23. El «Club de la Buena Conducta»

Durante todo el día había estado cayendo una ligera lluvia, una delicada, hermosa lluvia de primavera que, de alguna manera, parecía susurrar sobre anémonas y violetas que revivían. El puerto, el golfo y los campos bajos de la costa habían estado envueltos en nieblas color gris perla. Pero ahora, al atardecer, la lluvia había cesado y las nieblas se movían hacia el mar. Unas nubes salpicaban el cielo sobre el puerto como entusiastas rosas. Más allá, las colinas se veían oscuras contra el pródigo esplendor de narcisos y el color rubí del cielo. Una inmensa y plateada estrella de la tarde vigilaba. Un viento enérgico, danzarín, recién nacido, soplaba desde el Valle del Arco Iris, con el olor a resina de los abetos y el musgo húmedo. Canturreaba entre los viejos abetos alrededor del cementerio y enredaba los espléndidos rizos de Faith, que estaba sentada sobre la tumba de Hezekiah Pollock, abrazando a Mary Vanee y a Una. Carl y Jerry estaban sentados frente a ellas sobre otra tumba y todos rebosaban de ganas de hacer travesuras, después de haber estado todo el día encerrados.

—El aire brilla esta noche, ¿no? —comentó Faith alegremente.

Mary Vanee la miró sombríamente. Sabiendo lo que ella sabía, o creía saber, Mary consideraba que Faith era demasiado frívola. Mary tenía algo en mente que debía decir y lo diría antes de irse a su casa. La señora Elliott la había enviado a la rectoría con unos huevos recién puestos diciéndole que no se quedara más de media hora. La media hora casi había pasado, de modo que Mary estiró las piernas, que tenía recogidas, y dijo, abruptamente:

—No te preocupes por el aire. Escúchame. Vosotros, críos de la rectoría, tenéis que portaros mejor que esta primavera, eso es todo lo que tengo que decir. He venido esta noche a propósito para decíroslo. Es espantoso cómo habla la gente.

—¿Y ahora qué hemos hecho? —exclamó Faith, atónita, soltando a Mary. A Una le temblaron los labios y su almita sensible se encogió dentro de ella. Mary siempre era brutalmente franca. Jerry comenzó a silbar, haciéndose el valiente. Quería que Mary viese que a él no le importaban sus sermones. Su comportamiento no era asunto suyo. ¿Qué derecho tenía a sermonearlos por su forma de comportarse?

—¡Qué habéis hecho ahora! Lo que hacéis todo el tiempo —replicó Mary—. Apenas se termina de hablar de una de vuestras hazañas hacéis otra, y todo empieza de nuevo. A mí me parece que no tenéis idea de cómo tienen que comportarse los niños de una rectoría.

—A lo mejor tú puedes decírnoslo —sugirió Jerry, con un sarcasmo asesino.

El sarcasmo era una pérdida de tiempo con Mary.

—Yo puedo decir lo que sucederá si no aprendéis a portaros bien. La asamblea pedirá a vuestro padre que renuncie. Eso sucederá, mi querido señor Jerry Sabelotodo. Se lo dijo la señora Davis a la señora Elliott. Yo la oí. Yo siempre tengo las orejas bien abiertas cuando la señora Davis viene a tomar el té. Dice que vais de mal en peor y que, si bien es de esperar ya que no tenéis a nadie que os eduque, no se puede pedir a la congregación que lo soporte mucho tiempo más, y hay que hacer algo. Los metodistas no paran de reírse y eso lastima los sentimientos de los presbiterianos. Ella dice que necesitáis una buena dosis de tónico de abedul. Señor, si eso hiciera buena a la gente, yo tendría que ser una santa. No digo esto porque quiera herir los sentimientos. Me dais pena. —Mary era toda una maestra en el arte de la condescendencia—. Tengo entendido que no habéis tenido muchas oportunidades, siendo como son las cosas. Pero otra gente no es tan comprensiva como yo. La señorita Drew dice que Carl tenía una rana en el bolsillo el domingo pasado en la escuela dominical y que el animal se salió de un salto mientras ella escuchaba la lección. Dice que va a renunciar a la escuela. ¿Por qué no dejas tus insectos en tu casa?

—Lo guardé en seguida —exclamó Carl—. No le hizo daño a nadie, ¡una pobre ranita! Y me encantaría que esa vieja Jane Drew sí renunciara a la escuela. La odio. Su sobrino tenía una porción de tabaco sucio en el bolsillo y nos ofreció para masticar mientras el vicario Crow oraba. Eso me parece peor que una rana.

—No, porque las ranas son más inesperadas. Son más sorprendentes. Además, no lo pescaron. Y el concurso de oraciones que hicisteis la semana pasada ha sido un escándalo horrible. Todo el mundo habla de lo mismo.

—Por qué, si los Blythe también entraron —exclamó Faith, indignada—. Fue Nan Blythe la que lo sugirió, para empezar. Y Walter se llevó el premio.

—Bueno, pero el crédito es vuestro. No habría estado tan mal si no lo hubierais hecho en el cementerio.

—Yo diría que un cementerio es un buen sitio para rezar —respondió Jerry.

—El diácono Hazard pasaba cuando tú estabas rezando —dijo Mary—, y te vio y te oyó, con las manos cruzadas sobre el estómago y gruñendo después de cada frase. Pensó que te estabas burlando de él.

—Y así era —admitió Jerry sin avergonzarse—. Pero no sabía que él iba a pasar. Fue un desagradable accidente. Yo no estaba orando en serio, sabía que no tenía la menor posibilidad de ganar el premio, así que me estaba divirtiendo como podía. Es increíble como reza Walter Blythe. Creo que puede orar tan bien como papá.

—Una es la única a la que de verdad le gusta rezar —acotó Faith, pensativa.

—Bueno, si orar escandaliza tanto a la gente, entonces no debemos hacerlo más —dijo Una.

—Caramba, podéis orar todo lo que queráis, pero no en el cementerio y no como si fuera un juego. Eso es lo que lo hizo tan perverso, eso y tomar el té sobre las tumbas.

—No hicimos eso.

—Bueno, hicisteis pompas de jabón entonces. Algo habéis hecho. La gente del otro lado del puerto dice que tomar el té, pero yo estoy dispuesta a creer en vuestra palabra. Y utilizasteis esta losa como mesa.

—Bueno, Martha no nos deja hacer pompas de jabón dentro de la casa. Aquel día estaba muy enfadada —explicó Jerry—. ¡Y esta vieja piedra es una mesa tan bonita!

—¿No eran preciosas? —exclamó Faith, con los ojos brillando ante el recuerdo—. Reflejaban los árboles, las colinas y el puerto como si fueran pequeños mundos de hadas y, cuando las sacudíamos y se soltaban, se iban volando por el Valle del Arco Iris.

—Todas menos una, que fue a estallar sobre la aguja de la iglesia metodista —señaló Carl.

—Me alegro de que lo hayamos hecho una vez, al menos, antes de averiguar que es malo —se consoló Faith.

—No habría sido nada malo soltarlas en el jardín —dijo Mary, impaciente—. Me parece que no puedo meter el menor sentido común dentro de vuestras cabezas. Se os ha dicho más de una vez que no tenéis que jugar en el cementerio. Los metodistas son susceptibles al respecto. Debéis tenerlo en cuenta.

—Nos olvidamos —confesó Faith, triste—. Y el jardín es tan pequeño y está tan lleno de gusanos y de bichos… No podemos estar todo el tiempo en el Valle del Arco Iris… ¿adónde vamos a ir?

—Son las cosas que hacéis en el cementerio. No importaría si os quedarais sentados aquí, charlando, como estamos haciendo ahora. Bueno, yo no sé qué va a resultar de todo esto, pero sé que el vicario Warren hablará con vuestro padre. El diácono Hazard es primo suyo.

—Me gustaría que no molestaran a papá por culpa nuestra —suspiró Una.

—Bueno, la gente dice que él tendría que preocuparse más por vosotros. Yo no, yo lo entiendo. En algunas cosas es como un niño, eso es lo que es, y necesita a alguien que lo cuide tanto como vosotros. Bueno, tal vez consiga a alguien pronto, si es cierto lo que se dice.

—¿Qué estás diciendo? —preguntó Faith.

—¿No sabéis nada, en serio? —inquirió Mary.

—No, no. ¿De qué hablas?

—Bueno, sois muy inocentes, de verdad. Caramba, si todo el mundo está hablando de lo mismo. Vuestro padre va a visitar a Rosemary West. Ella será vuestra madrastra.

—No lo creo —sostuvo Una, poniéndose colorada.

—Ah, yo no sé. Yo repito lo que dice la gente. Yo no lo doy por hecho. Pero estaría bien. Rosemary West os haría marcar el paso si viniera aquí, estoy segura, a pesar de que parece todo dulzura y pureza. Son siempre así hasta que atrapan a los hombres. Pero, de todas formas, necesitáis a alguien que os eduque. Estáis llenando de vergüenza a vuestro padre y a mí él me da pena. Me cae muy bien desde aquella noche en que me habló. No he vuelto a decir ni una mala palabra desde entonces y no he mentido ni una sola vez. Me gustaría verlo feliz y cómodo, con los botones cosidos y comiendo como la gente, y a vosotros metidos en vereda, y a esa vieja Martha puesta en su lugar. ¡Cómo ha mirado los huevos que le he traído! «Espero que sean frescos», me dice. Yo deseé que estuvieran podridos. Pero fijaos en que os dé a cada uno un huevo en el desayuno, incluyendo a vuestro padre. Armad un buen alboroto si no os los da. Para eso los han mandado. Pero no confiéis en la vieja Martha. Es muy capaz de dárselos al gato.

Como a Mary se le cansó la lengua, un breve silencio cayó sobre el cementerio. Los niños de la rectoría no tenían ganas de hablar. Estaban digiriendo las nuevas pero no muy digeribles ideas sugeridas por Mary. Jerry y Carl estaban bastante sorprendidos. Pero, después de todo, ¿qué importaba? Y no era probable que hubiera el menor atisbo de verdad en ellas. Faith estaba, en términos generales, contenta. Sólo Una estaba seriamente afectada. Tenía ganas de irse a llorar.

—¿Habrá alguna estrella en mi corona? —cantaba el coro metodista, que comenzaba a ensayar en la iglesia metodista.

—Yo no quiero más que tres —dijo Mary, cuyo conocimiento teológico había aumentado considerablemente desde que comenzó a vivir con la señora Elliott—. No quiero más que tres, dispuestas sobre mi cabeza, como una diadema, una grande en medio y una pequeña a cada lado.

—¿Hay distintos tamaños de almas? —preguntó Carl.

—Por supuesto. Los niños tienen que tener almas más pequeñas que los hombres. Ay, está oscureciendo y tengo que irme a casa. A la señora Elliott no le gusta que esté fuera después de oscurecer. Caramba, cuando vivía con la señora Wiley para mí la noche y el día eran la misma cosa. No me importaba más de lo que le importa a un gato. Me parece que han pasado cien años desde aquella época. Pensad en lo que os he dicho y tratad de portaros bien, por vuestro padre. Yo siempre os apoyaré y os defenderé, podéis estar seguros. La señora Elliott dice que nunca ha visto a nadie como yo, tan leal con los amigos. Incluso estuve impertinente con la señora Davis por vosotros y la señora Elliott me reprendió después. La dulce Cornelia tiene una lengua afiladísima, en serio. Pero en el fondo estaba contenta, porque ella odia a la vieja Kitty Alee y os quiere mucho. Yo sé leer los sentimientos de la gente.

Mary se fue, muy satisfecha de sí misma, dejando a sus espaldas un grupo de personitas más bien deprimido.

—Mary Vanee siempre dice algo que nos hace sentir mal cuando viene —dijo Una con resentimiento.

—Ojalá la hubiéramos dejado que se muriera de hambre en el granero —añadió Jerry con resentimiento.

—Ah, eso está mal, Jerry —dijo Una.

—Ya que tenemos la fama, cardemos la lana —respondió el impenitente Jerry—. Si la gente dice que somos malos, seamos malos.

—Pero así le hacemos daño a papá —rogó Faith.

Jerry se movió con incomodidad. Adoraba a su padre. A través de la ventana sin cortinas del estudio podían ver al señor Meredith sentado a su escritorio. No parecía estar leyendo ni escribiendo. Tenía la cabeza entre las manos y había algo en su actitud que hablaba de hastío y desolación. De pronto, los niños lo percibieron.

—Yo diría que alguien ha estado hablándole de nosotros hoy —dedujo Faith—. Cómo desearía que pudiéramos vivir sin hacer hablar a la gente. ¡Ah, Jem Blythe! ¡Me has asustado!

Jem Blythe se había deslizado dentro del cementerio y se sentó junto a las niñas. Había andado recorriendo el Valle del Arco Iris y encontrado el primer ramo, blanco como una estrella, de madroños para su madre. Los niños de la rectoría se callaron tras su llegada. Jem comenzaba a alejarse de ellos aquella primavera. Estaba estudiando para el ingreso en la Academia de la Reina y se quedaba después de clase en la escuela, con otros alumnos, para tomar lecciones extra. Tenía las tardes tan ocupadas que rara vez se reunía con los otros en el Valle del Arco Iris. Parecía ir desvaneciéndose hacia el reino de los adultos.

—¿Qué os pasa esta noche? —preguntó—. No parecéis muy divertidos.

—No mucho —admitió Faith, triste—. Tú tampoco tendrías muchas ganas de divertirte si supieras que estás llenando de vergüenza a tu padre y haciendo que la gente hable de ti.

—¿Quién está hablando de vosotros ahora?

—Todo el mundo, según Mary Vanee. —Y Faith le contó sus problemas al comprensivo Jem—. Sabes que no tenemos nadie que nos eduque —dijo para concluir—. Y por eso nos metemos en líos y la gente cree que somos malos.

—¿Y por qué no os educáis vosotros mismos? —sugirió Jem—. Os voy a decir lo que podéis hacer. Formad el Club de la Buena Conducta y castigaos cada vez que hagáis algo incorrecto.

—Ésa es una buena idea —aprobó Faith, impresionada—. Pero —agregó, dudosa— hay cosas que a nosotros no nos parecen malas y son espantosas para otras personas. ¿Cómo podemos darnos cuenta? No podemos estar molestando a papá todo el tiempo, y él tiene que salir mucho, además.

—Os daréis cuenta casi siempre si, antes de hacer cualquier cosa, os preguntáis qué diría la congregación al respecto —indicó Jem—. El problema es que hacéis las cosas sin pensar. Mamá dice que sois muy impulsivos, como era ella. El Club de la Buena Conducta os ayudará a pensar si sois justos y honestos para castigaros cuando rompáis las reglas. Tendréis que castigaros de alguna manera que os duela, de lo contrario no serviría de nada.

—¿Azotarnos?

—No exactamente. Tendréis que pensar en diferentes castigos, adecuados a cada uno. No debéis castigaros unos a otros, sino a vosotros mismos. Leí algo de un club así en un libro de cuentos. Intentadlo a ver qué resulta.

—Hagámoslo —instó Faith, y cuando Jem se hubo ido acordaron que lo harían—. Si las cosas no están bien, nosotros tenemos que corregirlas —reconoció Faith con decisión.

—Debemos ser justos y honestos, como dice Jem —apoyó Jerry—. Éste es un club para educarnos, ya que no hay nadie más para hacerlo. No tiene sentido tener demasiadas reglas. Tengamos una sola y cada uno de nosotros que la quiebre deberá ser castigado con severidad.

—Pero ¿cómo?

—Eso lo pensaremos a medida que avancemos. Tendremos una sesión del club en el cementerio todas las noches y hablaremos de lo que hayamos hecho durante el día; si pensamos que hemos hecho algo incorrecto o que avergonzará a papá, el que lo haya hecho, o que sea responsable por lo hecho, debe ser castigado. Ésa es la regla. Todos decidiremos el tipo de castigo, que debe ser apropiado al delito, como dice el señor Flagg. Y el culpable lo llevará a cabo sin protestar. Será divertido —dijo Jerry para terminar.

—Tú sugeriste que hiciéramos pompas de jabón —acusó Faith.

—Pero eso fue antes de que formáramos el club —se apresuró a decir Jerry—. Empezamos a partir de esta noche.

—Pero ¿y si no podemos estar de acuerdo sobre qué es lo correcto, o sobre cuál debe ser el castigo? Supongamos que dos de nosotros pensamos una cosa y los otros dos otra distinta. Tendría que haber cinco en un club como éste.

—Podemos pedirle a Jem Blythe que sea arbitro. Es el muchacho más recto de Glen St. Mary. Pero creo que vamos a poder arreglarnos solos en la mayoría de los casos. Tenemos que mantener esto en secreto. No digáis ni media palabra a Mary Vanee. Querría entrar al club para educarnos.

—Yo creo —opinó Faith— que no tiene sentido estropear todos los días con los castigos. Tengamos un día dedicado a los castigos.

—Mejor elijamos el sábado, que no hay escuela —sugirió Una.

—¡Y estropear el único día libre de toda la semana! —exclamó Faith—. ¡De ninguna manera! No, elijamos el viernes. Es el día en que comemos pescado, y todos odiamos el pescado. Así tendremos todas las cosas desagradables en un solo día. Los otros días podemos divertirnos.

—Tonterías —se opuso Jerry con autoridad—. Un plan así no funcionaría nunca. Nos castigaremos a medida que vayan sucediendo las cosas para mantenernos siempre al día. Ahora bien, todos lo hemos entendido bien, ¿no es así? Éste es un Club de Buena Conducta cuyo propósito es educarnos. Estamos de acuerdo en castigarnos por mala conducta y detenernos siempre, antes de hacer algo, no importa qué, y preguntarnos si puede llegar a perjudicar a papá en algo, y el que quiera eludir su responsabilidad será expulsado del club y no podrá jugar más con el resto en el Valle del Arco Iris. Jem Blythe será el arbitro en caso de diferencias. Basta de llevar bichos a la escuela dominical, Carl, y basta de mascar goma en público, por favor, señorita Faith.

—Basta de burlarse de los vicarios orando o yendo a la reunión de oración de los metodistas —replicó Faith.

—No es nada malo ir a la reunión de oración de los metodistas —rezongó Jerry, azorado.

—La señorita Cornelia dice que sí. Dice que los niños de la rectoría no tienen por qué ir a ningún lado que no sea presbiteriano.

—Diablos, no voy a dejar de ir a las reuniones de oración de los metodistas —exclamó Jerry—. Son diez veces más divertidas que las nuestras.

—Has dicho una palabra que no debes —exclamó Faith—. Bien, tienes que castigarte.

—No hasta que esté todo por escrito. Sólo estamos hablando del club. No estará fundado hasta que lo tengamos todo por escrito y hayamos firmado. Tiene que haber una constitución y estatuto. Y tú sabes que no tiene nada malo ir a reuniones de oración.

—Pero no es sólo por las cosas malas por lo que debemos castigarnos, sino por cualquier cosa que pueda dañar a papá.

—No hace daño a nadie. Tú sabes que la señora Elliott es una fanática con el tema de los metodistas. Nadie más se molesta porque yo vaya. Siempre me porto bien. Preguntadle a Jem o a la señora Blythe, a ver qué dicen. Me atendré a su opinión. Ahora voy a buscar papel, sacaré la lámpara y firmaremos todos.

Quince minutos después firmaban solemnemente el documento sobre la tumba de Hezekiah Pollock, en el centro de la cual se apoyaba la humeante lámpara de la rectoría, con los niños arrodillados a su alrededor. La esposa del vicario Clow pasó por allí en aquel momento y al día siguiente todo Glen se enteró de que los niños de la rectoría habían celebrado otro concurso de oraciones y lo habían coronado corriéndose unos a otros con una lámpara. Ese adorno a la historia fue tal vez sugerido por el hecho de que, después de terminar con las firmas y los sellos, Carl cogió la lámpara y se dirigió muy circunspecto hasta la pequeña depresión para observar su hormiguero. Los otros se habían ido muy calladitos a la cama.

—¿Crees que es cierto que papá se va a casar con la señorita West? —preguntó Una a Faith tras decir sus oraciones.

—No lo sé, pero a mí me gustaría —contestó Faith.

—Ay, a mí no —dijo Una—. Ella es buena ahora. Pero Mary Vanee dice que cuando las personas se hacen madrastra, cambian completamente. Se vuelven malas, mezquinas y odiosas, y ponen a los padres en contra de los hijos. Dice que hacen eso siempre. Dice que nunca vio que fallara, en ningún caso.

—No creo que la señorita West tratara de hacerlo —exclamó Faith.

—Mary dice que cualquiera lo haría. Ella sabe muchísimo de madrastras, Faith, dice que ha visto cientos de madrastras y tú nunca has visto ni una. Ay, Mary me ha contado cosas espeluznantes sobre ellas. Dice que conoció a una que azotaba a las hijas de su marido en la espalda desnuda hasta hacerles sangre y después las encerraba en un sótano de carbón oscuro y frío toda la noche. Dice que les encanta hacer cosas así.

—Yo no creo que la señorita West quisiera hacer eso. Tú no la conoces tan bien como yo, Una. Piensa en ese precioso pajarito que me mandó. Lo quiero mucho más que a Adam.

—Es que cuando son madrastras cambian; Mary dice que no lo pueden evitar. A mí no me importaría tanto que me azotara, pero no podría soportar que papá nos odiara.

—Sabes que nada podría hacer que papá nos odiara. No seas tonta, Una. Yo te diría que no hay nada de qué preocuparse. Lo más probable es que si llevamos bien nuestro club y nos educamos como corresponde, papá ni siquiera piense en casarse con nadie. Y si se casa, la señorita West será buena con nosotros.

Pero Una no estaba tan convencida y se quedó dormida llorando.