33. Carl… no es… azotado

—Hay algo que os tengo que decir —anunció Mary Vanee con aire de misterio.

Faith, Una y ella caminaban del brazo por el pueblo después de haberse encontrado en la tienda del señor Flagg. Una y Faith intercambiaron miradas que querían decir: «Algo desagradable nos espera». Cuando Mary Vanee creía que debía decirles cosas rara vez escucharla resultaba placentero. A menudo se preguntaban por qué seguían queriéndola, pues la querían a pesar de todo. Normalmente era una compañera estimulante y agradable. ¡Si no tuviera la firme convicción de que era su deber contarles cosas!

—¿Sabéis que Rosemary West no quiere casarse con vuestro padre porque piensa que sois unos salvajes? Tiene miedo de no poder educaros bien y por eso lo rechazó.

El corazón de Una se hinchó de secreta felicidad. Se alegró mucho de enterarse de que la señorita West no se casaría con su padre. Pero Faith se sintió bastante desilusionada.

—¿Cómo lo sabes? —preguntó.

—Ah, lo dice todo el mundo. Yo oí a la señora Elliott hablando del asunto con la esposa del doctor. Pensaban que estaba demasiado lejos para oír, pero yo tengo oído de gato. La señora Elliott dijo que no le cabía la menor duda de que Rosemary temía convertirse en vuestra madrastra por la mala fama que tenéis. Vuestro padre ya no va a la colina. Norman Douglas tampoco. La gente dice que Ellen lo ha abandonado para vengarse porque él la abandonó a ella hace siglos. Pero Norman dice que terminará conquistándola. Y yo pienso que tenéis que saber que le habéis estropeado el matrimonio a vuestro padre y a mí me parece una verdadera lástima, porque tarde o temprano terminará casándose con alguien y Rosemary West habría sido la mejor esposa para él.

—Tú me dijiste que todas las madrastras son crueles y malvadas —dijo Una.

—Ah, bueno —admitió Mary, algo confundida—, son muy irritables, lo sé. Pero Rosemary West no podría ser muy mala con nadie. Os digo que si vuestro padre se decide y se casa con Emmeline Drew, vais a desear haberos comportado mejor y no haber ahuyentado a Rosemary. Es espantoso que tengáis tan mala fama que ninguna mujer decente quiera casarse con vuestro padre. Claro que yo sé que la mitad de las historias que se cuentan no son verdad. Pero cría fama… Si hay gente que dice que fueron Jerry y Carl los que arrojaron piedras la otra noche contra las ventanas de la señora Stimson cuando en realidad fueron dos de los chicos Boyd. Pero lo que sí me temo es que haya sido Carl el que puso la anguila en el coche de la anciana señora Carr, aunque al principio yo no podía creerlo hasta no tener una prueba mejor que la palabra de la vieja Kitty Alee. Se lo dije en la cara a la señora Elliott.

—¿Qué hizo Carl? —exclamó Faith.

—Bueno, dicen… atención, sólo digo lo que dice la gente, a mí no me echéis la culpa… dicen que Carl y otros muchachos estaban pescando anguilas en el puente una tarde de la semana pasada. Pasó la señora Carr en su viejo coche destartalado con la parte de atrás abierta. Y Carl se levantó y tiró una gran anguila. Cuando la pobre señora Carr subía la colina cerca de Ingleside, la anguila se había arrastrado hasta sus pies. Pensó que era una víbora, pegó un alarido espantoso, se levantó del asiento y saltó del coche por encima de las ruedas. El caballo se espantó, pero se fue a casa y no pasó nada. Pero la señora Carr se raspó todas las piernas y tiene ataques nerviosos cada vez que se acuerda de la anguila. De verdad, fue una maldad hacerle eso a la pobre vieja. Es buena persona, aunque sea rara como no sé qué.

Faith y Una volvieron a mirarse. Ése era un tema para el Club de la Buena Conducta. No lo discutirían con Mary.

—Ahí va vuestro padre —dijo Mary, pues el señor Meredith pasaba en ese momento frente a ellas—, y bien podríamos no estar aquí, porque ni nos ha visto. Bien, ahora ya no me molesta. Pero hay gente a la que sí le molesta.

El señor Meredith no las había visto, pero no iba caminando en su usual distraída ensoñación. La señora Davis acababa de contarle la historia de Carl y la anguila. Estaba muy indignada. La anciana señora Carr era su prima tercera. El señor Meredith estaba más que indignado. Estaba herido y enfadado. No pensaba que Carl fuera capaz de algo así. No solía ser severo con travesuras por descuido u olvido, pero aquello era distinto. Era desagradable. Al llegar a casa encontró a Carl en el jardín, estudiando con paciencia los hábitos de una colonia de avispas. El señor Meredith lo llamó al estudio, lo interrogó y, con una expresión tan severa como jamás antes le habían visto sus hijos, le preguntó si la historia era verdadera.

—Sí —dijo Carl, ruborizándose, pero sosteniéndole valientemente la mirada.

El señor Meredith gimió. Había tenido esperanzas de que fuera, cuanto menos, una exageración.

—Cuéntamelo todo —ordenó.

—Los muchachos estaban pescando anguilas en el puente —dijo Carl—. Link Drew había pescado una monstruosa, quiero decir, muy grande, la anguila más grande que he visto en mi vida. La pescó en seguida y hacía rato que estaba en la canasta inmóvil. Yo pensé que estaba muerta, de verdad. Y entonces apareció la señora Carr en el puente y nos gritó que éramos unos sabandijas, que nos fuéramos a casa. Y nosotros no le habíamos dicho ni una palabra, padre, de verdad. Entonces, cuando pasó otra vez, después de ir a la tienda, los muchachos me dijeron que a que no le ponía la anguila de Link en el coche. Yo creí que estaba tan muerta que no podía hacerle nada y la arrojé dentro. Pero entonces la anguila revivió y oímos gritar a la señora Carr, y la vimos saltar. Yo me arrepentí mucho. Es todo, padre.

No era tan terrible como temía el señor Meredith, pero era bastante malo.

—Debo castigarte, Carl —dijo con pena.

—Sí, lo sé, padre.

—Debo… debo azotarte.

Carl se encogió. Nunca lo habían azotado. Pero entonces, al ver lo mal que se sentía su padre, dijo alegremente:

—Está bien, padre.

El señor Meredith no entendió su alegría y pensó que era insensibilidad. Le dijo a Carl que fuera al estudio después del almuerzo y, cuando el muchacho salió, se arrojó sobre la silla y volvió a gemir. Temía la llegada de la tarde diez veces más que Carl. El pobre pastor ni siquiera sabía con qué debía azotar a su hijo. ¿Qué se utilizaba para azotar a los niños? ¿Varas? ¿Bastones? No, sería demasiado salvaje. ¿Una varita de árbol entonces? Y él, John Meredith, debía ir al bosque a cortar una. Era una idea abominable. Entonces se le apareció una imagen. Vio el pequeño rostro enjuto de la señora Carr al ver aparecer la anguila revivida, la vio saltando en un vuelo como de bruja por encima de las ruedas del coche. Antes de poder evitarlo, el pastor se echó a reír. Pero después se enfadó consigo mismo y más con Carl. Iría de inmediato a buscar la vara; y no sería demasiado liviana.

Carl hablaba del asunto en el cementerio con Faith y Una, que acababan de llegar. Estaban horrorizadas por la idea de que fueran a azotarlo, ¡y por el padre, que jamás había hecho semejante cosa! Pero estuvieron de acuerdo en que era justo.

—Sabes que hiciste algo muy malo —suspiró Faith—. Y nunca lo admitiste en el club.

—Me olvidé —dijo Carl—. Además, no pensé que tuviera ninguna consecuencia. No sabía que se había lastimado las piernas. Pero me azotarán y eso pondrá las cosas en su lugar.

—¿Dolerá… mucho? —preguntó Una cogiendo la mano de Carl.

—Oh, no, no mucho, supongo —dijo Carl, valeroso—. De todas maneras, no voy a llorar, por más que duela. Papá se sentiría muy mal si lloro. Ahora está muy afligido. Ojalá pudiera azotarme yo mismo bien fuerte para que no tuviera que hacerlo él.

Después del almuerzo, en el cual Carl comió poco y el señor Meredith nada en absoluto, los dos fueron en silencio al estudio. La varita estaba sobre el escritorio. El señor Meredith había tenido dificultades para encontrar una vara que le viniera bien. Cortó una, pero después le pareció demasiado delgada. Carl había hecho algo realmente indefendible. Entonces cortó otra, pero era demasiado gruesa. Después de todo, Carl pensó que la anguila estaba muerta. La tercera le pareció mejor; pero cuando la cogió del escritorio le pareció muy gruesa y pesada; más parecía un garrote que una varita.

—Levanta la mano —le dijo a Carl.

Carl echó la cabeza hacia atrás y, sin amilanarse, tendió la mano. Pero no era mayor y no podía disimular el miedo que se le veía en los ojos. El señor Meredith miró esos ojos… eran los ojos de Cecilia… los mismos ojos… y en ellos había la misma expresión que él había visto en los ojos de Cecilia una vez que fue a contarle algo que había tenido un poco de miedo de decirle. Allí, en la carita de Carl, estaban sus ojos; y seis semanas atrás él había pensado, durante una noche terrible e interminable, que aquel muchachito se iba a morir. John Meredith arrojó la vara al suelo.

—Vete —dijo—. No puedo azotarte.

Carl voló al cementerio, sintiendo que la expresión de su padre era peor que cualquier paliza.

—¿Tan pronto? —preguntó Faith. Una y ella habían estado de la mano y con los dientes apretados sobre la tumba de Pollock.

—No… no me ha pegado —dijo Carl con un sollozo—, y… quisiera que lo hubiera hecho; ahora está ahí adentro, sintiéndose muy mal.

Una se escabulló. Le ardía el corazón por consolar a su padre. Tan sigilosa como un ratoncito gris, abrió la puerta del estudio y entró. La habitación estaba a oscuras a esa hora del crepúsculo. Su padre se encontraba sentado ante el escritorio. Estaba de espaldas a ella, con la cabeza entre las manos. Hablaba solo, con palabras quebradas, angustiosas, pero Una oyó, oyó y comprendió, con la súbita iluminación de los niños sensibles y sin madre. Tan sigilosamente como entró, volvió a salir y cerró la puerta. John Meredith siguió expresando en palabras su dolor en lo que creía una soledad no perturbada.