—¡Puf! —exclamó Faith, sentándose en la cama con un estremecimiento—. Está lloviendo. Odio los domingos de lluvia. Ya son días bastante aburridos como para que además llueva.
—No debemos pensar que el domingo es aburrido —dijo Una, medio dormida, tratando de despertarse del todo, con la confusa convicción de que habían dormido demasiado.
—Pero lo pensamos —dijo Faith con inocencia—. Mary Vanee dice que casi todos los domingos son tan aburridos que podría colgarse de una soga.
—A nosotros el domingo tendría que gustarnos más que a Mary Vanee —reflexionó Una con remordimiento—. Somos hijas de un pastor.
—Me gustaría que fuéramos las hijas de un herrero —protestó Faith, airada, buscando las medias—. Entonces la gente no querría que fuéramos mejor que otros niños. Mira los agujeros que tienen estas medias en los talones. Mary me los zurció muy bien antes de irse, pero ya están como antes. Una, levántate. No puedo preparar sola el desayuno. Ay, cómo quisiera que Jerry y papá estuvieran en casa. Yo no creía que pudiéramos extrañar tanto a papá, porque no lo vemos mucho cuando está. Y, sin embargo, parece que faltara todo. Voy corriendo a ver cómo está la tía Martha.
—¿Está mejor? —preguntó Una cuando Faith regresó.
—No. Sigue quejándose. Tal vez debiéramos llamar al doctor Blythe. Pero ella dice que no, que no ha visto a un médico en su vida y que no va a empezar ahora. Dice que los médicos viven envenenando a la gente. ¿Será verdad?
—No, claro que no —protestó Una con indignación—. Estoy segura de que el doctor Blythe no envenena a nadie.
—Bueno, tendremos que volver a darle friegas en la espalda después del desayuno. Y mejor que no calentemos las franelas tanto como ayer.
Faith rió al acordarse. Estuvieron a punto de escaldar la espalda de la pobre tía Martha. Una suspiró. Mary Vanee habría sabido la temperatura exacta de las franelas para una espalda dolorida. Mary lo sabía todo. Ellas no sabían nada. ¿Y cómo podían aprender, si no era mediante la amarga experiencia por la cual, en aquella oportunidad, la que había pagado el pato había sido la desafortunada tía Martha?
El lunes anterior, el señor Meredith se había ido a Nueva Escocia a pasar unas breves vacaciones y se había llevado a Jerry consigo. El miércoles, a la tía Martha le había dado de pronto una recurrente y misteriosa dolencia que ella siempre llamaba «el dolor» y que casi con certeza absoluta la atacaba siempre en los momentos más inconvenientes. No podía levantarse de la cama, pues el menor movimiento le provocaba un dolor espantoso. Se negaba terminantemente a que la viera un médico. Faith y Una preparaban la comida y la atendían. Cuanto menos se hable de la comida mejor, aunque no era mucho peor que la de la tía Martha. Había muchas mujeres en el pueblo que con gusto habrían ido a ayudar, pero la tía Martha se negó a que se supiera su situación.
—Tendréis que hacer un esfuerzo hasta que pueda levantarme —gimió—. Gracias al cielo que John no está en casa. Hay suficiente carne cocida fría y pan, y podéis tratar de preparar el cereal.
Las niñas lo habían intentado, hasta el momento sin demasiado éxito. El primer día estaba demasiado líquido. Al día siguiente, tan espeso que se lo podía cortar en tajadas. Y las dos veces se les había quemado.
—Odio el cereal —declaró Faith con furia—. Cuando tenga una casa mía, no voy a tener nunca ni un poquito.
—¿Qué van a comer tus hijos, entonces? —preguntó Una—. Los niños tienen que comer cereal, porque si no no crecen. Lo dice todo el mundo.
—Tendrán que arreglárselas sin eso o quedarse enanos —replicó Faith con firmeza—. Escucha, Una, tú revuélvelo mientras yo pongo la mesa. Si lo dejo un minuto, esto se quema. Son las nueve y media. Llegaremos tarde a la escuela dominical.
—Todavía no he visto a nadie pasar por la calle —dijo Una—. No vamos a ser muchos. Mira cómo llueve. Y cuando no hay sermón la gente no viene de lejos a traer a sus hijos.
—Ve a llamar a Carl —dijo Faith.
Carl, al parecer, tenía dolor de garganta, provocado por mojarse en el pantano del Valle del Arco Iris el día anterior mientras perseguía libélulas. Había llegado a casa con las botas y los calcetines empapados y se quedó toda la tarde sin cambiarse. No pudo ni desayunar y Faith lo mandó de vuelta a la cama. Una y ella dejaron la mesa como estaba y se fueron a la escuela dominical. No había nadie en el aula cuando llegaron y no fue nadie. Esperaron hasta las once y regresaron a su casa.
—En la escuela dominical metodista parece que tampoco hay nadie —comentó Una.
—Me alegro —dijo Faith—. Me molestaría pensar que los metodistas aventajan a los presbiterianos en eso de ir a la escuela dominical un domingo lluvioso. Pero hoy tampoco tienen sermón en su iglesia, así que probablemente tengan la escuela dominical de tarde.
Una lavó los platos, y muy bien, pues eso sí lo había aprendido de Mary Vanee. Faith barrió más o menos el suelo y peló las patatas para la cena, cortándose en dedo en la tarea.
—Cómo me gustaría comer otra cosa que no fui «otravez» para la cena —suspiró Una—. ¡Estoy tan harta de esa comida! Los chicos Blythe no saben lo que es «otravez». Y nosotros nunca tenemos budín de navidad. Nan dice que Susan se desmayaría si no tuvieran los domingos. ¿Por qué no somos como las demás personas, Faith?
—Yo no quiero ser como las demás personas —dijo Faith, atándose el dedo que le sangraba—. A mí me gusta ser yo. Es más interesante. Jessie Drew es tan buena ama de casa como su madre, pero ¿tú querrías ser tan estúpida como ella?
—Pero nuestra casa no es como debería ser. Lo dice Mary Vanee. Dice que la gente habla porque es una casa desaseada.
Faith tuvo una inspiración.
—La limpiaremos —exclamó—. Nos pondremos a trabajar mañana. Es una buena oportunidad, porque, estando en cama, la tía Martha no puede impedírnoslo. Tendremos todo limpito y precioso para cuando llegue papá, como estaba cuando se fue Mary. Cualquiera puede barrer, sacudir y limpiar ventanas. La gente no podrá hablar más de nosotros. Jem Blythe dice que los que hablan son sólo gatos viejos, pero duele tanto como si hablara todo el mundo.
—Espero que mañana haga un buen día —dijo Una, llena de entusiasmo—. Ah, Faith, será espléndido tener todo limpio y ser iguales a las demás personas.
—Espero que el dolor de la tía Martha le dure hasta mañana —deseó Faith—. De lo contrario no podremos hacer nada.
El gentil deseo de Faith fue concedido. El día siguiente halló a la tía Martha aún incapaz de levantarse. Carl también seguía enfermo y fue fácil convencerlo de que se quedara en la cama. Ni Faith ni Una sospecharon de la gravedad de la enfermedad del pobre muchachito; una madre vigilante habría mandado de inmediato a buscar un médico, pero allí no había ninguna madre y el pobrecito Carl, con la garganta dolorida, su dolor de cabeza y sus mejillas arreboladas, se enrolló en las sábanas retorcidas y sufrió solo, consolado en parte por la compañía de una lagartija verde que llevaba en el bolsillo de su camisón harapiento.
El mundo exhumaba el resplandor de un sol de verano después de la lluvia. Era un día inigualable para limpiar la casa y Faith y Una pusieron alegremente manos a la obra.
—Limpiaremos el comedor y la sala —dijo Faith—. Será mejor no meterse con el estudio y arriba no importa tanto. Lo primero que hay que hacer es sacar todo fuera.
En consecuencia, sacaron todo. Apilaron los muebles sobre la galería y el jardín, y el muro del cementerio metodista estuvo alegremente cubierto de alfombras. Siguió una orgía de escobas, con un intento de parte de Una de sacudirlas mientras Faith limpiaba las ventanas del comedor, rompiendo un vidrio y astillando otros dos en el proceso. Una contempló dubitativa el resultado.
—No me parecen muy limpias —dijo—. Las ventanas de la señora Elliott y de Susan brillan y titilan.
—No importa. Éstas dejan pasar la luz del sol igual —contestó Faith, contenta—. Tienen que estar limpias después de todo el jabón y el agua que he usado, y eso es lo importante. Ahora ya son más de las once, así que voy a secar este charco del suelo e iremos afuera. Tú quitarás la tierra de los muebles y yo sacudiré las alfombras. Voy a hacerlo en el cementerio. No quiero llenar el jardín de polvo.
Faith disfrutó sacudiendo las alfombras. Estar sobre la tumba de Hezekiah Pollock sacudiendo alfombras era realmente divertido. Si bien es cierto que el vicario Abraham Clow y su esposa, que pasaron en su espacioso coche de asiento doble, parecieron mirarla con áspera desaprobación.
—¿No es un espectáculo terrible? —dijo el vicario Abraham muy solemne.
—No lo habría creído de no haberlo visto con mis propios ojos —dijo la esposa del vicario Abraham, aún más solemne.
Faith agitó alegremente un felpudo en dirección a los Clow. No le preocupó que ni el vicario ni su esposa le devolvieran el saludo. Todo el mundo sabía que el vicario Abraham no había sonreído desde que fue nombrado superintendente de la escuela dominical, hacía catorce años. Pero le dolió que Minnie y Adella Clow no la saludaran. A Faith le caían bien Minnie y Adella. Después de las Blythe, eran sus mejores amigas en la escuela y siempre ayudaba a Adella con las cuentas. ¡Qué muestra de gratitud! Sus amigas la despreciaban porque estaba sacudiendo alfombras en un viejo cementerio donde, como decía Mary Vanee, hacía años que no se había enterrado ni a un alma. Faith fue hasta la galería, donde halló a Una muy desanimada porque las niñas Clow tampoco la habían saludado.
—Supongo que estarán enfadadas por algo —dijo Faith—. Tal vez estén celosas porque jugamos tanto en el Valle del Arco Iris con los Blythe. Bien, ¡espera a que comiencen las clases y Adella quiera que le enseñe a hacer las cuentas! Entonces se enterarán. Vamos, metamos todo. Estoy exhausta y no creo que las habitaciones estén mucho mejor que cuando empezamos, aunque saqué muchísimo polvo en el cementerio. Detesto limpiar.
Eran las dos antes de que las cansadas niñas terminaran las dos habitaciones. Comieron cualquier cosa en la cocina y trataron de lavar los platos en seguida. Pero Faith acababa de hundirse en un nuevo libro de cuentos que le había prestado Di Blythe y estuvo ausente del mundo hasta la caída del sol. Una le llevó a Carl una taza de té maloliente, pero lo encontró dormido, de modo que se acurrucó sobre la cama de Jerry y ella también se quedó dormida. Entretanto, una extraña historia recorría Glen St. Mary y los lugareños se preguntaban seriamente los unos a los otros qué había que hacer con las criaturas de la rectoría.
—Ya pasó el límite de lo gracioso, créeme —le dijo la señorita Cornelia a su esposo con un profundo suspiro—. Yo al principio no podía creerlo. Miranda Drew trajo la historia de la escuela dominical metodista esta tarde y yo la ignoré. Pero la esposa del vicario Abraham dice que ella y el vicario lo vieron con sus propios ojos.
—¿Vieron qué? —preguntó Marshall.
—Faith y Una Meredith no fueron a la escuela dominical esta mañana y se pusieron a limpiar la casa —dijo la señorita Cornelia con acento desolado—. Cuando el vicario Abraham volvía a su casa desde la iglesia (se había retrasado para arreglar los libros de la biblioteca), las vio sacudiendo alfombras en el cementerio metodista. No podré volver a mirar a un metodista a la cara. ¡Piensa en el escándalo!
Y sí que fue un escándalo, que crecía más y más a medida que se extendía, hasta que los del otro lado del puerto se enteraron de que las niñas de la rectoría no sólo habían limpiado la casa y lavado ropa un domingo sino que además habían coronado la jornada con una merienda en el cementerio mientras se desarrollaba la escuela dominical de los metodistas. La única casa en la que se ignoraba inocentemente la terrible nueva era en la rectoría. El día que Faith y Una firmemente creían que era martes volvió a llover, y llovió los tres días siguientes; nadie se acercó a la rectoría; los de la rectoría no fueron a ningún lado; podrían haber cruzado el Valle del Arco Iris a Ingleside, pero toda la familia Blythe, salvo Susan y el doctor, había ido de visita a Avonlea.
—Esto es lo último que nos queda de pan —dijo Faith—, y no tenemos más «otravez». Si la tía Martha no mejora pronto, ¿qué haremos?
—Podemos comprar pan en el pueblo y tenemos el bacalao que secó Mary —dijo Una—. Pero no sabemos cómo se cocina.
—Ah, eso es fácil —rió Faith—. Se hierve y ya está.
Lo hirvieron pero, como no se les ocurrió remojarlo de antemano, estaba tan salado que no pudieron comerlo. Aquella noche tenían mucha hambre, pero para el día siguiente sus problemas se terminaron. La luz del sol volvió a brillar sobre el mundo; Carl estaba bien y el dolor de la tía Martha la abandonó tan súbitamente como había llegado; el carnicero pasó por la rectoría y alejó la hambruna. Para poner el broche de oro, los Blythe volvieron a casa y aquella noche ellos y los niños de la rectoría, con Mary Vanee, volvieron a honrar su cita vespertina en el Valle del Arco Iris, donde las margaritas flotaban sobre el césped como espíritus del rocío y los cascabeles de los árboles enamorados tintineaban como campanillas de hadas en el crepúsculo perfumado.