—No veo por qué debemos ser castigados —protestó Faith, algo enfurruñada—. No hicimos nada malo. No pudimos evitar asustarnos. Y a papá no le perjudicará. Fue sólo un accidente.
—Fuisteis cobardes —dijo Jerry con sentencioso desprecio—, y os rendisteis ante la cobardía. Por eso tenéis que ser castigados. Todos se reirán de vosotros por lo sucedido y eso es una vergüenza para la familia.
—Si supieras lo espantoso que fue —se quejó Faith con un estremecimiento—, dirías que ya fuimos suficientemente castigados. No pasaría otra vez por lo mismo por nada del mundo.
—Yo creo que si tú hubieras estado allí, también habrías salido corriendo —murmuró Carl.
—De una vieja y una sábana de algodón —se burló Jerry—. ¡Ja, ja, ja!
—No parecía una vieja —exclamó Faith—. Era una cosa grande, inmensa y blanca, que reptaba por la hierba como dijo Mary Vanee que hacía Henry Warren. Puedes reírte, Jerry Meredith, pero se te habría congelado la risa en la garganta si hubieras estado allí. ¿Y cómo vamos a ser castigados? A mí no me parece justo, pero veamos qué tenemos que hacer, juez Meredith.
—Según yo lo veo —dijo Jerry frunciendo el entrecejo—, Carl fue el más culpable. Fue el primero en salir corriendo, si no me equivoco. Además, es varón, y tendría que haberse quedado a protegeros fuera cual fuese el peligro. Estás de acuerdo, ¿no, Carl?
—Supongo que sí —gruñó Carl, avergonzado.
—Muy bien. Éste será tu castigo. Esta noche te sentarás en la tumba del señor Hezekiah Pollock, solo en el cementerio, y te quedarás ahí hasta las doce de la noche.
Carl se estremeció. El cementerio no quedaba muy lejos del viejo jardín de los Bailey. Sería una prueba dura. Pero Carl estaba ansioso por lavar su vergüenza y probar que no era ningún cobarde, después de todo.
—Muy bien —dijo con valor—. Pero ¿cómo sabré que son las doce?
—Las ventanas del estudio están abiertas, oirás el reloj. Pero cuidado con moverte del cementerio antes de que dé la última campanada. En cuanto a vosotras, niñas, tendréis que olvidar la mermelada en el almuerzo durante una semana.
Faith y Una quedaron atónitas. Se sintieron inclinadas a pensar que hasta la agonía comparativamente corta pero intensa de Carl era un castigo ligero comparado con esa larguísima prueba. ¡Una semana entera de pan apelmazado sin la gracia salvadora de la mermelada! Pero el club no permitía quejas. Las chicas aceptaron su destino con toda la filosofía de que fueron capaces.
Aquella noche todos se fueron a la cama a las nueve menos Carl, que ya estaba velando en la tumba. Una se escabulló para ir a darle las buenas noches. Su tierno corazón estaba deshecho de pena.
—Ay, Carl, ¿estás muy asustado? —susurró.
—En absoluto —aseguró Carl, airoso.
—Yo no dormiré hasta las doce —dijo Una—. Si te sientes solitario, mira hacia nuestra ventana y recuerda que yo estoy allí, despierta, pensando en ti. Eso será un poco de compañía, ¿no?
—Estaré bien. No te preocupes por mí —dijo Carl. Pero, a pesar de sus valientes palabras, se sintió un niño muy solitario cuando se apagaron las luces de la rectoría. Había tenido esperanzas de que su padre estuviera en el estudio, como tantas veces. Entonces no se sentiría solo. Pero aquella noche el señor Meredith había sido llamado al pueblo de pescadores en el puerto para ver a un moribundo. No era probable que regresara hasta después de la medianoche. Carl debería sufrir su suerte solo.
Un hombre de Glen pasó llevando una lámpara. Las misteriosas sombras dibujadas por la luz se pusieron a saltar locamente sobre el cementerio como en una danza de demonios o de brujas. Luego pasaron y volvió a caer la oscuridad. Una a una se apagaron las luces de Glen. Era una noche muy oscura, el cielo estaba nublado y soplaba un viento del este muy frío, a pesar del calendario. Allá lejos, en el horizonte, se veía el brillo de las luces de Charlottetown. El viento gemía y suspiraba entre las ramas de los viejos abetos. El alto monumento del señor Alee Davis resplandecía en su blancura a través de la oscuridad. El sauce que había a su lado tendía sus largos y retorcidos brazos como un espectro. De vez en cuando, los movimientos de las ramas creaban la sensación de que el monumento también se movía.
Carl se acurrucó sobre la tumba, con las piernas debajo del cuerpo. No era precisamente agradable dejarlas colgadas por el borde de piedra. ¿Y si… y si unas manos huesudas se levantaran desde la tumba del señor Pollock y lo agarraran de los tobillos? Aquélla había sido una de las festivas especulaciones de Mary Vanee una vez que estaban todos sentados allí. Ahora volvía para atormentar a Carl. Él no creía en esas cosas; ni siquiera creía realmente en el fantasma de Henry Warren. En cuanto al señor Pollock, hacía sesenta años que se había muerto, de modo que no era probable que se le ocurriera levantarse ahora de la tumba. Pero hay algo muy extraño y terrible en estar despierto cuando el resto del mundo duerme. Estás solo, sin nada más que la propia frágil personalidad para oponer a los poderosos príncipes y a las poderosas fuerzas de la oscuridad. Carl tenía apenas diez años y los muertos lo rodeaban y él deseaba… ¡ay, cómo lo deseaba!… que el reloj diera las doce. ¿Nunca iba a dar las doce? Seguro que la tía Martha se había olvidado de darle cuerda.
Y entonces dieron las once: ¡apenas las once! Tenía que quedarse una hora más en aquel espantoso lugar. ¡Si al menos hubiera algunas estrellas amistosas para mirar! La oscuridad era tan espesa que parecía apretársele contra la cara. Había unos sonidos como de furtivas pisadas por todo el cementerio. Carl se estremeció, en parte por el agudo terror, en parte por un frío real.
Y entonces empezó a llover, una llovizna fría y penetrante. Las delgadas camiseta y camisa de Carl quedaron empapadas en seguida. Estaba congelado hasta los huesos. Olvidó los terrores mentales en medio de su incomodidad física. Pero debía quedarse allí hasta las doce; estaba castigándose a sí mismo y se trataba de su honor. No se había dicho nada sobre la lluvia, pero no hacía la menor diferencia. Cuando por fin el reloj del estudio dio las doce, una pequeña figura empapada se bajó, rígidamente, de la tumba del señor Pollock, se abrió camino hacia la rectoría y subió a meterse en la cama. A Carl le castañeteaban los dientes. Tenía la sensación de que jamás entraría en calor.
Pero sí que había entrado en calor al llegar la mañana. Jerry miró sorprendido el rostro encendido y corrió a llamar a su padre. El señor Meredith vino de prisa; estaba pálido debido a la larga vigilia nocturna junto a un lecho de muerte. Había llegado a la casa cuando amanecía. Se inclinó preocupado sobre su muchachito.
—Carl, ¿te sientes mal? —preguntó.
—La… la tumba… —dijo Carl—, se mueve… se… está… viene. Que… por favor… que no… venga… El señor Meredith corrió hacia el teléfono. A los diez minutos, el doctor Blythe estaba en la rectoría. Media hora después mandaban un telegrama a la ciudad pidiendo una enfermera y todo Glen supo que Carl Meredith estaba enfermo de neumonía y que se había visto al doctor Blythe sacudir la cabeza.
Gilbert sacudió la cabeza más de una vez en los quince días siguientes. Carl tuvo neumonía doble. Hubo una noche en la que el señor Meredith se puso a pasear por su estudio; en la que Faith y Una se fueron al dormitorio a llorar y en la que Jerry, desesperado de remordimiento, se negó a apartarse de la puerta de Carl. El doctor Blythe y la enfermera no dejaron el lecho del enfermo ni por un momento. Lucharon contra la muerte con gallardía y ganaron la batalla. Carl se recuperó y pasó la crisis. La noticia fue transmitida por teléfono al expectante Glen y la gente se dio cuenta de cuánto amaba en realidad a su pastor y a sus hijos.
—No he dormido normalmente ni una sola noche desde que me enteré de que ese chico estaba enfermo —le dijo la señorita Cornelia a Ana—, y Mary Vanee ha llorado hasta hacer que sus extraños ojos parecieran agujeros en una sábana. ¿Es cierto que Carl pescó una neumonía por quedarse toda la noche en el cementerio para ganar una apuesta?
—No. Se quedó en el cementerio para castigarse a sí mismo por su cobardía en aquel asunto del fantasma de Warren. Parece que tienen un club para educarse a sí mismos y se castigan cuando hacen algo malo. Jerry se lo contó todo al señor Meredith.
—Pobrecitos —se compadeció la señorita Cornelia.
Carl mejoró rápidamente, pues la congregación llevó a la rectoría alimentos suficientes para abastecer un hospital. Norman Douglas iba todas las noches con una docena de huevos frescos y una jarra de crema de Jersey. A veces se quedaba alrededor de una hora discutiendo en el estudio con el señor Meredith sobre la predestinación; pero con mayor frecuencia se iba por la colina que daba sobre Glen.
Cuando Carl pudo ir otra vez al Valle del Arco Iris, organizaron una fiesta en su honor y el doctor fue a ayudarlos con los fuegos artificiales. Mary Vanee también fue, pero no contó ninguna historia de fantasmas. La señorita Cornelia le había echado una buena reprimenda sobre el tema, reprimenda que Mary no olvidaría con facilidad.