7. Un episodio cuestionable

Rilla Blythe iba orgullosa, y tal vez demasiado satisfecha de sí misma, por la calle principal de Glen, subiendo la colina de la rectoría y llevando con cuidado una canastita de fresas tempranas que Susan había obligado a crecer lujuriosamente en uno de los rincones soleados de Ingleside. Susan había encargado a Rilla que no le diera la canasta a nadie que no fuese la tía Martha o el señor Meredith, y Rilla, muy orgullosa de que le encomendaran semejante tarea, estaba decidida a cumplir sus instrucciones al pie de la letra.

Susan la había vestido primorosamente con un vestidito blanco, almidonado y bordado, una cinta azul en la cintura y zapatitos con flecos. Sus largos rizos rojizos eran brillantes y estaban peinados en bucles, y Susan le había permitido ponerse su mejor sombrero, por deferencia a la rectoría. Estaba excesivamente elaborado, en lo cual tenía más que ver el gusto de Susan que el de Ana, y el alma de Rilla se vanagloriaba del esplendor de sedas, encajes y flores. Estaba muy orgullosa de su sombrero y tal vez su paso fuera hasta podríamos decir pedante, colina arriba. Sus aires, o su sombrero, o ambas cosas, sacaron de sus casillas a Mary Vanee, que se balanceaba en el portón del jardín. Para colmo de males, Mary estaba un poco alterada en aquel momento. La tía Martha no la había dejado pelar las patatas y la había echado de la cocina.

—¡Ja! ¡Llevará las patatas a la mesa con tiras de cascara colgándoles y medio crudas, como siempre! Ah, pero cómo voy a disfrutar cuando vaya a su entierro —aulló Mary. Salió de la cocina dando tal portazo que hasta la tía Martha lo oyó y, en su estudio, el señor Meredith sintió la vibración y pensó distraído que seguramente había habido un levísimo terremoto. Luego continuó con su sermón.

Mary se bajó del portón y encaró a la inmaculada damisela de Ingleside.

—¿Qué tienes ahí? —preguntó, tratando de apoderarse de la canasta. Rilla se resistió.

—Ez pada el zeñod Mededith —dijo.

—Dámela a mí. Yo se la daré —insistió Mary.

—No. Zuzan me dijo que no ze la dieda a nadie máz que al zeñod Mededith o a la tía Martha —insistió Rilla. Mary la miró agriamente.

—¡Te crees quién sabe quién, ¿no?, por andar vestida como una muñeca! Mírame a mí. ¡Mi vestido está hecho harapos y no me importa! Prefiero estar vestida de harapos y no como una muñequita. Vete a tu casa para que te pongan en una cajita de cristal. ¡Mírame a mí… mírame… mírame!

Mary ejecutó un baile salvaje alrededor de la desolada y atónita Rilla, agitando la falda rota y vociferando: «¡Mírame… mírame!», hasta que la pobre Rilla se mareó. Pero cuando ésta intentó escabullirse hacia el portón, Mary volvió a cortarle el paso.

—Dame esa canasta —ordenó, haciéndole la burla. Mary era toda una maestra en el arte de hacer la burla. Podía hacer de su cara una cosa grotesca y sobrenatural en medio de la cual sus extraños y brillantes ojos blancos resplandecían con un efecto espectral.

—No —balbuceó Rilla, asustada pero firme—. Déjame pazar, Mary Vanz.

Mary le dio paso y miró alrededor. Al otro lado del portón había un pequeño bastidor sobre el que se secaban media docena de grandes bacalaos. Uno de los feligreses del señor Meredith se los había regalado un día, tal vez en lugar de la suscripción que se suponía que debía pagar para contribuir a su manutención y que nunca había pagado. El señor Meredith le dio las gracias y luego se olvidó por completo del pescado, que se habría echado a perder de no ser por la infatigable Mary, que lo preparó para secar, y ella misma armó el bastidor para ponerlo.

Mary tuvo una inspiración diabólica. Corrió hasta el bastidor y se apoderó del pescado más grande, un animal inmenso y casi tan grande como ella. Con un chillido se lanzó sobre la aterrorizada Rilla blandiendo su extraño misil. El coraje de Rilla se diluyó en la nada. Ser aporreado, con un bacalao muerto era algo tan impensable que no pudo soportarlo. Con un alarido, soltó la canasta y salió corriendo. Las hermosas frutas que Susan había elegido para el pastor con tanto esmero rodaron en un rosado torrente por el camino polvoriento y fueron pisoteadas por los pies voladores de perseguidora y perseguida. La canasta y su contenido habían desaparecido de la cabeza de Mary. Sólo pensaba en lo delicioso que era darle a Rilla Blythe el susto más grande de su vida. Le iba a enseñar a darse aires sólo porque tenía buena ropa.

Rilla corrió colina abajo y siguió por la calle. El terror le ponía alas en los pies, pero la niña se mantenía apenas delante de Mary, entorpecida en su carrera por su propia risa, pero a quien le quedaba todavía aire para, sin dejar de correr, lanzar aullidos que congelaban la sangre en las venas y seguir blandiendo su bacalao por los aires. Cruzaron la calle principal de Glen, mientras todo el mundo corría a ventanas y portones para verlas. Mary sentía que estaba causando sensación y lo disfrutaba. Rilla, cegada por el terror y sin aliento, sentía que no podría seguir corriendo. Dentro de un instante aquella horrible niña estaría encima de ella con el bacalao. En ese punto la pobre criatura tropezó y cayó en un charco con barro al final de la calle, justo en el momento en que la señorita Cornelia salía de la tienda de Cárter Flagg.

La señorita Cornelia se hizo cargo de la situación de una mirada. Mary también. La última detuvo en seco su loca carrera y, antes de que la señorita Cornelia pudiera decir nada, ya se había vuelto y corría colina arriba con la misma velocidad con la que había ido colina abajo. La señorita Cornelia apretó los labios en un gesto ominoso, pero sabía que no tenía sentido intentar perseguirla. Entonces recogió a la pobre Rilla, despeinada y llorosa, y la llevó a su casa. Rilla estaba transida de dolor. El vestido, los zapatitos y el sombrero estaban arruinados, y su orgullo de seis años había recibido terribles magulladuras.

Susan, pálida de indignación, oyó la narración que hizo la señorita Cornelia de la hazaña de Mary Vanee.

—¡Ah, esa desgraciada, no es más que una desgraciada! —decía mientras se llevaba a Rilla para lavarla y consolarla.

—Este asunto ha ido demasiado lejos, querida Ana —dijo la señorita Cornelia—. Hay que hacer algo. ¿Quién es esa criatura que vive en la rectoría y de dónde ha venido?

—Tengo entendido que es una niña del otro lado del puerto que está de visita en la rectoría —respondió Ana, que le veía el lado cómico a la persecución con el bacalao y que pensaba en secreto que Rilla era un poquito vanidosa y que no le vendrían mal una o dos lecciones.

—Yo conozco a todas las familias del otro lado del puerto que vienen a nuestra iglesia y esa revoltosa no pertenece a ninguna de ellas —replicó la señorita Cornelia—. Viste harapos y cuando va a la iglesia lo hace con ropa vieja de Faith Meredith. Ahí hay algún misterio y voy a investigarlo, ya que al parecer nadie más va a ocuparse. Creo que ella fue la culpable de esos merodeos en el bosque de abetos de Warren Mead el otro día. ¿Te enteraste de que, del susto que le dieron, a la madre le dio un ataque?

—No. Sabía que llamaron a Gilbert para que la viera, pero no me enteré de cuál era el problema.

—Bueno, sabes que tiene el corazón delicado. Y un día de la semana pasada, estando sola en la galería, oyó unos alaridos espantosos de «asesino» y «socorro» provenientes del bosque, ruidos realmente horribles, querida Ana. Le falló el corazón. Warren los oyó desde el granero y fue directo al bosque a investigar, y entonces encontró a todos los niños de la rectoría sentados sobre un árbol caído y gritando «asesino» a todo lo que les daban los pulmones. Le dijeron que estaban jugando y que no pensaron que pudiera oírlos nadie. Jugaban a las emboscadas indias. Warren volvió a la casa y encontró a su pobre madre inconsciente en la galería.

Susan, que había regresado, levantó la nariz con gesto despectivo.

—Creo que estaba lejos de estar inconsciente, señora de Marshall Elliott, y eso se lo aseguro. Hace cuarenta años que oigo hablar del corazón delicado de Amelia Warren. Ya a los veinte años lo tenía delicado. Le encanta hacer aspavientos y llamar al médico; cualquier excusa le viene bien.

—Me parece que a Gilbert el ataque no le pareció nada serio —dijo Ana.

—Ah, es muy probable —dijo la señorita Cornelia—. Pero el asunto ha dado mucho que hablar, y el hecho de que los Mead son metodistas ha empeorado mucho las cosas. ¿Qué va a ser de esos niños? A veces no puedo dormir de noche pensando en ellos, querida Ana. De verdad, hasta me pregunto si comen bien, porque el padre vive tan inmerso en sus cosas que no siempre se acuerda de que tiene estómago y esa vieja perezosa no se toma la molestia de cocinar como debería. Se están convirtiendo en unos salvajes, y ahora que terminan las clases estarán peor que nunca.

—Se divierten —rió Ana al recordar sucesos del Valle del Arco Iris que habían llegado a sus oídos—. Y todos son valientes, francos, leales y veraces.

—Eso es cierto, querida Ana, y cuando uno se pone a pensar en todos los problemas que provocaron en la iglesia esos dos jóvenes chismosos del último pastor, me siento inclinada a pasar por alto mucho de lo de los Meredith.

—A fin de cuentas, mi querida señora, son muy buenos niños —dijo Susan—. Hay mucho del pecado original en ellos, eso lo admito, pero tal vez sea mejor, porque de no ser así serían insoportables por demasiado dulces. Pero lo que no creo que sea correcto es que jueguen en un cementerio, y de ahí no me sacan.

—Pero la verdad es que juegan muy tranquilos en el cementerio —los excusó Ana—. No corren ni gritan como en otros lados. ¡Los alaridos que dan en el Valle del Arco Iris a veces! Aunque tengo la sensación de que los míos tienen a su cargo buena parte de la función. Anoche tuvieron un simulacro de batalla y tenían que rugir porque no tenían artillería, según Jem, que está pasando por esa época en la que todos los varones anhelan ser soldados.

—Bien, gracias a Dios, jamás lo será —dijo la señorita Cornelia—. Nunca estuve de acuerdo con que nuestros muchachos fueran a esa gresca en Sudáfrica. Pero ha terminado y no es probable que jamás vuelva a suceder nada parecido. Creo que el mundo se está volviendo más sensato. En cuanto a los Meredith, he dicho muchas veces, y vuelvo a decirlo, que si el señor Meredith tuviera esposa, todo iría bien.

—La semana pasada fue dos veces de visita a casa de los Kirk —insinuó Susan.

—Bien —asintió la señorita Cornelia, pensativa—, yo por lo general no apruebo que un pastor se case con alguien de su congregación. Por lo general lo echa a perder. Pero en este caso no sería dañino, porque todo el mundo quiere a Elizabeth Kirk y nadie más desea la tarea de hacer de madrastra de esos jovencitos. Hasta las chicas Hill se resisten. Nadie las ha sorprendido tendiéndole una trampa al señor Meredith. Elizabeth sería una buena esposa para él si la eligiera. Pero el problema es que ella es realmente fea y el señor Meredith, Ana querida, distraído y todo, tiene buen ojo para las mujeres guapas, lo cual es típico de los hombres. No es tan espiritual cuando de eso se trata, puedes creerme.

—Elizabeth Kirk es muy buena persona, pero dicen que hay quienes han estado a punto de morirse congelados en el cuarto de huéspedes de su madre, mi querida señora —objetó Susan sombríamente—. Si yo considerara que tengo algún derecho a expresar una opinión con relación a un asunto tan solemne como el casamiento de un pastor, diría que la prima de Elizabeth, Sarah, del otro lado del puerto, sería mejor esposa para el señor Meredith.

—Pero si Sarah Kirk es metodista —dijo la señorita Cornelia, como si Susan hubiera sugerido una mujer de la tribu de los hotentotes para nueva dueña de la rectoría.

—Probablemente se hiciera presbiteriana si se casara con el pastor —replicó Susan.

La señorita Cornelia negó con la cabeza. Evidentemente, con ella la cuestión era: metodista una vez, metodista para siempre.

—Sarah Kirk está definitivamente fuera de consideración —declaró, muy convencida—. Al igual que Emmeline Drew, aunque los Drew están tratando de relacionarlos. Literalmente le están poniendo a la pobre Emmeline delante de los ojos, y él ni cuenta se da.

—Emmeline Drew no tiene bríos, eso lo reconozco —dijo Susan—. Es el tipo de mujer, mi querida señora, capaz de ponerte la bolsa de agua caliente en la cama en una noche de perros y después ofenderse porque no se lo agradeces. Y la madre era muy mala ama de casa. ¿Nunca ha oído la anécdota del trapo de secar los platos? Un día lo perdió. Pero al día siguiente lo encontró. Ah, sí, mi querida señora, lo encontró… en el ganso a la hora de la comida, mezclado con el relleno. ¿A usted le parece que una mujer así serviría de suegra de un pastor? Yo creo que no. Pero no hay duda de que tendría que estar remendándole los pantalones al pequeño Jem en lugar de chismorrear sobre mis vecinos. Se los rasgó de arriba abajo anoche en el Valle del Arco Iris.

—¿Dónde está Walter? —preguntó Ana.

—Me temo que no está haciendo nada bueno, mi querida señora. Está en la buhardilla escribiendo algo en un cuaderno. Este período no le fue tan bien en aritmética como debería, me dijo el maestro. Y bien sé yo la razón. Ha estado escribiendo tontos versos en lugar de hacer cuentas. Mucho me temo que ese chico va a ser poeta, mi querida señora.

—Ya es un poeta, Susan.

—Bueno, usted se lo toma con mucha calma, mi querida señora. Supongo que es lo mejor cuando una persona tiene fuerzas para resignarse. Yo tuve un tío que empezó siendo poeta y terminó siendo mendigo. La familia estaba muy avergonzada de él.

—Al parecer no tiene una opinión muy elevada de los poetas, Susan —dijo Ana, riendo.

—¿Quién la tiene, mi querida señora? —preguntó Susan, genuinamente asombrada.

—¿Y qué hay de Milton y Shakespeare? ¿Y los poetas de la Biblia?

—Tengo entendido que Milton no se llevaba bien con su esposa y Shakespeare no fue demasiado respetable en ocasiones. En cuanto a la Biblia, claro que las cosas eran muy diferentes en esos días sagrados, aunque yo nunca tuve una opinión muy elevada del rey David, digan lo qué dijeren. Nunca vi que saliera nada bueno de escribir poesías, y espero y ruego que a ese bendito niño se le pase la inclinación. De lo contrario, veremos qué puede hacer el aceite de hígado de bacalao.