La noche siguiente al entierro de la señora Myra Murray, que había vivido al otro lado del puerto, la señorita Cornelia y Mary Vanee fueron a Ingleside. Había varias cosas sobre las cuales la señorita Cornelia deseaba aliviar su alma. Era necesario hablar del funeral, por supuesto. Susan y la señorita Cornelia se ocuparon exhaustivamente del tema entre las dos; Ana no tomaba parte ni se regodeaba en tan tétricas conversaciones. Se quedó algo apartada mirando la llama otoñal de las dalias en el jardín y el puerto, soñador y resplandeciente en el crepúsculo de septiembre. Mary Vanee estaba sentada a su lado, tejiendo dócilmente. El corazón de Mary estaba en el Valle del Arco Iris, de donde llegaban los tenues sonidos, suavizados por la distancia, de risas de niños, pero sus dedos estaban bajo el ojo vigilante de la señorita Cornelia. Tenía que tejer una cantidad determinada de vueltas de la media antes de ir al valle. Mary tejía y guardaba silencio, pero utilizaba las orejas.
—Nunca he visto un cadáver más hermoso —comentó la señorita Cornelia—. Myra Murray siempre fue muy guapa; era una Corey, de Lowbridge, y los Corey son famosos por su belleza física.
—Yo, cuando pasé junto al cuerpo, dije: «pobre mujer, espero que seas tan feliz como pareces» —murmuró Susan con un suspiro—. Estaba casi igual. El vestido que le pusieron era aquél de satén negro que se compró para la boda de la hija hace catorce años. En aquel entonces su tía le dijo que lo guardara para su funeral, pero Myra rió y dijo: «Puede ser que me lo ponga para mi funeral, tiíta, pero antes voy a disfrutarlo bien». Y puedo decir que así fue. Myra Murray no era mujer de ir a su propio funeral antes de morirse. Muchas veces después de aquella conversación, cuando la veía divirtiéndose con amigos, pensaba para mis adentros: «Eres una hermosa mujer, Myra Murray, y ese vestido te sienta bien, pero es probable que al final sea tu mortaja». Y ya ve que mis palabras se hicieron realidad, señora de Marshall Elliott.
Susan volvió a exhalar un profundo suspiro. Lo estaba pasando muy bien. Un funeral era un delicioso tema de conversación.
—A mí siempre me gustaba encontrarme con Myra —dijo la señorita Cornelia—. Siempre estaba tan contenta y de tan buen humor que sólo con estrecharle la mano te sentías mejor. Myra siempre veía el lado bueno de las cosas.
—Eso es cierto —dijo Susan—. Su cuñada me contó que cuando el médico le dijo que no podría hacer nada por ella y que no volvería a levantarse de la cama, Myra dijo alegremente: «Bien, en ese caso, doy gracias porque todas las conservas están hechas y no tendré que vérmelas con la limpieza general de la casa en otoño. Siempre me gustó la limpieza de primavera, pero siempre he detestado la de otoño. Este año me libraré, gracias al cielo». Hay quienes consideran eso una ligereza, señora de Marshall Elliott, y yo creo que la cuñada estaba un poco avergonzada. Dijo que tal vez la enfermedad había hecho a Myra algo irresponsable. Pero yo le contesté: «No, señora Murray, no se preocupe. Era típico de Myra ver el lado bueno de las cosas».
—Su hermana Luella era exactamente al revés —acotó la señorita Cornelia—. Para Luella las cosas no tenían lado bueno, todo era negro o en distintos tonos de gris. Estuvo años diciendo que se moriría en una semana. «No seré un estorbo durante mucho tiempo», decía a su familia con un gemido. Y si alguno de sus parientes osaba hablar de algún pequeño plan para el futuro, gemía y decía: «Ah, yo no estaré aquí para entonces». Cuando iba a verla siempre le daba la razón, cosa que le gustaba tanto que se encontraba mucho mejor por unos cuantos días. Ahora tiene mejor salud pero no mejor humor. ¡Myra era tan diferente! Siempre hacía o decía algo para que te sintieras bien. Tal vez tenga algo que ver con los hombres con quienes se casaron. El de Luella era un salvaje, pueden creerme, mientras que Jim Murray era una persona decente, para ser hombre. Hoy estaba destrozado. No es frecuente que yo sienta pena por un hombre en el entierro de su esposa, pero Jim Murray sí me ha dado pena.
—No es de extrañar que estuviera tan triste. No le será fácil conseguir otra esposa como Myra —opinó Susan—. Tal vez ni lo intente, ya que sus hijos están todos crecidos y Mirabel es muy capaz de hacerse cargo de la casa. Pero nunca se puede predecir lo que puede hacer un viudo y yo no arriesgaré pronósticos.
—Extrañaremos mucho a Myra en la iglesia —se lamentó la señorita Cornelia—. ¡Trabajaba tanto! No había nada que la acobardara. Y si no podía superar una dificultad, daba un rodeo, y si no podía dar un rodeo, hacía cuenta que la dificultad no existía, y por lo general funcionaba. «No bajaré los brazos hasta el final de mi camino», me dijo una vez. Bien, el final de su camino ha llegado.
—¿Le parece? —preguntó Ana, de retorno del país de los sueños—. Yo no me imagino que haya llegado al final de su camino. ¿Se la imaginan sentada y entrelazando las manos, con ese ávido e inquisitivo espíritu suyo, con su afán de aventuras? No, yo creo que la muerte abrió un portón y se encaminó hacia… hacia nuevas y resplandecientes aventuras en lugares celestiales.
—Tal vez… tal vez —asintió la señorita Cornelia—. ¿Sabes, Ana querida?, a mí nunca me gustó demasiado esa doctrina del descanso eterno, aunque espero que no sea una herejía decirlo. Yo en el cielo quiero trabajar igual que aquí. Y espero que haya un sustituto celestial para los pasteles y los bizcochos, algo que se pueda hacer. Claro que a veces uno se cansa mucho y cuanto más vieja eres más te cansas. Pero hasta el más cansado tendrá tiempo de descansar en la eternidad, digo yo. Con excepción, tal vez, de un hombre perezoso.
—Cuando vuelva a ver a Myra Murray —expresó Ana—, quiero verla venir hacia mí, activa y riendo, como siempre la vi aquí abajo.
—Ay, mi querida señora —dijo Susan, impresionada—, ¿usted no pensará que Myra estará riéndose en el mundo por venir?
—¿Por qué no, Susan? ¿Usted piensa que estará llorando?
—No, no, mi querida señora, no me malinterprete. Yo no creo que vayamos a reír ni a llorar.
—¿Entonces?
—Bueno —dijo Susan, acorralada—, es mi opinión, mi querida señora, que estaremos solemnes y sagrados.
—¿Y usted realmente piensa —dijo Ana, lo suficientemente solemne— que Myra Murray o yo podríamos estar solemnes y sagradas siempre… todo el tiempo, Susan?
—Bueno —admitió Susan con desgana—, podría aventurarme a decir que tendrían que sonreír de vez en cuando, pero no admitiré que habrá risas en el cielo. La idea me parece irreverente, mi querida señora.
—Bien, volvamos a la Tierra —dijo la señorita Cornelia—, ¿a quién podemos llamar para que dé la clase de Myra en la escuela dominical? Julia Clow ha estado ocupándose de ella desde que Myra cayó enferma, pero se va a la ciudad a pasar el invierno y tendremos que conseguir a otra persona.
—Oí decir que la señora de Laurie Jamieson la quería —señaló Ana—. Los Jamieson han ido a la iglesia con regularidad desde que se mudaron de Lowbridge a Glen.
—¡Escoba nueva! —exclamó la señorita Cornelia con desconfianza—. Espera a que hayan ido regularmente durante un año.
—No se puede confiar en la señora Jamieson, mi querida señora —acotó Susan, muy seria—. Una vez se murió y cuando le estaban tomando las medidas para el ataúd, después de acostarla cuan larga era, ¿no vuelve a la vida? Ahora dígame, mi querida señora, si se puede confiar en una mujer así.
—Puede hacerse metodista en cualquier momento —dijo la señorita Cornelia—. Tengo entendido que en Lowbridge iban a la iglesia metodista con la misma frecuencia que a la presbiteriana. Yo aquí todavía no los he pescado haciendo lo mismo, pero no aprobaría que tomáramos a la señora Jamieson para la escuela dominical. Claro que tampoco debemos ofenderlos. Estamos perdiendo demasiada gente, por muerte o mal genio. La señora Davis dejó la iglesia, nadie sabe por qué. Les dijo a los administradores que no volvería a pagar ni un solo centavo más del salario del señor Meredith. Claro que casi todos dicen que los niños la ofendieron, pero a mí, no sé por qué, no me parece que haya sido eso. Traté de sonsacar a Faith, pero lo único que pude obtener de ella fue que la señora Davis había ido, al parecer de muy buen humor, a ver a su padre, y se había retirado furiosa, llamándolos «bribones» a todos ellos.
—¡Con que bribones! —exclamó Susan, indignada—. ¿Olvida la señora Davis que su tío por parte de madre fue sospechoso de envenenar a la esposa? Nunca se probó, mi querida señora, y no conviene creer en todo lo que se oye. Pero si yo tuviera un tío cuya esposa murió sin una razón satisfactoria, no iría por ahí llamando bribones a unos niños inocentes.
—La cuestión —dijo la señorita Cornelia— es que la señora Davis pagaba una abultada suscripción y es un problema cómo compensar la pérdida. Y si pone a los otros Douglas en contra del señor Meredith, lo cual intentará hacer, el señor Meredith tendrá que irse.
—Yo creo que al resto del clan no le gusta mucho la señora Davis —indicó Susan—. No es probable que consiga convencerlos.
—¡Pero esos Douglas están tan unidos! Si se toca a uno, se toca a todos. No podemos prescindir de ellos. Pagan la mitad del salario. Se pueden decir otras cosas sobre ellos, pero no que son mezquinos. Norman Douglas daba cien por año hace mucho, antes de dejarnos.
—¿Por qué dejó la iglesia? —preguntó Ana.
—Dijo que un miembro de la junta le robó en un negocio con una vaca. Hace veinte años que no viene a la iglesia. Su esposa solía ir regularmente cuando vivía, pobrecita, pero él nunca le permitió pagar nada, excepto un centavo de cobre cada domingo. Ella se sentía horriblemente humillada. No sé si fue muy buen esposo, aunque nunca se la oyó quejarse. Pero siempre parecía asustada. Norman Douglas no se casó con la mujer que quería hace treinta años, y a los Douglas nunca les gustó conformarse con algo que no fuera lo mejor.
—¿Quién era la mujer que quería?
—Ellen West. No estaban lo que se dice comprometidos, creo, pero salieron juntos durante dos años. Y un día se pelearon, nadie supo nunca por qué. Una pelea tonta, creo. Y Norman fue y se casó con Hester Reese antes de que se le pasara el enfado; se casó con ella para vengarse de Ellen, sin duda. ¡Típico de un hombre! Hester era muy bonita, pero nunca tuvo mucho carácter y él le aplastó el poco que tenía. Era demasiado dócil para Norman. Él necesitaba una mujer que pudiera enfrentársele. Ellen lo habría tenido a raya y él la habría querido más. Despreciaba a Hester, ésa es la verdad, simplemente porque siempre cedía ante él. Yo muchas veces lo oí decir, hace mucho tiempo, cuando era un hombre joven: «Dadme una mujer valiente, así me gustan». Y luego va y se casa con una muchacha que no se atrevía a decirle buu a un ganso: típico de un hombre. Esa familia de los Reese eran meros vegetales. Hacían como que vivían, pero no vivían de verdad.
—Russell Reese usó el anillo de esponsales de su primera esposa para casarse con la segunda —agregó Susan, recordando—. Eso fue ser demasiado ahorrativo, en mi opinión, mi querida señora. Y su hermano John tiene su propia tumba preparada en el cementerio del otro lado del puerto, con todo menos la fecha, y va a mirarla todos los domingos. No hay muchas personas a las que eso les pueda resultar divertido, pero es evidente que a él sí. Las personas tienen ideas muy diferentes sobre lo divertido.
»En cuanto a Norman Douglas, es un pagano perfecto. Cuando el último pastor le preguntó por qué no iba nunca a la iglesia, dijo: «¡Demasiadas mujeres feas, pastor, demasiadas mujeres feas!». A mí me gustaría ir a ver a ese hombre, mi querida señora, y decirle, solemnemente: «¡Existe algo llamado infierno!».
—Ah, Norman no cree que exista —dijo la señorita Cornelia—. Espero que averigüe su error cuando se muera. Eh, Mary, ya has tejido siete centímetros; puedes ir a jugar con los niños media hora.
Mary no esperó a que se lo repitieran. Voló al Valle del Arco Iris con el corazón tan liviano como los pies, y en el curso de la conversación le contó a Faith Meredith todo lo referente a la señora Davis.
—Y la señora Elliott dice que va a poner a todos los Douglas en contra de tu padre y entonces él tendrá que irse de Glen porque no le pagarán el sueldo —dijo para finalizar—. Yo no sé qué puede hacerse, por el cielo. Si el viejo Norman Douglas volviera a la iglesia y pagara, no sería tan serio. Pero no lo hará… y los Douglas se irán… y todos vosotros también os tendréis que ir.
Aquella noche, Faith se acostó con un peso en el corazón. La idea de dejar Glen era insoportable. En ningún otro lugar del mundo había amigos como los Blythe. Se le había estrujado el corazoncito cuando se fueron de Maywater; había llorado lágrimas muy amargas al separarse de los amigos de Maywater y de la vieja rectoría donde había vivido y muerto su madre. No podía pensar con calma en otra separación; y ésta era más difícil. No podía abandonar Glen St. Mary y su querido Valle del Arco Iris, ni el precioso cementerio.
—Es horrible ser la familia de un pastor —gimió contra la almohada—. Apenas uno se encariña con un lugar, lo arrancan de raíz. Yo nunca, nunca me casaré con un pastor, por bueno que sea.
Faith se incorporó en la cama y miró por la ventanita cubierta de hiedra. La noche estaba serena y el silencio era interrumpido sólo por la suave respiración de Una. Faith se sintió espantosamente sola en el mundo. Veía Glen St. Mary bajo los azules campos llenos de estrellas de la noche de otoño. Sobre el valle brillaba una luz en el dormitorio de las chicas de Ingleside y otra en la habitación de Walter. Se preguntó si el pobre Walter tendría otra vez dolor de muelas. Entonces suspiró, con un efímero suspiro de envidia de Nan y Di. Ellas tenían una madre y una casa estable, ellas no estaban a merced de la gente que se enfadaba sin razón alguna y los llamaba bribones. Lejos, más allá de Glen, entre campos que estaban muy tranquilos en medio del sueño, ardía otra luz. Faith sabía que era la casa donde vivía Norman Douglas. Se decía que se quedaba horas y horas leyendo de noche. Mary había dicho que si se lo pudiera convencer para que volviera a la iglesia todo se arreglaría. ¿Y por qué no? Faith miró una gran estrella baja que pendía sobre el alto y esbelto abeto del portón de la iglesia metodista y tuvo una inspiración. Sabía que había que hacer algo y ella, Faith Meredith, lo haría. Ella lo arreglaría todo. Con un suspiro de satisfacción, apartó el mundo oscuro y solitario y se acurrucó junto a Una.