VICHY
(Por supuesto que aunque tan crucial momento de la historia fuera justificación más que suficiente para explicar los acontecimientos que siguieron, por absurdos, sublimes o cobardes que llegaran a ser, cualquiera con un mínimo de perspicacia habría podido denostar el ridículo ascenso de este presuntuoso balneario a la categoría de metrópoli. Pero, con el vendaval de pasión patriótica que la derrota había traído a las llanuras de Francia, ¿qué cínico querría mantener los ojos tan abiertos? Yo, desde luego, no me atreví.)
Oh, sí. El mundo entero, si por tal se entiende el limitado escenario de los acontecimientos que me dispongo a relatar, recordaría con un escalofrío este 30 de junio, domingo, día en que Vichy, modesta villa carente en el fondo de cualquier vocación que no fuera la de purgar por igual a elegantes de la Belle Époque y a burgueses de más limitados recursos, se convirtió en la capital de Francia. ¡Ja! La Francia libre, nada menos, que pronto recorrería el arduo camino de la regeneración patria bajo el mando del anciano mariscal, un mando que los crédulos y los débiles se apresuraron a calificar de prudente pero firme y necesario. Vaya, eso dijeron hasta los cínicos de mi calaña, aunque no nos lo creyéramos. Bueno, el propio Philippe Pétain lo había proclamado en su discurso de armisticio (de rendición, en realidad): «El espíritu de placer se ha impuesto sobre el espíritu de sacrificio; por eso, habiendo eludido cualquier esfuerzo, los franceses se han encontrado frente a la desgracia».
Ya lo anunciaba el mariscal. Se había acabado la molicie. Y las desgracias de la patria a las que había aludido eran culpa de los franceses. Ahora les tocaba a ellos expiarlas por haber enfangado al país en el vicio y el descreimiento. En fin, así era el lenguaje de aquel tiempo.
Hasta pocas semanas antes Vichy había sido la capital de los balnearios de Europa. Políticos, elegantes de una decena de nacionalidades diversas, demi-mondains, cortesanas, parásitos, hombres de negocios más o menos turbios, turistas y simples curiosos poblaban sus calles y ocupaban de forma regular, año tras año, sus más de trescientos hoteles. Pero la nueva guerra se había encargado de acabar de un plumazo con el espíritu de vacaciones y despreocupada diversión. Y mientras el turismo internacional se disponía a buscar otros lugares de solaz, el destino tenía reservado a Vichy momentos de distracción bastante más lúgubres.
Ah, sí, se había terminado la molicie.
El 30 de junio de 1940 el nuevo gobierno de Francia llegó para instalarse en Vichy.
Incluso una estúpida a la que yo apreciaba sinceramente como Mme. Letellier, la más fiel de las clientas del hotel du Parc, en el que pasaba cada año un mes de vacaciones estivales más los veintiún días prescritos por su médico para tomar las aguas —las de Chomel, por dios, que son calmantes y curan las migrañas—, tuvo que acabar silenciando resignada sus quejas ante la dirección del establecimiento: el apartamento que, con puntualidad religiosa, ocupaba durante siete semanas al año junto con su dama de compañía y las dos doncellas de casa, había sido requisado por las autoridades para que pudiera instalarse en él el despacho de monsieur Pierre Laval, el nuevo hombre todopoderoso del gobierno del armisticio. «Llevamos un año o casi, ¿no?, con esta guerra idiota contra monsieur Hitler», había empezado a decir madame, «y, por lo que parece, no sólo no conseguimos terminarla sino que tenemos que venir a estorbar a pacíficos e indefensos, indefensos ¿eh?, ciudadanos que no molestamos a nadie. Drôle de guerre, vaya guerra tonta. Ah, bah.»
Claro que cuando madame pronunciaba estas airadas palabras no era consciente de cuánto habían cambiado las circunstancias ni de la gravedad extrema del momento ni del sacrificio que no había más remedio que exigir de todos los franceses de bien sin excepción. «Me ponen de patitas en la calle como si fuéramos una cualquiera, querida», había confiado con tono agrio a su dama de compañía, pero en voz lo bastante alta como para que se enteraran de su protesta cuantos estaban en el vestíbulo. Me lo relató poco después el conserje con un punto de humor en la mirada y luego me lo reiteró con indignación la propia interesada mientras al día siguiente tomábamos una taza de té en el café-glacier de Quatre Chemins.
Por fortuna, ese mismo día en que llegaban tan malas noticias a Vichy, el director del hotel du Parc encontró para ella un pequeño apartamento con baño independiente (y con habitación de servicio en la buhardilla) en el segundo piso de un edificio de principios de siglo, justo enfrente del hotel, pero al otro lado del gran parterre de plátanos y castaños del parque de los Manantiales, en la misma esquina de la calle Montaret con la del Presidente Wilson. «Una localización ideal, madame, muy conveniente para tomar las aguas en el establecimiento termal, que está prácticamente a la misma distancia que desde el hotel, a un paso, como sabe usted bien, de Quatre Chemins y del Edén, del café-glacier, las tiendas y los salones de té. Una fortuna haber encontrado un apartamento con sala de baño. Ah, madame, un sitio ideal.» De todos modos, el arreglo sería por poco tiempo; el director confiaba en que para el otoño o, a más tardar, para el réveillon de fin de año, la situación en Europa se habría normalizado, la guerra sería sólo un mal recuerdo y las aguas habrían vuelto a su cauce o, en este caso, añadió con una pequeña sonrisa que festejaba su propia ocurrencia, pasado el peligro, seguirían manando con abundancia sin que nadie las estorbara. Con toda seguridad, en junio del próximo año, cuando le llegara el momento de regresar a Vichy para tomar sus vacaciones y los baños prescritos por su médico, Mme. Letellier habría recuperado sus apartamentos de la segunda planta del hotel. En todo caso, la pequeña incomodidad actual era sin duda pasajera y no le supondría dejar de frecuentar el Drink Hall, en el Vestíbulo de los Manantiales, para beber su ración diaria de aguas y completarla con las indispensables gárgaras, tan medicinalmente beneficiosas. Además, el hotel daba por sobreentendido que madame requeriría a diario los servicios de una doncella que hiciera la limpieza y abriera las camas. Faltaría más, él mismo se ocuparía personalmente de ello.
El de Mme. Letellier no fue el único caso, por supuesto. El director del hotel du Parc tuvo que emplear sus mejores energías y dotes diplomáticas, claro que con menos fortuna desde el punto de vista de las comodidades que acabaría obteniendo para ellos, en convencer a una multitud de sus clientes tradicionales para que cedieran de buen grado (aunque de mal grado habría dado igual) sus apartamentos a esta invasión de políticos, a este cortejo de pavos reales que tomaban Vichy como si se tratara de una plaza de mercado. «¡Esta ciudad termal la construyeron los romanos, por todos los santos! La dignificó madame de Sévigné, le dio gloria imperial Napoleón III… ¿Cómo puede comprender eso un pequeño judío como monsieur Blum, que lo único que sabe hacer es propalar la revolución bolchevique?», exclamaban indignados algunos de los asiduos más fieles del Parc, a los que oíamos despotricar sin que sus prejuicios parecieran afectados por el curso de los acontecimientos. Pobre León Blum, que no tenía nada que ver. Incluso una señora entrada en años y carnes tuvo que ser atendida con sales en pleno vestíbulo.
En fin, el 30 de junio de 1940 no iba a ser recordado como un domingo cualquiera. Aquel día Vichy perdió su calma veraniega, la precisa rutina de los clientes del balneario y el desfile de su elegancia cuando frecuentaban el casino o el hipódromo o los celebérrimos restaurantes de la ciudad. Contra lo que era usual en las primeras horas de la tarde, por ejemplo, hoy sus calles estaban abarrotadas de gentes de la más diversa condición que, en otras circunstancias, habrían estado terminando de merendar, durmiendo la siesta, paseando por la orilla del Allier, a pie o en asno, o disponiéndose a acudir a las carreras de caballos. Y es que la población de Vichy, hasta ahora compuesta en su mayoría por visitantes unidos apenas por la relativa incomodidad que padecen quienes se someten a los rigores de un balneario (y, con frecuencia, al efecto fulminante de sus aguas bicarbonatadas sobre el intestino), se vería obligada a partir de este momento a sufrir, además, las pejigueras sin cuento de una ciudad en guerra o, dicho acaso con mayor propiedad, de una ciudad engañosamente tranquila a la que se exigía ser capital de un país derrotado.
Por debajo de la galería cubierta de hierro forjado que rodea el parque en un gran círculo de más o menos quinientos metros sólo interrumpido por el Drink Hall, paseaban con animación poco acostumbrada muchos balnearistas vestidos de punta en blanco; recuerdo que algunos de los caballeros hasta llevaban polainas pese a lo avanzado de la estación, mientras que las damas, dispuestas para toda eventualidad a la última moda de París, vestían en general de blanco o se habían puesto vestiditos veraniegos estampados (la moda, para satisfacción mía, llevaba algún tiempo imponiendo la altura de las amplias faldas plisadas por encima de las rodillas). Las señoras de cierta edad lucían grandes pamelas de seda y se protegían del sol con parasoles de puntillas, blondas y estampados. Todos deambulaban con parsimonia siguiendo el trazado oval de la galería. Guarecidos bajo su sombra, bajaban con lentitud por el costado de la calle del presidente Wilson intercambiando ceremoniosos saludos y discretos coqueteos con conocidos y desconocidos por igual, llegaban hasta el Vestíbulo de los Manantiales donde acudíamos a beber las aguas (por más que yo espaciara al máximo tan raro placer), giraban a su izquierda y, pasando por detrás del establecimiento de segunda clase, en el que tomaban las aguas los menos ricos, subían de nuevo hacia la izquierda por la calle del Parque hasta el lateral del Gran Casino. Luego daban media vuelta y desandaban el camino, sin dejar de mirar con curiosidad mal disimulada hacia la entrada del hotel du Parc, frente al que se arremolinaban policías, soldados, porteros, botones y, sobre todo, viajeros. Rodeados de infinidad de maletas y baúles, los recién llegados acababan de desembarcar de sus grandes automóviles Delahaye, Renault, Citroën, Vivaquatre e Hispano-Suiza a bordo de los que, partiendo de Burdeos, Clermont-Ferrand o el mismísimo París, habían hecho largos e incómodos viajes. De todos modos, me parece que en la falta de confort del recorrido habían intervenido menos la rigidez de los asientos o el estado de las carreteras que la angustia de un futuro cuya incógnita pretendían despejar con la mayor brevedad los políticos, militares, altos funcionarios, financieros y empresarios que, obligados por la necesidad de encontrarse cerca del poder y de los poderosos, acudían a esta pequeña ciudad con la pretensión de residir en ella el tiempo mínimo indispensable para satisfacer sus angustiados deseos.
Centenares de curiosos, inmóviles al otro lado de la calle, protegidos del sol bajo la galería, no perdían detalle de la confusión reinante. Se decía que aquella tarde llegaría el mariscal Pétain y todos querían presenciar el espectáculo. Otros muchos se habían acercado al puente de Bellerive, que era por donde tenía que llegar cualquier comitiva desde Clermont-Ferrand, y esperaban impacientes, escudriñando el interior de los autos que lo cruzaban para reconocer a cada personaje.
Acaso yo fuera el único habitué de la primera hora, el único perro viejo que, de pie en la escalinata de la explanada del casino, apoyado en el pomo de marfil de mi bastón, me atrevía a contemplar aquel barullo con el suficiente desapego, hasta diría que con el estúpido gesto socarrón que siempre me había causado tantos disgustos. Puede que fuera el único, pero es que yo lo había visto todo. La entrada de los facciosos en Madrid (a distancia, claro, porque no me había movido de París) y la de las tropas alemanas en Vichy hacía bien pocos días, el Frente Popular aquí y allá, las soflamas incendiarias del niño Primo de Rivera y las del Je suis partout, el mesianismo de los generales, los trotskistas, dios mío los trotskistas cuánta lata dieron, la familia, la patria, las huelgas, los disturbios, la regeneración nacional, la masonería, la judería internacional, el comunismo, el anticomunismo, la estupidez, las bandas de matones de la extrema derecha, la ingenuidad de los líderes, su actitud pusilánime, la crueldad irreflexiva de los combatientes. Todo. Llevaba yo medio siglo, si se incluye mi infancia, padeciendo las tonterías del prójimo e intentando rehuirlas y me parecía una fatalidad, una cuestión de verdadera mala suerte, esta persecución a la que me sometían la estupidez humana y esta incapacidad mía para librarme de ella por más leguas que pusiera de por medio. Roma primero y, después, Viena y Buenos Aires y Madrid. Francia ahora. Y eso que, viendo la incomodidad extrema que se nos venía encima en España a partir de 1934, había aprovechado mi estancia de años en Francia, mis propiedades allá y mis considerables contactos parisinos, para solicitar y obtener la nacionalidad francesa. Había dimitido de mis cargos en la embajada española de la avenida Georges V y, aun manteniendo estrechas relaciones con mis antiguos compatriotas, me había refugiado en lo que yo consideraba la primera civilización del mundo. Vaya, pues al final esta pirueta había acabado por ser una trampa: salí huyendo de un chispazo para refugiarme en un incendio. Menuda tontería. En fin. Casualidades de la vida, el destino, la mala suerte.
Y ahora me hastiaba esta muestra de vanidosa estulticia patriotera con la que era asaltada de nuevo mi inteligencia. Me irritaba que tuviera que provenir de los delirios megalómanos de un mariscal de Francia. Todos iguales: los generalotes de allá y los mariscalotes de acá. Y eso que Francia siempre me había parecido una sociedad un punto más razonable que la mía original. Pues no señor. La angustia de la situación, la odiosa esperanza que engendraba su misma miseria, no hacían más que demostrar que en este final de la paz europea y en el comienzo de la nueva guerra, las naciones acabarían como siempre, igualándose en el barrizal. Aquí no había sociedades más inteligentes o más civilizadas. Todos éramos equiparables por el rasero más bajo.
Había oído, como muchos en Vichy, aunque la cosa me inspirara menos optimismo que a la mayoría, que las hostilidades apenas durarían unas semanas más y que la situación acabaría resolviéndose en lo más natural: la pronta, inevitable y limpia victoria de los más fuertes, al lado de quienes, por evidentes razones, convenía estar. Claro, desde luego. Seguro que sí. ¿Pero es que nadie había aprendido nada? Les daría yo la batalla del Ebro y las purgas del partido comunista y los fusilamientos de Franco para que fueran enterándose todos de lo que se les venía encima.
A Philippe Pétain, el héroe de Verdún, salvador de Francia en 1918, se le había ocurrido asegurar a sus compatriotas veinte años después de aquella guerra insufrible que la nueva catástrofe se evitaría sin necesidad de que ellos se lanzaran a pelear una vez más contra el invasor. Para esa tarea sublime él se bastaba y sobraba: llegada la hora del sacrificio, hacía donación de su persona a Francia para así atenuar la infelicidad de la patria. «Seguro que, encima, este imbécil se lo cree a pies juntillas», mascullé para mis adentros. Sorprendido de mi osadía, levanté la cabeza para asegurarme de que no me había podido oír ningún paseante cercano. Sonreí aliviado. ¡Qué me iban a oír! Estaban todos como papanatas apretujándose frente al hotel du Parc por si pudieran divisar al mariscal en un instante de delirio y no se iban a fijar en este dandy solitario que rumiaba sus quejas al otro lado del parque. «Pétain», exclamé en voz alta poniendo los ojos en blanco. En qué cabeza cabe. Primero se rinde a los alemanes porque decide no luchar y luego acepta que le dejen un trocito de la patria para hacerse la ilusión de que el país sobrevive intacto. Donación de su persona. Vaya, hacía donación de su persona ocupando una suite en el hotel du Parc, acompañado de la mariscala y sin más riesgo para su vida que el mal estado de alguna ostra servida en el almuerzo. Y además le debía de parecer glorioso y valiente recomendar la rendición del ejército francés ante el asalto arrollador de la Wehrmacht: «con el corazón encogido os digo que debemos dejar de combatir». Ésas habían sido sus palabras en la radio. ¿Cómo diablos conseguiría un viejo soldado de ochenta y cuatro años atenuar la desgracia de Francia entregándose por ella? Este hombre chochea. Así me lo parecía y estaba seguro de no equivocarme: apenas una semana antes, mi confidente y amigo Armand de la Buissonière, destinado desde el primer momento del armisticio en el gabinete civil del mariscal, me había asegurado que el coronel De Gaulle afirmaba de Pétain que, a su edad provecta, era demasiado orgulloso para la intriga, demasiado fuerte para la mediocridad, demasiado ambicioso para trepar y que encima lo consumía la pasión por el poder. La vejez es un naufragio, había dicho De Gaulle.
Venían tiempos malos, sí, y como siempre que la soberbia y la tontería resplandecen, serían tiempos de estrechez moral. Días peligrosos para la gente de bien.
Me enderecé y, suspirando, me ajusté —debo confesar que con una pizca de coquetería— el canotier, ladeándolo ligeramente sobre la sien izquierda. Luego, con paso ligero (en realidad, años atrás, a una amante ofendida cuyo nombre no recuerdo aquellos andares le habían parecido no más que pizpiretos; bien es cierto que era holandesa), bajé los pocos y anchos peldaños de la gran escalinata del casino —eran diez y siempre me hacía la ilusión de que los bajaba al ritmo de una mazurca del brazo de una hermosísima dama, tal que un Rhett Butler cualquiera en Lo que el viento se llevó— y me dispuse a atravesar el parque en línea recta por su centro, entre los enormes castaños, haciendo caso omiso de la sombra que me brindaba a derecha e izquierda la galería cubierta de hierro forjado, resto bien aprovechado de alguna exposición universal. Me dirigía hacia el hotel Carlton, al que llegaría no sin antes merendar en mi café-glacier habitual. Desde 1934 alquilaba en el Carlton una habitación amplia y luminosa con un gran ventanal sobre la avenida Wilson y una vista espléndida sobre el parque. Una disposición verdaderamente afortunada. Y eso por no hablar de cosas más pedestres como, por ejemplo, que el cuarto de baño se encontrara apenas dos puertas más allá de la mía, al fondo del corredor. Mi pequeña fortuna personal me permitía este dispendio manirroto y así me resultaba cómodo disponer durante todo el año de una habitación en la que guardaba alguna ropa de primavera y verano y los libros y cuadernos de notas personales que prefería tener en Vichy mejor que en mi masía de Les Baux-de-Provence. Esa fidelidad al establecimiento y el hecho de que mi habitación se encontrara en la última planta fue lo que propició que me fuera permitido permanecer en el hotel incluso cuando en las plantas inferiores acabaron instalándose los servicios del ministerio de finanzas. Siempre he sostenido que es mejor estar bien colocado a la vista del recaudador de impuestos que inquietándolo porque no sabe él dónde se esconde uno.
Vaya pandilla de engreídos pusilánimes, me dije pensando en toda aquella gente que, recién llegada a Vichy, pululaba intentando medrar desde la primera hora. Politicastros de tres al cuarto, más ocupados en mantener sus privilegios que en defender su país, tendrán que tomar una gravísima decisión, quiéranlo o no, si lo que pretenden es entregar todo el poder nacional a este mariscal derrotado al que Hitler permite instalarse en la mitad de Francia para controlarla y jugar a parecer dueño de su destino. No tendrán más remedio que nombrarlo jefe del estado (otra herejía similar a la que el generalito Franco había impuesto a sus camaradas de armas). Jefe de Estado, sí. ¿Y cómo se hace tal cosa si ya existe un presidente de la República elegido por los franceses? ¿Qué piensan éstos hacer con Albert Lebrun? ¿Comérselo? ¿Qué harán con el parlamento, con todos esos diputados que llegan por decenas a Vichy escapados de París, y luego de Burdeos, con más cuidado de mantener sus prebendas que de salvar la patria? ¿Un golpe de estado como en España? ¿En la Francia de la revolución, de la libertad, la igualdad, la fraternidad? No podía saberlo entonces, pero eso fue exactamente lo que ocurrió pocos días después.
Me encogí de hombros y seguí andando por entre los castaños, tan ensimismado en mis tristes pensamientos que no me importaba gran cosa ni el sol de justicia que me quemaba los hombros por debajo de la ligera chaqueta de verano ni la humedad que subía desde la orilla del Allier y me hacía transpirar por debajo del chaleco. Pero como los frondosos árboles hacían difícil la observación de lo que ocurría al otro lado y además entre la calle del Parque y este servidor de ustedes, elegante andarín (si se me permite la presunción) de chaqueta de lino beige, chaleco blanco, cuello blando, corbata de lana roja y canotier de jipijapa, se interponían centenares de curiosos parados bajo la galería cubierta, acabé optando por acercarme a ellos cuando comprobé que M. Pierre Laval, andando en paralelo, iba por la acera de enfrente en dirección al hotel du Parc seguido por un asistente que llevaba la pequeña maleta del futuro viceprimer ministro.
Dos semanas después, o tal vez fueran tres, describiría yo a Oswaldo Cifuentes, ministro de Panamá, y al resto de nuestros amigos, como Laval, «que no es más que un campesino pequeño, con mostachón y cara de ratón taimado, que además tiene la dentadura negra de suciedad y nicotina y lleva en la cabeza un sombrero de fieltro que le va demasiado grande», andaba por la acera sin asomo de solemnidad, casi con modestia (ja, modestia, queridos amigos), pero con paso decidido, sin perder el tiempo en frivolidades. A juzgar por lo que fue ocurriendo en los días sucesivos, ya iba planeando lo que le quedaba por hacer, lo que lo separaba del triunfo de ese día, como si de un juego de naipes se tratara (de belote o de brisca, que era lo que él dominaba), simple en apariencia pero endiablado en su cazurro refinamiento. «Mírenlo bien cuando tengan ustedes oportunidad de hacerlo», dije. «Siempre intenta dar la impresión de estar yendo de costado, para no dejarse ver demasiado, no se le vayan a adivinar las intenciones… que son siempre aviesas», añadí riendo.
Como, por haberlos estudiado a fondo, conocía bien a la gran mayoría de los actores de la vida política francesa, habría podido dar, sin temor a equivocarme, un verdadero curso de interpretación psicológica de sus motivos e intenciones y de cuanto estaba ocurriendo en Francia en aquellos momentos, desde cualquier ángulo que se lo quisiera mirar. En el fondo, ésa era la razón por la que mis colegas latinoamericanos me habían pedido que los asesorara en la interpretación de los avatares más sofisticados de la vida vichyssoise. Pero además, por ser superviviente de la otra tragedia, la mía, la española, era capaz de predecir como ninguno la que se avecinaba en esta guerra tan fácilmente ganada por los alemanes. ¿Podía alguien creer en verdad que Hitler sería magnánimo en la victoria, que no exigiría las arras del triunfo? Yo, Manuel de Sá, diplomático superviviente, republicano español bondadoso (de don Manuel Azaña, caramba) y ahora francés de pura cepa, conocía mejor que nadie cuán engañosos eran los inusuales días de calma aparente que seguían a una capitulación. Ésta no sería excepción; estaba dispuesto a apostar sobre ello. Y lo más terrible era, lo sabía bien, que a los dirigentes y patriotas que llegaban en masa a Vichy aquel domingo les importaba bastante menos el destino de la patria y de sus ciudadanos que la resolución del propio futuro y el mantenimiento de las prebendas. Ah, sí. Conocía bien el alma humana y sus debilidades. Sonreí, debió de ser con melancolía, a juzgar por mi estado de ánimo.
A Laval («el hijo triunfador de Batiste, el carnicero de Châteldon», dije de él después) también le encantaba comprobar el efecto que su aparente sencillez tenía sobre el público que esperaba a los protagonistas de aquel día en los alrededores del hotel (llegar andando al Parc a las cuatro de la tarde con la simple compañía de un secretario portando su maleta no había estado nada mal, es más: había tenido un efecto bestial, un effet boeuf, sé que confesó a su yerno aquella misma tarde. Nada mal, no, aunque la cosa se debiera a que había fallado el motor de su automóvil un segundo antes de empezar a cruzar el puente de Bellerive; bueno, las casualidades engendran fortunas).
Los mirones aplaudieron, las señoras sonrieron agitando sus sombrillas, todos se inclinaron hacia delante para ver mejor lo que estaba ocurriendo y los que ocupaban la primera fila de curiosos, apretados por la gente arremolinada detrás de ellos, no tuvieron más remedio que dar un paso al frente e invadir la calzada. Uno, empujado desde detrás, tropezó y casi se fue al suelo; lo sujetaron entre tres y, mientras lo mantenían en pie, él se volvió para buscar al culpable con mirada torva. Un cordón de policías se afanó por contener a la masa (bastante educada, todo sea dicho) de entusiastas. Incluso los ilustres viajeros que le precedían y aún no habían subido los peldaños que conducían al vestíbulo del Parc parecieron esfumarse ante la personalidad arrolladura de Laval y su manejo de las tablas. Quedaron mirando el espectáculo como meros comparsas.
La llegada de Laval fue saludada con una salva de aplausos y pudo oírse más de un vive la France!, más de un vive Laval!, mientras los cuatro soldados que componían el retén de la Guardia Republicana permanecían firmes a un lado y a otro de la entrada al hotel manteniendo una marcialísima posición al presentar armas. ¡Pero si han perdido la guerra!, pensé, ¿a qué viene ahora esta fiereza en la defensa de lo que tiraron por la borda? Bah. «Y según andaba, lo conozco como si lo hubiera parido», expliqué al grupo de mis oyentes, «estoy seguro de que Pierre Laval iba calculando, midiendo los riesgos de lo que le quedaba por hacer, los pasos que tenía que dar, los mimosos cuidados que debía prestar, las palabras de adulación que tendría que deslizar en los vanidosos oídos de tantos diputados, senadores, urdidores, traidores y vendidos con los que se habría de entrevistar durante los siguientes días».
Lo que sí es cierto es que, ocupado como estaba en planear el mejor modo de dar cumplida satisfacción a sus ambiciones, el viejo político francés no tuvo en ese instante el sosiego necesario para calcular las consecuencias del camino que emprendía si cualquiera de los elementos con que él contaba (entre otros y muy principalmente, la victoria de monsieur Hitler) no daba el resultado esperado. Tampoco lo tuvo para adivinar que este paseo desenfadado constituía el primer tramo de un trayecto fatídico que le llevaría hasta el pelotón de fusilamiento cinco años más tarde. ¿Comió iba a saberlo? ¡Si los alemanes habían ganado la guerra!
La expectación que causó su llegada al hotel du Parc fue por cierto mucho mayor que la provocada unos minutos después en aquel mismo lugar por el presidente de la República y su señora al descender del automóvil oficial. (En un primer momento se había pensado que el presidente Lebrun ocupara el pabellón Sévigné, cerca del río, pero la proximidad de unos burros —los utilizados para alquiler de paseantes por las orillas del Allier— pastando apaciblemente en un descampado contiguo lo desaconsejó: bastante era que al presidente se lo comparara frecuentemente con uno de aquellos animales, ¡pero ponerle a cuatro o cinco delante, en las mismas narices!)
Tanta fanfarria y excitación frente al hotel acabaron picándome la curiosidad. Decidí esperar la llegada del mariscal para así palpar su grado de popularidad o el entusiasmo que suscitaba entre el pueblo llano. ¿Llano? Poca llanura había aquí.
Miré a mi alrededor, contemplando sin disimulo a quienes me rodeaban, ciudadanos de Francia, derrotados ayer pero, a juzgar por la expresión de sus rostros, victoriosos hoy. Todos sonreían con el aire abstraído de quien vive una ensoñación feliz. Se los veía animosos, optimistas ante una nueva oportunidad de redención nacional. Como si el gobierno del armisticio los estuviera salvando de la derrota, los hubiera rescatado a todos de un destino infernal. El destino horrible de la humillación y del sufrimiento que corresponde a los vencidos. Bueno, pensé, con algo tienen que consolarse del miedo. Se hubiera dicho que la guerra había terminado para todos ellos. No saben lo que les espera. Mi único error en este análisis fue no decirme «no sabemos lo que nos espera».
—¡La Tercera República nos llevó a esto! —exclamó de pronto con voz furiosa un caballero de mediana edad. Calló un momento, temblando de indignación, y luego, levantando aún más la voz, insistió—: ¡Traidores!
Vestía de gris y llevaba anudada al cuello una corbata negra. Se había quitado el sombrero y lo mantenía en alto, sujeto por su mano derecha erguida en una posición de saludo que se me antojó bastante teatral. Pensé que aquel grito bien podía estar siendo el primero con que se rompía la extraña pasividad burguesa de una ciudadanía que había acogido con lo que sólo podía ser descrito como complacencia el cúmulo de acontecimientos desplomado sobre Francia en aquellos pocos días. Me encontraba muy cerca del hombre, a su derecha, y pude ver con absoluta nitidez cada detalle de la tensión de su semblante: su grito llevaba tanta frustración y rabia que no podía ser individual, por fuerza tenía que responder a un sentimiento colectivo, a la tristeza por la muerte patria, a la indignación porque los políticos, siempre culpables, se hubieran rendido y hubieran traicionado a la ciudadanía, antes de que llegara Pétain a salvarlos a todos. ¿Qué otra explicación podía haber si no?
—Vous avez raison! —dijo otro—. Ellos nos llevaron al desastre… a la derrota… ¡Son unos corruptos! ¡Los Blum, los Lebrun, los Mandel… todos! Esto es lo que han hecho…
—¡Han sido los comunistas! —exclamó otro.
Y otro más:
—… ¡Los judíos!
—¡Vendepatrias!
Aquí el que no corre, vuela, pensé para mis adentros. Poco han tardado en encontrar culpables. A este pobre señor Blum…
—Vive Laval! Vive la France!
A punto de desaparecer en el interior del hotel du Parc, Pierre Laval se dio la vuelta en lo alto de la escalinata, se quitó el sombrero y saludó con él a la muchedumbre. Su gesto fue acogido con una salva de aplausos.
—Vive le Maréchal!
La llegada poco después del Presidente de la República pasó sin pena ni gloria. Lo mismo les ocurrió al presidente del Senado, Jules Jeanneney, y al de la Cámara de Diputados, Édouard Herriot. Llegaron, se apearon de sus respectivos automóviles y, quitándose el sombrero, saludaron brevemente a los soldados del retén de guardia, subieron deprisa los pocos escalones de acceso al hotel y desaparecieron en el interior de su vestíbulo.
No, no. Éstos son meros comparsas, me dije: este público espera únicamente a Philippe Pétain. Y era bien cierto que lo esperaban con una mezcla de recogimiento y excitación, como suele suceder en los grandes acontecimientos religiosos en los que, además de una presencia sagrada, se espera alguna manifestación mirífica que la acompañe. Algún milagro, alguna transmutación de agua en vino, de plomo en oro, algún hecho sobrenatural.
Y cómo no, a los pocos minutos, un movimiento imperceptible de la muchedumbre agolpada frente al hotel du Parc, un repentino silencio en el público expectante anunció la llegada del mariscal mejor que si hubiera sido proclamada por altavoces. A un centenar de metros, calle arriba en dirección al lateral del casino, pudimos divisar un pequeño cortejo de tres o cuatro automóviles precedidos por dos motoristas militares que se acercaban con lentitud solemne.
No bien se hubieron detenido, abiertas las portezuelas de los dos automóviles delanteros, se produjo un estallido de indescriptible entusiasmo y griterío. Los hombres, enarbolando sus sombreros, los agitaban pretendiendo lanzarlos al aire para sujetarlos sólo en el último instante; las mujeres habían cerrado las sombrillas y las sacudían como si se tratara de mástiles de banderas de seda enrollada y festoneadas con miles de puntillas multicolores. Todos aplaudían si podían, reían y saludaban agitando las manos que tenían libres o, todo lo más, ocupadas con ramilletes de lirios y rosas. Algunos niños que habían estado correteando por la calzada, sorprendidos por el jolgorio repentino, habían vuelto apresuradamente al regazo de sus madres o a protegerse tras las amplias faldas de las señoritas de compañía (en su mayoría francesas o suizas) con la guerra, el mercado de las fräulein alemanas se había reducido de forma notable, ya por estar mal vistas por las familias francesas, ya porque, perteneciendo a la raza triunfadora, ellas mismas debían de considerar humillante trabajar para los vencidos).
—Vive le Maréchal! —gritaron unos.
—Vive notre sauveur! —exclamaron otros.
—Vive la France! —dijeron otros más.
—¡Sálvanos! —pedían los más entusiastas o los más asustados.
—¡Viva Pétain! ¡Viva Francia!
—¡Arriba el ejército!
—¡Muerte a los alemanes!
Esto último, sobre todo gritado por las buenas gentes de Vichy que, pocos días antes, habían padecido el susto inmenso de ver desfilar a la soldadesca alemana por estas mismísimas calles después de que avenidas y plazas hubieran quedado de pronto desiertas a causa de la apresurada huida de centenares de oficiales y altos funcionarios franceses (que, de todos modos, sólo se encontraban en Vichy de paso). En realidad, el entusiasmo de los buenos burgueses de la capital se debía más que nada a una recuperación intensa del patriotismo una vez que la Wehrmacht agotara, apenas una semana antes, todas las existencias de mercancías, bombones, aparatos de fotografía Kodak y picantes objetos de corsetería y lencería íntima expuestos en las bellísimas vitrinas de las tiendas de la avenida Wilson, de la rue Lucas o del pasaje Giboin.
—¡Comunistas a la guillotina!
Y así fue cómo, en este ambiente festivo y desbordante, el mariscal Pétain se apeó con lentitud majestuosa de su coche. Había abierto la portezuela su médico y factótum personal, el doctor Bernard Ménétrel, que, sin permitir que nadie más se acercara, con mano vigorosa ayudó al anciano a bajar del automóvil, permitiéndole aparentar la agilidad juvenil perdida años antes. También se aproximó solícito, aunque sin llegar a tocarlo, León Bonhomme, el secretario de Pétain. Conocía a ambos y pensé que pronto aprovecharía cualquier ocasión para saludarlos.
Ya en la calzada, el mariscal se enderezó con un último empujón de riñones y cuadró los hombros. Luego, volviéndose hacia la acera en la que se amontonaba el público, se quitó el sombrero y saludó con aire galante. Sonreía por debajo de su blanquísimo bigote y sus ojos de azul intenso parecían brillar con una luz traviesa y simpática. ¡Qué tipo!
Fue el delirio. El pandemónium de gritos y la algarabía de gestos y aplausos arreciaron hasta el paroxismo. Junto a mí, una mujer pareció ahogarse sin llegar a emitir sonido alguno; sólo hacía gestos convulsos con la boca hasta que, al cabo de unos segundos, consiguió decir con voz estrangulada: «¡Es inefable!». Mientras tanto, Pétain permanecía inmóvil detrás de su coche, saludando con parsimonia, hasta que apareció la pequeña mano de la mariscala sujetándose a la portezuela. Ménétrel, que se había apartado para no robar protagonismo a su anciano patrón, se precipitó a ayudar a Mme. Eugénie Hardon a bajar del gran Fiat. Buena es la mariscala, pensé; si no la ayuda aquél, los castiga a todos sin cenar.
De pronto, una preciosa niña que no tendría más de siete u ocho años, vestida con un delicado traje blanco y tocada con un pequeño sombrero de paja, se separó del público y, andando con paso firme y rápido, se dirigió hacia donde estaba Pétain. En las manos llevaba un pequeño ramo de flores del campo. Cuando llegó hasta él, se detuvo y le ofreció el ramo. El mariscal alzó la cara riendo, cogió las flores, se las dio a Ménétrel y, con un gesto rápido, levantó a la pequeña. Le dio un beso y la volvió a dejar en la acera. Si hubiera faltado algún gesto para consagrarlo como el verdadero padre de todos los franceses, ése habría bastado. Y bastó.
Míralos. Vaya teatro, cielo santo, vaya salvadores de la patria. Pobre Francia, menuda le espera.
Suspiré, pero para no ser menos que cuantos me rodeaban, me quité el canotier y lo agité sonriendo con el entusiasmo propio de quien ha pasado años perfeccionando el arte del disimulo. Luego, para poder seguir mi camino sin levantar sospechas de tibieza patriótica y dirigirme hacia la merienda cotidiana en el café-glacier del que era fiel cliente, tuve que esperar a que disminuyera el fervor popular y a que el gentío empezara a disolverse un buen rato después de que el mariscal y su corte hubieran desaparecido en el interior del hotel.