13. La cascada de la colina

Había un arroyo frío y cristalino que nunca dejaba de correr en un claro resguardado por abedules del Valle del Arco Iris, en el extremo más bajo, cerca del pantano. Pocos conocían su existencia. Los niños de la rectoría y de Ingleside lo conocían, por supuesto, como conocían todo lo relativo al valle mágico. En ocasiones iban allí a beber agua y figuraba en muchos de sus juegos como la fuente de alguna antigua historia. Ana lo conocía y lo adoraba porque, en cierto modo, le recordaba la Burbuja de la Dríada de Tejas Verdes. Rosemary West lo conocía; también para ella era la fuente de una antigua historia. Hacía dieciocho años había estado sentada junto a él un atardecer de primavera oyendo a Martin Crawford tartamudear una confesión de ferviente amor adolescente. Ella había susurrado su propio secreto, se habían besado y, junto al arroyo, habían prometido quererse siempre. Nunca más habían vuelto a estar allí: poco después, Martin había zarpado en su viaje fatal. Pero para Rosemary West siempre fue un lugar sagrado, santificado por aquella hora inmortal de juventud y amor. Cada vez que pasaba cerca de él se acercaba para mantener una cita secreta con un viejo sueño, un sueño del cual hacía tiempo que se había ido el dolor para dejar sólo su inolvidable dulzura. El arroyo estaba oculto. Se podía pasar a veinte metros de él sin sospechar su existencia. Dos generaciones atrás, un pino inmenso había caído casi atravesándolo. Del árbol no quedaba más que el tronco descascarado, donde crecían frondosos helechos, formando así un techo verde y una manta de encaje para el agua. Junto a él se erguía un arce con un tronco curiosamente retorcido y nudoso, que reptaba por el suelo un trecho antes de elevarse por los aires, formando un bonito asiento. Y septiembre había arrojado un chal de pálidos asteres azul humo alrededor del claro.

Una noche, al regresar de unas visitas pastorales por el camino que cruzaba los campos del Valle del Arco Iris, John Meredith se apartó del camino para beber del arroyito. Walter Blythe se lo había enseñado una tarde hacía pocos días y los dos habían mantenido una larga charla sentados sobre el asiento del arce. Debajo de su timidez y su aparente indiferencia, John Meredith tenía el corazón de un niño. De pequeño le llamaban Jack, aunque nadie de Glen St. Mary lo habría creído. Walter y él habían simpatizado y hablaron sin reservas. El señor Meredith se abrió camino hasta los escondites sellados y sagrados del alma del muchachito donde ni siquiera Di había estado. Desde aquella hora de amistad serían amigos, y Walter supo que jamás volvería a tenerle miedo al pastor.

—Nunca creí que se pudiera ser amigo de un pastor —le dijo a su madre aquella noche.

John Meredith bebió agua tomándola con su blanca y delicada mano, cuyo apretón de acero siempre sorprendía a la gente que no lo conocía, y se sentó en el asiento del arce. No tenía prisa por regresar a casa; aquél era un lugar hermoso y él estaba mentalmente cansado después de una ronda de conversaciones bastante poco interesantes con muchas buenas y tontas personas. Estaba saliendo la luna. En el Valle del Arco Iris rondaba el viento y vigilaban las estrellas solamente donde estaba él, pero lejos, desde el extremo más alto, venían las alegres notas de risas y voces infantiles.

La belleza etérea de los asteres a la luz de la luna, el resplandor del arroyito, el suave murmullo del agua, la oscilante gracia de los helechos, todo tejía una blanca magia alrededor de John Meredith. Olvidó las preocupaciones de su parroquia y los problemas espirituales; los años se fueron de él; fue otra vez un joven estudiante de teología y las rosas de junio florecían rojas y fragantes en la oscura y majestuosa cabeza de su Cecilia. Sentado allí, soñó como cualquier muchacho. Y en aquel preciso momento Rosemary West dejó el sendero lateral y estuvo a su lado en aquel peligroso lugar tejedor de encantos. John Meredith se puso en pie cuando ella se acercó y la vio —la vio realmente— por primera vez.

La había visto una o dos veces en su iglesia y le había estrechado la mano, distraído, como hacía con cualquier persona a quien encontrara en la iglesia. Nunca la encontró en ningún otro lugar, pues las West eran episcopalistas, con lazos religiosos en Lowbridge, y nunca había habido oportunidad de visitarlas. Antes de esa noche, si alguien le hubiera preguntado a John Meredith cómo era Rosemary West, él no habría tenido la menor idea. Pero jamás la olvidaría como la veía en ese momento, como se le apareció en medio de la magia de la luz de la luna junto al arroyo.

No se parecía en absoluto a Cecilia, que había sido siempre su ideal de belleza femenina. Cecilia era pequeña, morena y vivaz; Rosemary West era alta, rubia y plácida. Sin embargo, John Meredith pensó que nunca había visto una mujer tan hermosa como ella.

La muchacha iba sin sombrero y sus cabellos dorados, cabellos de un oro cálido, color «caramelo de melaza», como había dicho Di Blythe, estaban sujetos en rizos por encima de la cabeza. Tenía grandes y tranquilos ojos azules que siempre parecían afables, una frente blanca y alta y un rostro de facciones delicadas. Siempre se había definido a Rosemary West como «una mujer dulce». Era tan dulce que ni siquiera su aire majestuoso y aristocrático le había dado jamás fama de presumida, lo cual habría sido inevitable en el caso de cualquier otra persona de Glen St. Mary. La vida le había enseñado a ser valiente, a ser paciente, a amar y a perdonar. Había visto cómo el barco que se llevaba a su amado zarpaba del Puerto de Cuatro Vientos hacia el ocaso. Pero, aunque miró durante mucho tiempo, nunca lo había visto regresar. Aquella vigilia le robó la infancia de la mirada y, sin embargo, mantuvo la juventud de una manera maravillosa. Tal vez fuera porque parecía preservar siempre esa actitud de fascinado asombro hacia la vida que la mayoría de nosotros deja olvidada en la infancia, una actitud que no solamente hacía que uno viera joven a Rosemary misma sino que derramaba una agradable ilusión de juventud sobre la conciencia de todos los que hablaran con ella.

John Meredith se sobresaltó por su belleza y Rosemary por su presencia. Nunca pensó encontrar a nadie en aquel lejano arroyo y menos aún al ermitaño de la rectoría de Glen St. Mary. Casi dejó caer todos los libros que se llevaba a su casa de la biblioteca de Glen y entonces, para disimular su confusión, dijo una de esas mentirijillas que hasta las mujeres más buenas dicen a veces.

—Vine… vine a beber un trago de agua —tartamudeó, en respuesta al serio «Buenas noches, señorita West» del señor Meredith. Se sintió una idiota imperdonable y habría querido irse. Pero John Meredith no era un hombre vano y sabía que probablemente ella se habría sobresaltado del mismo modo de haberse encontrado con el vicario Clow en las mismas circunstancias. Su confusión lo tranquilizó y olvidó la timidez. Además, hasta los hombres más tímidos pueden a veces ser audaces a la luz de la luna.

—Permítame que le consiga una taza —dijo, sonriendo. Había una taza cerca, si bien él lo ignoraba, una taza azul cascada y sin asa escondida bajo el arce por los niños del Valle del Arco Iris; pero él no lo sabía, de modo que fue hasta uno de los abedules y arrancó un pedacito de corteza. Con habilidad la dobló, haciendo una taza triangular, la llenó con agua del arroyo y se la tendió a Rosemary.

Rosemary la cogió y bebió hasta la última gota para castigarse por la mentira, pues no tenía nada de sed, y beber una taza bastante grande de agua cuando uno no tiene sed es una experiencia penosa. Sin embargo, el recuerdo iba a ser muy agradable para Rosemary. En años posteriores le parecería que había habido algo sacramental en aquella agua. Tal vez fuera por lo que hizo el pastor cuando ella le devolvió la taza. Él volvió a agacharse, la llenó otra vez y bebió también. Fue puramente accidental el hecho de que posara los labios en el mismo lugar donde Rosemary había posado los suyos, y Rosemary lo sabía. No obstante, tuvo para ella un curioso significado. Los dos habían bebido de la misma taza. Ella recordó confusamente que una vieja tía suya solía decir que cuando dos personas bebían del mismo recipiente sus vidas futuras estarían ligadas de alguna forma, para bien o para mal.

John Meredith sostuvo la taza indeciso. No sabía qué hacer con ella. Lo lógico habría sido tirarla, pero por alguna razón no quería tirarla. Rosemary extendió la mano para cogerla.

—¿No me la regala? —dijo—. La hizo con tanta habilidad… Nunca vi a nadie hacer tan bien una taza de arce como las que hacía mi hermanito hace mucho… antes de morir.

—Yo aprendí a hacerlas cuando era niño, un verano, acampando. Me enseñó un viejo cazador —explicó el señor Meredith—. Permítame que le lleve los libros, señorita West.

Rosemary se sobresaltó y otra vez dijo una mentira, afirmando que no pesaban. Pero el pastor los cogió con gesto perentorio y comenzaron a caminar juntos. Era la primera vez que Rosemary estaba junto al arroyito del valle sin pensar en Martin Crawford. La cita mística se había roto.

El senderito rodeaba el pantano y luego subía hasta la larga colina boscosa en cuya cima vivía Rosemary. Más lejos, a través de los árboles, se veía la luz de la luna brillando sobre los llanos campos de verano. Pero el senderito era estrecho y estaba lleno de sombras. Los árboles lo acotaban y los árboles jamás son tan amigos de los seres humanos después que cae la noche como a la luz del día. Se envuelven en sí mismos alejándose de nosotros. Murmuran y se confabulan furtivamente. Si nos tienden una mano, es con un gesto hostil, tentador. Las personas que caminan entre árboles después que cae la noche siempre se acercan más, instintiva e involuntariamente, haciendo una alianza, física y mental, contra ciertos poderes extraños que los rodean. El vestido de Rosemary rozaba a John Meredith mientras ambos caminaban. Ni siquiera un pastor distraído, que era después de todo un hombre joven, aunque creía firmemente que había pasado la edad del amor, podía ser insensible al encanto de la noche, del sendero y de la compañía.

Nunca es seguro pensar que hemos terminado con la vida. Cuando imaginamos haber terminado nuestra historia, el destino tiene la habilidad de volver la página y mostrarnos otro capítulo más. Esas dos personas creían que sus corazones pertenecían irrevocablemente al pasado; pero los dos encontraron muy agradable la caminata colina arriba. A Rosemary, el pastor de Glen no le pareció en absoluto tan tímido y callado como le habían dicho. Al parecer a él no le era difícil hablar cómoda y libremente. Las señoras de Glen se habrían asombrado de haberlo oído. Pero, claro, eran muchas las señoras de Glen que no hablaban más que de chismes y del precio de los huevos, y a John Meredith no le interesaba ninguna de las dos cosas. Con Rosemary habló de libros, música, acontecimientos del mundo y algo de su propia historia, y descubrió que ella era capaz de entender y responder. Al parecer, Rosemary poseía un libro que el señor Meredith no había leído y deseaba leer. Ella quería prestárselo y, cuando llegaron a la vieja casa de la cima de la colina, él entró.

La casa era una antigua construcción de piedra gris, cubierta de hiedra, a través de la cual asomaba la luz que entraba en la sala de estar, con guiños afables. Miraba sobre Glen, sobre el puerto, plateado bajo la luz de la luna, y desde allí se veían hasta las dunas de arena y el océano gimiente. Atravesaron un jardín que siempre parecía oler a rosas aun cuando no las hubiera florecidas. Había un conjunto de lirios junto al portón, una franja de asteres a ambos lados del amplio sendero de entrada y un encaje de abetos al borde de la colina, detrás de la casa.

—Tiene todo el mundo a la puerta de su casa —comentó John Meredith con un profundo suspiro—. ¡Qué vista! ¡Qué panorama! A veces yo me siento sofocado en Glen. Aquí se respira.

—Hoy está tranquilo —dijo Rosemary, riendo—. Si hubiera viento lo dejaría sin respiración. Aquí arriba tenemos todo el aire que al viento se le ocurra traer. Este lugar, y no el puerto, tendría que llamarse Cuatro Vientos.

—A mí me gusta el viento —declaró él—. Un día sin viento me parece muerto. Un día ventoso me despierta. —Rió, avergonzado—. En los días tranquilos me entrego a ensoñaciones. Usted ha de conocer mi fama, señorita West. Si la próxima vez que nos veamos no la saludo, no lo adjudique a mala educación. Por favor, comprenda que es sólo distracción y perdóneme… hábleme.

Ellen West estaba en la sala cuando entraron. Ella dejó los anteojos sobre el libro que estaba leyendo y los miró con un asombro teñido de algo más. Pero estrechó la mano amablemente al señor Meredith, que se sentó y se puso a conversar con ella mientras Rosemary iba a buscar el libro.

Ellen West era diez años mayor que Rosemary y tan diferente de ella que era difícil creer que fueran hermanas. Era morena y robusta, con cabellos negros, espesas cejas negras y ojos del claro azul pizarra del agua del golfo cuando sopla el viento del norte. Tenía un aspecto más bien severo e intimidatorio, pero era en realidad muy jovial, con una risa franca y gorgojeante y una voz profunda, suave y agradable, con un dejo de masculinidad. Una vez le había comentado a Rosemary que le gustaría charlar con ese pastor presbiteriano de Glen, para ver si lograba articular alguna palabra cuando lo arrinconaban. Ahora tenía la oportunidad y sacó el tema de política mundial. La señorita Ellen, gran lectora, acababa de devorar un libro sobre el kaiser de Alemania y le preguntó al señor Meredith su opinión sobre éste.

—Un hombre peligroso —fue su respuesta.

—¡Ya lo creo! —exclamó la señorita Ellen—. Recuerde mis palabras, señor Meredith, ese hombre le declarará la guerra a alguien. Arde en deseos de pelear. Va a trastornar el mundo.

—Si se refiere a que vaya a precipitar caprichosamente una guerra mundial, lo dudo —opinó el señor Meredith—. Ya ha pasado el tiempo en que sucedían esas cosas.

—Dios lo bendiga por creerlo, pero me temo que no —masculló Ellen—. Nunca pasa el tiempo para que los hombres y las naciones se vuelvan animales y empiecen a guerrear. El milenio no está tan cerca, señor Meredith, y usted piensa igual que yo. En cuanto al kaiser, recuerde mis palabras, va a causar muchos problemas. —Y la señorita Ellen hundía enfáticamente su largo dedo en el libro—. Sí, si no lo detienen mientras se esté a tiempo, va a causar muchos problemas. Nosotros viviremos para verlo, usted y yo viviremos para verlo, señor Meredith. ¿Y quién va a detenerlo? Inglaterra debería hacerlo, pero no lo hará. ¿Quién va a detenerlo? Dígamelo, señor Meredith.

El señor Meredith no podía decírselo, pero se sumieron en una conversación sobre el militarismo alemán que duró hasta mucho después de que Rosemary hubiera hallado el libro. Rosemary no decía nada; se quedó sentada en una pequeña mecedora detrás de Ellen acariciando meditativa un enorme gato negro. John Meredith solucionaba problemas cruciales de Europa con Ellen pero miraba con mayor frecuencia a Rosemary; Ellen se dio cuenta. Cuando Rosemary volvió de acompañarlo hasta la puerta Ellen se puso de pie y la miró acusadoramente.

—Rosemary West, ese hombre tiene intenciones de cortejarte.

Rosemary se estremeció. Las palabras de Ellen fueron como un golpe. Despojaron la hermosa velada de todo su encanto. Pero no quiso que Ellen viera cuánto la había lastimado.

—Qué tontería —dijo, riendo, casi con demasiada indiferencia—. Me ves un pretendiente detrás de cada arbusto, Ellen. Me ha contado toda la historia de su esposa esta noche, todo lo que ella significaba para él y lo vacío que había quedado el mundo para él después de su muerte.

—Bien, ésa puede ser su manera de cortejarte —replicó Ellen—. Tengo entendido que cada hombre tiene un estilo diferente. Pero no olvides tu promesa, Rosemary.

—No es necesario que olvide ni recuerde nada —señaló Rosemary, algo cansada—. Te olvidas de que soy una vieja solterona, Ellen. Es sólo tu imaginación fraternal que aún me ve joven, lozana y peligrosa. El señor Meredith quiere ser un simple amigo, si es que quiere tanto. Nos olvidará a las dos apenas regrese a la rectoría.

—No tengo objeción a que seas su amiga —concedió Ellen—, pero no debe ir más allá de la amistad, recuérdalo. Yo siempre sospecho de los viudos. Ellos no son propensos a tener ideas románticas sobre la amistad. Lo más probable es que quieran ir al grano. En cuanto al presbiteriano éste, ¿por qué dicen que es tímido? No tiene nada de tímido, aunque puede que sea distraído, tan distraído que se olvidó de darme las buenas noches cuando tú comenzaste a acompañarlo a la puerta. Tiene cabeza, además. ¡Hay tan pocos hombres en los alrededores que puedan hablar con un poco de sentido! He disfrutado de la velada. No me molestaría verlo con cierta frecuencia. Pero nada de romances, Rosemary, atención, nada de romances.

Rosemary estaba acostumbrada a que Ellen le advirtiera lo mismo no bien hablaba cinco minutos con cualquier hombre disponible menor de ochenta años o mayor de dieciocho. Ella siempre se había burlado de la advertencia sin disimular la gracia que le hacía. Esta vez no le hizo ninguna gracia: la irritó. ¿A quién le interesaban los romances?

—No seas tan tonta, Ellen —dijo con desusada brusquedad, cogiendo su lámpara. Subió la escalera sin dar las buenas noches.

Ellen sacudió la cabeza, dubitativa, y miró al gato negro.

—¿Por qué está tan enfadada, Saint George? —preguntó—. Cuando maúllas es porque algo te ha chocado, eso es lo que he oído siempre, George. Pero ella lo prometió, George, ella lo prometió, y nosotras las West siempre cumplimos con nuestra palabra. Por eso no importa que él quiera flirtear, George. Ella lo prometió. No me preocuparé.

Arriba, en su habitación, Rosemary se quedó largo rato sentada mirando por la ventana, a través del jardín iluminado por la luna, hacia el puerto distante y resplandeciente. Se sentía vagamente irritada e inquieta. De pronto estaba cansada de sueños gastados. Y, en el jardín, los pétalos de la última rosa fueron desparramados por un súbito viento. Terminaba el verano; había llegado el otoño.