Por alguna razón, Faith, Carl y Una no pudieron sustraerse a la impresión que la historia del fantasma de Henry Warren había producido en sus mentes. Nunca habían creído en fantasmas. Conocían muchísimas historias de fantasmas; Mary Vanee había relatado algunas mucho más espeluznantes que aquélla, pero trataban de lugares y personas lejanos y desconocidos. Después de la primera en parte horrible y en parte placentera emoción del miedo dejaban de pensar en ellas. Pero aquella historia los acompañó hasta su casa. El viejo jardín de los Bailey estaba casi a las puertas de la rectoría, casi en el querido Valle del Arco Iris. Habían pasado y vuelto a pasar por él, habían buscado flores en él, habían cruzado por allí para acortar camino cuando querían ir directamente al valle desde el pueblo. ¡Pero nunca más! Después de la noche en la que Mary Vanee les contó esa historia horripilante, no se habrían acercado a aquel jardín ni bajo amenaza de muerte. ¡Muerte! ¿Qué era la muerte comparada con la ultraterrena posibilidad de caer en las garras del gimiente fantasma de Henry Warren?
Una cálida noche de julio, los tres estaban sentados bajo los árboles enamorados, sintiéndose un poco solitarios. Nadie más se había acercado al valle esa tarde. Jem Blythe estaba en Charlottetown haciendo su examen de ingreso. Jerry y Walter Blythe se habían ido a navegar con el viejo capitán Crawford. Nan, Di, Rilla y Shirley estaban visitando a Kenneth y Persis Ford, que habían llegado con sus padres para una fugaz visita a la Casa de los Sueños. Nan invitó a Faith a ir con ellos, pero Faith declinó la invitación. No lo habría admitido jamás, pero se sentía secretamente celosa de Persis Ford, sobre cuya espléndida belleza y refinamiento de habitante de la ciudad había oído hablar tanto. No, no pensaba ir allí para ser la segundona de nadie. Una y ella llevaron sus libros de cuentos al Valle del Arco Iris y se pusieron a leer, mientras Carl investigaba insectos en la orilla del arroyo, y los tres estuvieron muy contentos hasta que se dieron cuenta de que estaba oscureciendo y el viejo jardín de los Bailey se hallaba incómodamente cerca. Carl fue a sentarse cerca de las chicas. Los tres desearon haberse ido a casa un poco más temprano, pero ninguno dijo nada.
Grandes y aterciopeladas nubes color púrpura se juntaron en el oeste y se extendieron sobre el valle. No había viento y todo quedó de pronto súbita, extraña y desagradablemente quieto. El pantano estaba lleno de miles de luciérnagas. Seguramente, las hadas habían sido convocadas para alguna conferencia. En términos generales, el Valle del Arco Iris no era en esos precisos momentos un lugar muy confortable.
Faith miró con temor, valle arriba, hacia el viejo jardín de los Bailey. Y se le heló la sangre en las venas. Los ojos de Carl y de Una siguieron la atónita mirada de Faith y un estremecimiento les recorrió la espalda a ellos también. Pues allí, bajo el gran alerce, en el derruido terraplén cubierto de hierba del jardín de los Bailey, había algo blanco, algo blanco y sin forma en el creciente crepúsculo. Los tres Meredith se quedaron sentados allí, mirando, como convertidos en piedra.
—Es… es la ternera —susurró al fin Una.
—Es… es demasiado grande para ser la ternera —susurró Faith. Tenía los labios y la boca tan resecos que apenas podía articular las palabras.
De pronto, Carl lanzó una exclamación.
—Viene hacia aquí.
Las chicas dirigieron una última mirada de angustia. Sí, reptaba, trepando por encima del terraplén, como ninguna ternera podría hacerlo. La razón huyó ante el pánico repentino y sobrecogedor. En ese momento, cada uno de los integrantes del trío estaba absolutamente convencido de estar viendo el fantasma de Henry Warren. Carl se puso en pie de un salto y salió corriendo. Con un alarido simultáneo, las chicas lo siguieron. Subieron la colina como locos, cruzaron el camino y entraron en la rectoría. Habían dejado a la tía Martha cosiendo en la cocina. No estaba. Corrieron al estudio. Estaba oscuro y vacío. Como siguiendo un único impulso, giraron en redondo y se dirigieron a Ingleside, pero no a través del Valle del Arco Iris. Bajaron la colina y, tomando la calle de Glen, volaron en las alas del terror más espantoso, con Carl a la vanguardia y Una a la retaguardia. Nadie intentó detenerlos, aunque todos los que los vieron se preguntaron en qué nueva diablura andarían los muchachitos de la rectoría. Pero en el portón de Ingleside se encontraron con Rosemary West, que venía de devolver unos libros.
Ella vio sus caras desencajadas y los ojos fijos. Se dio cuenta de que las pobres criaturas estaban presas de un terror espantoso y real, fuera cual fuese la causa. Cogió a Carl con un brazo y a Faith con el otro. Una chocó contra ella y la abrazó, desesperada.
—Niños, niños, ¿qué pasa? —inquirió—. ¿Qué os ha asustado?
—El fantasma de Henry Warren —respondió Carl entre dientes rechinantes.
—¡El… fantasma… de Henry Warren! —repitió la asombrada Rosemary, que nunca había oído la historia y no entendía qué pasaba.
—Sí —sollozó Faith, histérica—. Está ahí, en el terraplén de los Bailey… lo vimos… e iba a… perseguirnos.
Rosemary llevó a las tres aturdidas criaturas a la galería de Ingleside. Gilbert y Ana no estaban, ya que también habían ido a la Casa de los Sueños, pero Susan apareció en el umbral, circunspecta, práctica y muy poco fantasmal.
—¿A qué viene todo este ruido? —preguntó.
Los niños volvieron a farfullar su cuento de terror, mientras Rosemary los mantenía abrazados, calmándolos con un consuelo que no necesitaba de palabras.
—Probablemente sería un búho —dijo Susan sin inmutarse.
¡Un buho! Después de ese comentario, los niños Meredith nunca pudieron tener una buena opinión de la inteligencia de Susan.
—Era más grande que un millón de búhos —contestó Carl, sollozando. ¡Ah, qué avergonzado estuvo Carl de esos sollozos en los días siguientes!—. Y se lamentaba, como dijo Mary… y reptaba, subiendo por el terraplén, para agarrarnos. ¿Reptan los búhos?
Rosemary miró a Susan.
—Tienen que haber visto algo para asustarse así —dijo.
—Voy a ir a ver —anunció Susan, sin alterarse—. Ahora bien, niños, calmaos. Sea lo que fuere lo que habéis visto, no era un fantasma. Y en cuanto al pobrecito Henry Warren, estoy segura de que se habrá alegrado de descansar en paz en su tumba, cuando llegó a ella. No tengáis miedo de que regrese, podéis estar seguros. Si puede hacerles entrar en razón, señorita West, voy a ir a averiguar la verdad de este asunto.
Susan partió hacia el Valle del Arco Iris, apoderándose valientemente de una horca que encontró apoyada contra el cerco del fondo, donde el doctor había estado trabajando en su pequeño campo de heno. Una horca no sería un arma demasiado efectiva contra un fantasma, pero daba confianza. No había nada en el Valle del Arco Iris cuando llegó Susan. No apareció ninguna visión blanca acechando desde el enmarañado jardín en sombras de los Bailey. Susan avanzó valientemente, atravesó el jardín y fue a golpear con la horca en la puerta de la casita del otro lado del jardín, donde vivía la señora Stimson con sus dos hijas.
En Ingleside, Rosemary había conseguido calmar a los niños. Seguían lloriqueando un poco, por el susto pasado, pero comenzaban a experimentar una oculta y saludable sospecha de que se habían portado como unos soberanos tontos. La sospecha se hizo certeza cuando por fin regresó Susan.
—He averiguado lo que era el fantasma —dijo con una divertida sonrisa, sentándose en la mecedora y abanicándose—. La anciana señora Stimson tuvo un par de sábanas de algodón blanqueándose en el jardín de los Bailey durante una semana. Las extendió en el terraplén debajo del alerce porque allí la hierba está limpia y es corta. Esta tarde ha ido a recogerlas. Llevaba la labor en la mano, así que se echó las sábanas al hombro para llevarlas. Entonces se le cayó una de las agujas y no podía encontrarla… todavía no la ha encontrado. Pero se puso de rodillas y avanzó para buscarla, y en ésas estaba cuando oyó unos alaridos espantosos valle abajo y vio a tres niños que bajaban la colina corriendo. Pensó que algo los había picado y su viejo corazón se sobresaltó tanto que no pudo moverse ni articular palabra y se quedó arrodillada allí hasta que los niños desaparecieron. Luego volvió tambaleándose a casa y desde ese momento le han estado aplicando estimulantes. Tiene el corazón muy delicado y dice que ni en todo el verano podrá recuperarse del susto.
Los Meredith permanecieron sentados, rojos, con una vergüenza que ni siquiera la comprensión de Rosemary podía eliminar. Se fueron a su casa, se encontraron con Jerry en la puerta de la rectoría y se confesaron, arrepentidos. Decidieron mantener una reunión del Club de la Buena Conducta a la mañana siguiente.
—¿No ha sido muy dulce con nosotros la señorita West? —susurró Faith en la cama.
—Sí —admitió Una—. Es una lástima que las personas cambien tanto cuando se convierten en madrastras.
—Yo no creo que cambien —dijo Faith, leal.