34. Una visita a la colina

Una subió a su habitación. Carl y Faith iban camino, bajo la temprana luz de la luna, del Valle del Arco Iris, pues habían oído el sonido mágico de la armónica de Jerry y supieron que los Blythe estaban allí preparándose para divertirse. Una no tenía ganas de ir. Primero se fue a su cuarto, donde se sentó sobre la cama y lloró un ratito. No quería que nadie ocupara el lugar de su querida madre. No quería una madrastra que la odiara e hiciera que su padre la odiara. Pero papá era tan desesperadamente desdichado que, si ella podía hacer algo para que fuera feliz, debía hacerlo. Había una sola cosa que podía hacer, y lo había sabido en el momento mismo en que dejó el estudio. Pero era algo muy difícil de hacer.

Después de llorar hasta no poder más, Una se secó los ojos y fue al cuarto de huéspedes. Estaba oscuro y bastante húmedo, porque hacía tiempo que no se levantaba la cortina ni se abría la ventana. La tía Martha no era amiga del aire fresco. Pero como a nadie se le ocurría nunca cerrar una puerta en la rectoría, no importaba mucho, salvo cuando algún desdichado pastor iba a pasar la noche y se veía obligado a respirar la atmósfera del cuarto de huéspedes.

Allí había un armario y, en el fondo, estaba colgado un vestido de seda gris. Una entró en el armario y cerró la puerta; se arrodilló y apretó la cara contra los suaves pliegues de la seda. Había sido el vestido de novia de su madre. Todavía estaba lleno de un perfume dulce, suave, persistente, como el amor que permanece. Una siempre se sentía muy cerca de su madre allí, como si estuviera arrodillada a sus pies con la cabeza sobre su regazo. Iba allí a veces, cuando la vida era demasiado difícil.

—Mamá —susurró al traje de seda gris—. Nunca te olvidaré, mamá, y siempre te querré más que a nadie. Pero tengo que hacerlo, mamá, porque papá es muy desdichado. Yo sé que tú no querrías que sea desdichado. Y voy a ser muy buena con ella, mamá, y voy a tratar de quererla, aunque sea como dice Mary Vanee que son todas las madrastras.

Una halló una delicada fortaleza espiritual en su santuario secreto. Durmió serenamente aquella noche, con las manchas de las lágrimas todavía resplandecientes sobre su dulce y seria carita.

A la tarde siguiente se puso su mejor vestido y sombrero. Estaban bastante gastados. Todas las niñas de Glen, excepto Faith y Una, tenían ropa nueva aquel verano. Mary Vanee tenía un hermoso vestido de lino blanco bordado, con un cinturón de seda escarlata y lazos en los hombros. Pero hoy a Una no le importaba su ropa. Sólo quería estar muy pulcra. Se lavó la cara con mucho esmero. Se cepilló el cabello negro hasta que quedó suave como el satén. Se cosió dos agujeros de las únicas medias buenas que le quedaban y se ató con cuidado los lazos de los zapatos. Le habría gustado darles betún, pero no encontró. Por fin salió de la rectoría, cruzó el Valle del Arco Iris, subió por los bosques susurrantes y salió al camino que pasaba por la casa de la colina. Era una buena distancia y estaba cansada y acalorada cuando llegó.

Vio a Rosemary West sentada bajo un árbol en el jardín y pasó junto a los canteros de dalias dirigiéndose hacia ella. Rosemary tenía un libro sobre la falda, pero miraba a lo lejos, más allá del puerto, y sus pensamientos eran bastante tristes. La vida no había sido agradable en los últimos tiempos en la casa de la colina. Ellen no se había enfurruñado; Ellen había sido como un ladrillo. Pero hay cosas que se sienten aunque no se digan y a veces el silencio entre las dos mujeres era intolerablemente elocuente. Todas las cosas familiares que en un tiempo habían hecho dulce la vida tenían ahora un dejo de amargura. Norman Douglas hacía periódicas irrupciones también, para rezongar o para tratar de convencer a Ellen. Rosemary creía que acabaría por arrastrar a Ellen con él algún día y sentía que casi se alegraría cuando sucediera. Entonces la existencia sería terriblemente solitaria, pero ya no estaría cargada con dinamita. La despertó de su nada placentera ensoñación un tímido toquecito en el hombro. Al volverse vio a Una Meredith.

—Caramba, Una, querida, ¿has venido andando hasta aquí con este calor?

—Sí —balbuceó Una—. He venido… he venido a…

Pero le resultaba muy difícil decir lo que había ido a hacer. Se le quebró la voz y se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Pero, Una, pequeña, ¿qué pasa? No tengas miedo de contármelo.

Rosemary abrazó el frágil cuerpecito y acercó a la niña hacia ella. Tenía los ojos muy hermosos y su abrazo era tan tierno que Una halló el valor perdido.

—He venido… a pedirle… que se case con papá —balbuceó.

Rosemary guardó silencio un instante de puro asombro. Miraba a Una, atónita.

—Por favor, no se enfade, querida señorita West —dijo Una—. Es que todo el mundo dice que no quiere casarse con papá porque nosotros somos muy malos. Él es muy desgraciado por eso. Entonces pensé venir a decirle que nunca somos malos a propósito. Que si se casa con papá todos trataremos de portarnos bien y hacer lo que nos diga. Estoy segura de que no va a tener ningún problema con nosotros. Por favor, señorita West.

Rosemary pensaba rápidamente. Las conjeturas de los chismosos debían de haber puesto esa idea errónea en la cabeza de Una. Debía ser perfectamente franca y sincera con la niña.

—Una querida —dijo con suavidad—. No es culpa vuestra, criaturitas de Dios, que no pueda ser la esposa de tu padre. Nunca se me ocurrió semejante cosa. No sois malos; nunca he creído nada semejante. Hay… hay otra razón, Una.

—¿No le gusta papá? —preguntó Una, levantando los ojos llenos de reproche—. ¡Ah, señorita West, no sabe lo bueno que es! Estoy segura de que sería un esposo muy bueno.

Incluso en medio de su tristeza y su perplejidad, Rosemary no pudo evitar esbozar una sonrisa.

—¡Ay, no se ría, señorita West! —exclamó Una con apasionamiento—. Papá está muy triste.

—Creo que te equivocas, querida —dijo Rosemary.

—No, no, seguro que no. Ay, señorita West, ayer papá iba a pegar a Carl, que se había portado muy mal, y no pudo hacerlo porque, claro, no tiene práctica en eso de dar azotes. Entonces, cuando Carl salió y nos contó que papá se sentía tan mal, entré despacito al estudio para ver si podía ayudarlo… a él le gusta que yo lo consuele, señorita West, y él no me oyó entrar y yo oí lo que estaba diciendo. Se lo contaré, señorita West, si me deja que se lo diga en secreto.

Una le susurró su secreto al oído. Rosemary se puso roja. De modo que todavía le importaba a John Meredith. Él no había cambiado de idea. Y debía de importarle mucho si había dicho eso, debía de importarle más de lo que ella suponía. Permaneció inmóvil un momento, acariciándole el pelo a Una. Luego dijo:

—¿Le llevarías a tu padre una carta mía, Una?

—Ay, ¿se va a casar con él, señorita West? —preguntó Una, ansiosa.

—Puede ser… si él me quiere por esposa —confesó Rosemary, volviendo a ruborizarse.

—Me alegro… me alegro —dijo Una valientemente. Entonces levantó los ojos, con labios temblorosos—. Señorita West, no va a poner a papá en contra de nosotros, no hará que nos odie, ¿verdad? —preguntó, suplicante.

Rosemary se quedó mirándola.

—¡Una Meredith! ¿Me crees capaz de semejante cosa? ¿Cómo se te ha ocurrido esa idea?

—Mary Vanee dice que todas las madrastras son iguales, y que todas odian a sus hijastros y hacen que el padre los odie; dice que no pueden evitarlo porque el hecho de ser madrastras las hace así.

—¡Pobrecita! ¿Y a pesar de eso viniste a pedirme que me case con tu padre porque quieres que sea feliz? Eres un encanto, una heroína, como diría Ellen, eres una gran persona. Ahora escúchame con mucha atención, querida mía. Mary Vanee es una niña tonta que no sabe mucho y está muy equivocada con respecto a algunas cosas. Nunca se me ocurriría poner a tu padre en contra vuestra. Yo os querría mucho. No quiero ocupar el lugar de tu madre, ella siempre tiene que tener su propio lugar en vuestros corazones. Pero tampoco tengo intenciones de ser una madrastra. Quiero ser una amiga, una ayuda, una compinche. ¿No te parece que sería muy bonito, Una, que Faith, Carl, Jerry y tú pudierais pensar en mí como en una buena y alegre compinche, como en una hermana mayor?

—Ay, sería maravilloso —exclamó Una con expresión de éxtasis. En un impulso le echó los brazos al cuello. Era tan feliz que se sentía capaz de volar.

—¿Tienen los otros… digo, Faith y los chicos, la misma idea que tenías tú sobre las madrastras?

—No. Faith nunca creyó a Mary Vanee. Yo fui una tonta al creerla. Faith la quiere mucho. Y a Jerry y a Carl les va a parecer divertido. Ah, señorita West, cuando venga a vivir con nosotros, ¿nos… podría enseñarme a cocinar… un poquito, y a coser, y… y a hacer otras cosas? Yo no sé nada. No seré difícil, aprenderé rápido.

—Querida, te enseñaré y te ayudaré en todo lo que pueda. Ahora bien, no debes decirle ni una palabra de esto a nadie, ¿eh? Ni siquiera a Faith, hasta que tu padre te diga que puedes, ¿sí? ¿Ahora te quedarás a tomar el té conmigo?

—Ah, gracias, pero… pero creo que prefiero irme corriendo a llevarle la carta a papá —tartamudeó Una—. Así se pondrá contento mucho antes, señorita West.

—Entiendo —dijo Rosemary. Entró en la casa, escribió una nota y se la dio a Una. Cuando se marchó corriendo hecha un manojo de felicidad, Rosemary fue hacia el porche trasero, donde estaba Ellen pelando guisantes.

—Ellen —anunció—, acaba de venir Una Meredith a pedirme que me case con su padre.

Ellen levantó la mirada y leyó el rostro de su hermana.

—¿Y vas a hacerlo?

—Es muy probable.

Ellen siguió unos minutos más pelando guisantes. De pronto se llevó la mano a la cara. Había lágrimas en sus ojos oscuros.

—Espero… espero que todos seamos felices —dijo en medio de un sollozo y una risa.

En la rectoría, Una Meredith, acalorada, con la cara roja, triunfante, entró en el estudio de su padre y puso la carta sobre el escritorio. La cara pálida de su padre se coloreó cuando vio la letra clara y delicada que tan bien conocía. Abrió la carta. Era muy breve, pero él sintió que rejuvenecía veinte años al leerla. Rosemary le pedía que se encontraran esa tarde a la caída del sol en el arroyo del Valle del Arco Iris.