De camino a su casa después de la lección de música en Ingleside, Rosemary West se dirigió al arroyito oculto en el Valle del Arco Iris. No había ido en todo el verano; el hermoso lugar ya no la atraía. El espíritu de su joven amado ya nunca venía a la cita; y los recuerdos relacionados con John Meredith eran demasiado dolorosos y vividos. Pero resulta que miró hacia atrás por el valle y vio a Norman Douglas saltando ágil como un muchacho el viejo terraplén de piedra del jardín de los Bailey y pensó que iba de camino colina arriba. Si la alcanzara, tendría que caminar con él hasta su casa, y no pensaba hacerlo. De modo que de inmediato se ocultó detrás de los arces del arroyo, esperando que no la hubiera visto y siguiera de largo.
Pero Norman no sólo la había visto sino que la seguía. Hacía tiempo que quería charlar con Rosemary West, pero ella siempre, o eso parecía, lo evitaba. A Rosemary nunca le había gustado mucho Norman Douglas. Sus impulsos, su temperamento y su ruidosa hilaridad siempre le habían caído mal. Hacía mucho tiempo se había preguntado cómo Ellen podía sentirse atraída por él. Norman Douglas era perfectamente consciente de que no le gustaba y no le importaba. A Norman nunca le preocupaba que la gente no lo quisiera. Ni siquiera hacía que él sintiera lo mismo a su vez, pues lo consideraba una especie de cumplido forzoso. Rosemary West le parecía una excelente muchacha y tenía intención de ser un excelente y generoso cuñado para ella. Pero antes de ser su cuñado tenía que hablar con ella; por eso, cuando la vio salir de Ingleside, estando él en el umbral de un negocio de Glen, de inmediato se lanzó hacia el valle para alcanzarla.
Rosemary estaba sentada, pensando, en el asiento del arce donde había estado sentado John Meredith aquella tarde hacía casi un año. El arroyito resplandecía y borboteaba bajo su reborde de helechos. Resplandores rojo rubí del crepúsculo caían entre las ramas arqueadas. Un alto racimo de unos asteres perfectos se erguía a su lado. El lugar era tan mágico y sutil como cualquier morada de hadas y dríadas en los bosques antiguos. Allí irrumpió Norman Douglas, dispersando y aniquilando en un momento todo el encanto. Su personalidad parecía tragarse todo el lugar. Allí, sencillamente, no quedó nada más que Norman Douglas: grande, complacido y barbirrojo.
—Buenas tardes —dijo Rosemary con frialdad, poniéndose en pie.
—Buenas, muchacha. Siéntate, siéntate. Quiero hablar contigo. Bendita seas, ¿por qué me miras así? No te voy a comer; ya he cenado. Siéntate y sé bien educada.
—Puedo oír perfectamente lo que quiera decirme estando de pie —contestó Rosemary.
—Puedes, muchacha, si usas las orejas. Sólo quería que estuvieras cómoda. Se te ve incómoda ahí de pie. Bueno, yo sí me voy a sentar.
En consecuencia, Norman se sentó en el mismo lugar en el que una vez se había sentado John Meredith. El contraste era tan ridículo que Rosemary temió estallar en una carcajada histérica. Norman puso el sombrero a su lado, apoyó las inmensas manos rojas sobre las rodillas y la miró con ojos brillantes.
—Vamos, muchacha, no estés tan rígida —dijo con intención de congraciarse con ella. Cuando quería podía ser muy simpático—. Vamos a mantener una razonable, sensata y amistosa conversación. Hay algo que quiero preguntarte. Ellen dice que ella no te lo preguntará, de modo que me corresponde a mí.
Rosemary miró el arroyo, que parecía haberse reducido al tamaño de una gota de rocío. Norman la miraba desesperado.
—Maldita sea, podrías ayudarme un poco —exclamó.
—¿Qué es lo que quiere que le ayude a decir? —preguntó Rosemary desdeñosamente.
—Lo sabes tan bien como yo, muchacha. No adoptes ese aire de tragedia. Con razón Ellen tiene miedo de preguntártelo. Mira, muchacha, Ellen y yo queremos casarnos. Es claro como el agua, ¿no? ¿Lo entiendes? Y Ellen dice que no puede a menos que tú la liberes de una tonta promesa que te hizo. Bueno, ¿lo harás? ¿Lo harás?
—Sí —dijo Rosemary.
Norman se levantó de un salto y le tomó la mano.
—¡Bien! Sabía que lo harías, se lo dije a Ellen. Sabía que no llevaría más de un minuto. Ahora bien, muchacha, ve a tu casa y díselo a Ellen; celebraremos la boda dentro de quince días y tú vendrás a vivir con nosotros. No te dejaremos clavada en la cima de esa colina como un cuervo solitario, no te preocupes. Sé que me odias, pero, Señor, qué divertido va a ser vivir con alguien que me odia. La vida tendrá algo picante. Ellen me dará miel y tú me darás hiel. No voy a aburrirme.
Rosemary no condescendió a decirle que no había nada capaz de convencerla de ir a vivir a su casa. Lo dejó irse a Glen a grandes zancadas, desparramando deleite y complacencia, y ella caminó despacio colina arriba, hacia su casa. Sabía que iba a suceder algo parecido desde que volvió de Kingsport y se encontró con Norman Douglas instalado como una frecuente visita vespertina. Ni ella ni Ellen habían mencionado su nombre una sola vez, pero el evitarlo era significativo. No estaba en la naturaleza de Rosemary sentir rencor, de lo contrario habría sentido mucho. Era fríamente amable con Norman y no hacía diferencia alguna con Ellen. Pero Ellen no había hallado mucho aliento para su segundo noviazgo.
Estaba en el jardín, escoltada por Saint George, cuando Rosemary llegó a casa. Las dos hermanas se encontraron en el sendero de las dalias. Saint George se sentó en el camino de grava entre ellas y enrolló graciosamente su lustrosa cola negra alrededor de las patas blancas, con toda la indiferencia de un gato bien alimentado, bien criado y bien acicalado.
—¿Has visto alguna vez unas dalias como éstas? —preguntó Ellen, orgullosa—. Son las más bonitas que hemos tenido.
A Rosemary nunca le habían gustado las dalias. Su presencia en el jardín era su concesión al gusto de Ellen. Vio una grande, moteada en rojo y amarillo, que reinaba por sobre todas las demás.
—Esa dalia —dijo, señalándola—, es exactamente como Norman. Fácilmente podría ser su hermana gemela.
El rostro bronceado de Ellen se coloreó. Ella admiraba a la dalia en cuestión, pero sabía que Rosemary no y que el comentario no era ningún cumplido. Pero no osó resentirse por las palabras de Rosemary; la pobre Ellen no osaba resentirse por nada en esos momentos. Era la primera vez que Rosemary mencionaba el nombre de Norman. Sintió que esto anunciaba algo.
—He visto a Norman Douglas en el valle —dijo Rosemary, mirando a su hermana a los ojos—, y me dijo que os queréis casar si te doy permiso.
—¿Sí? ¿Y qué le has dicho? —preguntó Ellen, tratando de hablar con naturalidad y fracasando por completo. No podía sostenerle la mirada. Miró el lomo lustroso de Saint George y sintió un miedo horrible. ¿Rosemary había dicho que se lo daría o que no? Si se lo diera, ella se sentiría tan avergonzada y arrepentida que sería una novia muy infeliz; y si no se lo diera… bueno, Ellen había aprendido una vez a vivir sin Norman Douglas, pero había olvidado la lección y sentía que no podría volver a aprenderla.
—Le dije que en lo que a mí concierne sois completamente libres de casaros en cuanto os apetezca —dijo Rosemary.
—Gracias —dijo Ellen, aún mirando a Saint George. A Rosemary se le suavizaron las facciones.
—Espero que seas feliz, Ellen —dijo suavemente.
—Ay, Rosemary. —Ellen levantó la mirada con desolación—. Estoy tan avergonzada; no me lo merezco después de todo lo que te dije.
—No vamos a hablar de eso —dijo Rosemary rápida y determinadamente.
—Pero… pero —insistió Ellen—, ahora eres libre tú también; y no es demasiado tarde. John Meredith…
—¡Ellen West! —Rosemary tenía sus arranques de carácter bajo toda su dulzura, y ahora relampagueaba en sus ojos azules—. ¿Has perdido el sentido común? ¿Piensas por un instante que yo voy a ir a ver a John Meredith y decirle, como si tal cosa: «Por favor, señor, he cambiado de idea. Por favor, señor, espero que usted no»? ¿Es eso lo que quieres que haga?
—No, no, pero… si lo alentaras un poco… él regresaría.
—Jamás. Me desprecia, y con toda la razón. Basta, Ellen. No te guardo ningún rencor, cásate con quien quieras. Pero no interfieras en mis asuntos.
—Entonces tienes que venir a vivir conmigo. No voy a dejarte aquí sola.
—¿Realmente piensas que voy a ir a vivir a la casa de Norman Douglas?
—¿Por qué no? —exclamó Ellen con enfado, a pesar de lo humillada que se sentía. Rosemary se echó a reír.
—Ellen, creía que tenías sentido del humor. ¿Me ves en esa situación?
—No veo por qué no. Su casa es lo suficientemente grande; tendrías una parte sólo para ti; él no se inmiscuiría en tu vida.
—Ellen, ni pensarlo. No saques el tema otra vez.
—Entonces —dijo Ellen, fría y decidida— no me casaré con él. No voy a dejarte sola aquí. No se hable más de esto.
—Tonterías, Ellen.
—No es ninguna tontería. Es mi firme decisión. Sería absurdo que pensaras en vivir aquí sola, a un kilómetro y medio de distancia de la casa más cercana. Si tú no vienes a vivir conmigo, yo me quedo contigo. Y no discutiremos el asunto, de modo que no lo intentes.
—Dejaré la discusión en manos de Norman —decidió Rosemary.
—Yo me ocuparé de Norman. Puedo manejarlo. Jamás te habría pedido que me liberaras de mi promesa, jamás, pero tuve que contarle a Norman por qué no podía casarme con él y dijo que él te lo pediría. No vayas a suponer que eres la única persona en el mundo con respeto por sí misma. Nunca he pensado en casarme y dejarte aquí sola. Y te darás cuenta de que puedo ser tan decidida como tú.
Rosemary se volvió y entró en la casa, encogiéndose de hombros. Ellen miró a Saint George, que no había parpadeado ni movido un pelo del bigote durante toda la conversación.
—Saint George, este mundo sería un lugar aburrido sin los hombres, lo admito, pero me siento bastante tentada de desear que no existieran. Mira los problemas y las molestias que han creado aquí mismo, George; han arrancado de raíz nuestra feliz vida de antes, Saint. Empezó John Meredith y lo termina Norman Douglas. Y ahora los dos han desaparecido en el limbo. Norman es el único hombre que he conocido que está de acuerdo conmigo en que el kaiser de Alemania es la criatura viviente más peligrosa sobre la Tierra y no puedo casarme con esta persona sensata porque mi hermana es una testaruda y yo soy más testaruda que ella. Escucha mis palabras, Saint George, el pastor volvería si ella levantara el meñique. Pero ella no lo hará, George, no lo hará jamás, ni siquiera enseñará la mano; y yo no me atrevo a inmiscuirme, Saint. No me enfadaré, George; Rosemary no se enfadó, de modo que yo tampoco lo haré, eso está decidido, Saint. Norman revolverá la Tierra, pero en resumidas cuentas, Saint George, la cuestión es que todos nosotros, pobres viejos tontos, debemos olvidarnos de la idea de casarnos. Bien, bien, «la desesperanza es un hombre libre; la esperanza es un esclavo», Saint. Así que entremos en la casa ahora, George, y te voy a obsequiar con un plato de crema. Por lo menos habrá una criatura contenta y satisfecha en esta colina.