Durante dos semanas todo transcurrió bien en el Club de la Buena Conducta. Parecía funcionar a las mil maravillas. Ni una vez hubo que acudir a Jem Blythe para que hiciera de árbitro. Ni una sola vez los niños de la rectoría pusieron en movimiento los chismes de Glen. En cuanto a sus pequeñas travesuras en casa, se vigilaban de cerca entre ellos y honestamente se sometían a los castigos autoimpuestos, generalmente una ausencia voluntaria a una divertida velada en el Valle del Arco Iris o una forzada estancia en la cama un atardecer de primavera, cuando anhelaban estar al aire libre. Faith se condenó a sí misma, por susurrar en la escuela dominical, a pasar todo el día sin hablar ni una palabra a menos que fuera absolutamente necesario, y lo logró. Fue una pena que el señor Baker, del otro lado del puerto, hubiera elegido aquel día para ir de visita a la rectoría y que Faith fuera la que le abrió la puerta. Ni una palabra respondió a su jovial saludo; se fue en silencio a llamar a su padre con el mínimo de palabras posible. El señor Baker se sintió algo ofendido y le dijo a su esposa cuando llegó a su casa que la mayor de las Meredith parecía muy tímida y ni siquiera tenía modales para contestar cuando se le dirigía la palabra. Pero las cosas no fueron más lejos y, en términos generales, sus castigos no causaron perjuicio alguno, ni a ellos ni a nadie más. Todos comenzaron a convencerse de que, después de todo, era muy fácil educarse a uno mismo.
—Espero que la gente se dé cuenta pronto de que podemos portarnos tan bien como cualquiera —dijo Faith, llena de júbilo—. No es difícil cuando uno se lo propone.
Una y ella estaban sobre la tumba de Pollock. Había sido un día muy frío y lluvioso con una tormenta de primavera y el Valle del Arco Iris estaba fuera de consideración para las chicas, aunque los varones de la rectoría y de Ingleside habían ido allí a pescar. La lluvia había cesado, pero el viento del este soplaba sin misericordia desde el mar. La primavera llegaba tarde a pesar de su temprana promesa y todavía quedaba una capa de nieve dura y hielo en el extremo norte del cementerio. Lida Marsh, que había ido a llevarles unos arenques, abrió el portón y entró temblando. Pertenecía a la aldea de pescadores de la boca del puerto y, desde hacía treinta años, su padre tenía la costumbre de enviar a la rectoría unos cuantos arenques de la primera redada de la primavera. Jamás pisaba una iglesia y era un hombre bebedor y temerario, pero mientras enviara esos arenques a la rectoría todas las primaveras, como había hecho su padre antes que él, estaba tranquilamente seguro de que su cuenta con El Más Allá estaba al día. No habría esperado una buena jornada de pesca si no hubiera enviado los primeros frutos de la temporada.
Lida era una chiquilla de diez años y parecía menor porque era muy pequeñita y delgada. Aquella noche, al aproximarse sin timidez a las niñas de la rectoría, parecía que nunca hubiera sentido otra cosa que frío en toda su vida. Tenía la cara morada y los valientes ojitos celestes estaban rojos y acuosos. Tenía puesto un harapiento vestido estampado y un andrajoso chal de lana cruzado por los hombros y atado por debajo de los brazos. Había caminado descalza los cinco kilómetros desde la boca del puerto por un camino donde aún había nieve, agua y barro. Tenía los pies y las piernas tan morados como la cara. Pero no le importaba mucho. Estaba acostumbrada a tener frío y ya hacía un mes que andaba descalza, como todos los chiquillos de la aldea de pescadores. No había autocompasión en su corazón cuando se sentó sobre la tumba y dirigió una afable sonrisa a Faith y a Una. Faith y Una le devolvieron una sonrisa igualmente afable. Conocían a Lida de vista, de haberla visto una o dos veces el verano anterior cuando fueron al puerto con los Blythe.
—¡Hola! —dijo Lida—. ¿No es una mala noche? Ni los perros han salido hoy.
—¿Entonces por qué has salido tú? —preguntó Faith.
—Mi padre me dijo que os trajera unos arenques —respondió Lida. Se estremeció, tosió y estiró los pies descalzos. Lida no pensaba en sí misma ni en sus pies, y no estaba pidiendo compasión. Levantó los pies instintivamente para alejarlos de la hierba mojada que rodeaba la tumba. Pero Faith y Una se vieron sacudidas por una oleada de compasión por ella. Se la veía con tanto frío, tan pobre…
—¡Ah! ¿Por qué andas descalza en una noche tan fría? —exclamó Faith—. Tendrás los pies congelados.
—Casi —admitió Lida con orgullo—. Os digo que ha sido espantoso caminar por ese camino del puerto.
—¿Por qué no te pusiste medias y zapatos? —preguntó Una.
—Porque no tengo. Los que tenía los gasté en el invierno —contestó Lida con indiferencia.
Por un momento, Faith quedó paralizada de horror. Eso era espantoso. Ahí estaba esa niña, casi una vecina, medio congelada porque no tenía ni medias ni zapatos en esta cruel primavera. La impulsiva Faith no pensó más que en el horror de la situación. Al instante se quitaba las medias y los zapatos.
—Toma, póntelo en seguida —dijo, poniéndoselos a la fuerza entre las manos a la asombrada Lida—. Rápido. Te vas a morir de frío. Yo tengo otros. Póntelos.
Recobrándose de la sorpresa, Lida se apoderó del regalo que le ofrecían con un brillo en los ojos opacos. Claro que se los pondría, y a toda velocidad, antes de que apareciera alguien con autoridad suficiente como para reclamarlos. En un minuto se había puesto las medias en las piernas flacas y había deslizado los zapatos de Faith sobre sus gruesos tobillitos.
—Te quedo muy agradecida —manifestó—, pero ¿no se enfadará tu familia?
—No, y no me importa que se enfaden —declaró Faith—. ¿Piensas que soy capaz de ver a alguien muriéndose de frío y no ayudarlo si puedo? No sería correcto, en especial siendo pastor mi padre.
—¿Querrás que te los devuelva? Hace muchísimo frío en el puerto, después de que aquí arriba hace calor —dijo Lida astutamente.
—No, quédatelos, por supuesto. Ésa fue mi intención al regalártelos. Tengo otro par de zapatos y muchas medias.
Lida había pensado quedarse un rato charlando con las chicas de muchas cosas. Pero ahora pensó que sería mejor irse antes de que viniera alguien y la obligara a devolver el botín. De manera que se retiró en medio del helado crepúsculo tan silenciosa y oscuramente como había llegado. Apenas estuvo fuera del alcance de la rectoría se sentó, se quitó medias y zapatos y los puso en la canasta de los arenques. No tenía intenciones de dejárselos puestos por el sucio camino del puerto. Los cuidaría para ocasiones especiales. Ninguna otra niña del puerto tenía unas medias negras de lana tan bonitas ni zapatos tan elegantes, casi nuevos. Lida estaba equipada para el verano. No tenía remordimiento alguno. A sus ojos, los de la rectoría eran fabulosamente ricos, y sin duda esas niñas tenían cantidades de medias y zapatos. Entonces corrió hasta el pueblo de Glen y jugó durante una hora con los varones frente a la tienda del señor Flagg, chapoteando en un charco de barro con los más traviesos, hasta que la señora Flagg apareció y le dijo que se fuera a casa.
—Faith, creo que no tendrías que haber hecho eso —le reprochó Una cuando se quedaron solas—. Tendrás que ponerte las botas buenas todos los días y se te romperán en seguida.
—No me importa —exclamó Faith, aún envuelta en el delicioso calor de haber sido bondadosa con un semejante—. No es justo que yo tenga dos pares de zapatos y la pobre Lida Marsh no tenga ninguno. Ahora las dos tenemos un par. Sabes perfectamente bien, Una, que papá dijo en el sermón del domingo pasado que no hay verdadera felicidad en conseguir o tener, sólo en dar. Y es cierto, yo me siento mucho más feliz ahora que en toda mi vida. Piensa en la pobre Lida caminando hasta su casa en estos precisos instantes con los pies calentitos y abrigados.
—Sabes que no tienes otro par de medias de lana —insistió Una—. El otro que tenías estaba tan lleno de agujeros que la tía Martha dijo que no podía coserlas y les cortó las piernas para usarlas de trapo. No tienes más que esos dos pares de medias de rayas que detestas.
Todo el delicioso calor y la exaltación de Faith se desvanecieron en la nada. Su alegría se desmoronó como un globo pinchado. Permaneció unos terribles minutos en silencio, enfrentada a las consecuencias de su apresurado acto.
—Ay, Una, no lo pensé —dijo, triste—. No se me ocurrió.
Las medias de rayas eran unas gruesas y ordinarias medias azules y rojas que la tía Martha había tejido para Faith en invierno. Eran sin duda alguna espantosas. Faith las detestaba como nunca en su vida había detestado nada. No pensaba ponérselas. Estaban todavía sin estrenar en el cajón de su cómoda.
—Ahora tendrás que ponerte las medias de rayas —continuó Una—. Piensa en cómo se reirán de ti los chicos de la escuela. Recuerda cómo se reían de Mamie Warren por sus medias rayadas y le gritaban poste de barbería, y las tuyas son mucho peores.
—No me las pondré. Prefiero ir sin medias por mucho frío que haga.
—No puedes ir sin medias a la iglesia mañana. Piensa en lo que dirá la gente.
—Entonces me quedaré en casa.
—No puedes. Sabes muy bien que la tía Martha te obligará a ir.
Faith lo sabía. Lo único en lo que la tía Martha se molestaba en insistir era que todos debían ir a la iglesia, lloviera o tronara. Cómo iban vestidos, o si iban vestidos o no, poco le preocupaba. Pero debían ir. Así había sido criada la tía Martha hacía setenta años y así iba a criarlos a ellos.
—¿No tienes un par para prestarme, Una? —preguntó la pobre Faith lastimosamente. Una negó con la cabeza.
—No, sabes que sólo tengo el par negro. Y me quedan tan apretadas que apenas puedo ponérmelas yo. A ti no te entrarían. Y las grises tampoco. Además, las grises tienen las piernas cosidas una y otra vez.
—No me voy a poner las medias rayadas —dijo Faith con obstinación—. Al tacto son peores que a la vista. Me hacen sentir como si tuviera las piernas gordas como barriles, y pican mucho.
—Bien, no sé qué vas a hacer.
—Si estuviera papá en casa le pediría que me comprara un par nuevo antes de que cierre la tienda. Pero no volverá hasta muy tarde. El lunes se las pediré y mañana no iré a la iglesia. Me voy a hacer la enferma y la tía Martha tendrá que dejar que me quede en casa.
—Eso sería mentir, Faith —exclamó Una—. No puedes hacerlo. Sabes que sería horrible. ¿Qué diría papá si se enterara? ¿Te acuerdas de cómo nos habló después de la muerte de mamá y nos dijo que teníamos que decir la verdad siempre, aunque hiciéramos mal otras cosas? Dijo que jamás debíamos mentir, ni con palabras ni con acciones, que él confiaba en nosotros. No puedes hacerlo, Faith. Ponte las medias de rayas. Sólo será una vez. Nadie se va a dar cuenta en la iglesia. No es como en la escuela. Y tu nuevo vestido marrón es tan largo que las medias apenas se verán. ¿No fue una suerte que la tía Martha lo hiciera tan grande, para que te durara más, aunque tú lo detestabas cuando lo terminó?
—No me voy a poner esas medias —repitió Faith. Estiró las blancas piernas desnudas, se levantó de la tumba y deliberadamente se puso a caminar sobre la hierba fría y mojada hasta donde estaba la nieve, donde se paró, apretando los dientes, y se quedó allí.
—¿Qué estás haciendo? —gritó Una, espantada—. Te pondrás enferma, Faith Meredith.
—Es lo que quiero —respondió Faith—. Espero resfriarme y estar muy enferma mañana. Entonces lo mío no será mentira. Voy a quedarme aquí de pie hasta que no pueda soportarlo más.
—Pero, Faith, te puedes morir. Puedes coger una neumonía. Por favor, Faith. Entremos en la casa y te pones algo en los pies. Ah, ahí viene Jerry. Gracias al cielo. Jerry, haz que Faith salga de esa nieve. Mírale los pies…
—¡Cielo santo! Faith, ¿qué haces? —preguntó Jerry—. ¿Estás loca?
—Quiero ponerme enferma. No me estoy castigando. Vete.
—¿Dónde dejó los zapatos y las medias? —preguntó Jerry a Una.
—Se los regaló a Lida Marsh.
—¿A Lida Marsh? ¿Por qué?
—Porque Lida no tenía y se le congelaban los pies. Y ahora quiere ponerse enferma para no tener que ir a la iglesia mañana con las medias rayadas. Pero se va a morir, Jerry.
—Faith —advirtió Jerry—, sal inmediatamente de esa nieve o te saco yo.
—Atrévete —lo desafió Faith.
Jerry, de un salto, estuvo junto a ella y la cogió de los brazos. Él tiraba para un lado y Faith para el otro. Una corrió detrás de Faith y empezó a empujarla. Faith gritaba a Jerry para que la dejara tranquila. Jerry le gritaba que no fuera tan idiota y Una lloraba. El escándalo que armaron fue grande y estaban cerca del cerco del cementerio. Henry Warren y su esposa, que pasaban por allí, los oyeron y los vieron. Pronto todo Glen se enteró de que los niños de la rectoría habían tenido una pelea terrible en el cementerio y en el correr de la misma habían usado un vocabulario sumamente impropio. Entretanto, Faith se había dejado apartar del hielo porque le dolían tanto los pies que, de todas maneras, estaba dispuesta a salir sola. Los tres entraron en la casa reconciliados y se fueron a la cama. Faith durmió como un querubín y se despertó por la mañana sin la menor secuela del frío pasado. No podía simular estar enferma y mentir después de recordar aquella charla de hacía tanto con su padre. Pero seguía tan decidida como al principio a no ponerse aquellas horribles medias para ir a la iglesia.