El día siguiente en la escuela fue difícil para Faith. Mary Vanee había contado la historia de Adam y todos los alumnos, excepto los Blythe, lo tomaron como una broma. Las chicas le dijeron, entre risitas, que qué lástima, y los varones le escribieron sardónicas notas de pésame. La pobre Faith llegó a casa con el alma dolorida y afligida.
—Voy a Ingleside a hablar con la señora Blythe —anunció, sollozando—. Ella no se va a reír de mí como todos los demás. Tengo que hablar con alguien que me entienda.
Atravesó corriendo el Valle del Arco Iris. La magia había estado muy activa la noche anterior. Había caído una ligera nevada y los abetos empolvados soñaban con la primavera por venir y la alegría que traería consigo. La larga colina se veía de un intenso color púrpura por las hojas de haya diseminadas en el suelo. La luz rosácea del crepúsculo se extendía sobre el mundo como un beso rosado. De todos los lugares encantados y llenos de magia, el valle del Arco Iris era, aquel atardecer de invierno, el más hermoso. Pero todo su delicioso encanto se perdía para la pobre y dolorida Faith.
Junto al arroyo se encontró de pronto con Rosemary West, sentada sobre el viejo pino. Iba camino a su casa desde Ingleside, donde había estado dando clase de música a las niñas. Se quedó un buen rato en el Valle del Arco Iris, mirando su blanca belleza y recorriendo algunos senderos medio en sueños. A juzgar por la expresión de su rostro, sus pensamientos eran agradables. Tal vez el débil y ocasional tintineo de los cascabeles de los árboles enamorados trajeran esa furtiva sonrisa a sus labios. O tal vez ésta fuera provocada por la certeza de que John Meredith rara vez dejaba de pasar el atardecer de los lunes en la casa gris, sobre la blanca colina barrida por el viento.
Dentro de los sueños de Rosemary irrumpió Faith llena de su rebelde amargura. Faith se detuvo abruptamente cuando vio a la señorita West. No la conocía muy bien, sólo lo suficiente como para dirigirle la palabra cuando se encontraban. Y en aquel momento no quería ver a nadie, sólo a la señora Blythe. Sabía que tenía los ojos y la nariz rojos e hinchados y odiaba que una extraña se enterara de que había estado llorando.
—Buenas noches, señorita West —dijo, incómoda.
—¿Qué te pasa, Faith? —preguntó Rosemary con suavidad.
—Nada —contestó Faith secamente.
—¡Ah! —Rosemary sonrió—. Quieres decir nada que puedas contarle a una extraña, ¿no?
Faith miró a la señorita West con súbito interés. Ahí había una persona que entendía las cosas. ¡Y qué guapa era! ¡Qué dorados eran sus cabellos debajo del sombrero con plumas! ¡Qué rosadas las mejillas sobre la chaqueta de terciopelo! ¡Qué azules y comprensivos sus ojos! Faith sintió que la señorita West podría ser una amiga encantadora… ¡si fuera una amiga en lugar de una desconocida!
—Yo iba… a hablar con la señora Blythe —confesó—. Ella siempre comprende, nunca se ríe de nosotros. Yo siempre hablo con ella. Ayuda mucho.
—Querida mía, lamento decirte que la señora Blythe no está en casa —dijo la señorita West con pena—. Ha ido a Avonlea y no volverá hasta el fin de semana.
A Faith le tembló el labio.
—Entonces será mejor que me vuelva a casa —dijo, sintiéndose muy desgraciada.
—Supongo que sí, a menos que pienses que puedes hablarlo conmigo —insinuó la señorita Rosemary suavemente—. ¡Sirve tanto hablar de las cosas! Lo sé bien. No pretendo ser tan comprensiva como la señora Blythe, pero te prometo que no voy a reírme.
—No va a reírse por fuera —aventuró Faith—. Pero podría reírse por dentro.
—No, tampoco me reiría por dentro. ¿Por qué voy a hacerlo? Algo te ha lastimado y a mí nunca me divierte ver a alguien que sufre, sea lo que sea lo que lo hace sufrir. Si crees que te gustaría contarme qué te lastimó, te escucharé con gusto. Pero si prefieres no contarme nada, también estará bien, querida.
Faith dirigió otra larga e intensa mirada a los ojos de la señorita West. Estaban muy serios, no había risa en ellos, ni siquiera muy en el fondo. Con un pequeño suspiro, se sentó sobre el viejo pino junto a su nueva amiga y le contó todo sobre Adam y su cruel destino.
Rosemary no se rió ni tuvo ganas de reírse. Comprendió y se solidarizó de verdad; era casi tan buena como la señora Blythe, sí, casi igual de buena.
—El señor Perry es pastor, pero tendría que haber sido carnicero —comentó Faith con amargura—. Le encanta trinchar cosas. Disfrutó cortando a Adam en pedazos. Lo trinchó como si fuera un gallo común y corriente.
—Entre tú y yo, Faith, a mí no me cae muy bien el señor Perry —confesó Rosemary, riéndose, pero del señor Perry, no de Adam, como Faith entendió claramente—. Nunca me ha gustado. Yo fui a la escuela con él (él era un chico de Glen, ¿sabes?), era un pedante odioso ya entonces. Todas las niñas detestábamos tener que coger sus manos gordas y pegajosas cuando jugábamos al corro. Pero debemos recordar, querida, que él no sabía que Adam era tu mascota. Pensó que era un gallo común y corriente. Debemos ser justos, aunque suframos mucho.
—Supongo que sí —admitió Faith—. Pero ¿por qué a todo el mundo le parece gracioso que yo quisiera tanto a Adam, señorita West? Si hubiera sido un gato viejo y horrible, a nadie le habría parecido raro. Cuando la agavilladora cortó las patas del gatito de Lottie Warren todo el mundo estaba apenado por ella; lloró durante dos días en la escuela y nadie se rió, ni siquiera Dan Reese. Y todas sus amigas fueron al entierro del gatito y la ayudaron a enterrarlo, sólo que no pudieron enterrar las patitas junto con el resto del cuerpo porque no pudieron encontrarlas. Fue espantoso, por supuesto, pero no me parece que fuera tan horrible como ver que se comen a tu mascota. Y sin embargo, todos se ríen de mí.
—Creo que es porque la palabra «gallo» suena graciosa —dijo Rosemary, pensativa—. Hay algo en la palabra que suena a risa. La palabra «pollito» es diferente. No suena tan gracioso hablar de querer a un pollito.
—Adam era un pollito precioso, señorita West. Era una pelotita de oro. Venía corriendo a mí y comía de mi mano. Y cuando creció seguía siendo bonito, blanco como la nieve, con una hermosa cola blanca y curvada, aunque Mary Vanee decía que era demasiado corta. Reconocía su nombre y siempre venía cuando yo lo llamaba. Y la tía Martha no tenía ningún derecho a matarlo. Era mío. No fue justo, ¿no, señorita West?
—No, no lo fue —asintió Rosemary con énfasis—. En absoluto. Recuerdo que cuando yo era pequeña tenía una gallina de mascota. Era preciosa, de un marrón dorado y moteada. Yo la quise tanto como a cualquier otra mascota que tuve. Nunca la mataron, murió de vieja. Mamá no quiso matarla nunca porque era mi mascota.
—Si mi madre viviera, tampoco habría permitido que mataran a Adam —afirmó Faith—. Claro que papá tampoco lo hubiera permitido si hubiera estado en casa y se hubiera enterado. Estoy segura.
—Yo también estoy segura —dijo Rosemary. El rubor de sus mejillas se acentuó ligeramente. Le dio un poco de vergüenza, pero Faith no se dio cuenta de nada.
—¿Fui muy mala al no decirle al señor Perry que se le estaban quemando los faldones? —preguntó, ansiosa.
—Malísima —respondió Rosemary con ojos saltarines—. Pero yo me habría comportado exactamente igual, Faith, tampoco le habría dicho nada… y creo que no me hubiera arrepentido para nada de mi maldad.
—Una dice que tendría que haberle avisado porque es un pastor.
—Querida, si un pastor no se comporta como un caballero, no estamos obligados a respetar sus faldones. Yo sé que me habría encantado ver cómo se quemaban los faldones de Jimmy Perry. Tiene que haber sido divertido.
Las dos rieron, pero la risa de Faith terminó en un amargo suspiro.
—Bueno, la cuestión es que Adam está muerto y nunca volveré a querer a nadie.
—No digas eso, querida. Nos perdemos lo mejor de la vida si no amamos. Cuanto más amamos más fructífera es la vida, aunque no se trate más que de una mascota peluda o con plumas. ¿Te gustaría tener un canario, Faith, un canario dorado? Si quieres, te regalo uno. Tenemos dos en casa.
—Ah, me encantaría —exclamó Faith—. Me encantan los pájaros. Aunque ¿no se lo comería el gato de la tía Martha? ¡Es tan trágico que se coman tus mascotas! No creo que pueda soportarlo otra vez.
—Si cuelgas la jaula lejos de la ventana, no creo que el gato pueda hacerle nada. Yo te enseñaré cómo cuidarlo y te lo traeré a Ingleside la próxima vez que venga.
Para sus adentros, Rosemary pensaba: «Todas las chismosas de Glen tendrán tema de conversación, pero no me importa. Quiero consolar a este pobre corazoncito».
Faith se sintió consolada. La comprensión y la solidaridad eran algo muy dulce. Rosemary y ella se quedaron sentadas en el viejo pino hasta que el crepúsculo cubrió suavemente el blanco valle y la estrella vespertina brilló sobre el gris bosque de arces. Faith le contó a Rosemary toda su pequeña historia de esperanzas, las cosas que le gustaban y las que no, las idas y venidas de la vida en la rectoría, los altibajos de la vida en la escuela. Por fin se separaron ya amigas.
El señor Meredith estaba, como siempre, perdido en sus ensoñaciones cuando comenzaron a cenar, pero en un momento un nombre penetró su abstracción y lo trajo a la realidad. Faith le contaba a Una su encuentro con Rosemary.
—Es encantadora, para mí —decía Faith—. Igual de buena que la señora Blythe, pero diferente. Siento ganas de abrazarla. Ella me abrazó a mí; me dio un abrazo como de terciopelo. Y me decía «querida». Me gustó mucho. Podría contarle cualquier cosa.
—¿Así que te gustó la señorita West, Faith? —preguntó el señor Meredith con una entonación algo extraña.
—Mucho —exclamó Faith.
—¡Ah! —dijo el señor Meredith—. ¡Ah!