29. Una extraña historia

Una tarde de principios de junio, el Valle del Arco Iris era un lugar sencillamente maravilloso y los niños así lo creían; estaban sentados en el claro despejado donde los cascabeles sonaban con un aire mágico en los árboles enamorados y la Dama Blanca sacudía sus trenzas verdes. El viento reía y silbaba alrededor como un leal y jovial camarada. Los helechos jóvenes de la hondonada despedían un aroma espeso. Los cerezos silvestres diseminados por todo el valle se veían, entre los oscuros abetos, de un blanco nebuloso. Los petirrojos silbaban desde los arces detrás de Ingleside. Más allá, en las laderas de Glen, había jardines en flor, dulces, místicos y maravillosos, envueltos en el crepúsculo. Era la primavera y todo lo que es joven no puede menos que estar alegre. Todo el mundo estaba alegre en el Valle del Arco Iris esa tarde hasta que Mary Vanee les heló la sangre en las venas con la historia del fantasma de Henry Warren.

Jem no estaba. Jem ahora pasaba las tardes estudiando en la buhardilla de Ingleside para su examen de ingreso. Jerry estaba cerca del estanque, pescando truchas. Walter les había estado leyendo los poemas marítimos de Longfellow y estaban todos sumidos en la belleza y el misterio de los barcos. Entonces hablaron de lo que harían cuando fueran grandes, adonde viajarían y las lejanas y hermosas tierras que verían. Nan y Di irían a Europa. Walter ansiaba ver el Nilo quejándose entre las arenas egipcias y la Esfinge. Faith opinó, algo desolada, que suponía que ella tendría que ser misionera; la anciana señora Taylor le había dicho que eso era lo que tenía que ser; al menos vería la India o la China, aquellas tierras misteriosas del Oriente. El corazón de Carl se inclinaba por las selvas africanas. Una no decía nada. Pensaba que le gustaría sencillamente quedarse en casa. Aquello era más bonito que cualquier otro lugar. Sería espantoso cuando todos crecieran y tuvieran que desparramarse por el mundo. Sólo pensarlo la hacía sentir sola y llena de nostalgia. Pero los otros siguieron soñando encantados hasta que llegó Mary Vanee y echó por tierra toda la poesía y todos los sueños cayeron de un solo golpe.

—Puff, estoy sin aliento —exclamó—. Vine corriendo como una loca por la colina. Me di un susto impresionante en la vieja casa de los Bailey.

—¿De qué te asustaste? —preguntó Di.

—No sé. Estaba buscando debajo de las lilas en el jardín, tratando de ver si ya había florecido algún lirio. Estaba oscuro como boca de lobo y de pronto vi algo que se movía y hacía ruido al otro lado del jardín, donde están los cerezos. Era blanco. Os digo que no me quedé a mirar una segunda vez. Salí volando por encima del terraplén a todo lo que me daban las piernas. Estoy segura de que era el fantasma de Henry Warren.

—¿Quién era Henry Warren? —preguntó Di.

—¿Y por qué tenía que tener un fantasma? —preguntó Nan.

—Caramba, ¿nunca habéis oído la historia? Y eso que os habéis criado en Glen. Bien, esperad un minuto a que recupere el aliento y os la contaré.

Walter se estremeció de placer. Adoraba las historias de fantasmas. El misterio, los dramas, el miedo, le provocaban un temible e intenso placer. Longfellow se volvió de inmediato insulso y ordinario. Apartó el libro y se estiró, apoyado sobre los codos, para escuchar con sus grandes y luminosos ojos clavados sobre la cara de Mary. Mary habría deseado que no la mirara de esa forma. Sentía que podría contar mejor la historia de fantasmas si Walter no la mirase. Podría agregar algunos adornos e inventar algunos detalles artísticos para ensalzar el horror. Tal como estaban las cosas debería limitarse a la verdad desnuda o a lo que le habían contado como la verdad.

—Bien —comenzó—, todos sabéis que Tom Bailey y su esposa vivían en esa casa hace treinta años. Él era un gran sinvergüenza, dicen, y la esposa no era mucho mejor. No tenían hijos propios, pero una hermana del viejo Tom había muerto dejando a un niño pequeño, Henry Warren, y ellos se quedaron con él. Tendría unos doce años cuando vino a vivir con ellos, y era más bien menudo y delicado. Dicen que Tom y la esposa lo trataron muy mal desde el principio, lo azotaban y no le daban de comer. La gente dice que querían matarlo para quedarse con el poco dinero que le había dejado la madre. Henry no murió en seguida, sino que empezó a tener ataques, de epilepsia se llamaban, y creció medio tonto hasta los dieciocho años, más o menos. El tío solía azotarlo en el jardín porque estaba detrás de la casa y allí no podía verlo nadie. Pero la gente tenía oídos y dicen que a veces era espantoso oír al pobre Henry rogándole al tío que no lo matara. Pero nadie se atrevía a intervenir porque el viejo Tom era un réprobo tal que seguro que de una manera u otra se vengaría. A un hombre de Harbour Head que lo había ofendido le quemó los graneros. Al final, Henry se murió y el tío y la tía dijeron que se había muerto durante uno de sus ataques, y eso fue todo lo que se supo, pero todo el mundo decía que Tom por fin lo había matado por interés. Y no mucho después, Henry comenzó a caminar. El viejo jardín estaba embrujado. Se lo oía de noche, gimiendo y quejándose. El viejo Tom y la esposa se fueron hacia el oeste y no volvieron nunca. El lugar adquirió tan mala fama que nadie quiso comprarlo ni alquilarlo. Por eso se hizo ruinas. De eso hace treinta años, pero el fantasma de Henry Warren sigue visitándolo.

—¿Tú crees eso? —preguntó Nan, desdeñosa—. Yo no.

—Bueno, hay gente buena que lo ha visto… y oído —replicó Mary—. Dicen que se aparece, que se arrastra por el suelo y te coge las piernas y gime y se lamenta como cuando estaba vivo. Lo recordé en el momento en que vi esa cosa blanca entre los arbustos y pensé que si me agarraba y se ponía a quejarse me caería muerta. Por eso salí corriendo.

—Probablemente fuera la ternera blanca de la señora Stimson —dijo Di, riendo—. Se apacienta en ese jardín; yo la he visto.

—Puede ser. Pero yo nunca más volveré a atravesar el jardín de los Bailey para ir a casa. Ahí viene Jerry con una ristra de truchas y me toca cocinarlas. Jem y Jerry dicen, los dos, que soy la mejor cocinera de Glen. Y Cornelia me dijo que podía traer estas galletitas. Estuve a punto de dejarlas caer cuando vi el fantasma de Henry.

Jerry se burló cuando oyó la historia del fantasma, que Mary repitió mientras freía el pescado, retocándola un poquito, ya que Walter se había ido a ayudar a Faith a poner la mesa. A Jerry no le impresionó la historia, pero Faith, Una y Carl se asustaron mucho, en secreto, aunque nunca lo habrían admitido. Todo estaba bien mientras los otros estuvieran con ellos en el valle, pero cuando terminó la fiesta y cayeron las sombras, se estremecieron con el recuerdo. Jerry fue a Ingleside con los Blythe, para ver a Jem por alguna cosa, y Mary Vanee dio un rodeo para irse a su casa. De modo que Faith, Una y Carl tuvieron que volver solos a la rectoría. Caminaron muy juntitos y pasaron bien lejos del jardín de los Bailey. No creían que estuviera embrujado, pero a pesar de no creerlo no pensaban acercarse al lugar.