La señorita Cornelia mantuvo una entrevista con el señor Meredith que resultó una especie de conmoción para el abstraído caballero. Le señaló, sin demasiado respeto, su negligencia al permitir que una huérfana como Mary Vanee entrara en su familia y se relacionara con sus hijos sin saber nada ni preguntar nada sobre ella.
—No digo que se haya causado algún daño, por supuesto —dijo ella—. Esa criatura no es mala, a fin de cuentas. He estado interrogando a sus hijos y a los Blythe y, por lo que he podido deducir, no se puede decir nada en contra de la niña, excepto que no usa un vocabulario muy refinado. Pero piense en lo que podría haber sucedido si hubiera sido como alguno de esos niños de los asilos que conocemos. Usted bien sabe lo que les enseñó a los hijos de Jim Flagg aquella criatura que tenían.
El señor Meredith lo sabía y se sintió sinceramente impresionado por su propio descuido en el asunto.
—Pero ¿qué hay que hacer, señora Elliott? —preguntó, impotente—. No podemos echar a esa pobre niña. Debemos ocuparnos de ella.
—Por supuesto. Debemos escribir a las autoridades de Hopetown de inmediato. Mientras tanto supongo que podría quedarse aquí unos días más. Pero mantenga los ojos abiertos, señor Meredith.
Susan se habría muerto de horror si hubiera oído a la señorita Cornelia reprendiendo de esa manera a un pastor. Pero la señorita Cornelia se fue envuelta en la cálida satisfacción del deber cumplido y aquella noche el señor Meredith le pidió a Mary que fuera a su estudio. Mary obedeció, literalmente muerta de miedo. Pero tuvo la mayor sorpresa de su pobre y desdichada vida. Aquel hombre, a quien había tenido tanto pavor, era el espíritu más bondadoso y gentil que había conocido. Antes de que pudiera tomar conciencia de lo que estaba sucediendo, Mary se encontró contándole todos sus problemas y recibiendo a cambio tales muestras de simpatía y tierna comprensión como jamás se le hubiera ocurrido imaginar.
Cuando Mary salió del estudio, tenía el rostro y los ojos tan suavizados que Una casi no la reconoció.
—Tu padre es buena gente cuando se despierta —comentó con un gesto que a duras penas se salvó de convertirse en un sollozo—. Es una pena que no se despierte más a menudo. Me dijo que yo no tenía la culpa de la muerte de la señora Wiley, pero que debo pensar en sus cualidades y no en sus defectos. Yo no sé qué cualidades tenía, a menos que fuera mantener la casa limpia y hacer una manteca de primera. Sólo sé que casi me dejé los brazos fregándole el piso de la cocina, con los nudos de la madera y todo. Pero cualquier cosa que diga tu padre a partir de hoy, para mí estará bien.
Mary resultó una compañera bastante aburrida los días siguientes. Le confió a Una que cuanto más pensaba en volver al asilo peor le parecía la idea. Una se devanaba los sesos pensando alguna manera de evitarlo, pero fue Nan Blythe la que vino al rescate con una sorprendente solución.
—La señora Elliott podría quedarse con Mary. Tiene una casa muy grande y el señor Elliott siempre le dice que necesita ayuda. Sería un lugar espléndido para Mary. Sólo que tendría que portarse bien.
—Ay, Nan, ¿crees que la señora Elliott aceptaría quedarse con ella?
—No habría nada malo en que se lo preguntaras —dijo Nan.
Al principio, Una pensó que no podría. Era tan tímida que pedirle un favor a alguien era para ella una agonía. Y le tenía mucho miedo a la resuelta y enérgica señora Elliott. La quería mucho y siempre le gustaba ir de visita a su casa, pero ir y pedirle que adoptara a Mary Vanee le parecía tal colmo de presunción que su tímido espíritu se encogía.
Las autoridades de Hopetown escribieron al señor Meredith diciéndole que les enviara a Mary inmediatamente; aquella noche Mary lloró hasta quedarse dormida en la buhardilla de la rectoría y Una se armó de un desesperado coraje. A la noche siguiente salió de la rectoría y tomó el camino del puerto. En el Valle del Arco Iris se oían risas felices, pero no era allí adonde la llevaban sus pasos. Estaba terriblemente pálida y seria, tan seria que no reparaba en la gente que encontraba, y la anciana señora de Stanley Flagg se enfadó mucho y dijo que Una Meredith sería tan distraída como el padre cuando creciera.
La señorita Cornelia vivía a medio camino entre Glen y la Punta de Cuatro Vientos, en una casa cuyo color original de un verde chillón se había diluido hasta llegar a un agradable gris verdoso. Marshall Elliott había plantado árboles alrededor, un jardín de rosas y un cerco de abetos. Era un lugar muy distinto del que había sido hacía unos años. Los niños de la rectoría y los niños de Ingleside adoraban ir. Era una hermosa caminata por el viejo camino del puerto y siempre había una lata llena de bizcochos al final del camino.
El mar neblinoso lamía con suavidad la arena. Tres grandes botes se movían sobre el agua como grandes gaviotas blancas. Una goleta entraba por el canal. El mundo de Cuatro Vientos estaba sumido en un color resplandeciente, en una música sutil, en un extraño encanto, y todos debían de ser felices en ese entorno. Pero cuando Una llegó al portón de la señorita Cornelia sus piernas casi se negaban a sostenerla.
La señorita Cornelia estaba sola en la galería. Una había abrigado la esperanza de que estuviera el señor Elliott en la casa. Era tan grande, cordial y vivaz que ella se sentiría alentada por su sola presencia. Se sentó en el banquito que trajo la señorita Cornelia y trató de comer el bizcocho que le dio. Se le atascó en la garganta, pero tragó con desesperación, temiendo que la señorita Cornelia se ofendiera. No podía hablar; seguía muy pálida y sus grandes ojos azules miraban con tanta tristeza que la señorita Cornelia llegó a la conclusión de que la niña tenía algún problema.
—¿En qué piensas, pequeña? —preguntó—. Algo te pasa, eso es evidente.
Una tragó el último pedacito de bizcocho con desesperación.
—Señora Elliott, ¿no le gustaría quedarse con Mary Vanee? —preguntó, implorante.
La señorita Cornelia se quedó mirándola.
—¡Yo! ¡Quedarme con Mary Vanee! ¿Quieres decir que viva conmigo?
—Sí, quedarse con ella, adoptarla —dijo Una, ansiosa, ganando coraje ahora que ya había roto el hielo—. ¡Ay, señora Elliott, por favor! Ella no quiere volver al asilo, llora todas las noches. Tiene miedo de que la manden a otro lugar como el anterior. Y es muy habilidosa, no hay nada que no sepa hacer. Yo sé que usted no se arrepentirá si se queda con ella.
—Jamás se me ocurrió semejante cosa —enfatizó la señorita Cornelia, sorprendida.
—¿No lo pensaría? —imploró Una.
—Pero, querida, yo no necesito ayuda. Puedo hacerme cargo de todo el trabajo que hay que hacer aquí. Y nunca pensé en adoptar a una niña, aunque necesitara ayuda. La luz se apagó en los ojos de Una. Le temblaron los labios. Volvió a sentarse en el taburete, componiendo una patética figura de la desilusión, y se echó a llorar.
—No llores, pequeña, no llores —exclamó la señorita Cornelia, apenada. No soportaba lastimar a una criatura—. No digo que no vaya a quedarme con ella, pero la idea es tan nueva que me ha dejado perpleja. Tengo que pensarlo.
—Mary es muy habilidosa —volvió a decir Una.
—¡Ja! Eso he oído decir. También he oído que dice palabras feas. ¿Es cierto?
—Yo nunca la he oído decir palabras feas… exactamente —balbuceó Una, incómoda—. Pero me temo que puede.
—¡Te creo! ¿Dice siempre la verdad?
—Creo que sí, menos cuando tiene miedo de que la azoten.
—¡Y a pesar de eso tú quieres que yo me quede con ella!
—Alguien tiene que quedarse con ella —dijo Una, sollozando—. Alguien tiene que cuidarla, señora Elliott.
—Eso es cierto. Tal vez sea mi deber hacerlo —dijo la señorita Cornelia con un suspiro—. Bien, tendré que hablarlo con el señor Elliott. Así que todavía no digas nada. Cómete otro bizcocho, criatura.
Una lo cogió y se lo comió con mejor apetito.
—A mí me gustan mucho los bizcochos —confesó—. La tía Martha nunca nos hace. Pero la señorita Susan, de Ingleside, sí, y a veces nos da un plato lleno para que lo llevemos al Valle del Arco Iris. ¿Sabe lo que hago cuando tengo ganas de comer bizcochos y no hay, señora Elliott?
—No, querida. ¿Qué haces?
—Saco el viejo libro de cocina de mamá y leo la receta de los bizcochos y las otras recetas. Son tan apetitosas… Siempre hago lo mismo cuando tengo hambre, en especial cuando comemos «otravez» en la cena. Entonces leo las recetas de pollo frito y de ganso asado. Mamá sabía preparar todas esas cosas ricas.
—Esos niños de la rectoría van a terminar muriéndose de hambre si el señor Meredith no se casa —dijo indignada la señorita Cornelia a su esposo después que Una se hubo ido—. Pero no se casa, ¿qué vamos a hacer? Marshall, ¿nos quedamos con la niña?
—Sí, quédatela —asintió Marshall, lacónico.
—Típico de un hombre —comentó su esposa, impotente—. «Quédatela», como si eso fuera todo. Hay mil cosas que considerar.
—Quédatela y las consideraremos después, Cornelia —dijo su esposo.
Al final, la señorita Cornelia se la quedó y fue a anunciar su decisión a los de Ingleside.
—¡Espléndido! —dijo Ana, encantada—. Yo estaba deseando que hiciera exactamente eso, señorita Cornelia. Quería que esa pobre niña tuviera una buena casa. Yo fui una huerfanita sin casa, como ella.
—No me parece que esta niña sea ni vaya a ser parecida a ti —replicó sombría la señorita Cornelia—. Es un gato de otro color. Pero es también un ser humano con un alma inmortal a la que hay que salvar. Yo tengo un catecismo más breve y mano dura, y voy a cumplir con mi deber, ahora que la decisión está tomada, eso puedes creerlo.
Mary recibió la noticia con inmensa satisfacción.
—Es mejor suerte de la que esperaba —dijo.
—Tendrás que portarte bien con la señora Elliott —dijo Nan.
—Bueno, puedo hacerlo —replicó Mary—. Cuando quiero sé comportarme tan bien como tú, Nan Blythe, tenlo en cuenta.
—No debes decir palabras feas, recuérdalo, Mary —dijo Una con preocupación.
—Supongo que se moriría de espanto si digo alguna —dijo Mary, sonriendo y con un brillo nada santo en los ojos blancos—. Pero no te preocupes, Una. No se me va a escapar ni una. Seré modosita y discreta.
—Ni mentir —agregó Faith.
—¿Ni siquiera para salvarme de los azotes? —rogó Mary.
—La señora Elliott no te azotará nunca —exclamó Di.
—¿No? —preguntó Mary con escepticismo—. Si alguna vez me encuentro en un lugar donde no me azoten, voy a creer que estoy en el cielo. No tengáis miedo de que mienta, en ese caso. No me gusta mentir, prefiero no hacerlo si puedo.
El día anterior a la partida de Mary de la rectoría tuvieron una merienda en su honor en el Valle del Arco Iris, y aquella noche todos los niños de la rectoría le regalaron algo de su escaso depósito de preciados tesoros para que lo guardara de recuerdo. Carl le regaló su arca de Noé y Jerry su segunda mejor armónica. Faith le regaló un cepillito de pelo con espejo en la parte de atrás que a Mary siempre le había parecido muy hermoso. Una vaciló entre una vieja carterita bordada con cuentas y una alegre imagen de Daniel en la jaula de los leones, y finalmente le dio a Mary para elegir. Mary anhelaba la carterita, pero sabía que Una la adoraba, así que dijo:
—Dame a Daniel. Lo prefiero porque me encantan los leones. Sólo que me gustaría que se hubieran comido a Daniel. Habría sido más emocionante.
A la hora de dormir, Mary convenció a Una de que durmiera con ella.
—Es la última vez —le señaló—, y esta noche está lloviendo; detesto dormir ahí arriba sola cuando llueve, por el cementerio. No me importa en las noches de buen tiempo, pero en una noche como ésta no se ve más que la lluvia que cae sobre esas viejas losas blancas y el viento en la ventana hace un ruido que parece como si los muertos quisieran entrar y gritan porque no pueden.
—A mí me gustan las noches lluviosas —dijo Una cuando estuvieron acurrucadas en el cuartito de la buhardilla—, y a las Blythe también.
—A mí no me molestan cuando no ando cerca de los cementerios. Si estuviera sola aquí no pararía de llorar de lo sola que me sentiría. Me da mucha pena dejaros.
—La señora Elliott te dejará venir a jugar en el Valle del Arco Iris a menudo, estoy segura. Y tú te vas a portar bien, ¿verdad, Mary?
—Ah, lo intentaré —prometió Mary con un suspiro—. Pero para mí no va a ser tan fácil ser buena, por dentro, digo, además de por fuera, como para vosotros. Vosotros no habéis tenido unos parientes tan sinvergüenzas como los míos.
—Pero seguro que tu familia tuvo alguna virtud además de defectos —argumentó Una—. Tienes que vivir según las virtudes y no tomar en cuenta los defectos.
—No creo que tuvieran ninguna virtud —dijo Mary, sombría—. Al menos, yo nunca supe de ninguna. Mi abuelo tenía dinero, pero dicen que era un sinvergüenza. No, voy a tener que empezar desde cero y hacer lo que pueda.
—Y Dios te ayudará, recuérdalo, Mary, si se lo pides.
—De eso no estoy tan segura.
—Ay, Mary. Sabes que le pedimos a Dios que te consiguiera una casa y Él te la consiguió.
—No entiendo qué tuvo que ver con la casa —replicó Mary—. Fuiste tú la que le metiste la idea en la cabeza a la señora Elliott.
—Pero Dios puso esa idea en su corazón. Por más que yo se la hubiera puesto en la cabeza, no habría servido de nada sin Su intervención.
—Bueno, puede ser —admitió Mary—. Mira que yo no tengo nada en contra de Dios, Una. Estoy dispuesta a darle una oportunidad. Pero, en serio, yo lo encuentro muy parecido a tu padre: distraído y sin fijarse en nadie la mayoría del tiempo. A veces se despierta de repente y entonces es muy bueno, amable y sensato.
—¡Ay, Mary, no! —exclamó Una, horrorizada—. Dios no es en absoluto como papá. Quiero decir, es mil veces mejor y más bondadoso.
—Si Él es tan bueno como tu padre, a mí me sobra —dijo Mary—. Cuando tu padre me habló sentí que ya no podría volver a ser mala.
—Cómo me gustaría que hubieras hablado de El con papá —suspiró Una—. Papá podría explicarte todo mucho mejor que yo.
—Bueno, lo haré la próxima vez que se despierte —prometió Mary—. Aquella noche, cuando me habló en el estudio, me demostró claramente que mis plegarias no habían matado a la señora Wiley. He tenido la conciencia tranquila desde entonces, pero tengo mucho cuidado al rezar. Creo que una oración ya hecha es más segura. Escucha, Una, a mí me parece que si uno tiene que rezarle a alguien, sería mejor rezarle al diablo y no a Dios. Dios ya es bueno, según dices tú, de manera que Él no nos va a hacer ningún daño, pero, por lo que yo sé, al diablo hay que pacificarlo. A mí me parece que lo sensato sería decirle: «Buen diablo, por favor no me tientes. Déjame tranquila, por favor». ¿No te parece?
—No, no, Mary, estoy segura de que no puede estar bien rezarle al diablo. Y no serviría de nada porque es malo. Podría irritarlo y sería peor que antes.
—Bueno, respecto a este asunto de Dios —insistió Mary, empecinada—, como ni tú ni yo podemos resolverlo, no tiene sentido seguir hablando del tema hasta que tengamos oportunidad de averiguar cuál es la verdad. Hasta entonces haré lo mejor que pueda sola.
—Si mamá viviera, ella podría decirnos todo —aseguró Una, y suspiró.
—Ojalá viviera —dijo Mary—. No sé qué va a ser de vosotros, chicos, cuando yo me vaya. Por lo menos, trata de mantener la casa un poco ordenada. Es un escándalo cómo habla la gente. Y cuando menos te lo esperes, tu padre volverá a casarse, y entonces sí que estaréis mal.
Una se sobresaltó. Nunca se le había ocurrido que su padre pudiera volver a casarse. No le gustaba y guardó silencio ante lo desagradable de la idea.
—Las madrastras son personas espantosas —prosiguió Mary—. Podría helarte la sangre en las venas si te cuento todo lo que sé sobre ellas. Los chicos Wilson, que vivían enfrente de la señora Wiley, tenían madrastra. Era tan mala con ellos como la señora Wiley conmigo. Para vosotros sería horrible tener madrastra.
—Estoy segura de que no va a pasar —dijo Una, trémula—. Papá no se va a casar con nadie.
—Me imagino que lo obligarán —advirtió Mary tenebrosamente—. Todas las solteronas de este lugar le andan detrás. No se puede hacer nada contra ellas. Y lo peor de las madrastras es que siempre ponen a tu padre en tu contra. Él no os volverá a querer. Siempre tomará partido por ella y por los hijos de ella. ¿Sabes qué? Ella le hará creer que vosotros sois malos.
—Me gustaría que no me hubieras dicho esto, Mary —gimió Una—. Me hace sentir muy desgraciada.
—Sólo quería advertirte —contestó Mary, algo arrepentida—. Claro que tu padre es tan distraído que podría no ocurrírsele volver a casarse. Pero es mejor estar preparado.
Mucho después de que Mary se hubiera quedado serenamente dormida, Una yacía despierta, con los ojos ardiéndole por las lágrimas. ¡Qué horrible sería que su padre se casara con alguien que lo hiciera odiarlos a ella, a Jerry, a Faith y a Carl! ¡No podría soportarlo… no podría!
Mary no había instilado ningún veneno del tipo que temía la señorita Cornelia en las mentes de los niños de la rectoría. Sin embargo, sí había contribuido, con la mejor de las intenciones, a causar un daño. Pero dormía tranquila y Una yacía insomne mientras la lluvia caía y el viento gemía alrededor de la vieja rectoría de paredes grises. Y el reverendo John Meredith se olvidó de ir a acostarse porque estaba absorto leyendo la vida de san Agustín. El gris amanecer había llegado cuando terminó el libro y subió la escalera, luchando con los problemas de hace dos mil años. La puerta del cuarto de las niñas estaba abierta y vio a Faith, dormida, rosada y hermosa. Se preguntó dónde estaría Una. Tal vez hubiera ido a pasar la noche con las Blythe. Iba de vez en cuando y para ella era algo especial. John Meredith suspiró. Sintió que el paradero de Una no debía ser un misterio para él. Cecilia la habría cuidado mejor.
¡Si Cecilia siguiera a su lado! ¡Qué guapa y alegre era! ¡Cómo había repetido el eco de sus canciones la vieja rectoría de Maywater! Y se había ido tan súbitamente, llevándose con ella la risa y la música y dejando el silencio… tan súbitamente que él nunca había superado la sensación de asombro. ¿Cómo había podido ella, tan hermosa y tan vital, haberse muerto?
La idea de un segundo matrimonio nunca se le había presentado a John Meredith seriamente. Había amado a su esposa tan profundamente que jamás podría volver a querer a otra mujer. Tenía la sensación de que no faltaba mucho para que Faith tuviera la edad necesaria para ocupar el lugar de la madre. Hasta entonces, él debería hacer solo lo máximo posible. Suspiró y entró en su dormitorio, donde la cama estaba sin hacer. La tía Martha lo había olvidado y Mary no se había atrevido a hacerla porque la tía Martha le había prohibido entrar en el dormitorio del pastor. Pero el señor Meredith no se dio cuenta de que no estaba hecha. Sus últimos pensamientos fueron sobre san Agustín.