18. Mary trae malas noticias

Mary Vanee, a quien la señora Elliott había enviado a la rectoría a un recado, brincaba por el Valle del Arco Iris camino de Ingleside, donde pasaría la tarde con Nan y Di para celebrar el sábado. Nan y Di habían estado recogiendo goma de abetos con Faith y Una en los bosques cercanos a la rectoría y las cuatro estaban ahora sentadas sobre un pino caído, junto al arroyo, todas, debemos admitirlo, mascando con entusiasmo. A las mellizas de Ingleside no se les permitía mascar goma en ningún lado que no fuera el aislamiento del Valle del Arco Iris, pero a Faith y a Una no las restringían semejantes reglas de etiqueta y mascaban alegremente en todas partes, para gran espanto de todo Glen. Un día se vio a Faith mascando goma en la iglesia, pero Jerry se había dado cuenta de que eso era malo y le echó tal reprimenda de hermano mayor que no volvió a hacerlo.

—Tenía tanta hambre que tenía que masticar algo —se defendió ella—. Tú sabes bien lo que desayunamos, Jerry Meredith. No pude comer ese desayuno quemado y sentía el estómago vacío, raro. La goma ayuda mucho, y no masqué con demasiada fuerza. No hice ruido y no la hice estallar ni una vez.

—De todas maneras, no debes mascar goma en la iglesia —insistió Jerry—. Que no te vuelva a pescar.

—Tú mascaste la semana pasada en la reunión de oración —exclamó Faith.

—Allí es diferente —dijo Jerry con altivez—. Las reuniones de oración no son los domingos. Además, estaba sentado atrás, en un asiento oscuro, y nadie me vio. Tú te sentaste delante, donde te veía todo el mundo. Y para el último himno yo me saqué la goma de la boca y la pegué en el respaldo del banco de delante. Después me fui. A la mañana siguiente fui a buscarla y no estaba. Supongo que me la quitó Rod Warren. Y era una goma muy buena.

Mary Vanee caminaba por el valle con la cabeza alta. Lucía un nuevo sombrero de terciopelo con un moño escarlata, una chaqueta de paño azul marino y un manguito de piel de ardilla. Estaba muy pendiente de su ropa nueva y muy satisfecha de sí misma. Tenía los cabellos elaboradamente rizados, la cara rellena, las mejillas sonrosadas y los blancos ojos resplandecientes. No se parecía mucho a la desamparada y harapienta huérfana que los Meredith habían encontrado en el viejo granero de los Taylor. Una intentó no sentir envidia. Ahí estaba Mary con un sombrero nuevo de terciopelo, pero ese invierno Faith y ella tendrían que ponerse otra vez sus viejas y gastadas boinas grises. Nadie pensaba nunca en comprarles boinas nuevas y ellas temían pedirle al padre por temor a que no tuviera el dinero y se sintiera mal. Una vez, Mary les había dicho que los pastores siempre andaban escasos de dinero y que les resultaba muy difícil llegar a fin de mes. Desde entonces Faith y Una habrían vestido harapos antes que pedirle a su padre cualquier cosa si podían evitarlo. No se preocupaban mucho por su propio estado zarrapastroso, pero era bastante irritante ver a Mary Vanee vestida con tanto lujo y dándose aires. El nuevo manguito de piel de ardilla era la gota que colmaba el vaso. Ni Faith ni Una habían tenido un manguito jamás y se consideraban afortunadas si podían tener mitones sin agujeros. La tía Martha no veía lo suficiente para remendar, y aunque Una lo había intentado, era mala costurera. La cuestión es que el recibimiento que le otorgaron a Mary no fue muy cordial. Pero a Mary no le importó o no se dio cuenta; no era demasiado sensible. De un salto se instaló en el pino y dejó el insultante manguito sobre una rama. Una vio que estaba forrado en satén rojo y tenía borlas rojas. Se miró las manitas enrojecidas y agrietadas y se preguntó si alguna vez podría ponerlas dentro de un manguito como aquél.

—Dadme un trozo —pidió Mary afablemente. Nan, Di y Faith sacaron del bolsillo un par de nuditos y se los alcanzaron a Mary.

Una se quedó muy quieta. Tenía cuatro nudos preciosos e inmensos en el bolsillo de su ajustada y gastada chaqueta, pero no iba a darle ni uno a Mary Vanee. ¡Qué fuera a buscarse su propia goma! La gente con manguitos de piel de ardilla no debe esperar conseguirlo todo.

—Hace un día buenísimo, ¿no? —dijo Mary, balanceando las piernas, tal vez para exhibir mejor sus nuevas botas forradas de tela. Una escondió los pies. Tenía un agujero en el dedo de una de las botas y los dos cordones estaban rotos. Pero eran las mejores que tenía. ¡Ah, esta Mary Vanee! ¿Por qué no la habrían dejado en el viejo granero?

Una nunca se sentía mal porque las mellizas de Ingleside estaban mejor vestidas que ella y Faith. Ellas usaban su ropa con gracia e indiferencia y parecía que nunca pensaban en eso. De alguna manera no hacían sentir mal vestidos a los demás. Pero cuando Mary Vanee estaba bien vestida parecía rezumar ropa, caminar en una atmósfera de ropa, hacer que todo el mundo sintiera y pensara en términos de ropa. Una, sentada a la luz color miel del sol de una preciosa tarde de diciembre, se sentía aguda y desdichadamente consciente de todo lo que tenía puesto: la boina descolorida, que era sin embargo su mejor boina; la ajustada chaqueta que usaba desde hacía tres inviernos; los agujeros de la falda y de las botas; la estremecedora escasez de su pobre ropa interior. Claro que Mary iba de visita y ella no. Pero aunque fuera de visita tampoco tendría nada mejor que ponerse, y eso era lo que la aguijoneaba.

—¡Eh, esta goma es buenísima! Mirad cómo la hago sonar. En Cuatro Vientos no hay abetos de goma —añadió Mary—. A veces me muero por masticar un poco. La señora Elliott no me dejaría mascar goma si me viera. Dice que no es propio de una señorita. Ese asunto de lo que es propio de una señorita y lo que no lo es me tiene intrigada. Nunca termino de entenderlo. Eh, Una, ¿qué te pasa? ¿Te han comido la lengua los ratones?

—No —dijo Una, que, fascinada, no podía apartar los ojos del manguito de piel. Mary se inclinó por encima de ella, lo recogió y se lo puso a Una en las manos.

—Mete las manos un rato —ordenó—. Las tienes como lastimadas. ¿No es precioso mi manguito? Me lo regaló la señora Elliott la semana pasada, para mi cumpleaños. Para Navidad me va a regalar el cuello haciendo juego. La oí cuando se lo decía al señor Elliott.

—La señora Elliott es muy buena contigo —comentó Faith.

—Sí. Y yo también soy buena con ella —respondió Mary—. Trabajo como una negra para facilitarle las cosas y tener todo como le gusta. Fuimos hechas la una para la otra. No todo el mundo podría llevarse con ella tan bien como yo. Es maniática de la limpieza, pero yo también, así que vamos bien.

—Ya te dije que nunca te golpearía.

—Es cierto. Nunca intentó ponerme una mano encima y yo nunca le he mentido, ni una vez, por la luz que me alumbra. A veces me echa algún sermón, pero a mí eso me resbala como el agua por el lomo de un pato. Eh, Una, ¿por qué te has quitado el manguito?

Una había vuelto a colgarlo de la rama.

—No tengo frío en las manos, gracias —dijo secamente.

—Bien, si ya no lo quieres, está bien. ¿Sabéis?, la vieja Kitty Alee ha regresado a la iglesia dócil como un corderito y nadie sabe por qué. Pero todos dicen que ha sido porque Faith hizo venir a Norman Douglas. Su ama de llaves dice que fuiste y le llamaste de todo. ¿Es cierto?

—Fui a pedirle que volviera a la iglesia —reconoció Faith, incómoda.

—¡Mira qué valiente! —dijo Mary, llena de admiración—. Yo no me habría atrevido a hacerlo y no soy ninguna cobarde. La señora Wilson dice que se llamaron de todo, pero que tú ganaste y que entonces él cambió de opinión. Escucha, ¿tu padre va a oficiar aquí mañana?

—No. Va a cambiar con el señor Perry, de Charlottetown. Papá ha ido a la ciudad esta mañana y el señor Perry vendrá esta noche.

—Pensaba que estaba pasando algo, aunque la vieja Martha no quiso soltar prenda. Pero estaba segura de que no iba a estar matando ese gallo porque sí.

—¿Qué gallo? ¿Qué estás diciendo? —gritó Faith, palideciendo.

—No sé qué gallo. No lo vi. Cuando le di la manteca que le mandó la señora Elliott me dijo que había estado en el granero matando un gallo para la comida de mañana.

Faith bajó del pino de un salto.

—Es Adam, no tenemos otro gallo; ha matado a Adam.

—Bueno, ahora no pierdas los estribos. Martha dijo que el carnicero de Glen no tenía carne esta semana y que tenía que preparar algo, y como las gallinas estaban todas poniendo…

—Si ha matado a Adam… —Faith salió corriendo colina arriba.

Mary se encogió de hombros.

—Ahora se volverá loca. Quería mucho a ese Adam. Hace mucho que tendría que haber ido a parar a la olla. Pero yo no quisiera estar en los zapatos de Martha. Faith está pálida de furia. Una, mejor ve tras ella y trata de tranquilizarla.

Mary había caminado unos pasos con las niñas Blythe cuando Una, de pronto, se volvió y corrió hacia ella.

—Aquí tienes un poco de goma, Mary —dijo con un dejo de arrepentimiento en la voz, poniendo sus cuatro nudos en las manos de Mary—, y me alegro de que tengas un manguito tan bonito.

—Bueno, gracias —contestó Mary, sorprendida. Después que Una se hubo ido, les comentó a las niñas Blythe—: ¿No es una criatura extraña? Pero siempre he dicho que tiene buen corazón.