3

MME. LETELLIER

—¡Qué semana, amigos míos! —exclamé, quitándome el sombrero para secarme el sudor de la frente con un pañuelo de seda.

—En efecto, amigo de Sá —dijo el encargado de Negocios colombiano, Mario Barrantes; se pasó un dedo por dentro del cuello duro de la camisa almidonada—. Está haciendo un calor insoportable.

Tipo alto y muy delgado, repeinado con gomina que, por supuesto, respondía al apodo de Flaco Barrantes, su entendimiento de las cuestiones de Europa, y en especial de las de la guerra, era, en el mejor de los casos, somero. En su juventud temprana había sido enviado por sus padres a estudiar a París y como únicos frutos de este periodo educativo guardaba un conocimiento prometedor del francés y una impresionante libreta de direcciones de señoritas, no siempre de la mejor sociedad. Pronto había convencido a su padre, un senador liberal de la propia Santa Fe de Bogotá, de que lo dejara permanecer en Europa seudo trabajando en su embajada en Francia. Habiéndole sorprendido allá la guerra, el gobierno colombiano lo había mantenido en el puesto (abandonado como víctima propiciatoria de la diplomacia) para ocuparse de unos intereses colombianos en París que en los tiempos que corrían, no daban la impresión de preocupar a demasiada gente.

—No me refiero al clima, hombre de dios, sino a todo lo que está pasando a nuestro alrededor, caramba —respondí, creo que con mayor viveza de la necesaria, olvidando por una vez mi perenne buena educación; a veces, estos amigos míos conseguían irritarme de veras—. La alta política, los grandes hombres, la diplomacia de altos vuelos, una guerra que es como si no existiera, generales, coroneles, todos buscando colocarse, pintar, intrigar, estar del lado de los que vencen, aparentar una dignidad y una moralidad de la que en realidad carecen… ¡Dios mío! Estar, queridos amigos, en un pueblecito en el que se escribe ahora mismo la historia del mundo. ¿Se dan ustedes cuenta de lo que significa? No me lo querría perder por nada del mundo. ¡Ah, cómo me gustaría ser una mosca en la pared de los despachos de Laval y de Pétain! —imité con la mano el vuelo errático de una mosca.

—Con este calor, sería usted descubierto enseguida, como insecto atontado por la canícula, y lo aplastarían contra el papel de la pared con un periódico enrollado —señaló el ministro Oswaldo Cifuentes, un hombrecillo regordete que lucía en el anular un enorme anillo universitario americano, adquirido, estaba seguro, en cualquier universidad del oeste de Estados Unidos a cambio de unas decenas de dólares.

Cifuentes era cursi, puntilloso y algo pedante, a tal punto que, pese a la bondad inocente de su personalidad, un día había conseguido enfadarme hasta hacerme exclamar con pesada ironía: «¡Cifuentes el panameño es una mierda en pequeño!», para así resaltar, no sólo su reducido tamaño físico, sino su colosal incultura. Le habían ido con el cuento a Cifuentes y éste, siempre dispuesto a la esgrima verbal, había contestado de sopetón: «Ya le gustaría a Manuel de Sá ser una mierda del Panamá». Ahora, de vez en cuando nos enviábamos estos recados pueriles, como broma confianzuda que sólo podíamos entender nosotros, extranjeros alegres en una tierra entristecida, gentes aterrizadas en este lugar incomprensible para aplicar un buen humor algo zafio y ruidoso a una guerra que, acaso exceptuándome a mí, ni nos iba ni nos venía y en la que se trataba no más que de sobrevivir a las inevitables incomodidades que nos depararía. Garabateábamos nuestras ocurrencias en bouts de papier al calor de lo que nos inspiraba la última bobada en la tertulia del hotel o como ahora, paseando por el parque en dirección al café al aire libre que se encontraba delante de la escalinata del Casino y en el que nos disponíamos a tomar el té o una limonada con hielo pilé. Levanté una ceja y di un bufido.

—¡No sean ustedes niños! —exclamé con enfado. Con el gesto más teatral de que fui capaz, empuñé el bastón a media caña, como si se tratara de un bastón de mando, y lo agité en el aire—. ¿No se dan cuenta de que ustedes son y serán la memoria viva de cuanto está sucediendo aquí? ¡Pero miren a su alrededor! Estas gentes no podrán ser memoria de nada porque tienen el miedo en el cuerpo y pasiones engañosas en el corazón: eso… eso empequeñece la conciencia colectiva. Ellos sólo recordarán sus diminutas angustias, sus miserias, el hambre que llegaron a pasar o que consiguieron engañar, el miedo… Tal vez en el recuerdo salvarán a los que hoy son sus héroes o tal vez los inmolarán. Sólo ustedes a quienes nada importa —intenté que mi tono no denotara un desprecio que no sentía—, serán capaces de recordar el conjunto de tanto desastre con el desapego necesario para comprender lo que verdaderamente hicieron estas gentes con sus vidas, con sus países, con sus amores…

—Lindas palabras, de Sá —dijo el mexicano Luis Rodríguez, ministro de su país en Francia, un radical comprometido que (me parecía) nunca había comprendido nada de la Europa de los fascismos pero que creía con firmeza en el manto moral del intelecto y, como era frecuente en aquella época, atribuía esta superioridad al liderazgo de Stalin aunque también, con mucha razón, a la dignidad y generosidad de su presidente Cárdenas—. Lindas palabras. Me pregunto si son aplicables a su experiencia personal de la catástrofe española… Dicho de otro modo, ¿será usted igualmente capaz, querido amigo, de recordar con el mismo desapego tanto desastre como ocurrió en España?

—No, claro —contesté—. No es ése mi argumento. No es que yo crea en mi superioridad intelectual y moral a la hora de interpretar la historia, tanto de España hace un año como de Francia ahora. Es que, como sé que eso no es posible, recomiendo a los observadores no comprometidos que analicen y recuerden…

—¡Yo sí estuve y estoy comprometido en España! —me interrumpió Luis Rodríguez con calor. Sus diatribas rara vez venían a cuento, pero su orgullo revolucionario era inapelable y su rectitud, indomable. Tenía el rostro bondadoso, cuadrado, encajado entre grandes orejas, y proyectaba una tensión obstinada ante las cosas de la vida, una terca decisión. Pero sus ojos negros con las cejas descendiendo en permanente actitud de sorpresa dolorida le traicionaban aminorando la firmeza de sus convicciones.

—Pues yo no —interrumpió Enrique Sciamella, ministro argentino—, ni me interesa vuestra afición tan… tan… estúpida al derramamiento de sangre. ¡Bah! Ustedes torean al toro deseando en el fondo que les clave un cuerno porque es heroico escenificar la tragedia de la existencia. Nosotros, en cambio, reservamos el dolor de la entraña para las nada dignas traiciones de una mujer… y el toro nos lo comemos en un asado en el campito, vieron.

Sciamella era un porteño buen mozo y moreno al que seguro que jamás había traicionado una mujer. A él nunca; a mí, casi siempre. En fin. Me parece que el único campo de batalla europeo que conocía el buen Sciamella eran las camas de sus amantes. Me preguntaba yo a veces si, con esa planta de conquistador intenso y fuste de jugador de polo, sería capaz de algún acto de valentía o siquiera de reconocer que alguien se lo requería; si ante un marido ofendido y violento, se escondía en un armario esperando la oportunidad de descolgarse por el balcón o si por el contrario hacía frente al peligro con galanura. Sciamella y Porfirito Rubirosa rivalizaban en conquistas y en elegancia, siempre vestidos a la última moda, con camisas a rayas y cuellos largos y estrechos, chalecos forrados de seda, chaquetas entalladas de delgadas solapas y zapatos en punta con delicados dibujos discretamente perforados en el cuero. Eran nuestra vanguardia del glamour. Y, en el fondo, nos enorgullecían.

—Estuve con las brigadas en Albacete —siguió Rodríguez como si no hubiera sido interrumpido—, estuve en Barcelona antes de que cayera en manos enemigas, he estado en los puertos de Francia organizando los paquebotes de exiliados camino de Veracruz…

Yo, que en ese momento arrimaba una silla de pesada forja al velador del café al aire libre que habíamos escogido, me giré hacia él sonriendo para quitar hierro a nuestras palabras e intensidad a la situación.

—No me diga, de Sá —insistió con su tono machacón—, que por orden de mi presidente doy amparo a cuanto gallego huido de Franco se me pone a tiro… Usted sabe que me he pasado los últimos meses censando a todos los españoles exiliados que han sido internados en campos de concentración en Francia. ¡Pero, hombre, si anteayer estuve visitando al presidente Azaña en Montauban!

—Y cómo no, que bien agradecidos le estamos a México por su generosidad, pero no se excite, Luis, que da calor —dije.

—Y não fales de calor aquí si não has estado viviendo a Zanzíbar —dijo con gran seriedad Arístides de Sousa Mendes. De Sousa siempre parecía sumarse a las discusiones con retraso, como si la información le llegara al cerebro unos segundos más tarde de lo que debía. Algo amorfo, pero buena persona, solíamos decir de él cuando no nos oía. Estos portugueses siempre han sido muy suspicaces.

—¿Eh? —dijo Cifuentes.

Pois: mi primeiro posto fue la legação de Portugal en Zanzíbar. Tres de mis niños nasceram ahí.

—¡Es cierto! —dijo Flaco Barrantes—. ¿A quién se le ocurre hacer la carrera diplomática en las colonias de África? El único lugar que vale la pena, todo el mundo lo sabe, es París. En las colonias sólo se contagia la malaria.

—¿Has tenido la malaria, de Sousa? Eso es horroroso —dijo Sciamella.

Não, não. Yo fui afortunado. Dois hijos, en cambio, sí.

Luego nos aseguraba que su dominio del castellano era tan bueno como el del inglés o el del francés. Los portugueses son así: lo único que hablan siempre fatal es el español.

Y juntando dos veladores y unas cuantas sillas, cupimos todos en círculo, a la sombra de uno de los grandes castaños. De nuestro grupo de habitúes sólo faltaba Porfirio Rubirosa, el ministro de la República Dominicana, que había viajado a París por negocios particulares.

Vichy no había cambiado, al menos en apariencia, durante esta primera semana de julio de 1940, salvo quizá por la cantidad de gente que no encajaba en el panorama habitual de la ciudad. Seguía haciendo un calor insoportable y la humedad subía desde el río como una manta sofocante que todo lo aplanaba sin concedernos un momento de respiro. Hombres y mujeres, muchos ataviados ceremoniosamente, en especial los políticos, ministros, diputados, senadores, que pronto se reunirían en el casino para votar la transformación del Estado, sudaban sin remisión, ellos embutidos en sus pesados trajes de media gala, algunos tocados incluso con sombreros de copa, o ellas, transpirando y sufriendo los rigores de las duras fajas que moldeaban sus figuras como lo exigía el sobrepeso la moda del momento. Las muchachas jóvenes, en cambio, lucían vestiditos de seda oscura o a lunares, con faldas que apenas rozaban las rodillas. Los zapatos de medio tacón de doble tono realzaban sus pantorrillas para deleite de quienes observábamos sus andares llenos de coquetería. No lo confesaba a nadie, pero en ocasiones, tanta galanura despertaba el don Hilarión que había en mí y que sólo mi pudor me forzaba a disimular todo lo que pudiera. Desde que pocos meses antes había cumplido los cincuenta, había hecho del sentido del ridículo la norma de mi existencia.

No dejaba de ser divertido ver a tanta gente esforzándose por aparentar parsimonia, lujo y sentido del Estado, convencida de su importancia histórica, ir del hotel du Parc al Pequeño Casino, del hotel de la Paix a los establecimientos termales de primera clase, del Gallia al restaurante Chantecler (y hacer cola a la espera de una mesa, aunque se fuera un antiguo presidente del consejo de ministros); para luego acabar en su mayoría recogiéndose en los míseros locales en donde habían conseguido instalarse, pequeñas habitaciones compartidas, carentes de ventanas, ventilación, salas de baño o comodidades mínimas, o incluso en vestíbulos de hoteles o en sus comedores, en los que, en camas pudorosamente tapadas y separadas unas de otras por biombos, compartían después sudores y ronquidos. Sólo el mariscal, por supuesto, y los grandes nombres del Estado, los generales, los ministros, los prefectos de visita, algunos parlamentarios y pocos más, habían conseguido que se les asignaran habitaciones individuales en los mejores hoteles. Y aun así, durante las tres o cuatro primeras semanas, Pétain almorzaba y cenaba en el comedor del hotel du Parc, a la vista de todos, contemplado con concupiscencia por las decenas de caraduras, aduladores y aprovechados que pululaban por allí a la espera de conseguir cualquier prebenda.

El resto del acomodo en Vichy había sido confiscado para instalar oficinas, ministerios, cuartelillos, salas de juntas. Yo, como queda dicho, me había librado por puro milagro. Mi dinero me costaba.

El trajín en Vichy era enorme: organizar un Estado con la pompa debida y en un lugarejo que, como este pequeño balneario, carecía de tradición alguna de seriedad administrativa, no estaba siendo tarea fácil para nadie. Administradores y administrados resolvían con dificultad la confusión nacida de innovar una administración que ya estaba inventada, para trasladarla de sopetón desde los grandes ministerios de París a los exiguos hoteles del balneario. Sólo el hecho de tener Vichy un buen servicio telefónico y la posibilidad de excelentes comunicaciones exteriores había inclinado la balanza del Estado a su favor, en perjuicio de Clermont-Ferrand o Lyon (para la pequeña historia añadiré que el alcalde de esta última ciudad era Édouard Herriot, mil veces primer ministro y ahora presidente de la Cámara, por quien Pétain no sentía simpatía alguna). Quedaba por ver si toda aquella técnica eléctrica tan innovadora resultaba de alguna utilidad.

Yo estaba acostumbrado a valerme en el servicio público. Muchos años de diplomacia me habían enseñado no sólo la prudencia indispensable para no herir las delicadas sensibilidades de la administración del Estado, siempre perezosa y estúpida, sino el modo de circunvalar la obstinación de los funcionarios.

Esperé dos o tres días a que empezaran a serenarse los ánimos y a que con inevitable lentitud se fueran organizando, aun de modo esquemático, algunos de los servicios gubernamentales indispensables. Entre ellos, por supuesto, los de Asuntos Exteriores y Prensa: la afluencia de diplomáticos y periodistas (incluso los grandes nombres de París, pese a que, con la falta de noticias espectaculares, pronto se aburrirían) y agencias informativas de todas clases a Vichy fue multitudinaria en los días iniciales de julio de 1940 y, desde el primer momento, las autoridades quisieron hacer frente a lo que ello suponía.

—La buena cara, la censura y la normalidad en los contactos con otros gobiernos son prioridades de cualquier país —les expliqué semanas después a mis colegas de ultramar—, y más si ha sido derrotado en guerra y debe aparentar que no lo ha sido.

Pois —contestó de Sousa al cabo de un rato.

Y así, la primera persona a la que visité en su despacho de la segunda planta del hotel du Parc fue a Pierre Dominique, el hombre que acababa de ser encargado de las relaciones con la prensa en el gabinete de Pétain. Viejo conocido mío de los tiempos de París, tuve la suerte de que pudiera más una cierta simpatía mutua nacida de los contactos sociales de entonces que la clara antipatía política que siempre nos había separado: yo, el ex diplomático español, nacionalizado francés huyendo de la barbarie, cualquiera que fuera ésta, no pasaba en el fondo de ser un distinguido exiliado disfrazado, por mucho que mi pasaporte dijera lo contrario. Sólo mis afectos parisinos habían servido para que se me aceptara en las alturas pese a algunas de mis irritantes lealtades y para que se diera por supuesto que mi conocimiento del medio me hacía fácil la maniobra entre los españoles refugiados, sobre todo entre los políticos. Puede que aquello le resultara útil a algún ministerio francés, no lo sé, pero en todo caso mi nueva documentación y mi antigua condición de diplomático acreditado en París, además de una cierta fama de inofensivo, con seguridad me habían evitado en los primeros días de 1939, aunque yo lo ignorara, la espantosa tragedia vivida por las decenas de miles de españoles que habían tenido que refugiarse en Francia huyendo de los facciosos por la frontera de Port-Bou, sólo para encontrarse metidos de hoz y coz en los infames campos de concentración instalados por las autoridades galas a este lado de los Pirineos. Pero estoy convencido de que ello no me libraba del estigma revolucionario que pesaba sobre todos nosotros ahora que los vientos políticos habían rolado de modo tan radical.

Pierre Dominique representaba a la clase política triunfante en Francia, a un gobierno aliado y amigo de Hitler y de Franco, nada menos, cuyas afinidades con los «comunistas» derrotados y refugiados de la república española eran más bien escasas. El antimarxismo galo era tan visceral que resultaba hasta patético.

—Espero, querido amigo de Sá —dijo Dominique con tono severo, fijando en mí la mirada intensa y penetrante que se convertiría pronto en marca de la casa— que comprenda que no va usted a encontrar en mí un aliado fácil. Y se lo digo con gran sentimiento porque nuestra amistad viene de lejos, pero… —y se encogió levemente de hombros; las fortunas cambian y los sentires, también y, por lo general, de manera simultánea. De modo que, en lugar de invocar tiempos pasados, respondí:

—Y yo aprecio su franqueza.

—Me debo al mariscal Pétain y al nuevo sentido de la Francia renacida.

—… ni yo le voy a pedir que traicione por amistad —sonreí—, sus lealtades o sus convicciones. No lo creería posible. De hecho —añadí levantando una mano para no parecer agresivo—, sólo querría solicitar de usted un servicio perfectamente normal: mi acreditación como corresponsal que soy de una serie de periódicos y agencias latinoamericanas… El Sol de México, La Nación de Costa Rica, El Tiempo de Bogotá y Clarín de Buenos Aires, entre otros. Traigo la lista completa y las acreditaciones necesarias en español y francés.

Bendije en silencio a mis amigos latinos que me las habían facilitado días antes en París. Y como me pareció que Pierre Dominique respiraba aliviado, volví a sonreír. Extendí las manos y dije:

—Sencillo, en realidad —por un momento pensé que estas últimas palabras estaban de más y que mi interlocutor detectaría la ironía, pero no fue así. Pierre Dominique estaba tan pagado de su importancia que hubiera sido incapaz de detectar ironía alguna aunque la tuviera delante como en aquel momento.

—En ese caso… no será difícil —contestó con tono paternal y afectuoso—. No habrá dificultad en que lo acreditemos como miembro de la prensa extranjera.

No estoy muy seguro de qué fue antes, si el huevo o la gallina, y no podría jurar si se les ocurrió a mis amigos los diplomáticos latinoamericanos o a mí que yo actuara de coordinador de todos frente a las autoridades francesas por el tiempo que duraran las hostilidades. Debió de ser a ellos, porque sólo a un grupo de diletantes con un conocimiento restringido de la situación en Francia y con una comprensión más que limitada de la capacidad de maniobra de un tipo como yo en la Europa del nazismo, podía ocurrírseles proponerme que los guiara por los vericuetos de un país derrotado por los enemigos de casi todo lo que apetecían. ¡Qué disparate! Y sin embargo, así había sido y en Maxim’s nada menos, con tres botellas de la mejor Viuda. Claro que les dije que, para justificar mi presencia en donde fuera que quedara establecida la capital de Francia si París tenía que ser evacuado y el gobierno decidía proseguir la lucha desde otro lugar (ya pensábamos entonces que de ser alguna capital, sería una bien lejana, como Burdeos), lo más conveniente sería acreditarme como periodista. Una cosa de este tenor no podía ofender a nadie y tendría la ventaja de «mantenerme controlado». Además, ¿qué me iban a hacer a mí, que era casi más francés que los propios franceses y que había vivido en París más de la mitad de mi vida? En fin, a lo que voy: esta concatenación de circunstancias me hace pensar que la cena en Maxim’s debió de celebrarse en torno al 6 de junio, una semana antes de la entrada de las tropas alemanas en París y diez días antes del armisticio, es decir, más o menos un mes antes de mi entrevista con Pierre Dominique. Sé, eso sí, que al día siguiente de la cena, emprendí viaje por carretera hacia la Costa Azul con la intención de poner tierra de por medio y esperar allí el desarrollo de los acontecimientos.

Pierre Dominique abrió el cajón de su mesa y de él extrajo una hoja de papel de carta del hotel du Parc.

—No hemos podido imprimir aún formularios en papel oficial —dijo inclinando la cabeza en señal de confusión personal: sin duda, esta carencia de medios le parecía impropia del gran Estado francés—. En fin —alisó la hoja sobre el secante y con puntilloso cuidado sacó de su bolsillo una pluma estilográfica de manufactura alemana con la que se dispuso a rellenar el documento, leyendo en voz alta al tiempo que lo hacía—: El gabinete civil del Mariscal de Francia requiere de las autoridades civiles y militares que presten a monsieur Manuel de Sá, súbdito francés nacionalizado residente en esta ciudad de Vichy en el hotel… —levantó las cejas en señal de interrogación.

—Carlton —me apresuré a decir.

—Carlton, sí, toda la asistencia que necesite en el desempeño de sus funciones como corresponsal de prensa extranjera. Vichy, tres de julio de 1940. Ya está.

Del mismo cajón sacó un sello de tinta y lo apuso al documento tras firmarlo. Era un sello redondo en cuyo centro aparecía la doble hacha de la Francisca (un nombre que siempre me pareció ridículo; cuando no nos oía nadie, la llamábamos la puta Paquita), símbolo de la nueva Francia, que surgía poderosa de un campo sembrado y por delante de un gran sol naciente. El borde superior llevaba la inscripción État Français y en el inferior podía leerse Cabinet civil du Maréchal.

—Aquí tiene. Con este documento obtendrá en el servicio de prensa la acreditación necesaria para su labor. Espero que le sea útil para contar con objetividad al mundo lo que está ocurriendo aquí.

—Desde luego —contesté, pensando que la censura se encargaría de que así fuera, pero bueno, las cosas estaban de esta guisa y poco se podía hacer—. Le agradezco muchísimo la ayuda que me presta y le aseguro que no lo defraudaré. Tengo, sin embargo, otro favor que pedirle.

Dominique frunció el ceño.

—Usted dirá.

—Un grupo de diplomáticos latinoamericanos, acreditados todos ellos ante el gobierno de Francia, desea constituirse en… digamos… una asociación latinoamericana de amigos de Francia, una especie de círculo informal, un, supongo que lo podríamos denominar Grupo Latino. Verá: se trata más bien de crear…

—¿Un grupo de presión? —preguntó Dominique sin esconder en su voz el horror que tal prospecto le causaba.

—¡No, no! —exclamé con apresuramiento alzando las dos manos—. ¿Cómo quiere que ellos presionen sobre nada? Bueno —me corregí—, sólo presión tal vez en el sentido… teniendo en cuenta lo lejos que están todos ellos de su continente y lo que esta circunstancia debilita su influencia individual… en fin, quiero decir que juntos podrían acaso realizar gestiones, démarches, digamos que informativas que los ayuden a comprender mejor la situación europea y las complejidades de la guerra. Las otras gestiones, las que son propias del más elevado tenor político, deberá resolverlas cada embajada por su cuenta. Estoy en lo cierto, ¿verdad? Estoy convencido, sin embargo, de que este grupo también podría realizar démarches amistosas en provecho de Francia si así le fuera requerido…

Dominique carraspeó.

—¿Y quién coordinaría ese grupo?

—Bueno… probablemente el ministro mexicano, monsieur Luis Rodríguez, pero creo que ellos quieren… en fin, que yo podría ayudarles para que no perdieran el sentido… no olvidaran el objeto de… en fin, ya sabe usted.

Se quedó en silencio durante un largo rato. No dejaba de mirarme. Tuve que hacer un esfuerzo para sostenerle la mirada y para no revolverme en mi asiento. Por fin suspiró y dijo:

—Hmm… Me parece que tendré que consultar este asunto con el ministerio de Negocios Extranjeros. El señor Baudouin es muy celoso de sus prerrogativas y yo no quisiera excederme en las mías. Bien. Déjeme unos días y le contestaré.

Ninguno de los dos sabía que aquella misma tarde los ingleses bombardearían la flota francesa en Mers-el-Kébir (el puerto de Orán, para entendernos) y que aquel desastre tendría paralizada de furia a toda Francia (para satisfacción de Laval, añadiría yo días después cuando se lo explicaba a mi grupo de amigos). Por esta razón, pasaron al menos dos semanas hasta que Dominique me convocó de nuevo.

Creo que Mers-el-Kébir fue uno de esos tournants de la guerre, uno de los giros dramáticos de una situación que ocurren en tres o cuatro momentos clave y que imprimen un giro de 180 grados al curso lógico de los acontecimientos.

El gobierno de Pétain había creído que el armisticio lo ponía a salvo de cualquier contingencia bélica, como si la guerra no hubiera ido con ellos. Ya está. Se hubiera dicho que, según lo entendían los franceses, la rendición no significaba más que quedar al margen de las hostilidades (se entiende que aparte de las que les costaron la derrota), como si de pronto su territorio hubiera sido trasladado a las antípodas: un país entero e incólume que se ha ahorrado las batallas, cuya administración funciona como en tiempos de paz, cuya armada está quieta en puertos de la Francia de ultramar, esperando sólo a que se acabe todo este pasajero drama para recuperar la plena normalidad. Pero, vaya, resultó que Churchill, ¡el amigo de Francia que apenas unos días antes les había propuesto la unión de los dos países!, no lo vio así. ¡El traidor!, exclamaban todos. Menuda ceguera: Churchill no era ningún traidor ni por supuesto ningún idiota y supo que la flota francesa tardaría poco en ser utilizada por Alemania. La menor excusa habría servido para que los nazis se adueñaran de los buques de guerra franceses y los emplearan contra Gran Bretaña.

—Pero vamos a ver —interrumpió el Flaco Barrantes—, ¿me está usted diciendo que Francia no llegó a comprender que Inglaterra no permitiría que la flota quedara entera?

—Eso es justo lo que estoy diciendo.

—Son idiotas —sentenció el Flaco.

—No, Flaco, yo creo que las situaciones de catástrofe nacional tienden a obnubilar el entendimiento. Se acaba no comprendiendo nada y se pierde la capacidad de juicio.

—Pero estas cosas no se hacen sin un ultimátum previo —dijo el ministro Luis Rodríguez que era el experto en cuestiones de derecho internacional—. Los ingleses, que tienen un alto concepto del fair play, no actuarían de ese modo, sin previo aviso, con tanta alevosía. Sería un escándalo.

—Eso pienso yo también —contesté—, y me parece seguro que tuvo que haber un ultimátum, algo del estilo: o me manda usted la flota a puertos ingleses para que se una a la guerra contra Hitler o se la hundo, algo así, ¿no?

—Pero eso no es un ultimátum. Eso es…

—… un ultimátum, querido —insistí—. Qué va a ser si no. Un ultimátum es la última opción, aunque la velocidad con la que se aplica depende de la confianza en sí mismo que tiene el que lo propone, ¿no?

—Se dice pronto. ¡Dos mil muertos! —exclamó Cifuentes el panameño.

Me gustaría poder decir que la noche del 5 al 6 de julio telegrafié un despacho a los periódicos latinoamericanos explicando lo que había ocurrido, pero mentiría. En primer lugar, porque ni siquiera tenía aún la condición de corresponsal; y cuando la obtuviera, tampoco sería un corresponsal de guerra, puesto que en Vichy vivíamos en paz. Por otra parte, la confusión en Francia era total desde que las radios habían dado la noticia el 4 por la noche y podían palparse la desolación y la rabia en la población de la capital desde que la prensa había recogido el desastre en las primeras ediciones del 5. En mi descargo añadiré que nunca se da uno cuenta de la importancia de cualquier acontecimiento hasta que lo puede analizar con cierta perspectiva temporal; puede que un buen periodista, sí. Pero para un político o para un simple diplomático, sólo lo ocurrido confirma los temores de días atrás.

¿Cómo íbamos a saber nada? Por mucho que viviéramos en un lugar alejado de la batalla, estábamos en guerra. Y en las guerras se sufre, hay muertos, hay destrucción sin cuento. Información, no. Era lo que correspondía. Nadie podía lanzarse al análisis político de lo que no comprendía y sobre lo que, por supuesto, nadie revelaba nada, nadie explicaba nada, nadie siquiera propalaba las versiones más favorables. Eso vendría mucho más tarde. Sólo muchos meses después, hacia fin de año, empezaron a aparecer por Vichy incontables oficiales de Marina pavoneándose con sus rutilantes uniformes, conscientes de ser los únicos que no habían sufrido derrota en esta guerra porque no habían podido entrar en combate: unos miserables traidores les habían hundido los barcos antes de que pudieran lanzarse a la batalla (doblemente traidores puesto que los marinos de guerra del mundo se consideran miembros de una hermandad antes que pertenecientes a los ejércitos de un país cualquiera y están habituados a tratarse con decencia y galanura). Lo que era peor para los marinos franceses: ni siquiera habían tenido el orgullo de poder irse a pique con sus unidades como el comandante Langsdorff el 17 de diciembre de 1940 al hacer volar por los aires el acorazado Graf von Spee en el puerto de Montevideo. «¡Quia! Los pilló tomando whiskies en el bar del country club», dijo Flaco.

Me parece recordar que no fue hasta finales de aquel verano de 1940 cuando empecé a ver confirmados mis presagios sobre lo que de verdad estaba pasando en toda esta lamentable historia.

Mientras tanto, por lo que a nosotros se refiere, bastante teníamos con sobrevivir y contar las minucias de las que éramos testigos.

Durante muchas semanas, por otra parte, nos tendría en vilo a todos la aparición en Vichy de mademoiselle Marie Weisman.

La forma algo apremiante con que llegó a manos de Mme. Letellier la solicitud de ayuda para Marie Weisman fue típica de los tiempos confusos que se vivían en Europa durante el estío de 1940 y, en cierto modo, de la complicidad inevitable entre gente que, perteneciendo al mismo bando (y, por descontado, a la misma clase social), estaba en conciencia obligada a prestarse un servicio solidario.

Desde luego, en momentos menos angustiosos, la petición no habría sido tan directa, sino que habría ido por vericuetos más lentos y más llenos de los circunloquios propios de la buena sociedad francesa.

Châlons-sur-Marne,

7 de julio de 1940

Querida Mme. Letellier:

Le pongo esta carta para plantearle una cuestión que sé severa y nada fácil de atender. Es un favor especial que me pide mi madre y, aun a riesgo de molestarla a usted de modo muy impertinente, me veo en la obligación de hablarle de ello. Ayer mismo estuve en Vichy y lamenté no poderla visitar para tratar el tema directamente con usted. Las obligaciones de Estado del pobre secretario general de la Prefectura de la Marne, una región directamente afectada por las pasadas hostilidades, me quitaron el placer de una charla distendida con tan encantadora Amiga. Pasé con el señor Mariscal más tiempo del que mi humilde rango merece y hube de regresar inmediatamente a Châlons a cumplir con sus instrucciones.

Una gran amiga de mi madre, Blanche de Weisman, vive en París con su única hija, Marie, una joven y brillante licenciada en ciencias políticas. Conozco a Marie desde que era muy pequeña y aunque hace años que no la veo, sé que se ha convertido en una agradable señorita.

Mme. Weisman quiere que Marie se vaya de París, lejos de los peligros y ahora de la inmoralidad escandalosa que acechan a cualquier joven y cuánto más en una capital que, además de no ser normalmente un ejemplo de austeridad y buenas costumbres, padece de la confusión impuesta por un ejército extranjero. Como es una madre muy activa, ha conseguido que sus amigos en la Agencia de Noticias Havas destinen a Marie como corresponsal de varios diarios suizos y americanos (no sé muy bien cuáles) en Vichy. He obtenido para ella un salvoconducto, de tal modo que no tenga dificultad en llegar a la Zona Libre.

Sé que desde la instalación del Gobierno del señor Mariscal en Vichy, la cuestión de la vivienda se ha puesto particularmente difícil. Ésta es la razón por la que acudo a usted, querida Amiga. Mis servicios han intentado conseguir habitación para Marie en algún hotel, pensión o casa familiar mínimamente digna, pero les ha sido imposible. Me pregunto si Usted le daría cobijo, lo que, además, tendría la virtud enorme de significar que Marie está protegida y vigilada por una persona tan bondadosa, moralmente digna y de tan excelente educación como Usted.

Recuerdo con particular afecto nuestro último encuentro en París y la muy divertida velada que pasamos junto con su encantador grupo de amigos.

Desde ahora agradezco cuanto pueda hacer por Marie, a quien he recomendado que acuda a visitarla en cuanto llegue a Vichy.

Reciba, querida Amiga, la expresión de mis sentimientos más distinguidos. Con la amistad de

René Bousquet,

Secretario General de la Prefectura.

—¡Periodista! —exclamé—, esta joven muchacha es periodista.

—Sí, eso parece —contestó Mme. Letellier.

—Entonces creo que podré ayudarla en sus primeros pasos en esta profesión.

—¿Pero, cher de Sá, no es usted diplomático?

—Sí, sí, naturalmente que sí, pero los cambios políticos, la guerra, provocan extrañas desviaciones en la ocupación de las personas…

—Ya, claro —dijo Mme. Letellier con tono de duda—, así son las cosas.

—Pero volvamos a la joven periodista… Se diría que ha encontrado un formidable valedor en monsieur Bousquet, ¿verdad?

—Ah, querido de Sá —me confió Mme. Letellier—, monsieur Bousquet es un excelente amigo. Un joven encantador… y con un gran futuro. No sabría negarle cuanto me pide. Además, lo hace por su madre. ¡Qué hijo tan bueno! ¿Sabe usted que es un verdadero héroe?

Non, madame, algo he oído, pero… —contesté.

—Pues sí. Hace unos diez años, en unas inundaciones terribles provocadas por la crecida del Garona, Bousquet, solo y sin ayuda prácticamente de nadie, pasó dos días salvando gente.

—¡No me diga usted! —exclamé.

—¡Ah, sí, amigo mío! Y fue condecorado por el presidente de la República y le dieron la legión de honor. ¡Con apenas veinte años recién cumplidos!

—¡Le ruego que me lo cuente! —me incliné sobre el velador, cogí la taza de mi amiga con una mano y con la otra le serví un poco de té y, luego, agua caliente del samovar—. Azúcar, ¿verdad?

—Pero sólo un terrón, ya sabe lo terrible que es engordar. Después me cuesta otra cura de aguas y no sé si voy a ser capaz de aguantarlo —rió con picardía; luego se puso seria y añadió—: una rodaja de limón, por favor.

—No necesita usted adelgazar, querida madame Letellier. Su juventud, además, le permite cualquier exceso.

—Oh, qué cosas dice, cher Manuel —contestó feliz, poniéndome una mano en el antebrazo. Hubiera jurado que en el fondo de sus pupilas se adivinaba el fulgor algo salvaje del felino que ha localizado una presa. Tonterías mías.

—En absoluto, se lo prometo. No debe usted adelgazar bajo ningún concepto, aunque se lo recomendara el director del balneario.

La volví a mirar con detenimiento. Olga Letellier siempre había tenido la capacidad de irritarme profundamente. Nos conocíamos desde hacía años, cuando aún no era viuda y siempre la había considerado (en palabras de mi estalinista amigo Luis Rodríguez el mexicano) una lacra social. Idiota era, sin duda alguna, pero al instante me reprendí, arrepentido de mi completa falta de caridad; porque también era buena persona y, aunque entrada en carnes, para sus, qué sé yo, cuarenta años, conservaba una más que aceptable lozanía. Había habido, en efecto, un monsieur Letellier, rico comerciante del norte, muerto diez años antes, dejando a su viuda bien instalada en un hotelito de la avenida Foch y al que yo había tratado superficialmente en el París de los alegres años veinte.

—Me tiene usted sobre ascuas.

—¿Cómo dice?

—Me refiero a la historia de monsieur Bousquet.

—¡Ah, monsieur René Bousquet! Déjeme que le cuente —me miró con ojos pícaros y se dispuso a relatarme la Historia (la h mayúscula se la pondría Cifuentes el panameño) del Héroe (esta mayúscula fue de Rubirosa) Bousquet—: En marzo de 1930 hubo, como le digo, unas inundaciones terribles en torno a Montauban. Se produjo una crecida del Tarn, el afluente del Garona, de tal violencia que sorprendió a las gentes sin dejarles reaccionar. Una verdadera catástrofe, por lo que leí en los periódicos, y le confieso, amigo mío, que en París devorábamos aquella historia como si se tratara de panecillos calientes. Por detalles que me ha contado el propio René, me parece que el curso de los dos ríos empezó a desbordarse a la caída de la tarde. Era, creo recordar, un domingo y las aguas inundaron rápidamente un pueblo tras otro. El propio Bousquet, ¡qué loco aventurero!, ¡veinte años!, se subió a su automóvil y decidió ir a inspeccionar el estado en que se encontraban las márgenes de ambos y comprobar si aguantarían el asalto de las aguas. Pero al poco tiempo, notó que las ruedas de su coche patinaban. ¡La carretera estaba inundada! Sin importarle el riesgo que corría, se bajó de su automóvil y echó a andar para tratar de ayudar a quienquiera que estuviese en apuros.

—¡Qué barbaridad! —exclamé.

—Ah, sí… Enseguida oyó gritos de auxilio, percibió la angustia de gente que, en la noche, pedía ayuda haciendo todo el ruido que podía con sus cacerolas o disparando sus escopetas de caza. Bousquet fue de puerta en puerta alertando a quienes quedaban en las casas para que se pusieran a salvo. Más tarde, salvó a un anciano medio paralítico y después a cinco pequeños cuyos padres no habían podido regresar a casa. ¡Y el río seguía creciendo! No se recordaba una crecida semejante. Las aguas del Tarn subieron hasta el borde mismo de los puentes y, al menos en un caso, pasaron por encima. Sumergieron barrios enteros, se perdió el contacto entre las dos orillas… en fin, una catástrofe —añadió sacudiendo la cabeza, impresionada por sus recuerdos. Suspiró—. Mientras tanto, Bousquet pasó toda la noche yendo de un sitio para otro, rescatando a decenas de personas de una muerte segura, hasta que de madrugada se encontró con otro aventurero, un deportista llamado Adolphe Poult, héroe de la gran guerra, aviador, caballista, nadador, que iba en su canoa deportiva recogiendo a cuanta persona encontraba y poniéndola a salvo en las partes más elevadas de la ciudad. Y fueron muchas… Entonces, los dos unieron fuerzas y se adentraron por las zonas más peligrosas en donde peor era el estado de las aguas. A ratos a nado, a veces progresando lentamente a pie con el agua al cuello, otras veces remando, ¡incluso volcaron varias veces y tuvieron que dejarse arrastrar hasta cualquier rama que se interpusiera en su camino!, siguieron salvando a familias enteras sin que les importara el terrible riesgo que corrían, llevando en volandas a gentes que se descolgaban desde los tejados dejándose caer con la ayuda de sábanas anudadas, nadando, agarrándose a las chimeneas de los tejados… Mon Dieu! ¡Qué valentía! Claro, no podían llevar a más de dos o tres personas por viaje hasta lugar seguro en la estación del ferrocarril, lo que hacía que su labor de salvamento fuera en verdad agotadora… ¡Más de un día sin comer, sin beber nada caliente! Estaban extenuados. Los policías y los demás funcionarios que intentaban organizar el rescate les aconsejaban que descansaran. Pero ellos no cejaron: sin desanimarse, sin detenerse, siguieron buscando a gente a la que socorrer… y el río continuaba creciendo como nunca. Durante un rato al final de la tarde se refugiaron en la estación, derrengados por el cansancio, pero una vez más reanudaron sus búsquedas. La última, dijo por fin uno de ellos, y un soldado aterrado, subido a un balcón, haciendo caso omiso de las palabras de calma que le gritaban Bousquet y Poult, se lanzó sobre la canoa, la volcó y arrastró al pobre Poult… Durante un buen rato lucharon para que no se hundiera. Pareció que lo habían conseguido, pero cuando René se giró para agarrar al soldado y que no se le escapara, Poult desapareció tragado por las aguas. No lo encontraron hasta dos días más tarde… Una verdadera tragedia. Monsieur Bousquet pudo salvarse de puro milagro. Dos días con sus noches, ¿se da cuenta de lo que significa?

—Sí —dije—, qué historia extraordinaria. Un verdadero héroe, ¿verdad? Es cierto que aquellas inundaciones fueron espantosas.

—Oh sí. El presidente de la República visitó después la región. Qué devastación, cuánta ruina. Barrios enteros destrozados, granjas hundidas en el lodo, ganado muerto pudriéndose en las praderas embarradas, miles de personas sin casa, muertos, desaparecidos… Y sí, René Bousquet fue el verdadero héroe de aquellos días. ¡Con veinte años! Se mereció la legión de honor que le impusieron, vaya que si se la mereció.

Bueno, si no lo hace a los veinte años, pensé, ¿para cuándo lo habría dejado?

—En fin, así fue. Luego ha hecho una buena carrera, ¿verdad?

—Ya lo creo —dijo Mme. Letellier—. Tanto que, si no estoy equivocada, a sus treinta años es uno de los prefectos más jóvenes de Francia. Ya ha visto usted por la carta que me envía, que es secretario general de la prefectura de Châlons-sur-Marne, otra zona devastada por la guerra… ¿Cómo no le voy a ayudar? ¿A un héroe de Francia? ¡Por supuesto que le voy a ayudar!

—¿Entonces va usted a alojar a esta señorita que él le recomienda?

—¡Naturalmente! Me sobra sitio: la voy a instalar en la habitación de mi dama de compañía.

—¿Y su dama de compañía? —pregunté no sin maldad.

—Ah, no importa nada… Voy a agradecerle los servicios y la voy a devolver a su casa de Aix. ¿Qué otra compañía puedo desear después de la recomendación que me hace monsieur Bousquet? Además, esta Bécassine que me acompaña es bastante tonta y no me sirve de nada.

Durante un tiempo mis verdaderos motivos me tuvieron engañado. Hubiera jurado que mi excitación por la llegada de la señorita Weisman tenía que ver sobre todo con el hecho de que en las pequeñas capitales de provincia en las que rara vez pasa nada, la trascendencia de cualquier acontecimiento que se sale de lo ordinario se multiplica por diez. Menuda tontería. Mi imaginación me jugaba una mala pasada: en aquellos días me sobraban acontecimientos trascendentales y el peso de la visita de una joven periodista tenía por fuerza que ser nimio y palidecer ante los terremotos políticos que nos sacudían. ¿Qué podía significar la presencia en Vichy de una muchacha de París comparada con el nacimiento de la nueva Europa? Lo cierto era que mucho, aunque no lo quisiera confesar: en el fondo, la nueva Europa me importaba una higa y por mi parte estaba dispuesto a sacrificar su importancia redentora en el altar de la sensualidad femenina.

Con el transcurso de los años, me había acostumbrado a que mis sensaciones acerca de la belleza femenina fueran siempre las mismas: la simple alusión a una joven me hacía imaginarla poseedora sin excepción de atractiva armonía y belleza. Me entretenía jugar de modo instintivo con ese imaginario. Un reflejo condicionado, sin duda, un sentimiento estúpido que la realidad de las cosas por supuesto derrotaba una y otra vez y que no soy capaz de explicar más que con el argumento senil de una creciente, pueril y reprimida fascinación por los pocos años, a buen seguro un modo desesperado de retener los crudos rasgos exteriores de una sensualidad cada día menos natural pero perseguida a cada momento con la angustia creciente del que envejece sin remedio.

Quiero suponer que a mis amigos de tertulia les ocurría tres cuartos de lo mismo porque la llegada de Marie Weisman fue esperada por todos nosotros con la excitación propia de un grupo de colegiales a quienes ha sido prometido un premio delicioso lleno de incógnitas y misteriosas ofrendas. Todas estas expectativas que nos habíamos creado carecían de razón alguna desde luego, porque nadie que la conociera nos la había descrito o había explicado los rasgos más salientes de su personalidad. Tal vez habían sido las palabras de Bousquet en su carta a Mme. Letellier («sé que se ha convertido en una agradable señorita») las que habían fomentado unas ilusiones francamente exageradas sobre el aspecto externo y el carácter de esta mademoiselle Weisman.

Pero, por no dejar de ser objetivo en mis recuerdos, debo aclarar que los días que precedieron a su llegada fueron de gran agitación en Vichy.

Estaba en marcha la trasformación del estado, nada menos, la conversión de nuestra vieja república, de nuestra corrompida, humanista, degenerada in República, en un esperpento fascista gobernado por un títere.

La semana y media que siguió a la instalación del gobierno del mariscal en el balneario fue testimonio de lo que pueden conseguir unos cuantos hombres decididos a cambiar las cosas sin más oposición que los susurros de un pequeño grupo de timoratos. Ah, Laval, Laval. En esos días, este hombre hizo más por ganarse el pelotón de fusilamiento que al final lo ajustició que en toda su vida política anterior. ¿Cómo era su argumento? Sí: mejor unirse al triunfador, es decir, subirse al carro de los vencedores (por más que no se diera cuenta de que en realidad lo ataban a sus ruedas) y conquistar Europa, ¡la Europa de la cultura aria!, de la mano de Hitler, mientras que quienes se les resistieran, léase Gran Bretaña y restantes ciegos, serían doblegados y convertidos en los nuevos esclavos del Reich.

¿Dónde estábamos aquéllos a quienes espantaba la idea? ¡Si hasta días antes éramos legión! ¿Tanto nos había minado la vida muelle de los años locos de la Belle Epoque? Ése era precisamente el argumento invocado por Pétain: como nos habíamos entregado a una existencia de vicio e indiferencia, había que acabar con ella y, desde luego, con las instituciones y los estamentos de la sociedad que nos la habían facilitado. Nuestros pecados no tenían la culpa de la derrota, puesto que ésta no había existido. No, no. El argumento era el contrario: debíamos regenerarnos para hacer frente a nuestro nuevo destino de triunfadores, el que nos permitiría ir de la mano de Hitler hacia tan brillante futuro. Si no nos regenerábamos, no tendríamos derecho al premio. Por más que millones de franceses creyeran que Philippe Pétain se había colocado al frente de Francia para darle la vuelta a la derrota y plantar cara a Alemania, la realidad era que el mariscal se había puesto a las órdenes de Hitler para doblegar a los franceses. ¡Qué historia tan triste! ¡Y cuánto tardaron en reaccionar! La sociedad civil es miedosa; ¿cuántos tiranos habrían existido si no lo fuera? Pobre Francia; ¡cómo se acobardó ante este anciano de ojos azules y tez sonrosada y cómo permitió que unos cuantos destruyeran el espíritu de todo un país, su generosidad y su fuerza!

¡Y pensar que Pétain no era nada! ¡Nada!

Mi viejo amigo parisino, Armand de la Buissonière, había sido trasladado al ministerio de Asuntos Exteriores en Vichy (le petit quai, lo llamábamos en alusión al Quai d’Orsay parisino) y de ahí al gabinete civil de Pétain, lo que me había alegrado sobremanera; de él iba yo a obtener la información política más fiable sobre lo que iba ocurriendo en los corredores del poder y, tal vez, sobre la marcha de la guerra. Al mismo tiempo, juntos podríamos sincerarnos, reír y denostar la estupidez de los políticos como era nuestra costumbre. Además de gran aficionado al champagne y al foie, de la Buissonière era de los pocos diplomáticos franceses que no se habían tragado una escoba: siempre hacía gala de una informalidad campechana y llena de humor, razón última de su escaso éxito profesional hasta entonces. Lo cierto era que nos parecíamos bastante. Ambos habíamos aprendido a disimular nuestras emociones y a callar nuestras filias y nuestras fobias, nuestra falta de compromiso y escaso entusiasmo por las Grandes Causas, motivo por el cual nunca habíamos sido demasiado bien considerados por nuestros respectivos jefes, motivo, a su vez, por el que inevitablemente éramos íntimos desde muchos años atrás. Digamos que los dos habíamos conseguido que se nos mirara con indiferencia, una frialdad que convenía a nuestro deseo de pasar desapercibidos.

Armand era un hombre pequeño, coqueto y atildado, poseedor de una simpatía arrolladora y de una cultura inmensa y rara. Pero lo que lo distinguía sobre todo en estos tiempos tan difíciles era su corazón generoso y su palabra ácida. Nunca resistía la tentación de un comentario irónico sobre el poder y nunca, me parecía, abandonaría a un amigo, por más que aún tuviere que enfrentarse a tal prueba y superarla.

—¡Bah, Manuel! —me dijo una noche mientras paseábamos a orillas del río; hacía calor y casi no se oía el murmullo apacible de la espesa corriente que se deslizaba despacio enganchándose apenas a los bancos de arena, como si sólo quisiera acariciarlos con su agua. Por fortuna la humedad y los mosquitos se habían aplacado. A nuestra derecha se adivinaban las sombras de los grandes sauces y de las hermosas matas de flores del parque del Allier que nos separaba del bullicio de la ciudad. Detrás de la vegetación podía distinguirse el chalet de Napoleón III, con las delicadas columnas de su porche y, apenas intuidas en la oscuridad de la noche de verano, las miríadas de arbustos, flores y plantas trepadoras que adornaban su jardín y sus balcones; a cualquier cosa llamaban chalet—. Qué vida tan desagradable nos hemos organizado en este desgraciado país. Nos dejamos derrotar por unos bárbaros provenientes del este, como de costumbre por cierto, y encima nuestros vencidos, liderados por un mariscal imbécil y senil, pretenden imponernos un estilo de vida beato e hipócrita del que abjuramos hace siglo y medio… Pardi! Nos costó una revolución y que rodaran las cabezas de nuestros mejores y ahora regresamos a la estupidez más rancia sin pegar un tiro. Y lo malo es que Pétain es nuestro único valladar frente a los alemanes —sonrió—. ¿Entiende usted la ironía? Nos tenemos que apoyar en él para sobrevivir y, apoyados en él, vamos todos al desastre. ¿Qué le parece?

—Bueno, Armand —le contesté—, ése es el sino de Europa. Estar bajo la bota de esos bárbaros de verde, como usted los llama, permitirles que borren el refinamiento, la anarquía, incluso la suciedad, ¡bendita porquería mon cher!, de nuestra vieja civilización, todo para mayor gloria del Reich del señor Hitler. ¡Todos iguales! Alemania, Italia, Austria, España, Checoslovaquia, Rumanía… ¿Puede concebirse una idiotez mayor que pretender borrar dos mil años de historia?

—Los ingleses resisten…

—¿Por cuánto tiempo, Armand? Y cuando sean invadidos y rotos en mil pedazos y sus flemáticos obreros intercambiados por sus flemáticos prisioneros de guerra internados en Alemania, ¿seguirán manteniendo el rictus feroz de los que resisten? ¿O se convertirán, como todos nosotros, en dóciles doncellas dispuestas a bajarse las faldas para complacer al animal?

—Bueno —dijo sonriendo—, me parece que es subirse las faldas y bajarse los pantalones —y luego continuó en tono dubitativo—, tengo gran aprecio por Churchill y su capacidad de lucha… Es un bárbaro obstinado que nunca se rendirá y que no permitirá que se rinda su país.

—¡Pero Armand! —exclamé deteniéndome frente a uno de los bancos de la ribera—. ¿Cree usted que todo el país está con Churchill? ¡Ni mucho menos! Empezando por el duque de Windsor que hasta ayer mismo era el rey…

—Menudo botarate.

—Botarate, sí, pero también representante de toda la clase dirigente inglesa, no lo olvide. Con tanto imperio y tanto apaciguamiento son todos de extrema derecha.

Mais, Manuel, una nación que tiene una marina que bombardea la nuestra en Mers-el-Kébir con la brutalidad con que lo hicieron no me parece la más dispuesta a pactar con el enemigo nazi… De derechas, sí, pero patriotas ante todo, y además —añadió con sorna—, con la inestimable ayuda del petit colonel De Gaulle…

—Ya —reí—. No me parece que De Gaulle sea el aliado más poderoso que tienen los ingleses para ganar esta guerra. ¿Cuánta gente tiene? Un par de docenas, ¿no? Y además, no es petit sino grand colonel.

—¿Se acuerda usted de Danielle Darrieux? —preguntó de pronto.

—Pues claro…, la actriz —contesté, desconcertado—. Somos buenos amigos. Pero ¿qué…?

—Sí… Almorcé con ella antes de salir de París anteayer. Me manda saludos para usted —sonrió, y siguió andando—. Es inagotable. Por la noche la vi cenando en Maxim’s con el dominicano Rubirosa. ¡Qué hombre extraordinario!

—Es bien cierto —no quise dejar que se distrajera y le puse la mano en el brazo. Giró la cabeza hacia el río y con la barbilla señaló las plácidas aguas, casi invisibles en la oscuridad, como si se dispusiera a hacer una comparación entre el cauce del Allier y algún pensamiento que se le hubiera ocurrido en aquel momento sobre Porfirito, sobre la Darrieux o sobre cualquier otra cosa trascendental, pero no dijo nada—. Sin embargo, éstos son tiempos extraordinarios, Armand —añadí—, en los que todo se trastoca, todo se disparata, ¿verdad? Esta guerra… Vaya, me parece que llevamos en guerra desde el treinta y seis.

Mais non, Manuel. No es desde el treinta y seis. El mundo está confuso, enmarañado, desde mucho antes de vuestra dichosa guerra de salvajes. Esta anarquía del pensamiento es el mal del siglo —Armand se volvió hacia mí para mirarme con intensidad—. No nos quedan valores reconocibles… ¿Qué le ha pasado a nuestra buena república de burgueses bien alimentados? El Frente Popular de León Blum, eso es lo que le ha pasado —sonrió—. No quiero decir que la culpa de todo la tiene Blum. Blum no es más que un símbolo, culpable, pero símbolo. ¿De qué? —levantó la mano derecha con dos dedos extendidos—. De dos cosas. Fíjese bien, Manuel: Blum es israelita y marxista, ¿verdad? De los tres grandes males de este siglo, judaismo, comunismo y fascismo, a Francia le han caído dos encima, y ahora acaba de llegar Hitler con el tercero. ¡Bah! Y le digo una cosa: si el asunto Dreyfus acabó con el ejército de Francia y dividió a la sociedad en dos…

—¡Pero él no era culpable! —exclamé.

—Ah no, por supuesto, pero, dígame, si hubiera estado en la mano de usted impedir que se abrieran sin remedio las fisuras en Francia aun a costa de sacrificar a un inocente, ¡un solo inocente!, ¿no lo habría hecho? ¡Claro que lo habría hecho! —añadió al observar mi silencio culpable—. En fin, no veo la gran inocencia de los israelitas si, incluso no siendo culpables de nada, han sido los instrumentos de este desastre. ¿Y los comunistas? ¿Qué me dice de los comunistas? ¿Cuándo habrán acabado de traicionarnos a todos, inmolándonos en ese estúpido altar de la revolución proletaria? Ah, y si las doctrinas son el verdadero azote de los pueblos, Manuel, lo peor de las guerras no son las batallas, sino los líderes. ¿Me habla usted de Pétain? —preguntó en tono feroz, bajando la voz y mirando a su alrededor por si alguien hubiera podido oírle. Me agarró la mano que yo aún tenía apoyada en su brazo—. ¡Y pensar que tenemos que ayudarle! Le voy a contar quién es nuestro amado mariscal. Es un viejo senil, eso es lo que es —susurró con desprecio—. Usted sabe que yo estaba de servicio en Burdeos cuando fue solicitado el armisticio. Lo que me parece que no sabe es que estaba presente como secretario del gabinete civil cuando el mariscal formó gobierno. Bah, me limitaba a tomar notas y hacer resúmenes para que nadie olvidara lo que se había dicho y decidido. Bien —suspiró—. Ah, querido amigo. ¿Me creería si le contara que Pétain carece en absoluto de convicciones y que su carácter es débil por demás? Pues sí, como lo oye, Manuel. Siempre ocurre con el tirano: los peores, los verdaderos son quienes lo rodean, mientras que de él sólo se requiere crueldad sin miramientos… —levantó la vista, pensativo—. Yo creo que para ser un autócrata basta con poseer gran soberbia y tener la voluntad de sancionar cuanto propone la clique de los colaboradores. El ejercicio de la tiranía es de autoalimentación: basta con que a la cabeza se sitúe un hombre con algún carisma… poco… no hace falta mucho, a la cabeza, sí, de un grupo de arribistas sin escrúpulos. Todos se necesitan entre sí. No hace siquiera falta que el tirano tenga una ideología; ya se la suministran los de su corte. Lo que hace falta es que no le tiemble el pulso a la hora de hacer el bárbaro…

—Espere —le interrumpí—, ¿qué tiene eso que ver con la senilidad de Pétain? Tendrá que ver más bien con su incapacidad como político, pero…

Armand miró a su alrededor.

—Tiene que ver con su falta de convicción frente a cualquier cosa y con que toma las decisiones irrevocables de acuerdo con lo que le ha dicho el último que le habla. Se obstina, adelanta la mandíbula y no le falta más que dar pataditas en el suelo. Y no da pataditas porque, por encima de todo, sabe que tiene que aparentar frialdad en lugar de demostrar ignorancia —Armand se inclinó hacia delante—. No, si a éstos los instintos les funcionan a las mil maravillas… —se quedó callado.

—¿Y…? —dije.

—¿Eh? —sonrió—. ¡Ah sí! Bueno, estábamos en Burdeos. El mariscal ultimaba el gobierno del armisticio. Ya sabe… un puesto aquí, un puesto allá. Una consulta por aquí y otra por allá, para contentar a todo el mundo. Yo tomaba notas y callaba en una esquina del salón. Debía de ser el 21 de junio. En fin. Entra Laval y Pétain le ofrece el ministerio de Justicia. Bueno, el viejo Laval da un respingo y dice… vaya, no recuerdo las palabras exactas, le dice: señor mariscal, no creo estar en condiciones de servir bien a Francia en ese puesto; más bien yo era ministro de Asuntos Exteriores en el anterior gobierno y preferiría volverlo a ser. Ah, vaya, dice Pétain, pero ya le he ofrecido esa cartera a monsieur Baudouin. Pues lo siento, contesta Laval. ¡Pero puedo dársela a usted!, exclama el mariscal. Y, amigo mío, Pierre Laval sale de la entrevista con la cartera de Exteriores en el bolsillo…

—¡Pero si Laval no es ministro de Exteriores, sino vicepresidente del gobierno!

—Ya lo sé. Déjeme que le explique, no hablo de las ambiciones de Laval sino de la debilidad de Pétain. En cuanto Laval se hubo marchado, Weygand, ya sabe, nuevo ministro de la Defensa, irrumpió en el salón y le dijo al mariscal que no podía hacer ese nombramiento. Pierre Laval es un germanófilo de primera línea y su nombramiento en Exteriores no haría sino irritar aún más a los ingleses. No estaba el horno para bollos ni el ministerio para Laval. Dicho y hecho: unas cuantas objeciones por parte de Pétain, algo de insistencia por parte de Weygand y se acabó. Baudouin volvía a ser ministro —de la Buissonière se quedó callado. Después se volvió hacia mí y preguntó—: ¿Ve lo que quiero decir? Un pobre diablo. Eso es lo que es nuestro flamante mariscal de Francia. Un pobre diablo.