17. Una victoria doble

Norman Douglas fue a la iglesia el primer domingo de noviembre y causó toda la sensación que deseaba. El señor Meredith le estrechó la mano con distracción en la entrada de la iglesia y dijo que deseaba que la señora Douglas se encontrara bien.

—No estaba muy bien cuando la enterré hace diez años, pero espero que ahora esté mejor de salud —tronó Norman, para horror y diversión de todos salvo del señor Meredith, que estaba ausente preguntándose si había logrado en el último párrafo del sermón toda la claridad que quería, y no tenía la menor idea de qué le decía Norman ni de qué le había dicho él.

Éste interceptó a Faith junto al portón.

—Como ves, cumplí con mi palabra, Rosa Roja. Ahora estoy libre hasta el primer domingo de diciembre. Bonito sermón, niña, muy bueno. Tu padre tiene más en la cabeza de lo que parece mirándolo. Pero se contradijo una vez, dile que se contradijo. Y dile que quiero el sermón furibundo en diciembre. Terminar el año viejo a lo grande, con un saborcito a infierno, ¿te das cuenta? ¿Y qué tal un buen sermón sobre el cielo para Año Nuevo? Aunque no sería ni la mitad de interesante que el del infierno, niña, ni la mitad. Pero me gustaría saber qué piensa tu padre sobre el cielo; es capaz de pensar, lo cual es escasísimo en el mundo, un pastor capaz de pensar. Pero se contradijo. ¡Ja, ja! Escucha una pregunta que podrías hacerle alguna vez, cuando esté despierto, niña. «¿Puede Dios hacer una roca tan grande que ni siquiera Él podría levantarla?». No la olvides. Quiero oír la opinión de tu padre. He cerrado la boca a muchos pastores con esa pregunta, niña.

Faith se alegró de poder escapar de él y correr a su casa. Dan Reese, que estaba parado entre todos los muchachos junto al portón, la miró y formó con los labios la palabra «cerdita», pero no se atrevió a decirla en voz alta allí. Al día siguiente, en la escuela, fue diferente. En el recreo del mediodía, Faith se encontró con Dan en el bosque de abetos de detrás de la escuela y Dan volvió a gritarle:

—¡Cerdita! ¡Cerdita! ¡La cerdita que tiene un gallo!

De pronto, Walter Blythe se levantó del césped mullido donde había estado leyendo, detrás de un grupito de abetos. Estaba muy pálido, pero sus ojos relampagueaban.

—¡Cállate, Dan Reese! —dijo.

—Ah, hola, señorita Walter —replicó Dan, para nada amilanado. Subió de un salto a la verja y canturreó:

¡El cobarde cobardito que robó un corderito, el cobarde cobardito!

—¡Tú eres una coincidencia! —declaró Walter, desdeñoso, poniéndose todavía más pálido. Tenía una idea muy somera de lo que era una coincidencia, pero Dan no tenía ninguna, y pensó que era algo especialmente insultante.

—¡Ja! ¡Cobardito! —volvió a gritar—. ¡Tu madre escribe mentiras, mentiras y mentiras! ¡Y Faith Meredith es una cerdita, es una cerdita! ¡Y tiene un gallo tonto, muy tonto, retonto! ¡Ja, jaaa! ¡Cobarde cobardito, co…!

Dan no pudo ir más lejos. Walter se lanzó hacia él acortando la distancia que los separaba y tiró a Dan de la verja con un golpe bien dado. La súbita y nada gloriosa caída y el siguiente desparramo de Dan fue festejado con una carcajada y batir de palmas de parte de Faith. Dan se levantó de un salto, rojo de furia, y comenzó a trepar la verja. Pero justo en ese momento sonó la campana de la escuela, y Dan sabía qué les sucedía a los chicos que llegaban tarde a la clase del señor Hazard.

—Ya nos encontraremos —bramó—. ¡Cobardito!

—Cuando quieras —contestó Walter.

—Ay, no, no, Walter —rogó Faith—. No pelees con él. A mí no me importa lo que dice, no voy a rebajarme a sentirme molesta por lo que digan personas como él.

—Te insultó a ti y a mi madre —dijo Walter con la misma calma mortal—. Esta noche después de la escuela, Dan.

—Tengo que irme en seguida a mi casa a recoger patatas —respondió Dan, enfurruñado—. Pero mañana sí.

—Muy bien, mañana por la noche aquí —asintió Walter.

—Y te voy a romper esa cara de mariquita que tienes —prometió Dan.

Walter se estremeció, no tanto de miedo por la amenaza sino por la repulsión ante la fealdad y la vulgaridad. Pero mantuvo la cabeza en alto y entró a clase. Faith lo siguió con emociones encontradas. Odiaba pensar en que Walter iba a pelearse con aquel cerdo pero ¡ah, qué espléndido había estado! ¡Además, iba a pelear por ella, por Faith Meredith, para castigar a quién la había insultado! Claro que ganaría, ojos como los de él anunciaban victoria.

Sin embargo, la confianza de Faith en su paladín había disminuido un poco para la tarde. Walter estuvo muy callado y distante el resto del día en la escuela.

—Si fuera Jem —suspiró, contándole a Una, sentadas las dos en la tumba de Hezekiah Pollock en el cementerio—. El pelea tan bien que liquidaría a Dan en un abrir y cerrar de ojos. Pero Walter no sabe mucho de pelear.

—Yo tengo miedo de que lo lastime —dijo Una, que odiaba las peleas y no podía comprender el sutil y secreto júbilo que adivinaba en Faith.

—No tiene por qué —adujo Faith, incómoda—. Es del mismo tamaño que Dan.

—Pero Dan es mucho mayor —insistió Una—. Si tiene casi un año más.

—Dan no se ha peleado tanto, si uno se pone a pensar —reflexionó Faith—. Yo creo que en realidad es un cobarde. No pensó que Walter fuera a pelearse, si no no se hubiera puesto a insultarme delante de él. ¡Ay, si hubieras visto la cara de Walter cuando lo miró, Una! Me dio un escalofrío, pero un hermoso escalofrío. Parecía igualito a sir Galahad en ese poema que nos leyó papá el sábado.

—A mí no me gusta nada pensar en que se van a pelear y me gustaría que pudiéramos evitarlo —señaló Una.

—Ah, ahora tienen que pelear —exclamó Faith—. Es un asunto de honor. No vayas a decirle nada a nadie, Una. ¡Si dices una palabra, nunca más te cuento un secreto!

—No voy a decir nada —accedió Una—. Pero mañana no me voy a quedar a ver la pelea. Me volveré a casa.

—Ah, está bien. Yo tengo que estar; sería una mezquindad no quedarme cuando Walter va a pelearse por mí. Le voy a atar mis colores en el brazo, es lo que hay que hacer, porque él es mi caballero. ¡Qué suerte que la señora Blythe me regalara esa preciosa cinta azul para el pelo en mi cumpleaños! Me la he puesto dos veces nada más, así que es casi como si fuera nueva. Pero me gustaría estar segura de que Walter va a ganar. Sería tan… tan humillante que no ganara…

Faith habría tenido mucha más aprensión de haber podido ver a su paladín en esos precisos momentos.

Walter se había ido a su casa después de la escuela con su virtuosa ira de capa caída y suplantada por una sensación bastante desagradable. A la noche siguiente tendría que pelearse con Dan Reese, y no quería hacerlo, odiaba hasta pensarlo. Y no podía dejar de pensarlo. ¿Le dolería mucho? Tenía un miedo terrible de que le doliera. ¿Y sería vencido y humillado?

No pudo casi comer. Susan había preparado gran cantidad de «caritas de mono», que a él le encantaban, pero a duras penas pudo tragar una. Jem se comió cuatro. Walter se maravilló de que fuera posible. ¿Cómo podía alguien comer? ¿Y cómo podían todos parlotear tan alegremente como ahora? Ahí estaba mamá, con sus ojos brillantes y sus mejillas rosadas. Ella no sabía que al día siguiente su hijo tendría que pelearse. ¿Estaría tan contenta si lo supiera?, se preguntó sombríamente. Jem le había sacado una fotografía a Susan con su cámara nueva y el resultado recorría la mesa, ante lo cual Susan estaba terriblemente indignada.

—Yo no soy ninguna belleza, mi querida señora, lo sé bien, y siempre lo he sabido —dijo, ofendida—, pero nunca, no, nunca creeré que soy tan fea como he salido en esa fotografía.

Jem se rió y Ana volvió a reírse con él. Walter no pudo soportarlo. Se levantó y se fue a su cuarto.

—A ese chico le está pasando algo por la cabeza, mi querida señora —dijo Susan—. No ha comido casi nada. ¿No estará tramando otro poema?

El pobre Walter estaba muy alejado en espíritu del estelar reino de la poesía. Apoyó los codos en el alféizar de la ventana y posó la cabeza con desconsuelo en las manos.

—Ven, vamos a la costa, Walter —exclamó Jem, irrumpiendo en la habitación—. Los muchachos van a quemar los pastos de la colina esta noche. Papá dice que podemos ir. Vamos.

En otro momento, Walter habría estado encantado. Le parecía gloriosa la quema de los pastos de la colina. Pero ahora se negó directamente a ir y no hubo argumento ni súplica que lo hiciera cambiar de idea. El decepcionado Jem, a quien no le hacía mucha gracia hacer solo el largo y oscuro camino hasta la Punta de Cuatro Vientos, se retiró a su museo en la buhardilla y se sumió en un libro. Pronto olvidó su decepción, regodeándose con los héroes de antaño y deteniéndose de tanto en tanto para imaginarse a sí mismo como un famoso general que llevaba a sus tropas a la victoria en algún gran campo de batalla.

Walter se quedó sentado junto a la ventana hasta que llegó la hora de irse a dormir. Di entró de puntillas, esperando que le contara qué sucedía, pero Walter no podía hablar del tema, ni siquiera con Di. Hablar de ello parecía conferirle una realidad ante la cual se encogía. Ya era suficiente tormento pensarlo. Las secas y arrugadas hojas susurraban en los arces frente a su ventana. El resplandor de llamaradas rosas se había apagado ya en el cielo hueco y plateado y la luna llena se elevaba gloriosamente sobre el Valle del Arco Iris. A lo lejos, un fuego oscuro pintaba una composición de gloria en el horizonte más allá de las colinas. Era un anochecer claro y despejado y los sonidos lejanos se oían con nitidez. Un zorro ladraba del otro lado del estanque, una locomotora resoplaba en la estación de Glen, un arrendajo gritaba como loco en el bosque de arces y había risas en el jardín de la rectoría. ¿Cómo podía la gente reírse? ¿Cómo podían los zorros, los arrendajos y las locomotoras comportarse como si al día siguiente no fuera a suceder nada?

—¡Ay, ojalá todo hubiera pasado ya! —gimió.

Durmió muy poco esa noche y le fue muy difícil tragar el desayuno a la mañana siguiente. Susan, es cierto, era demasiado generosa con sus porciones. El señor Hazard halló en él a un alumno poco satisfactorio esa mañana. Parecía que la inteligencia de Faith Meredith también se había ido de vacaciones. Dan Reese no dejó de dibujar furtivamente sobre su pizarra, a escondidas, dibujos de niñas con cabezas de cerdo o de gallo y los enseñaba a toda la clase. La noticia de la inminente batalla se había difundido y casi todos los varones y muchas de las niñas estuvieron en el bosque de abetos cuando llegaron Dan y Walter después de clase. Una se había ido a casa, pero Faith estaba allí, tras haber atado su cinta azul al brazo de Walter. Walter dio gracias de que ni Jem ni Di ni Nan estuvieran entre los espectadores. Por una u otra razón no se habían enterado de lo que sabían todos los demás y ellos también se habían ido a casa. Ahora Walter se enfrentaba a Dan intrépidamente. En el último momento todo el miedo había desaparecido, pero todavía le asqueaba la idea de pelear. Dan, se veía, estaba en realidad más pálido debajo de sus pecas que Walter. Uno de los muchachos mayores dio la señal y Dan le pegó a Walter en la cara.

Walter trastabilló. El dolor del golpe recorrió por un momento su sensible cuerpo. Pero luego ya no sintió dolor. Alguna cosa, algo que no había experimentado nunca antes, pareció envolverlo como un río. Se puso colorado y los ojos se le encendieron como dos ascuas. Los alumnos de la escuela de Glen St. Mary jamás supusieron que «la señorita Walter» pudiera tener ese aspecto. Se lanzó hacia adelante y sobre Dan como un tigre salvaje.

No había reglas específicas en las luchas entre los alumnos de la escuela de Glen. Era pegar como y donde se pudiera y recibir lo que viniese. Walter peleó con furia salvaje y con alegría en una lucha en la que Dan no podía mantenerse. Todo terminó muy rápido. Walter no tuvo una idea muy consciente de lo que estaba haciendo hasta que de pronto la niebla roja desapareció de sus ojos y se encontró a sí mismo arrodillado sobre el cuerpo de Dan, de cuya nariz, ¡qué horrible!, manaba sangre.

—¿Ya has tenido suficiente? —preguntó Walter entre sus dientes apretados.

Dan admitió a regañadientes que sí.

—¿Mi madre no escribe mentiras?

—No.

—¿Faith Meredith no es una cerdita?

—No.

—¿Ni una niña-gallo?

—No.

—¿Y yo no soy un cobarde?

—No.

Walter estuvo por preguntar: «¿Y tú, eres un mentiroso?», pero la compasión se lo impidió y no humilló más a Dan. Además, la sangre era horrible.

—Entonces puedes irte —dijo con desprecio.

Hubo un gran aplauso de parte de los varones que estaban subidos a la verja, pero algunas niñas lloraban. Estaban asustadas. Habían visto otras riñas entre los varones, pero nada como Walter cuando le pegaba a Dan. Había habido algo terrorífico en él. Pensaron que iba a matarlo. Ahora que todo había pasado, sollozaban histéricamente, todas menos Faith, que seguía tensa y con las mejillas encendidas.

Walter no se quedó a disfrutar de la gloria del vencedor. Saltó la verja y corrió por la colina de los abetos hasta el Valle del Arco Iris. No sentía la alegría de la victoria, pero sí la tranquila satisfacción del deber cumplido y el honor lavado, mezclado con el asco al recordar la sanguinolenta nariz de Dan. Era un espectáculo feo y Walter odiaba la fealdad.

Empezó a darse cuenta asimismo de que él también estaba algo dolorido y apaleado. Tenía un labio cortado e hinchado y una sensación muy rara en un ojo. En el Valle del Arco Iris se encontró con el señor Meredith, que volvía a su casa de una visita vespertina a las señoritas West. El reverendo caballero lo miró muy serio.

—Me da la impresión de que has estado peleándote, Walter.

—Sí, señor —dijo Walter, esperando una reprimenda.

—¿Por qué ha sido?

—Dan Reese dijo que mi madre escribía mentiras y que Faith era una cerdita —respondió Walter a bocajarro.

—¿Ajá? Entonces estuviste más que justificado, Walter.

—¿Usted piensa que está bien pelear, señor? —preguntó Walter con curiosidad.

—No siempre, y no con frecuencia, pero, a veces sí, a veces —dijo John Meredith—. Cuando se insulta a cualquier mujer, por ejemplo, como en tu caso. Mi lema, Walter, es no pelear hasta no estar seguro de que uno debe pelear, y entonces poner el alma. A pesar de esa batería de colores deduzco que ganaste.

—Sí. Lo hice retractarse de todo.

—Muy bien, muy bien. No sabía que fueras tan buen luchador, Walter.

—No me había peleado nunca, y ahora no quería, hasta el último momento, pero después… —dijo Walter, que quería contar la verdad—. Mientras duró me gustó.

Al reverendo John le refulgieron los ojos.

—¿Al principio… tuviste un poco de miedo?

—Tuve muchísimo miedo —dijo el honesto Walter—. Pero ya no voy a tener miedo nunca más, señor. Tener miedo a las cosas es peor que las cosas en sí mismas. Voy a pedirle a mi padre que me lleve a Lowbridge mañana a sacarme la muela.

—Muy bien otra vez. «El temor es más dolor que el dolor que teme». ¿Sabes quién escribió eso, Walter? Shakespeare. ¿Hay algún sentimiento o emoción o experiencia del corazón humano que ese hombre maravilloso no conociera? Cuando llegues a tu casa dile a tu madre que estoy orgulloso de ti.

Pero Walter no le dijo eso a su madre, sino todo el resto, y ella lo comprendió y le dijo que se alegraba de que las hubiera defendido a ella y a Faith, puso pomada en sus moretones y agua de Colonia en la cabeza dolorida.

—¿Todas las madres son tan buenas como tú? —preguntó Walter con admiración. La señorita Cornelia y Susan estaban en la sala cuando Ana bajó y escucharon el relato de lo ocurrido con placer. Susan, especialmente, estaba muy complacida.

—Me alegro muchísimo de que haya tenido una buena pelea, mi querida señora. Tal vez eso le saque de la cabeza esas tonterías de poesía. Yo nunca, no, nunca, pude soportar a esa víbora de Dan Reese. ¿No quiere sentarse más cerca del fuego, señora Marshall Elliott? Las tardes de noviembre son muy frescas.

—Gracias, Susan, no tengo frío. Pasé por la rectoría antes de venir para aquí y entré en calor, aunque tuve que ir a la cocina porque no había un fuego encendido en ningún otro lugar de la casa. La cocina era un desastre, créanme. El señor Meredith no estaba en casa. No pude averiguar dónde se encontraba, pero creí entender que en casa de las West. Sabes, Ana querida, dicen que ha estado yendo frecuentemente durante todo el otoño y la gente ha comenzado a pensar que va a ver a Rosemary.

—Obtendría una esposa encantadora si se casara con Rosemary —opinó Ana, poniendo leña sobre el fuego—. Es una de las muchachas más encantadoras que he conocido, verdaderamente una de las de la raza de José.

—Sí… sólo que es episcopal —dijo la señorita Cornelia, vacilante—. Claro que es mejor eso que metodista, pero en verdad creo que el señor Meredith podría encontrar una buena esposa dentro de su propia congregación. Aunque lo más probable es que no haya nada en los rumores. Hace apenas un mes le dije: «Tendría que volver a casarse, señor Meredith». Me miró tan espantado como si le hubiera sugerido algo indecente. «Mi esposa está en su tumba, señora Elliott», observó, con ese estilo gentil y virtuoso que tiene. «Eso tengo entendido —le dije—, de lo contrario no estaría aconsejándole que volviera a casarse». Entonces pareció espantarse más todavía. Por lo que dudo que haya mucho de cierto en esa historia sobre Rosemary. Si un pastor soltero visita dos veces una casa donde hay una mujer soltera, todos dicen que está cortejándola.

—A mí me parece, si se me permite decirlo, que el señor Meredith es demasiado tímido para cortejar a una segunda esposa —opinó Susan, muy solemne.

—No es tímido, créanme —replicó la señorita Cornelia—. Distraído sí, pero no tímido. Y a pesar de ser tan distraído y soñador tiene muy buena opinión de sí mismo, lo cual es típico en los hombres; y cuando esté verdaderamente despierto no creo que le cueste demasiado pedirle a una mujer que lo acepte por esposo. No, el problema es que quiere engañarse a sí mismo pensando que su corazón está enterrado, cuando en realidad late dentro de su pecho como el de cualquiera. Puede que le guste o no a Rosemary West. Si es sí, debemos alegrarnos. Es una muchacha muy dulce y una buena ama de casa, y sería una buena madre para esos pobres niños desamparados. Y —agregó la señorita Cornelia, resignada— mi propia abuela era episcopal.