22. Saint George lo sabe todo

A medianoche, Ellen West volvía caminando a su casa después de celebrar las bodas de plata de los Pollock. Se había quedado un poco más que los demás invitados para ayudar con los platos a la novia de cabellos grises. La distancia entre las dos casas no era mucha y el camino bueno, de modo que Ellen disfrutaba de la caminata de regreso a casa a la luz de la luna.

La velada había sido agradable. Ellen, que hacía años que no iba a una fiesta, la había encontrado muy entretenida. Todos los invitados habían formado parte de su antiguo grupo de amigos y no hubo ningún jovencito entrometido para estropear el sabor de la noche, pues el único hijo de la pareja estaba lejos estudiando y no pudo estar presente. Estuvo Norman Douglas; era la primera vez que se veían en una reunión social, si bien ella lo había visto una o dos veces en la iglesia aquel invierno. Ni el menor sentimiento revivió en el corazón de Ellen ante el encuentro. Solía preguntarse, cuando pensaba en el tema, cómo había podido estar alguna vez enamorada de él o haberse sentido tan mal con su repentino matrimonio. Pero le gustó volver a verlo. Había olvidado lo vital y estimulante que era. No había reunión aburrida si Norman Douglas estaba presente. Todos se sorprendieron al verlo llegar. Era de público conocimiento que nunca iba a ningún lado. Los Pollock lo habían invitado porque él había sido uno de los invitados originales, pero nunca pensaron que fuera a aparecer. Había llevado a su prima segunda, Amy Annetta Douglas, a la mesa, y estuvo muy atento con ella. Pero Ellen estaba sentada enfrente y mantuvo con él una animada discusión; todos sus gritos y burlas no pudieron confundirla, discusión que ella ganó, venciendo a Norman tan tranquila y completamente que él permaneció en silencio varios minutos. Al final de ese tiempo, murmuró, con palabras que se tragó su barba colorada «vivaz como siempre, vivaz como siempre», y comenzó a atormentar a Amy Annetta, que reía como una tonta ante sus salidas, en lugar de responderlas con mordacidad, como habría hecho Ellen.

Ellen pensaba en esas cosas camino de su casa mientras saboreaba con deleite el aire iluminado por la luna y salpicado de escarcha y la nieve que crujía bajo sus pies. Ante ella se extendía Glen, con el blanco puerto más allá. Había luz en el estudio de la rectoría. De modo que John Meredith se había ido a su casa. ¿Se habría declarado a Rosemary? ¿Y cómo lo habría rechazado ella? Ellen pensó que jamás se enteraría, aunque sentía mucha curiosidad. Estaba segura de que Rosemary no le contaría nada y ella no se atrevería a preguntar. Debía contentarse con el rechazo. Después de todo, eso era lo único que importaba.

—Espero que tenga el buen sentido de venir de vez en cuando como amigo —dijo para sus adentros. Le disgustaba tanto estar sola que pensar en voz alta era una de sus estratagemas para evitar la no deseada soledad—. Es horrible no tener un hombre con algo de seso con quien poder hablar de vez en cuando. Y lo más probable es que no vuelva a pisar la casa. También está Norman Douglas, me gusta ese hombre, y me gustaría tener una buena discusión con él de vez en cuando. Pero nunca se atrevería a venir por temor a que la gente piense que me está cortejando otra vez, y por temor a que yo también lo piense, probablemente, aunque ahora para mí él es más un extraño que John Meredith. Me parece un sueño que en un tiempo hayamos podido ser novios. Pero así es, hay sólo dos hombres en Glen con los que me gustaría conversar, y por causa de los chismes y de esa idiotez del amor lo más probable es que no vuelva a verlos. Yo —agregó Ellen, dirigiéndose a las estrellas inmóviles con un énfasis despectivo—, yo podría haber hecho mejor el mundo.

Se detuvo ante su portón con una repentina y vaga sensación de alarma. Todavía había luz en la sala y, a través de las cortinas, se veía la sombra de una mujer que caminaba sin parar por la habitación. ¿Qué hacía Rosemary a esa hora de la noche? ¿Y por qué paseaba como una loca?

Ellen entró suavemente. Al abrir la puerta de la sala, Rosemary salía de la habitación. Estaba ruborizada y sin aliento. Un aire de tensión y apasionamiento la envolvía como un velo.

—¿Por qué no estás acostada, Rosemary? —preguntó.

Ellen.

—Ven aquí —dijo Rosemary con intensidad—. Quiero decirte algo.

Con calma, Ellen se quitó el abrigo y los chanclos y siguió a su hermana a la habitación cálida e iluminada por el fuego del hogar. Apoyó una mano sobre la mesa y esperó. Estaba hermosa en su estilo adusto y ceñudo. El vestido nuevo de terciopelo negro, con cola y escote en forma de uve, sentaba bien a su cuerpo majestuoso. Llevaba al cuello un pesado collar de cuentas de ámbar que era legado familiar. La caminata al aire frío le había coloreado las mejillas de un rojo subido. Pero los acerados ojos azules eran tan helados e inflexibles como el cielo de la noche de invierno. Esperó en un silencio que Rosemary pudo romper sólo con un esfuerzo convulsivo.

—Ellen, el señor Meredith ha estado aquí.

—¿Sí?

—Y… y me ha propuesto matrimonio.

—Eso esperaba. Lo rechazaste, por supuesto.

—No.

—Rosemary —Ellen apretó los puños y dio involuntariamente un paso adelante—. ¿Me estás diciendo que has aceptado?

—No… no.

Ellen recuperó el control de sí misma.

—¿Qué hiciste entonces?

—Le… le pedí unos días para pensarlo.

—No veo la necesidad —dijo Ellen con frío desdén en la voz—, habiendo una sola respuesta que puedes darle.

Rosemary extendió las manos en gesto de súplica.

—Ellen —dijo con desesperación—, amo a John Meredith, quiero ser su esposa. ¿Me liberas de aquella promesa?

—No —dijo Ellen, despiadada, porque estaba muerta de miedo.

—Ellen… Ellen…

—Escucha —interrumpió Ellen—. Yo no te pedí que me hicieras aquella promesa. Tú te ofreciste.

—Lo sé, lo sé. Pero entonces no pensaba que algún día volvería a querer a alguien.

—Tú te ofreciste —continuó Ellen sin inmutarse—. Lo prometiste sobre la Biblia de nuestra madre. Fue más que una promesa, fue un juramento. Ahora quieres romperlo.

—Sólo te pido que me liberes de ella, Ellen.

—No lo haré. Una promesa, para mí, es una promesa. No lo haré. Rompe tu promesa, sé perjura si quieres, pero no será con mi consentimiento.

—Eres muy dura conmigo, Ellen.

—¡Dura contigo! ¿Y qué hay de mí? ¿Alguna vez pensaste en lo que sería mi soledad aquí si tú me dejaras? No podría soportarlo. Me volvería loca. NO puedo vivir sola. ¿No he sido una buena hermana para ti? ¿Me he opuesto alguna vez a algún deseo tuyo? ¿No te lo he dado todo?

—Sí… sí.

—Entonces ¿por qué quieres dejarme por ese hombre al que hace un año ni siquiera habías visto?

—Le amo, Ellen.

—¡Amor! Hablas como una colegiala en lugar de hablar como una mujer adulta. Él no te ama. Quiere un ama de llaves y una gobernanta. Tú no lo amas. Quieres ser una «señora», eres otra de esas mujeres débiles que piensan que es vergonzoso ser tenida por una vieja solterona. Eso es todo lo que pasa.

Rosemary se estremeció. Ellen no podía, o no quería, comprender. No tenía sentido discutir con ella.

—¿Entonces no me dejas en libertad, Ellen?

—No, no lo hago. Y no volveré a hablar de esto. Tú hiciste una promesa y tienes que cumplir tu palabra. Eso es todo. Vete a la cama. ¡Mira la hora que es! Estás agotada y llena de fantasías. Mañana serás más sensata. Al menos, no me hables más de esto. Vete.

Rosemary salió sin decir otra palabra, pálida y desanimada. Ellen caminó impetuosamente por la habitación unos minutos más; se detuvo frente a la silla donde Saint George había dormido tranquilamente toda la velada. Una sonrisa reacia se extendió sobre su rostro sombrío. La muerte de su madre había sido la única circunstancia de su vida en que no había sido capaz de mitigar la tragedia con la comedia. Incluso cuando Norman Douglas la dejó, por decirlo de alguna manera, ella se rió de sí misma tantas veces como lloró.

—Espero caras malhumoradas, Saint George. Sí, Saint, creo que nos esperan días tormentosos. Bien, los soportaremos, George. Hemos tratado antes con niños tontos, Saint. Rosemary andará enfurruñada un tiempo pero luego se repondrá y todo será como antes, George. Ella lo prometió y tiene que mantener su promesa. Y ésta es la última palabra sobre el tema, contigo, con ella o con quien sea, Saint.

Pero Ellen permaneció despierta hasta la mañana. Sin embargo, no hubo caras malhumoradas. Rosemary estaba pálida y callada al día siguiente pero, más allá de eso, Ellen no pudo detectar ninguna diferencia en ella. No parecía guardarle rencor alguno. Había tormenta, de modo que no habló de ir a la iglesia. Por la tarde se encerró en su habitación y le escribió una nota a John Meredith. No podía confiar en sí misma para decirle no personalmente. Estaba segura de que si él sospechaba que le decía que no en contra de su voluntad, no se conformaría y ella no podría enfrentarse a ruegos. Debía convencerlo de que no sentía nada por él y eso sólo podía hacerlo por carta. Le escribió el rechazo más rígido y frío posible. Era apenas cortés; no dejaba el menor resquicio de esperanza ni al más osado de los enamorados, y John Meredith estaba lejos de serlo. Se encerró en sí mismo, herido y mortificado, cuando al día siguiente leyó la carta de Rosemary en su polvoriento estudio. Pero por debajo de su mortificación tuvo una espantosa revelación. Él había creído que no amaba a Rosemary tan profundamente como había amado a Cecilia. Ahora que la perdía, se daba cuenta de que sí. Y sin embargo tenía que apartarla de su vida drásticamente. La vida se extendía frente a él con una espantosa monotonía. Debía seguir adelante; tenía su trabajo y sus hijos, pero el espíritu se le había ido del cuerpo. Se quedó toda la noche sentado y solo en el estudio frío, oscuro, incómodo, con la cabeza entre las manos. Encima de la colina, Rosemary tenía dolor de cabeza y se fue temprano a la cama, mientras Ellen hablaba con Saint George, que ronroneaba desdeñoso, de la tontería humana.

—¿Qué harían las mujeres si no se hubieran inventado los dolores de cabeza, Saint George? Pero no te preocupes, Saint. Miraremos para otro lado unas semanas. Admito que yo misma me siento incómoda, George. Me siento como si hubiera ahogado a un gatito. Pero ella lo prometió, Saint, y fue ella la que ofreció la promesa, George.