8. La señorita Cornelia interviene

Al día siguiente, la señorita Cornelia se personó en la rectoría e interrogó a Mary, quien, al ser una personita de considerable discernimiento y astucia, contó su historia sencilla y verazmente, con una falta absoluta de quejas o alardes. La señorita Cornelia se encontró más favorablemente impresionada de lo que esperaba, pero consideró que tenía el deber de ser severa.

—¿A ti te parece —dijo duramente— que demostraste gratitud a esta familia, que ha sido hasta el momento tan buena contigo, insultando y persiguiendo a una amiga de ella como hiciste ayer?

—Sí, fue algo muy mezquino lo que hice —admitió Mary sin dificultad—. No sé qué me pasó. Ese bacalao de porquería estaba tan a mano… Pero después me arrepentí mucho; anoche, cuando estaba acostada, lloré, se lo juro. Pregúntele a Una si no. No quise decirle por qué lloraba porque me daba mucha vergüenza, y entonces ella también se puso a llorar, porque creía que alguien había herido mis sentimientos. Caramba, si yo no tengo ni sentimientos para que me los hieran. Lo que me preocupa es que la señora Wiley no haya salido a buscarme. No es típico de ella.

A la misma señorita Cornelia le parecía algo raro, pero se limitó a prevenir a Mary, muy duramente, que no se tomara más libertades con el bacalao del pastor y se fue a Ingleside a informar del resultado de la entrevista.

—Si la historia de esa niña es verdadera, hay que investigar este asunto —dijo—. Yo algo sé de esa mujer Wiley, créanme. Marshall la conocía bien cuando vivía al otro lado del puerto. El verano pasado le oí decir algo de ella y de una niña de un asilo, probablemente esta misma Mary. Me dijo que alguien le había contado que esa mujer estaba matando a trabajar a la criatura y casi no le daba de comer ni la vestía. Sabes, Ana querida, que siempre ha sido mi costumbre no interferir ni mezclarme con la gente del otro lado del puerto. Pero mañana voy a mandar a Marshall a averiguar la verdad. Y entonces hablaré con el pastor. Fíjate, querida Ana, que los Meredith encontraron a esta niña literalmente muriéndose de hambre en el viejo granero de James Taylor. Había pasado allí la noche, con frío, con hambre y sola. Y nosotros durmiendo en nuestras cómodas camas después de una buena cena.

—Pobrecita —suspiró Ana, imaginándose a uno de sus propios hijos con frío, hambre y solo en parecidas circunstancias—. Si la trataban mal, señorita Cornelia, no debe volver a esa casa. Yo soy huérfana y estuve en una situación muy similar.

—Tenemos que consultar a la gente del asilo de Hopetown —señaló la señorita Cornelia—. Pero la cuestión es que no se la puede dejar en la rectoría. El cielo sabe lo que esos pobres niños podrían aprender de ella. Tengo entendido que la han oído usar el nombre de Dios en vano. ¡Pero imagínate que lleva allí dos semanas enteras y el señor Meredith ni se ha enterado! ¿Cómo puede un hombre así tener una familia? Sí, querida Ana, tendría que ser monje.

Dos noches después la señorita Cornelia estaba otra vez en Ingleside.

—¡Es algo increíble! —dijo—. Encontraron a la señora Wiley muerta en su cama la mañana siguiente a la fuga de Mary. Hace años que tenía problemas de corazón y el doctor le había advertido que podría sucederle en cualquier momento. Le había dado el día libre a su empleado y no había nadie en la casa. Algunos vecinos la encontraron al otro día. Les extrañó que no estuviera la niña, parece, pero supusieron que la señora Wiley se la había mandado a su prima de Charlottetown, como había dicho que iba a hacer. La prima no fue al funeral y nadie se enteró de que Mary no estaba con ella. Las personas con las que Marshall habló le dijeron algunas cosas sobre cómo trataba la señora Wiley a Mary que, según me dijo él, le hicieron hervir la sangre. ¿Sabes? Marshall pierde los estribos cuando se entera de que alguien maltrata a una criatura. Dicen que la azotaba sin lástima por la menor falta o error. Algunos pensaron en escribir a las autoridades del asilo, pero los asuntos de muchos no son asuntos de nadie y nunca nadie hizo nada.

—Lamento que la Wiley ésa se haya muerto —gruñó Susan con ferocidad—. Me habría gustado ir al otro lado del puerto y cantarle las cuarenta. ¡Matar de hambre a una criatura, y pegarle, mi querida señora! Como usted sabe, yo estoy de acuerdo con unos buenos azotes, pero no voy más allá. ¿Y ahora qué va a ser de esa pobre niña, señora de Marshall Elliott?

—Supongo que la enviarán de vuelta a Hopetown —dijo la señorita Cornelia—. Creo que por aquí todos los que podrían querer una criada ya la tienen. Mañana veré al señor Meredith y le diré mi opinión de todo este asunto.

—No me cabe la menor duda de que lo hará, mi querida señora —señaló Susan al irse la señorita Cornelia—. No se detiene ante nada, ni siquiera se abstendría de achatar la aguja de la iglesia si se le mete en la cabeza hacerlo. Pero no entiendo cómo Cornelia Bryant puede hablar a un pastor como le habla ella. Le trata como si fuera una persona como cualquier otra.

Cuando la señorita Cornelia se hubo ido, Nan Blythe se incorporó de la hamaca donde había estado estudiando sus lecciones y se escabulló hacia el Valle del Arco Iris. Los otros ya estaban allí. Jem y Jerry jugaban al tejo con herraduras viejas prestadas por el herrero de Glen. Carl acechaba a las hormigas en una colina soleada. Walter, acostado boca abajo entre los helechos, leía en voz alta para Mary, Di, Faith y Una de un maravilloso libro de mitología donde había historias fascinantes sobre el preste Juan y el Judío Errante, varitas mágicas y hombres con rabo, sobre Schamir, el gusano que partía rocas y abría el camino hacia un tesoro de oro; sobre las Islas de la Fortuna y sobre las doncellas-cisne. Para Walter fue una gran conmoción enterarse de que Guillermo Tell y Gelert también eran mitos, y la historia del obispo Hatto lo mantendría despierto toda esa noche, pero las que más le gustaban eran las historias del Flautista de Hammelin y del Santo Grial. Las leyó extasiado mientras los cascabeles de los árboles enamorados tintineaban agitados por el viento de verano y la frescura de las sombras del atardecer se apoderaba del valle.

—Decidme, ¿no son mentiras interesantes? —comentó Mary, llena de admiración cuando Walter cerró el libro.

—No son mentiras —protestó Di, indignada.

—No me vas a decir que son verdad —dijo Mary, incrédula.

—No… no exactamente. Son como tus historias de fantasmas. No eran verdad, pero tú no esperabas que las creyéramos; por eso no eran mentiras.

—Esa historia de la varita mágica no es ninguna mentira —afirmó Mary—. El viejo Jake Crawford, del otro lado del puerto, sabe hacerlo. Lo llaman de todas partes cuando quieren cavar un pozo. Y creo que conozco al Judío Errante.

—Oh, Mary —dijo Una, impresionada.

—De verdad, como que estoy viva. Un día fue un viejo a casa de la señora Wiley, el otoño pasado. Era tan viejo que podía tener cualquier edad. Ella le estaba preguntando sobre postes de cedro, le preguntaba si a él le parecía que duraban. Y él le contestó: «¿Que si duran? Duran mil años. Lo sé porque los he usado dos veces». Entonces, si tenía dos mil años, ¿quién iba a ser sino este Judío Errante? No podía ser otro.

—No creo que el Judío Errante fuera a hablar con una persona como la señora Wiley —rebatió Faith con decisión.

—A mí me encanta la historia del Flautista de Hammelin —dijo Di— y a mamá también. Siempre me da lástima el pobre niñito cojo que no pudo seguir a los otros y se quedó fuera de la montaña. Se sentiría tan desilusionado. Pienso que todo el resto de su vida se habrá preguntado qué cosa maravillosa se había perdido y deseando haber podido entrar con los otros.

—Pero qué contenta que estaría su madre —agregó Una con suavidad—. Yo pienso que ella había estado toda la vida triste porque el niñito era cojo. Tal vez lloraba por eso. Pero nunca más se pondría triste. Se alegraría de que fuera cojo porque por eso no lo había perdido.

—Algún día —manifestó Walter, soñador, mirando el cielo a lo lejos—, el Flautista de Hammelin vendrá por esa colina y bajará al Valle del Arco Iris tocando una alegre y dulce melodía. Y yo lo seguiré, lo seguiré hasta la costa, hasta el mar, lejos de todos vosotros. No creo que yo quiera ir, Jem sí querrá porque será una aventura increíble, pero yo no querré ir. Pero no podré evitarlo, la música me llamará y me llamará hasta que no tenga más remedio que seguirlo.

—Iremos todos —exclamó Di, encendiéndose en el apasionamiento de la imaginación de Walter y creyendo en parte que alcanzaba a ver la figura burlona del mítico Flautista que se alejaba por el oscuro y lejano extremo del valle.

—No. Vosotras os quedaréis sentadas aquí, esperando —indicó Walter, con sus grandes y espléndidos ojos llenos de un extraño brillo—. Esperaréis nuestro regreso. Y tal vez no volvamos, porque no podremos volver mientras el Flautista siga tocando. Puede que nos lleve por todo el mundo. Y vosotras seguiréis sentadas aquí, esperando.

—¡Ah, basta! —prorrumpió Mary, estremeciéndose—. No hables así, Walter Blythe. Me das miedo. ¿Quieres que me ponga a llorar? Acabo de ver a ese horrible Flautista alejándose cada vez más, y a vosotros siguiéndolo, y nosotras las niñas sentadas aquí, solas. No sé por qué es, porque yo nunca he sido una llorona, pero apenas empiezas con tus historias, me dan ganas de llorar.

Walter sonrió, paladeando el triunfo. Le gustaba ejercer ese poder sobre sus compañeros, jugar con sus sentimientos, despertar sus temores, conmocionar sus almas. Satisfacía algún instinto dramático en él. Pero, por debajo de ese triunfo, experimentaba la extraña y fría sensación de un temor misterioso. El Flautista de Hammelin le había parecido muy real, como si el delgado velo que ocultaba el futuro se hubiera descorrido por un momento en la noche iluminada por las estrellas del Valle del Arco Iris y se le hubiera permitido atisbar los años por venir.

Al acercarse al grupo con un informe sobre los acontecimientos en la tierra de las hormigas, Carl los devolvió a todos al reino de la realidad.

—Las hormigas son muy interesantes —exclamó Mary, contenta de escapar de la esclavitud del sombrío Flautista—. Carl y yo estuvimos toda la tarde del sábado observando un hormiguero en el cementerio. Yo nunca pensé que esos bichos fueran tan interesantes. Son muy luchadoras; a algunas les encanta armar pelea sin ningún motivo. Y otras son cobardes. Se asustaban tanto que se doblaban contra sí mismas, haciéndose una pelota, y dejaban que las otras les pegaran. No presentaban pelea. Algunas son perezosas y no quieren trabajar. Vimos cómo eludían el trabajo. Y hubo una que se murió de pena porque otra se dejó morir: no quiso trabajar ni comer, así que se murió, lo juro por di… as.

Se hizo un silencio. Todos sabían que Mary no iba a decir «días». Faith y Di intercambiaron miradas que hubieran podido ser de la mismísima señorita Cornelia. Walter y Carl estaban incómodos, y a Una le temblaba el labio.

Mary se movió, también incómoda.

—Se me escapó, en serio; tan cierto como que estoy viva; y me tragué la mitad. Sois muy quisquillosos, me parece a mí. Me gustaría que hubierais escuchado a los Wiley cuando se peleaban.

—Las damas no dicen esas cosas —dijo Faith con un recato nada usual en ella.

—No es correcto —susurró Una.

—Yo no soy una dama —dijo Mary—. ¿Qué oportunidad he tenido de ser una dama? Pero no volveré a decirlo si puedo evitarlo. Lo prometo.

—Además —agregó Una—, no puedes esperar que Dios conteste tus plegarias si tomas Su nombre en vano, Mary.

—Yo no espero que me las conteste de ninguna manera —dijo Mary, la de poca fe—. Hace una semana que le pido que arregle el asunto ése de la señora Wiley y no ha hecho nada. Voy a rendirme.

En ese momento apareció Nan, sin aliento.

—Ay, Mary, tengo noticias para ti. La señora Elliott fue al otro lado del puerto y ¿a que no sabes lo que averiguó? La señora Wiley ha muerto, la encontraron muerta en la cama la mañana siguiente a tu fuga. Así que nunca tendrás que volver con ella.

—¡Muerta! —exclamó Mary con asombro. Luego se estremeció—. ¿Te parece que mis plegarias tuvieron algo que ver? —exclamó, suplicante, dirigiéndose a Una—. Si es así, no volveré a rezar mientras viva. Puede volver de entre los muertos a asustarme.

—No, no, Mary —la consoló Una—, no tuvo nada que ver. La señora Wiley murió mucho antes de que tú comenzaras a rezar.

—Es cierto —dijo Mary, recuperándose del pánico—. Pero te aseguro que me di un buen susto. No pensaba en su muerte cuando rezaba. Ella no parecía de las que se mueren. ¿La señora Elliott no dijo nada sobre mí?

—Piensa que probablemente tengas que regresar al asilo.

—Eso me imaginé —dijo Mary con tristeza—. Y entonces volverán a entregarme, probablemente a alguien idéntico a la señora Wiley. Bueno, supongo que podré soportarlo. Soy dura.

—Rezaré para que no tengas que regresar —susurró Una mientras Mary y ella volvían caminando a la rectoría.

—Haz lo que quieras —contestó Mary, decidida—, pero juro que yo no voy a rezar. Me da pánico eso de rezar. Mira lo que ha pasado por rezar. Si la señora Wiley se hubiera muerto después de mi primera oración, habría sido por culpa mía.

—Ay, no, no habría sido por culpa tuya. Ojalá pudiera explicarte mejor las cosas; papá podría si se lo contaras, Mary.

—¡Ni lo pienses! Yo no sé qué pensar de tu padre, ésa es la verdad. Pasa a mi lado a plena luz del día y ni me ve. Yo no soy orgullosa, ¡pero tampoco soy un felpudo!

—Ay, Mary, es la manera de ser de papá. A nosotros casi no nos ve tampoco. Piensa profundamente, eso es todo. Y sí, voy a rezar a Dios para que te deje en Cuatro Vientos, porque yo te quiero, Mary.

—Está bien. Pero que no me entere yo de que se muere más gente por los rezos. Me gustaría quedarme en Cuatro Vientos. Me gusta el lugar y el puerto y el faro… y vosotros y los Blythe. Sois los únicos amigos que he tenido y no quiero dejaros.