A la mañana siguiente, antes de la escuela, el Club de la Buena Conducta mantuvo una reunión especial. Después de varias sugerencias, se decidió que un día de ayuno sería un castigo apropiado.
—No comeremos absolutamente nada durante un día entero —dijo Jerry—. Siento bastante curiosidad por saber cómo es ayunar, de todos modos. Ésta será una buena oportunidad para averiguarlo.
—¿Qué día elegiremos? —preguntó Una, a la que le parecía un castigo bastante fácil y se extrañaba de que Jerry y Faith no hubieran ideado algo más difícil.
—Elijamos el lunes —propuso Faith—. Los domingos nos llenamos bastante y las comidas de los lunes nunca son abundantes.
—Pero ése es justamente el punto —exclamó Jerry—. No debemos elegir el día más fácil para ayunar sino el más difícil, y ése es el domingo porque, como tú dices, casi siempre hay carne asada en lugar de «otravez». No sería un castigo muy duro ayunar cuando hay «otravez». Elijamos el domingo próximo. Será un buen día, porque papá va a intercambiar para el servicio matutino con el pastor de Upper Lowbridge. Papá no volverá a casa hasta el atardecer. Si la tía Martha pregunta qué nos pasa, le decimos directamente que estamos ayunando por el bien de nuestras almas, que está en la Biblia y que no interfiera. Supongo que no lo hará.
La tía Martha no interfirió. Se limitó a mascullar en su acostumbrado estilo irritado: «¿En qué tontería os habéis embarcado ahora, sinvergüenzas?», y no pensó más en el asunto. El señor Meredith había salido antes de que se levantara nadie. Se fue sin desayunar, pero eso era bastante común. La mitad de las veces se olvidaba de desayunar y no había nadie para recordárselo. El desayuno de la tía Martha no era algo que lamentaran mucho perderse. Ni los hambrientos «sinvergüenzas» sintieron que fuera una privación demasiado grande abstenerse del «cereal grumoso y leche azul» que había motivado el desprecio de Mary Vanee. Pero a la hora del almuerzo fue diferente. Entonces tenían un hambre canina y el olor a carne asada inundaba la rectoría, olor que era una delicia, a pesar de que el asado resultara luego medio crudo; fue casi más de lo que podían soportar. Desesperados, se fueron corriendo al cementerio, desde donde no podían olerlo. Pero Una no podía apartar los ojos de la ventana del comedor, a través de la cual se veía al pastor de Upper Lowbridge comiendo plácidamente.
—Si pudiera comer aunque sólo fuera un pedacito… —suspiró.
—¡Bueno, basta! —ordenó Jerry—. Ya sé que es difícil, pero ése es el castigo. En este momento yo me comería una imagen tallada, pero ¿me quejo? Pensemos en otra cosa. Tenemos que elevarnos por encima de nuestros estómagos.
A la hora de la cena no sintieron el aguijoneo del hambre como a la hora del almuerzo.
—Supongo que nos estamos acostumbrando —dijo Faith—. Yo tengo una sensación rarísima, pero no puedo decir que tenga hambre.
—Yo siento la cabeza rara —acotó Una—. Hay ratos que me da vueltas y vueltas. Pero fue a la iglesia con los otros, muy animosa. De no haber estado tan completamente inmerso en su tema, el señor Meredith habría reparado en la carita pálida y los ojos hundidos en el banco de la rectoría. Pero no se dio cuenta de nada y el sermón fue más largo que de costumbre. Pero entonces, justo antes de que indicara el himno final, Una Meredith se desplomó del banco de la rectoría y cayó desmayada al suelo, como muerta.
La esposa del vicario Clow fue la primera en llegar a ella. Tomó el delgado cuerpecito de los brazos de una palidísima y aterrorizada Faith y lo llevó a la sacristía. El señor Meredith se olvidó del himno y de todo lo demás y salió corriendo como loco detrás de ella. La congregación dio por terminada la ceremonia de la mejor manera posible.
—Ay, señora Clow —balbuceó Faith—, ¿está muerta? ¿La hemos matado?
—¿Qué le pasa a mi hija? —preguntó el padre, pálido.
—Creo que se ha desmayado —dijo la señora Clow—. Ah, aquí está el doctor, gracias a Dios.
A Gilbert no le resultó nada fácil hacer reaccionar a Una. Trabajó largo rato antes de que ella abriera los ojos. Entonces la llevó a la rectoría, seguido de Faith, que sollozaba histéricamente del alivio.
—Tiene hambre, nada más, no ha comido nada hoy, ninguno de nosotros ha comido; estábamos ayunando.
—¡Ayunando! —exclamó el señor Meredith, y «¿Ayunando?», preguntó el doctor.
—Sí, para castigarnos por haber cantado Polly Wolly en el cementerio.
—Mi niña, yo no quiero que os castiguéis por eso —dijo el señor Meredith, apenado—. Ya os he reprendido, os arrepentisteis y os perdoné.
—Sí, pero teníamos que ser castigados —explicó Faith—. Son las reglas de nuestro Club de la Buena Conducta, ¿sabes?; si hacemos algo mal, o cualquier cosa que pueda perjudicar a nuestro padre con su congregación, tenemos que castigarnos. Nos estamos educando a nosotros mismos porque no tenemos a nadie que nos eduque.
El señor Meredith gimió, pero el doctor se levantó con expresión de alivio.
—Entonces esta niña se ha desmayado sencillamente por falta de alimento y lo único que necesita es una buena comida —declaró—. Señora Clow, ¿podría ocuparse de que le den de comer? Y, por la historia de Faith, creo que lo mejor sería que todos comieran, de lo contrario habrá más desmayos.
—Creo que no tendríamos que haber hecho ayunar a Una —dijo Faith, arrepentida—. Pensándolo bien, sólo Jerry y yo tendríamos que haber sido castigados. Fuimos nosotros los que organizamos el concierto y somos los mayores.
—Yo canté Polly Wolly como todos vosotros —intervino la vocecita débil de Una—, así que yo también tenía que ser castigada.
La señora Clow llegó con un vaso de leche; Faith, Jerry y Carl se escabulleron hacia la despensa, y John Meredith se fue a su estudio, donde estuvo un largo rato sentado en la oscuridad, solo con sus amargos pensamientos. De modo que sus hijos se estaban educando a sí mismos porque «no tenían a nadie que lo hiciera», luchaban solos entre sus pequeñas perplejidades sin una mano que los guiara o una voz que los aconsejara. La frase inocentemente pronunciada por Faith atormentaba su cabeza como una lanza puntiaguda. No había nadie que los cuidara, que consolara sus pequeñas almas y se ocupara de sus pequeños cuerpos. ¡Qué frágil le había parecido Una, tendida sobre el sofá de la sacristía en su largo desvanecimiento! ¡Qué delgadas eran sus manitas y qué pálido su pequeño rostro! Le había dado la impresión de que podía escapársele de entre las manos en un suspiro; la dulce Una, a quien Cecilia le había rogado que cuidara especialmente. Desde la muerte de su esposa no había sentido una angustia tan grande como cuando estuvo inclinado sobre su hijita inconsciente. Tenía que hacer algo, pero ¿qué? ¿Debía proponerle matrimonio a Elizabeth Kirk? Era una buena mujer y sería bondadosa con sus hijos. Podría hacerlo de no ser por su amor por Rosemary West. Pero hasta que hubiera sofocado ese amor no podría buscar a otra mujer para casarse. Y no podía sofocarlo, lo había intentado y no podía. Rosemary había estado en la iglesia aquella tarde por primera vez desde su regreso de Kingsport. Él alcanzó a verla fugazmente, al fondo de la iglesia llena, justo cuando terminaba el sermón. El corazón le había dado un vuelco. Se sentó mientras el coro cantaba la canción para la colecta, con la cabeza gacha y el pulso acelerado. No la veía desde la noche en que le pidió que se casara con él. Cuando se levantó para comenzar el himno le temblaban las manos y tenía las mejillas encendidas. Luego el desmayo de Una borró todo de su mente. Ahora, en la oscuridad y la soledad de su estudio, todo volvió como un torrente. Rosemary era la única mujer en el mundo para él. Era inútil pensar en casarse con otra. No podía cometer semejante sacrilegio, ni siquiera por los niños. Debía soportar su carga solo, debía tratar de ser un padre mejor, más atento; debía decirles a sus hijos que no tenían que tener miedo de ir a él con todos sus problemas. Entonces encendió la lámpara y tomó un voluminoso libro nuevo que estaba poniendo patas arriba todo el mundo teológico. Leería apenas un capítulo para serenarse. Cinco minutos después estaba perdido para el mundo y para los problemas del mundo.