido ministro de Asuntos Exteriores de Portugal y eso, por fuerza, tiene que hacerle más atractivo para una señorita de provincias con aspiraciones, pero…

—Bueno, Manuel, señorita de provincias con aspiraciones es una forma algo malvada de describirla. La muchacha es atractiva, simpática, tiene talento musical y, que yo sepa, una excelente bodega en Saint Émilion…

—¡Ajá! —exclamé con risa cómplice—. Iba a añadir que, por mucha simpatía que le tengamos a de Sousa, no es el hombre más apuesto… en fin, que está gordo y patoso y, por dios, Armand, tiene mujer y doce hijos.

—¿Ah? —me miró con curiosidad—. ¿Y cuándo ha sido eso un impedimento? Diría yo que es más bien un estímulo.

—Cuando estuvo aquí la semana pasada, había venido solo.

—Puede que todo esto sea fruto de un enamoramiento muy reciente, de un flechazo de Cupido de unas… no sé… veinticuatro horas.

Reímos los dos.

—Caramba, Cupido escoge las más curiosas víctimas.

—¡Pobre Arístides!

Nos habíamos acercado a la mesa en la que estaban instalados Arístides y la muchacha francesa dando buena cuenta de una opípara cena. (Siempre se había comido bien en el hotel du Parc, aunque a medida que avanzase la guerra, las dificultades crecientes para obtener las materias primas que requería el chef harían que la carta tuviera por fuerza que reducirse y los platos, simplificarse; nunca, sin embargo, dejaron de ser sabrosos, nunca dejaron de estar presentados de manera impecable.)

—¡Mi querido de Sousa! —dije—. No sabía que hubiera regresado a Vichy.

Arístides se incorporó no sin cierta dificultad y, desde luego, con el aire algo confuso de quien ha sido sorprendido cometiendo una travesura. Se limpió con la servilleta de hilo, carraspeó y dijo:

—Sí, llegué anoche… una viagem larguísima desde Burdeos… —miró a su acompañante y trabucándose, añadió con precipitación culpable—: os presento a madame Andrée Cibial, uma querida amiga.

Murmurando a turnos cualquier nadería, Armand y yo nos inclinamos, primero el uno y después el otro, a besar con gran ceremonia la mano de la señorita Cibial (que, vista de cerca, era considerablemente más atractiva y joven de lo que a primera vista pudiera haber parecido; añadiré sin la más mínima malicia, que, conociendo a Angelina, esposa legítima de nuestro amigo, me habría costado mucho condenar a de Sousa por esta excursión fuera de los lindes del matrimonio; el muy sinvergüenza). Me hizo gracia pensar que ambos repetíamos el gesto solemne de los dos imbéciles que un rato antes en el parque habían rendido pleitesía al siniestro cura. Seguro que la mano del viejo aquel olía mucho peor que la de Andrée, una mezcla de perfume de violetas y jabón enjuagado con agua de rosas. Digo yo que sería eso, porque me trajo un aroma a gloria bendita.

El de Arístides de Sousa Mendes era un caso curioso. Y es que no sé si se trataba de un diplomático atípico por ser él un tipo raro o porque el país al que representaba era una rareza internacional (díganme si no dónde encajar a una nación que padece una dictadura corporativista, como en la Italia de Mussolini para que nos entendamos, sometida a un tirano gris, plúmbeo y rencoroso como Oliveira Salazar, que no es capaz siquiera de atarse al carro de las autocracias fascistas de Europa; un país pobre con un gran imperio colonial y una política exterior estúpida). Algo habría de las dos cosas. Vaya, el hermano gemelo de nuestro amigo, César, había sido ministro de Asuntos Exteriores a principios de los años treinta, aunque a Arístides de nada le sirviera tan exaltada posición. La cartera de César Mendes se había debido entre otras cosas a que a Salazar le convenía tener en su gobierno a un católico ultraconservador y monárquico para equilibrar la balanza de las distintas familias políticas de Portugal; y los Mendes lo eran. Y como tales habían pasado buena parte de su vida profesional irritando a quienes eran mayoría en la carrera diplomática portuguesa, los republicanos. En cuanto éstos tuvieron la oportunidad de tomarse la revancha, se cebaron en Arístides. No es que éste llevara una carrera fulgurante, pese a la ayuda de su poderoso hermano: se había estrenado como cónsul en la Guayana Británica para después ser destinado sucesivamente a Zanzíbar, a Curitiba y a Porto Alegre. Entre 1929 y 1938 fue cónsul general de Portugal en Amberes, en lo que puede ser descrito como el momento más brillante de su larga e insignificante carrera. Por fin, a todos los efectos, sus enemigos acabaron consiguiendo que fuera degradado y lo mandaron a Burdeos en 1939.

Debo decir que a lo largo de sus años de servicio, la actividad más distinguida de Arístides fue la de procreador: tuvo los doce hijos ya mencionados y para trasladarse con ellos por la geografía europea se hizo construir por encargo un Ford de diecisiete plazas (para el matrimonio, los doce hijos y tres ayas). Nunca tuvo dinero y el escaso rédito obtenido de la propiedad familiar en la región de Beira Alta, una gran casona rodeada de fértiles campos, acababa indefectiblemente en las arcas de los bancos como pago de onerosas hipotecas.

Arístides de Sousa Mendes era un hombre triste y solemne, sí. Pero como yo lo apreciaba mucho, creo haber sido el único de todos los que lo conocieron capaz de discernir un curioso sentido del humor en las cosas que hacía y decía. Su modestia era genuina y su paciencia con los rigores de su precaria y aburrida vida, infinita. No me sorprende en absoluto que sucumbiera a los encantos de mademoiselle Cibial aunque ello acabara acarreándole grandes quebraderos de cabeza.

Como amigo, por otra parte, el aspecto para mí más simpático de su personalidad era su modo irreverente y poco respetuoso con la autoridad. En gran medida, este carácter indisciplinado (más fruto del desorden que de otra cosa) le honraba, aunque por desgracia llegó a arruinarle la vida. Sus enemigos en el ministerio de Lisboa lo tenían en el punto de mira y se abalanzaban sobre él a la menor infracción reglamentaria: un pequeño viaje sin permiso, una demora en la rendición de cuentas consulares, un informe requerido y nunca enviado, mínimas estupideces que Arístides despreciaba con razón (aunque sin tener conciencia de lo que arriesgaba con el desafío) pero que iban cavándole una tumba administrativa cierta. Estoy convencido de que si mi buen amigo hubiera sabido que se le preparaba una jugarreta, se habría reformado para convertirse en un funcionario ejemplar, al menos durante un tiempo. No es que de Sousa fuera un poltrón o un timorato frente a la autoridad; simplemente carecía de imaginación para el pecado de cualquier clase (lo de Mlle. Cibial fue, estoy seguro, la excepción que confirma la regla), era pobre de solemnidad y no quería problemas.

Lo recuerdo tan bien con su pelo revoltoso por fin encanecido, sus pequeñas gafas de concha, su cara redonda de nariz recta, su papada, debajo de la que lucía una sempiterna corbata de pajarita, y su traje arrugado, un par de tallas más pequeño de lo que hubiera exigido su ya amplio estómago. ¡Ah, el bueno de Arístides! Me resultaba entrañable e inofensivo. Lo único que de verdad me parecía fuera de lo común era el encaprichamiento de su amante bordelesa. Cosas más raras se han visto, desde luego.

—Ah, querido Manoel —dijo cuando Armand y yo hubimos saludado a su deliciosa acompañante.

—Siéntese, Arístides, por favor —le rogué para evitarle el desaire.

Así lo hizo. Dirigió una breve mirada cómplice a la señorita Cibial, excusándose tácitamente por su mala educación al interrumpir el rito de la cena para hablar conmigo.

—Precisamente tengo venido a Vichy para hablar con usted —dijo—. Un asunto de cierta urgencia…

—¿Ah? ¿Problemas? Usted me dirá —pero enseguida me reprendí por la grosería que estaba a punto de cometer—. ¡Perdóneme, Arístides! Le pido perdón, madame. Estas cosas no se dilucidan en presencia de una dama.

Por supuesto, querido amigo, naturalmente. Hablaremos cuando usted quiera. ¿Mañana a la hora del almuerzo? ¿Aquí mismo?

Asintió.

El 11 de julio también iba a ser una fecha señalada, al menos para mí.

Al regresar a mi hotel la víspera, después de nuestra agitada tarde, primero con el cura, con el mariscal Pétain, después, y por fin con Arístides de Sousa, el conserje me dio un sobre perfumado (con esencia de mimosa) que contenía una nota manuscrita de Mme. Letellier. La había traído una de sus doncellas con el ruego de que se me entregara sin falta.

En la nota me anunciaba la llegada aquella tarde de «nuestra joven y encantadora reportera, Marie Weisman», y me invitaba a tomar el aperitivo en el café habitual de Quatre Chemins para presentármela.

Estaba tan cansado por las peripecias del día que aquella noche no conseguí conciliar el sueño. Sin razón aparente, me sentía inquieto; tal vez me pesaba la digestión de la cena o hacía demasiado calor. Es posible que fueran las preocupaciones del momento o la inquietud sobre lo que nos depararía el futuro, no lo sé, pero recuerdo haber dado mil vueltas en la cama sin llegar a dormirme. Me molestaba la chaqueta del pijama, que de tanto agitarme, se me acabó enroscando alrededor del cuerpo. En un arrebato de impaciencia me la quité. Después me levanté para ir al cuarto de baño y bebí agua dos veces. Pero no hubo modo de que me durmiera.

Todo parecía haberse confabulado para impedírmelo. Por la ventana abierta de mi cuarto entraba una claridad difusa provocada por la luz temblona de las farolas de gas; y de tarde en tarde, por la avenida Wilson, justo debajo de mi balcón, pasaba un automóvil petardeando; sólo cuando se apagaba el eco del motor, se oía el suave tintineo del agua cayendo en la fuente de alguno de los manantiales del parque o el roce de las hojas de los castaños mecidas por la brisa. Se hubiera dicho que mi sentido del oído se había agudizado de tal modo que era capaz de percibir el más mínimo susurro y que mis párpados entrecerrados se habían hecho tan delgados que dejaban pasar cualquier resplandor por imperceptible que fuera. Me fui poniendo progresivamente más irritado hasta que, dando por concluida la noche, aparté las sábanas con violencia y me puse en pie.

Empezaba a clarear. Sin encender la luz eléctrica, me vestí de cualquier manera y salí con la intención de dar un paseo y llegar hasta el río. Al verme aparecer, el conserje de noche me miró sorprendido y luego me saludó con la ceremonia habitual:

Bonjour monsieur de Sá, que tenga usted un buen día.

Le contesté con un gruñido.

El cielo, del que se habían borrado las estrellas, tenía el tono malva y opaco propio de la madrugada de un día de verano. Haría calor de nuevo en cuanto empezara a calentar el sol, pero a esta hora absurda la mañana estaba fresca y el paseo me resultó agradable y contribuyó a calmarme los nervios. Yendo en línea recta hacia el río, crucé el parque de los Manantiales y pasé por el lateral del hotel du Parc, luego por el del Majestic y por fin por delante de la embajada americana. Me adentré por el parque del Allier dejando a mi derecha los chalets del emperador Napoleón III, en uno de los cuales pronto se instalaría la Gestapo. No tenía modo de saberlo, aunque lo intuía, pero ¡cuánto iba a estropearse nuestra pacífica vida de gente provinciana a lo largo de los siguientes meses! Hubiera debido aprovechar más, saborear más, aquellos instantes privilegiados. Pero sólo estaba atento a que se me quitara la excitación y la ansiedad de una noche en vela.

A aquella hora no había nadie más paseando por allí. Únicamente yo. Y durante un rato tuve para mí solo el césped y los sauces, los matorrales de bignonias y los chopos, las pequeñas rosaledas y los grandes setos y, al fondo, delimitándolo todo de modo tan apacible, el río. Si la memoria no me falla, fue por muchos años mi último paseo en solitario, en silencio y en la paz más completa. ¡Ah, cómo lo añoro! Por un breve instante el tiempo se había detenido: aquella madrugada no estábamos en guerra.

Guardo estas cosas en mi memoria: tienen la precisión de una fotografía. Supongo que si ahora me sentara a solas en mi balcón sobre el Sena podría rememorarlo todo, detalle a detalle. Porque en cada foto mil veces revisada, la expresión de los rostros permanece inmutable, las sonrisas incambiadas y los gestos y las posturas, perfectamente fijos. Sólo cuando se deteriore la emulsión, se irán borrando los perfiles en el tiempo. Entonces los recuerdos desaparecerán, pero el futuro y el pasado, no: en cada escena de aquellas, el destino habrá jugado sus cartas sin remedio, sin que, desde entonces, quepa ya cualquier marcha atrás.

Sí. Podría estar sentado abriendo un álbum de recuerdos; pasaría sus grandes hojas contemplando despacio las escenas fijas de lo que ha sido mi vida.