26. La señorita Cornelia adopta otro punto de vista

—Susan, cuando esté muerta voy a regresar a la Tierra cada vez que renazcan los narcisos del jardín —manifestó Ana con embeleso—. Aunque nadie me vea, aquí estaré. Aunque no haya nadie en el jardín en ese momento, verá cómo los narcisos asienten, como si una brisa hubiera pasado entre ellos, pero seré yo.

—Realmente, mi querida señora, no va a pensar en cosas mundanas como los narcisos cuando esté muerta —dijo Susan—. Y no creo en fantasmas, visibles o invisibles.

—¡Ah, Susan, yo no seré un fantasma! Seré yo, nada más. Y correré a la hora del crepúsculo y veré todos los lugares que amo. ¿Recuerda lo mal que me sentí cuando dejamos nuestra pequeña Casa de los Sueños, Susan? Pensé que nunca llegaría a querer a Ingleside igual. Pero la quiero. Amo cada ladrillo y cada piedra.

—A mí también me gusta la casa —dijo Susan—, pero no debemos depositar tanto nuestros afectos en cosas terrenales, mi querida señora. Hay incendios y hay terremotos. Debemos estar siempre preparados. Los MacAllister, del otro lado del puerto, tuvieron un incendio en la casa hace tres noches. Hay quien dice que Tom MacAllister le prendió fuego para cobrar el seguro. Puede ser cierto o puede no serlo. Yo he aconsejado al doctor que haga revisar la chimenea de inmediato. Más vale prevenir que curar. Pero ahí veo a la señora de Marshall Elliott, en el portón, con cara de perplejidad.

—Querida Ana, ¿has visto el Journal hoy?

A la señorita Cornelia le temblaba la voz, en parte por la emoción y en parte porque había venido demasiado de prisa desde la tienda y estaba sin aliento.

Ana se inclinó sobre los narcisos para ocultar una sonrisa. Gilbert y ella se habían reído un buen rato a carcajadas leyendo la primera página del Journal, pero ella sabía que para la querida señorita Cornelia era casi una tragedia, y no debía herir sus sentimientos con ninguna muestra de ligereza.

—¿No es espantoso? ¿Qué vamos a hacer? —preguntó la señorita Cornelia, desconsolada.

Ana la llevó hasta la galería; Susan estaba tejiendo flanqueada por Shirley y Rilla, que estudiaban sus primeras lecciones. Susan nunca se preocupaba por la pobre humanidad. Ella hacía lo que estaba en sus manos para mejorarla y con toda serenidad dejaba el resto a los Poderes Elevados.

«Cornelia Elliott piensa que nació para dirigir el mundo, mi querida señora —le dijo una vez a Ana—, y por eso siempre anda ansiosa por algo. Yo nunca me creí responsable de esa tarea y por eso estoy tranquila. Pero no nos corresponde a nosotros, pobres gusanos, albergar tales pensamientos. Sólo nos hacen sentir incómodos y no nos llevan a ningún lado».

—No veo que podamos hacer nada… ahora —dijo Ana, acercando una cómoda silla mullida para la señorita Cornelia—. Pero ¿cómo pudo el señor Vickers permitir que se publicara esa carta? Tendría que haber tenido mejor juicio.

—Es que no está, querida Ana; hace una semana qué se fue a New Brunswick. Y ese joven bribón de Joe Vickers está sacando el Journal en su ausencia. Claro que el señor Vickers jamás la habría publicado, por más que sea metodista, pero seguramente a Joe le pareció una broma divertida. Como tú dices, no creo que podamos hacer nada ahora, más que soportarlo. Pero si llego a encontrar a Joe Vickers, le voy a decir tantas cosas que no se va a olvidar con facilidad. Yo quería que Marshall suspendiera nuestra suscripción, pero él se rió y dijo que la edición de hoy era la única con algo legible en un año. Se lo toma a broma y no para de reírse. ¡Y es otro metodista! En cuanto a la señora Burr, de Upper Glen, es obvio que se pondrá furiosa y dejarán la iglesia. Claro que no será una gran pérdida desde ningún punto de vista. Los metodistas se los pueden quedar con mucho gusto.

—La señora Burr se lo tiene merecido —terció Susan, que tenía una vieja enemistad con la dama en cuestión y se había divertido mucho con la referencia que hacía Faith en su carta—. Ya comprobará que al pastor metodista no podrá engañarlo en el salario con lana mala.

—Lo peor de todo es que no hay muchas esperanzas de que las cosas mejoren —continuó la señorita Cornelia—. Mientras el señor Meredith iba a ver a Rosemary West, yo tenía esperanzas de que la rectoría tuviera pronto un ama de casa apropiada. Pero eso se terminó. Supongo que ella lo habrá rechazado por los hijos; al menos, todo el mundo parece pensar eso.

—Yo no creo que él se le haya declarado —dijo Susan, que no podía concebir que nadie rechazara a un pastor.

—Bueno, nadie sabe nada con seguridad. Pero una cosa es cierta: él ya no va. Y Rosemary no parecía nada bien en toda la primavera. Espero que la visita a Kingsport le siente bien. No recuerdo que Rosemary haya faltado antes de la casa. Ellen y ella nunca han soportado estar separadas, pero tengo entendido que esta vez Ellen insistió en que fuera. Y mientras tanto Ellen y Norman Douglas están revolviendo la vieja sopa.

—¿Es verdad? —preguntó Ana, riendo—. He oído rumores, pero no quise creerlos.

—¡No quisiste creerlos! Puedes creerlo, cómo no, querida Ana. No es secreto para nadie. Norman Douglas nunca dejó a nadie en la duda sobre sus intenciones con respecto a nada. Siempre la ha cortejado delante de la gente. Le dijo a Marshall que no había pensado en Ellen en años, pero que la primera vez que fue a la iglesia el otoño pasado, la vio y volvió a enamorarse de ella. No la había visto en veinte años, ¿puedes creerlo? Claro que él no iba a la iglesia y Ellen no salía nunca. Ah, todos sabemos lo que quiere Norman, pero en cuanto a lo que quiere Ellen, ése es otro asunto. No voy a predecir si habrá boda o no.

—Ya la dejó una vez, mi querida señora —fue el ácido comentario de Susan.

—La dejó en un ataque de malhumor y se arrepintió toda la vida —rebatió la señorita Cornelia—. Diferente sería si la hubiera dejado a sangre fría. Por mi parte, yo nunca detesté a Norman, como otros. A mí nunca pudo amilanarme. Me pregunto qué lo hizo volver a la iglesia. Nunca he podido creer la historia de la señora Wilson de que fue Faith Meredith. Siempre he querido preguntárselo a Faith, pero nunca se me ocurre cuando la veo. ¿Qué influencia podría tener ella sobre Norman Douglas? Él estaba en la tienda riéndose a carcajadas con esa carta escandalosa. Se le oía desde la Punta de Cuatro Vientos, estoy segura. «La niña más grande del mundo —gritaba—. Está tan llena de vitalidad que revienta. Y todas las abuelitas quieren domarla. Pero nunca lo conseguirán. ¡Nunca! Sería igual que intentaran ahogar a un pez. Boyd, acuérdate de poner más fertilizante en las patatas el año que viene. ¡Ja, ja, ja!». Hacía temblar las paredes con las risotadas.

—Al menos el señor Douglas hace un aporte muy importante al salario del vicario —comentó Susan.

—Ah, en algunas cosas Norman no es en absoluto mezquino. Daría mil sin pestañear y se pondría a rugir como un león furioso si tuviera que pagar cinco centavos de más por algo. Además, le gustan los sermones del señor Meredith y Norman Douglas siempre ha estado dispuesto a soltar el dinero si algo le entretiene el seso. No hay más cristianismo en él que en un pagano negro y desnudo del centro de África, y nunca lo habrá. Pero es inteligente e instruido y juzga los sermones como si fueran conferencias. De cualquier modo, es bueno que respalde al señor Meredith y a los niños, pues todos ellos necesitan amigos, sobre todo después de esto. Yo estoy cansada de dar excusas por ellos, pueden creerme.

—¿Sabe, querida señorita Cornelia? —dijo Ana, seria—, creo que todos hemos estado dando demasiadas excusas. Es una tontería y deberíamos dejar de hacerlo. Voy a decirle lo que me gustaría hacer. No lo haré, por supuesto —Ana había percibido un relámpago de alarma en los ojos de Susan—, sería demasiado poco convencional y nosotros debemos ser convencionales o morir en el intento, después de llegar a lo que se supone es una edad digna. Pero me gustaría mucho hacerlo. Me gustaría convocar una reunión de la Asociación de Damas de Beneficencia, de la WFMS y de la Sociedad de Costura de Jóvenes, e incluiría en la audiencia a todos los metodistas que pudieran haber criticado a los Meredith, aunque pienso que si los presbiterianos dejáramos de criticarlos y de dar excusas por ellos descubriríamos que las demás congregaciones se preocuparían muy poco por los moradores de nuestra rectoría. Les diría: «Queridos amigos cristianos —con un marcado énfasis en la palabra "cristianos"—, tengo algo que decir y quiero decirlo sin rodeos, para que lo puedan repetir a sus familias en sus casas. Ustedes los metodistas no tienen por qué sentir pena por nosotros, y nosotros los presbiterianos no tenemos por qué sentir pena por nosotros mismos. Ya no vamos a hacerlo. Y vamos a decirles, valiente y verazmente, a todos los críticos y a los simpatizantes: Estamos orgullosos de nuestro pastor y de su familia. El señor Meredith es el mejor predicador que ha tenido la iglesia de Glen St. Mary. Es más, es un hombre sincero, un serio maestro de la verdad y de la caridad cristianas. Es un amigo leal, un pastor sensato en todo lo básico y un hombre refinado, erudito y bien educado. Su familia es digna de él. Gerald Meredith es el alumno más inteligente de la escuela de Glen y el señor Hazard dice que está destinado a una brillante carrera. Es un muchachito varonil, honorable y veraz. Faith Meredith es una belleza, y tan inspiradora y original como bella. No hay nada común y corriente en ella. Todas las niñas de Glen juntas no tienen el espíritu, el ingenio, la alegría y el valor que tiene ella. No tiene ni un enemigo en el mundo. Todos los que la conocen la quieren. ¿De cuántos, niños o adultos, puede decirse lo mismo? Una Meredith es la dulzura personificada. Será una mujer deliciosa. Carl Meredith, con su amor por las hormigas, las ranas y las arañas, será algún día un naturalista a quien todo Canadá… no, todo el mundo, se complacerá en honrar. ¿Conocen otra familia, en Glen o fuera de Glen, de la que puedan decirse todas estas cosas? Basta de excusas y disculpas avergonzadas. ¡Nos regocijamos por nuestro pastor y sus maravillosos hijos!».

Ana se detuvo, en parte porque se había quedado sin aliento después de soltar tan vehemente discurso y en parte porque no podía seguir hablando en vista de la cara de la señorita Cornelia. La buena señora la miraba con expresión desconsolada, al parecer apabullada por una cantidad de ideas nuevas.

—Ana Blythe, ¡cómo me gustaría que convocaras esa reunión y dijeras eso! Has hecho que me avergüence de mí misma y no es mi manera de ser negarme a admitirlo. Por supuesto que así es como tendríamos que haber hablado, en especial a los metodistas. Y es absolutamente cierto, absolutamente. Hemos cerrado los ojos ante las cosas grandes e importantes para fijarnos en cosas insignificantes. Ah, querida Ana, soy capaz de entender algo cuando me lo martillean en la cabeza. ¡Basta de excusas para Cornelia Marshall! Voy a llevar la cabeza bien alta después de esto, puedes creerme, aunque tal vez siga hablando las cosas contigo como siempre para aliviar mi corazón si los Meredith hacen alguna otra cosa sorprendente. Hasta esa carta por la que me sentí tan mal, después de todo, es sólo una buena broma, como dice Norman. No hay muchas niñas lo bastante despiertas para que se les ocurra escribirla; y con una puntuación correcta y ni una falta de ortografía. Espera a que oiga a cualquier metodista diciendo una palabra al respecto… aunque, de todas maneras, nunca voy a perdonar a Joe Vickers, ¡puedes creerme! ¿Dónde está el resto de tus niños esta noche?

—Walter y las mellizas en el Valle del Arco Iris. Jem está estudiando en la buhardilla.

—Están todos enloquecidos con el Valle del Arco Iris. Mary Vanee piensa que es un lugar único. Vendría todos los días si la dejara. Pero no la aliento a que esté todos los días paseando. Además, extraño a esa criatura cuando no está cerca, querida Ana. Nunca creí que me encariñaría tanto con ella. No es que no vea sus defectos y no trate de corregirlos. Pero nunca me ha dicho una impertinencia desde que vino a casa y es una grandísima ayuda, pues, para decir la verdad, querida Ana, ya no estoy tan joven; no tiene sentido negarlo. Ya he cumplido cincuenta y nueve años. Yo no lo siento, pero no se puede desmentir lo escrito en la Biblia de la familia.