21. La palabra imposible

John Meredith caminaba pensativo bajo el frío invernal de la noche por el Valle del Arco Iris. Las colinas lejanas relucían con el helado y esplendoroso brillo de la luz de la luna sobre la nieve. Cada pequeño abeto del largo valle cantaba su propia canción sobre el arpa del viento y de la helada. Sus hijos y los niños de los Blythe se deslizaban por la ladera oriental o sobre el estanque congelado. Se estaban divirtiendo muchísimo y sus alegres voces y risas aún más alegres resonaban en todo el valle, muriendo en cadencias mágicas entre los árboles. Hacia la derecha, las luces de Ingleside resplandecían a través del bosque de arces con la atracción que siempre parece arder en las luces de una casa donde sabemos que hay amor y alegría y una buena acogida a todos los hermanos, ya sean de sangre o de espíritu. En ocasiones, al señor Meredith le gustaba mucho pasar una velada charlando con el doctor junto al fuego del hogar, donde los famosos perros de porcelana de Ingleside montaban guardia permanente, como correspondía a deidades del hogar; pero aquella noche no miró en esa dirección. Lejos, sobre la colina occidental, brillaba una estrella más pálida pero más atrayente. El señor Meredith se dirigía a ver a Rosemary West, y tenía intenciones de decirle algo que había florecido lentamente en su pecho desde que la vio por primera vez y que había madurado la noche en que Faith expresó su entusiasta admiración por Rosemary.

Se había dado cuenta de que quería a Rosemary. No como había querido a Cecilia, por supuesto. Aquello había sido totalmente diferente. Aquel amor, aquel romanticismo, aquellos sueños y aquel entusiasmo no podrían volver jamás, pensó. Pero Rosemary era hermosa, dulce, y la quería. La quería. Era una excelente compañía. Era más feliz en su compañía de lo que había esperado volver a ser nunca. Ella sería una mujer ideal para la casa y una buena madre para sus hijos.

Durante sus años de viudez, el señor Meredith había recibido innumerables indirectas de colegas suyos y de muchos de su grey en el sentido de que debería volver a casarse. Pero aquellas indirectas nunca le habían hecho la menor mella. Era creencia pública que no les prestaba atención. Pero les prestaba mucha atención. Y en sus escasos momentos de sentido común sabía que lo único sensato que podía hacer era casarse. Pero el sentido común no era el punto fuerte de John Meredith, y elegir, deliberada y fríamente, una mujer adecuada, como si se tratara de un ama de llaves o un socio para un negocio, era algo que era incapaz de hacer. ¡Detestaba la palabra adecuada! Le recordaba a James Perry. «Una mujer adecuada de la edad adecuada», había dicho aquel untuoso hermano en el hábito, en una indirecta que había estado lejos de ser sutil. En aquel momento, John Meredith había sentido un deseo absolutamente increíble de salir corriendo como un loco para proponerle matrimonio a la mujer más joven y menos adecuada que fuera posible encontrar.

La señora Elliott era buena amiga suya y le caía bien. Pero cuando ella le dijo sin más ni más que él tendría que volver a casarse, sintió como si hubiera arrancado el velo que pendía ante un sagrado altar de su más recóndita intimidad y, desde aquel momento, le tenía una especie de miedo. Sabía que en su parroquia había mujeres «de edad adecuada» que estarían más que dispuestas a casarse con él. Ese hecho había traspasado toda su abstracción en los primeros tiempos de su ministerio en Glen St. Mary. Eran mujeres buenas, de confianza, poco interesantes, una o dos bastante bonitas, las otras no tanto, y John Meredith pensaba en casarse con cualquiera de ellas tanto como en ahorcarse. Poseía algunos ideales que ninguna aparente necesidad le haría falsear. No podía pedirle a ninguna mujer que ocupara el lugar de Cecilia en su casa si no podía ofrecerle al menos parte del afecto y del tributo que le había dado a su esposa adolescente. ¿Y dónde, en el limitado número de sus amistades femeninas, encontraría esa mujer?

Rosemary West había llegado a su vida aquel atardecer de otoño trayendo con ella una atmósfera en la cual se reconocía su espíritu. A través del golfo de lo desconocido, ellos se estrecharon las manos de la amistad. Llegó a conocerla mejor en los diez minutos pasados junto al arroyo que lo que había conocido a Emmeline Drew, a Elizabeth Kirk o a Amy Annetta Douglas en un año. Acudió a ella en busca de consuelo cuando la señora Davis ultrajó su mente y su alma y fue consolado. Desde entonces iba con frecuencia a la casa de la colina, deslizándose por los oscuros senderos de la noche en el Valle del Arco Iris con tanto sigilo que las chismosas de Glen nunca podían estar realmente seguras de si iba a ver a Rosemary West o no. Una o dos veces, otras visitas lo habían sorprendido en la sala de las West: eso era todo lo que sabía la Asociación de Damas de Beneficencia. Pero cuando Elizabeth Kirk se enteró, sofocó una secreta esperanza que se había permitido acariciar, sin la menor alteración en su rostro poco agraciado, y Emmeline Drew decidió que la próxima vez que viera a cierto solterón de Lowbridge no lo despreciaría como había hecho la última vez. Era obvio que si Rosemary West se proponía atrapar al pastor, lo atraparía; parecía más joven de lo que era y los hombres la encontraban guapa. ¡Además, las West tenían dinero!

—Esperemos que no sea tan distraído como para equivocarse y declarársele a Ellen —fue lo único malicioso que se permitió decirle a una comprensiva hermana suya. Emmeline no sintió rencor hacia Rosemary. En última instancia, un solterón sin complicaciones era mucho mejor que un viudo con cuatro hijos. Había sido sólo la atracción de la rectoría lo que había deslumbrado a Emmeline impidiéndole ver con claridad.

Un trineo con tres chillones ocupantes pasó a toda velocidad junto al señor Meredith hacia el estanque. Los largos rizos de Faith volaban al viento y sus risas resonaban por encima de las de los otros. John Meredith los siguió con una mirada llena de cariño. Se alegraba de que sus hijos tuvieran amigos como los Blythe, se alegraba de que tuvieran una amiga tan sabia, alegre y tierna como la señora Blythe. Pero parecían necesitar algo más, algo que les proporcionaría cuando trajera a Rosemary West a la rectoría como su esposa. En ella había una clara inclinación maternal.

Era el sábado por la noche y no era frecuente que fuera de visita los sábados, momento supuestamente dedicado a una exhaustiva revisión del sermón del domingo. Pero había elegido esa noche porque se enteró de que Ellen West saldría y Rosemary estaría sola. A pesar de haber pasado veladas tan agradables en la casa de la colina, nunca, desde aquella primera vez, había vuelto a hablar a solas con Rosemary. Ellen estaba siempre presente.

No es que a él le molestara exactamente su presencia. Le gustaba mucho Ellen West y los dos eran muy buenos amigos. Ellen tenía una capacidad de comprensión casi masculina y un sentido del humor que a él, con su tímido y oculto gusto por lo divertido, le resultaba muy agradable. Le gustaba su interés por la política y los problemas mundiales. No había hombre en Glen, ni siquiera el doctor Blythe, que comprendiera con tanta claridad esos asuntos.

«A mí me parece que es bueno interesarse en las cosas mientras uno está vivo —había dicho Ellen—. Si no te interesas por nada, no veo demasiada diferencia entre los vivos y los muertos».

A él le gustaba su voz agradable, profunda y sonora; le gustaba la franca carcajada con la cual siempre terminaba alguna historia divertida y bien contada. Nunca le hacía observaciones sobre sus hijos como otras mujeres de Glen; nunca lo aburría con chismes locales; carecía de malicia y de mezquindad. Siempre era sincera. El señor Meredith, que había adoptado el sistema de la señorita Cornelia para clasificar a la gente, consideraba que Ellen pertenecía a la raza de José. En suma, una mujer admirable para tener de cuñada. No obstante, un hombre no quiere cerca ni a la más admirable de las mujeres cuando tiene intenciones de declarársele a otra. Y Ellen estaba siempre cerca. No insistía en acaparar la atención del señor Meredith todo el tiempo. Le dejaba a Rosemary una justa proporción de él. Muchas veladas, incluso, Ellen se hacía casi totalmente a un lado, sentándose en un rincón con Saint George en la falda, y permitiendo que el señor Meredith y Rosemary hablaran, cantaran y leyeran juntos. A veces ellos casi se olvidaban de su presencia. Pero si la conversación o la elección de algún dueto llegaba a traicionar la menor tendencia hacia lo que Ellen consideraba romántico, en seguida cortaba por lo sano y anulaba a Rosemary durante el resto de la velada. Pero ni siquiera el dragón más terrible puede impedir cierto sutil lenguaje de miradas, de sonrisas, de elocuentes silencios, y así fue como el galanteo del pastor fue avanzando.

Pero si algún día iba a llegar a algo concreto, tendría que ser cuando Ellen no estuviera presente. Y Ellen salía muy poco, en especial en invierno. Juraba que el fuego de su hogar era el más agradable del mundo. No le atraía mucho pasear. Le gustaba estar con gente pero en su propia casa. El señor Meredith llegó casi a la conclusión de que tendría que escribir a Rosemary lo que quería decirle, cuando un día, de pasada, Ellen anunció que la noche del sábado siguiente estaba invitada a unas bodas de plata. Había sido dama de honor de la novia en la boda. Irían sólo los invitados originales, de modo que Rosemary no estaba incluida. El señor Meredith aguzó los oídos y un brillo iluminó sus soñadores ojos oscuros. Tanto Ellen como Rosemary lo vieron; y tanto Ellen como Rosemary supieron, sorprendidas, que el señor Meredith iría colina arriba el sábado siguiente por la noche.

—Mejor que suceda de una vez por todas, Saint George —dijo Ellen con severidad, dirigiéndose al negro gato, después que el señor Meredith se fue a su casa y Rosemary subió en silencio al piso de arriba—. Va a declarársele, Saint George, de eso estoy absolutamente segura. De modo que será mejor que tenga la ocasión de hacerlo y de averiguar que no tendrá éxito. A ella le gustaría aceptarlo, Saint. Eso lo sé, pero ha hecho una promesa y tiene que mantenerla. Por un lado me da un poco de pena, Saint George. No conozco ningún otro hombre a quien pudiera querer para cuñado, en el caso de que fuera conveniente tener cuñado. No tengo nada en absoluto en su contra, Saint, nada, excepto que no quiere ver y no se le puede hacer ver que el kaiser es una amenaza para la paz de Europa. Ése es su punto débil. Pero es buena compañía y me gusta. Una mujer puede decirle cualquier cosa a un hombre con una boca como la de John Meredith y estar segura de que no será malentendida. Un hombre así es más valioso que los rubíes, Saint, y mucho más escaso, George. Pero no puede casarse con Rosemary; y supongo que cuando se entere, nos dejará a las dos. Y lo extrañaremos, Saint, lo extrañaremos muchísimo, George. Pero… ella hizo una promesa, ¡y yo me encargaré de que la cumpla!

La cara de Ellen se había vuelto casi desagradable con su amenazadora resolución. Arriba, Rosemary lloraba con la cara apoyada en la almohada.

Por eso el señor Meredith encontró a su dama sola y muy hermosa. Rosemary no se había arreglado especialmente para la ocasión. Había querido hacerlo, pero pensó que sería absurdo emperifollarse para un hombre a quien se va a rechazar. De manera que se puso su sencillo vestido de la tarde y parecía una reina con él. La emoción contenida le coloreaba el rostro, dejándoselo reluciente. Sus grandes ojos azules eran lagos de luz menos plácidos que de costumbre.

Deseaba que la entrevista ya hubiera terminado. La había esperado todo el día con temor. Estaba casi segura de que John Meredith, a su modo, la quería mucho; también estaba segura de que no la quería como había querido a su primer amor. Sentía que su negativa lo desilusionaría mucho, pero no creía que llegara a desesperarse. Sin embargo, odiaba tener que rechazarlo, por él y, Rosemary era honesta consigo misma, por ella misma. Sabía que podría haber amado a John Meredith si… si hubiera sido posible. Sabía que su vida se volvería muy vacía si, rechazado como enamorado, él se negara a seguir siendo su amigo. Ella sabía que podía ser muy feliz con él y que podía hacerlo muy feliz. Pero entre ella y la felicidad estaba el portón de la cárcel de la promesa hecha a Ellen hacía años. Rosemary no recordaba a su padre. Había muerto cuando ella tenía tres años. Ellen, que tenía trece, lo recordaba, pero sin una ternura especial. Él había sido un hombre severo, reservado, muchos años mayor que su jovial y bonita esposa. Cinco años después había fallecido el hermanito de doce años; desde su muerte las dos niñas habían vivido solas con la madre. Nunca se habían mezclado demasiado en la vida social de Glen o de Lowbridge, aunque, adonde iban, el ingenio y el carácter de Ellen y la dulzura y la belleza de Rosemary las habían hecho huéspedes bienvenidos. Las dos habían tenido un desengaño en la adolescencia. El mar no había devuelto al novio de Rosemary; y Norman Douglas, por aquel entonces un buen mozo gigante y pelirrojo, famoso por montar como un salvaje y por sus estruendosas aunque inofensivas escapadas, discutió con Ellen y la dejó plantada en un arrebato de ira.

No faltaron candidatos para ocupar los lugares tanto de Martin como de Norman, pero ninguno pareció merecer los favores de las muchachas West, que lentamente fueron dejando la adolescencia y la juventud sin ningún arrepentimiento aparente. Adoraban a la madre, que era una inválida crónica. Las tres tenían un pequeño círculo de intereses caseros, libros, mascotas y flores, que las alegraba y satisfacía.

La muerte de la señora West, ocurrida el día en que Rosemary cumplía veinticinco años, fue muy dolorosa para las dos. Al principio se sintieron intolerablemente solas. Ellen, en especial, siguió doliéndose y pensando, y sus largas y amargas meditaciones eran interrumpidas sólo por ataques de tormentoso y apasionado llanto. El viejo doctor de Lowbridge dijo a Rosemary que temía una melancolía permanente o algo peor.

Un día que Ellen había estado todo el día sentada, negándose a hablar y a comer, Rosemary se arrojó de rodillas junto a su hermana.

—Ay, Ellen, todavía me tienes a mí —imploró—. ¿No soy nada para ti? Siempre nos hemos querido mucho.

—No te tendré siempre —contestó Ellen, rompiendo su silencio con áspera intensidad—. Te casarás y me dejarás. Me quedaré sola. No soporto ni pensarlo… no puedo. Prefiero morirme.

—Jamás me casaré —dijo Rosemary—. Jamás, Ellen.

Ellen se inclinó y miró con expresión inquisitiva los ojos de Rosemary.

—¿Me lo prometes solemnemente? —preguntó—. Prométemelo sobre la Biblia de mamá.

Rosemary accedió de inmediato, dispuesta a complacer a Ellen. ¿Qué importaba? Sabía bien que nunca querría casarse con nadie. Su amor se había ido con Martin Crawford a las profundidades del mar, y sin amor no podría casarse con ningún hombre. Por eso estuvo más que dispuesta a prometer, aunque Ellen convirtió la promesa en un rito impresionante. Se estrecharon las manos encima de la Biblia, en la habitación vacía de la madre, y las dos se juraron que nunca se casarían y que siempre vivirían juntas.

A partir de ese momento el estado de Ellen mejoró. Pronto recuperó su actitud alegre de antes. Durante diez años, ella y Rosemary habían vivido felices en la casa, sin ser perturbadas por ninguna idea de casamiento. La promesa no les pesaba. Ellen no dejaba de recordársela a su hermana cada vez que cualquier criatura del sexo masculino y casadera cruzaba su camino, pero nunca se había alarmado seriamente hasta que John Meredith fue a casa aquella noche con Rosemary. En cuanto a Rosemary, la obsesión de Ellen con respecto a aquella promesa había sido para ella objeto de risa; hasta hacía poco. Ahora era una cadena cruel, autoimpuesta pero eterna. Por ella, esa noche debería darle la espalda a la felicidad.

Era cierto que aquel amor tímido y dulce que había sentido por su enamorado adolescente no volvería a sentirlo por otro. Pero ahora sabía que a John Meredith podía darle un amor más rico y maduro. Sabía que él tocaba profundidades en su naturaleza que Martin no había rozado jamás, que tal vez ni siquiera existían en la muchacha de diecisiete años. Y esa noche debería despedirlo, enviarlo a su casa solitaria y su vida vacía y a sus dolorosos problemas porque, diez años atrás, había prometido a Ellen sobre la Biblia de su madre que no se casaría nunca.

John Meredith no aprovechó la oportunidad de inmediato. Por el contrario, habló durante dos horas enteras de los temas menos afines al amor. Hasta intentó hablar de política, aunque a Rosemary la política la aburría. Ella comenzó a creer que se había equivocado de medio a medio, y de pronto sus miedos y expectativas le parecieron grotescos. Se sintió absurda y tonta. El resplandor desapareció de su rostro y el brillo se apagó en sus ojos. John Meredith no tenía la menor intención de proponerle matrimonio.

Y entonces, inesperadamente, él se puso en pie, atravesó la habitación, se situó a su lado y se le declaró. La habitación quedó de pronto terriblemente inmóvil. Hasta Saint George dejó de ronronear. Rosemary oía los latidos de su propio corazón y estaba segura de que John Meredith también los oía.

Ése era el momento en que ella debía decir que no, suave pero firmemente. Hacía días que estaba preparada, con una formal respuesta de rechazo. Y ahora había olvidado las palabras preparadas. Tenía que decir que no y de pronto se dio cuenta de que no podía decirlo. Era la palabra imposible. Ahora sabía que el problema no era que podría llegar a amar a John, sino que ya lo amaba. La sola idea de apartarlo de su vida era angustiosa.

Debía decir algo. Levantó la inclinada cabeza dorada y, balbuceando, le pidió que le diera algunos días para… pensarlo.

John Meredith se sorprendió. No era vanidoso, pero había esperado que Rosemary West le dijera que sí. Estaba casi seguro de que ella lo quería. Entonces, ¿por qué la duda, la vacilación? No era una escolar que pudiera no saber bien lo que quería. Sintió una desagradable impresión de decepción, de desolación. Pero accedió a su petición con su usual cortesía y se fue de inmediato.

—Te daré una respuesta en unos pocos días —dijo Rosemary con los ojos bajos y las mejillas encendidas.

Cuando la puerta se cerró detrás de él, ella volvió a entrar en la habitación y se retorció las manos.