19. ¡Pobre Adam!

Cuando Una llegó a su casa, Faith estaba tendida boca abajo sobre la cama, negándose terminantemente a ser consolada. La tía Martha había matado a Adam. En esos precisos momentos, él reposaba en una bandeja en la despensa, atado, condimentado y rodeado por su hígado, su corazón y otras menudencias. A la tía Martha le había importado un bledo el dolor y la furia de Faith.

—Había que darle algo de comer al pastor forastero —explicó—. Ya eres una niña grande para hacer semejantes aspavientos por un gallo viejo. Sabías bien que algún día habría que matarlo.

—Cuando venga papá le voy a decir lo que hiciste —amenazó Faith, sollozando.

—Ni se te ocurra molestar a tu pobre padre. Ya tiene bastantes problemas. Y yo soy el ama de llaves aquí.

—Adam era mío, me lo regaló la señora Johnson. No tenías por qué tocarlo —gritó Faith.

—No te pongas impertinente. El gallo está muerto y ahí se termina la historia. No voy a sentar un pastor desconocido a la mesa para darle carnero hervido frío. A mí me educaron bien, aunque haya descendido en la escala social.

Aquella noche Faith no bajó a comer y no quiso ir a la iglesia a la mañana siguiente. Pero a la hora del almuerzo fue a la mesa, con los ojos hinchados de tanto llorar y expresión hosca.

El reverendo James Perry era un hombre acicalado y rubicundo, con un rebelde bigote blanco, tupidas cejas blancas y una resplandeciente calva. No era bien parecido y además era aburrido y pomposo. Pero aun cuando se hubiera parecido al arcángel Gabriel y hubiera hablado con lenguas de ángeles y hombres, Faith lo habría detestado con todas sus fuerzas. Trinchó hábilmente a Adam, exhibiendo sus rollizas y blancas manos y un hermosísimo anillo de diamantes. Hizo también comentarios joviales durante toda la ceremonia. Jerry y Carl reían, y hasta Una sonrió débilmente porque pensaba que la cortesía así lo requería. Pero Faith se limitó a fruncir el entrecejo sombríamente. Al reverendo James, sus modales le parecieron pésimos. En un momento en que dirigía un comentario hipócrita a Jerry, Faith interrumpió con grosería contradiciéndolo abiertamente. El reverendo James la miró juntando sus tupidas cejas.

—Las niñas pequeñas no deben interrumpir a los mayores —sentenció—, y no deben contradecir a aquellos que saben mucho más que ellas.

Eso puso a Faith de peor humor que antes. ¡Ser llamada «niña pequeña», como si fuera igual que Rilla Blythe de Ingleside! Era insufrible. ¡Y cómo comía aquel abominable señor Perry! Hasta peló los huesos del pobre Adam. Ni Faith ni Una probaron bocado y miraban a los varones poco menos que como si fueran caníbales. Faith tenía la sensación de que si aquella espantosa comida no terminaba pronto, acabaría por arrojar algo a la brillante calva del señor Perry. Por suerte, el correoso pastel de manzana de la tía Martha fue demasiado hasta para los poderes masticatorios del señor Perry y la comida llegó a su fin tras un largo acción de gracias en el cual el señor Perry ofreció su devoto agradecimiento por la comida que una bondadosa y benéfica Providencia había provisto para sustento y moderado placer.

—Dios no tuvo absolutamente nada que ver con proveerte a Adam —masculló Faith en un gesto de rebeldía.

Los varones se alegraron de poder escapar y salieron. Una fue a ayudar a la tía Martha con los platos —aunque la gruñona vieja señora nunca recibía de buen grado su tímida asistencia— y Faith se dirigió al estudio, en cuyo hogar ardía un alegre fuego. Pensó escapar así del odiado señor Perry, que había anunciado su intención de dormir una siesta en su habitación durante la tarde. Pero apenas se había instalado en un rincón, con un libro, él entró y, de pie ante el fuego, procedió a examinar el desordenado estudio con aire de reprobación.

—Los libros de tu padre parecen estar en un deplorable estado de confusión, mi querida niñita —dijo con severidad.

Faith se quedó acurrucada en la oscuridad sin decir una palabra. No pensaba hablarle a aquel… individuo.

—Tendrías que tratar de ordenarlos —prosiguió el señor Perry, jugando con la hermosa cadena de su reloj y sonriendo a Faith con expresión condescendiente—. Ya estás lo suficientemente crecidita como para ocuparte de esos deberes. Mi hijita no tiene más que diez años y ya es una excelente amita de casa y una inmensa ayuda y consuelo para su madre. Es una niña muy dulce. Me gustaría que tuvieras el privilegio de conocerla. Podría ayudarte de varias maneras. Claro que tú no has tenido el inestimable privilegio de los cuidados y la educación que da una buena madre. Una triste carencia, una muy triste carencia. Le he hablado en más de una oportunidad a tu padre al respecto, señalándole su deber con toda franqueza, pero sin ningún resultado hasta el momento. Confío en que tome conciencia de su responsabilidad antes de que sea demasiado tarde. Entretanto, es tu deber y tu privilegio esforzarte por ocupar el lugar de tu santa madre. Podrías ejercer una gran influencia sobre tus hermanos y tu hermanita, podrías ser una verdadera madre para ellos. Mucho me temo que no piensas en estas cosas como deberías. Mi querida niña, permíteme que te abra los ojos.

La untuosa y complacida voz del señor Perry siguió su perorata. Estaba en su elemento. Nada le gustaba más que exponer la ley, ejercer su autoridad moral e instar a la gente a hacer cosas. No tenía la menor intención de dejar de hablar, y no lo hizo. Estaba en pie delante del fuego, con los pies plantados sobre la alfombra, soltando su catarata de pomposos lugares comunes. Faith no oyó ni una palabra. En realidad, no estaba escuchándolo. Miraba los largos faldones de su frac con un creciente y travieso deleite en los ojos castaños. El señor Perry estaba demasiado cerca del fuego. Los faldones comenzaron a chamuscarse… a echar humo. Él continuaba su perorata, envuelto en su propia elocuencia. De los faldones salía más humo. Una chispa saltó del fuego y aterrizó en la mitad de uno. Se pegó y se convirtió en un fuego sin llama. Faith ya no pudo contenerse y estalló en una carcajada ahogada.

El señor Perry se detuvo en seco, enojado por la impertinencia. De pronto tuvo conciencia del olor a tela quemada que llenaba la habitación. Giró en redondo y no vio nada. Entonces se llevó las manos a los faldones y los llevó hacia adelante. Ya había un agujero en uno de ellos; y era su traje nuevo. Faith se estremecía con una risa imparable al ver la pose y la expresión del reverendo.

—¿Te habías dado cuenta de que se me estaban quemando los faldones? —preguntó con irritación.

—Sí, señor —contestó Faith, modosita.

—¿Por qué no dijiste nada? —preguntó, mirándola con ira.

—Usted me dijo que era de mala educación interrumpir, señor —dijo ella, todavía más modosita.

—Si yo… si yo fuera su padre, le daría una paliza que no olvidaría mientras viviera, señorita —dijo un caballero reverendo muy irritado al tiempo que salía del estudio. La chaqueta del segundo mejor traje del señor Meredith no le quedaba bien, de modo que tuvo que ir al servicio vespertino con los faldones quemados. Pero no caminó por el pasillo central con su usual convicción del honor que confería al edificio. Jamás volvería a acceder a intercambiar púlpitos con el señor Meredith, y estuvo apenas civilizado con este último cuando, a la mañana siguiente, se vieron durante unos minutos en la estación. Pero Faith sintió una especie de tenebrosa satisfacción. Adam había sido parcialmente vengado.