5. La aparición de Mary Vance

—Éste es uno de esos días en los que parece que va a pasar algo —dijo Faith, sensibilizada por el encanto del aire cristalino y las colinas azules. Se abrazó a sí misma, encantada, y bailó una danza folclórica sobre la tumba en forma de banco del viejo Hezekiah Pollock, para espanto de dos ancianas señoritas que atinaron a pasar justo cuando Faith saltaba a la pata coja alrededor de la losa, agitando los brazos en el aire.

—Y ésa —gimió una de las ancianas señoritas— es la hija de nuestro pastor.

—¿Qué puede esperarse de la familia de un viudo? —gimió la otra anciana. Y entonces las dos sacudieron la cabeza.

Era sábado y los Meredith habían salido al mundo mojado por el rocío con una deliciosa conciencia del día de fiesta. Nunca tenían nada que hacer los días de fiesta. Hasta Nan y Di Blythe tenían ciertas tareas domésticas los sábados por la mañana, pero las hijas de la rectoría eran libres para vagabundear desde la mañana hasta el atardecer si así les placía. A Faith le gustaba, pero Una sentía una amarga y secreta humillación porque nunca aprendían a hacer nada. Las otras niñas de su clase sabían cocinar, coser y tejer; únicamente ella era una pequeña ignorante. Jerry sugirió que salieran de exploración, de modo que fueron a pasear por el bosque de abetos, recogiendo en el camino a Carl, que estaba arrodillado sobre la hierba empapada estudiando a sus queridas hormigas. Más allá del bosque salieron al campo del señor Taylor, salpicado con los fantasmas blancos de los dientes de león. En un rincón alejado había un viejo granero destartalado donde, a veces, el señor Taylor guardaba el excedente de su cosecha de heno, pero que no se usaba para ningún otro propósito. Hacia allí avanzaron los niños Meredith y merodearon durante varios minutos por la planta baja.

—¿Qué ha sido eso? —susurró Una de pronto.

Todos prestaron atención. Se oía un débil pero claro ruido en el primer piso del granero. Los Meredith se miraron.

—Hay algo ahí arriba —dijo Faith.

—Voy a ver qué es —anunció Jerry, decidido.

—¡No, por favor! —suplicó Una, cogiéndole el brazo.

—Voy a ir.

—Entonces vamos todos —declaró Faith.

Los cuatro subieron por la tambaleante escalera. Jerry y Faith intrépidos, Una pálida de miedo y Carl medio distraído pensando en la posibilidad de encontrar un murciélago arriba. Se moría por ver un murciélago a la luz del día.

Cuando dejaron la escalera vieron lo que había provocado el ruido y quedaron mudos varios minutos.

En una especie de nido en el heno había una niña acurrucada, como si acabara de despertar de su sueño. Cuando los vio se puso en pie, algo temblorosa, y a la resplandeciente luz del sol que penetraba a través de la ventana cubierta de telarañas, vieron que su rostro delgado y quemado por el sol estaba muy pálido. Tenía dos trenzas de pelo lacio, espeso, color estopa y unos ojos muy extraños, «ojos blancos», pensaron los niños de la rectoría, que los miraban entre desafiantes y lastimeros. Los ojos eran de un azul tan pálido que parecían casi blancos, en especial en contraste con el delgado aro negro que rodeaba el iris. La niña estaba descalza y sin nada en la cabeza y vestía un viejo vestido a cuadros descolorido y roto, demasiado corto y apretado para ella. En cuanto a su edad, podría tener cualquiera, a juzgar por su carita enjuta, pero por la altura andaría por los doce años.

—¿Quién eres? —preguntó Jerry.

La niña miró alrededor como buscando una vía de escape. Entonces pareció rendirse con un pequeño estremecimiento de desolación.

—Soy Mary Vanee —contestó.

—¿De dónde vienes? —continuó Jerry.

En lugar de contestar, Mary se sentó, o mejor dicho, se dejó caer sobre el heno y se puso a llorar. De inmediato Faith corrió hacia ella y abrazó sus hombros delgados y temblorosos.

—No la molestes —ordenó a Jerry—. No llores, querida. Cuéntanos qué te pasa. Somos amigos.

—Tengo… tanta… hambre —gimió Mary—. No… no he comido nada desde el jueves por la mañana, sólo un poco de agua de un arroyo que hay ahí.

Los niños de la rectoría se miraron horrorizados. Faith se puso en pie de un salto.

—Ahora mismo vienes a la rectoría y comes algo antes de decir otra palabra. Mary se encogió.

—Ah, no puedo. ¿Qué van a decir tu padre y tu madre? Además, me mandarían de vuelta.

—No tenemos madre y papá no se va a fijar en ti. La tía Martha tampoco. Vamos, te digo. —Faith dio una patadita de impaciencia. ¿Aquella extraña niña insistiría en morirse de hambre casi a las puertas de la rectoría?

Mary se rindió. Estaba tan débil que apenas podía bajar la escalera pero, de alguna manera, la bajaron, la llevaron a campo traviesa y la metieron en la cocina de la rectoría. La tía Martha, atareada con la cocina como todos los sábados, no reparó en ella. Faith y Una corrieron a la despensa y la despojaron de todo lo comestible que contenía: un poco de «otravez», pan, manteca, leche y un dudoso pastel. Mary Vanee atacó la comida vorazmente y sin críticas, mientras que los niños de la rectoría se quedaron cerca, mirándola. Jerry notó que tenía una bonita boca y lindos dientes blancos. Faith se dio cuenta, con secreto horror, de que Mary no tenía ni una prenda de ropa encima más que el vestido descolorido y roto. Una estaba llena de pura compasión; Carl, de un divertido asombro, y todos ellos de curiosidad.

—Ahora vamos al cementerio y nos contarás qué te pasa —ordenó Faith cuando el apetito de Mary dio señales de retroceder. Mary no era nada reacia ahora. La comida le había devuelto su vivacidad natural y le había soltado una lengua nada perezosa.

—¿No le contaréis a vuestro padre ni a nadie lo que os diga? —preguntó al ser entronada sobre la tumba del señor Pollock. Frente a ella los niños de la rectoría se alinearon sobre otra losa. Allí habría condimento, misterio y aventura. Algo había sucedido.

—No, no contaremos nada.

—¿Lo prometéis?

—Lo prometemos.

—Bueno, me he escapado. Yo vivía con la señora Wiley al otro lado del puerto. ¿Conocéis a la señora Wiley?

—No.

—Bueno, mejor para vosotros. Es una mujer terrible. ¡Ay, cómo la odio! Me mataba a trabajar y no me daba de comer, y además me pegaba casi todos los días. Mirad.

Mary se subió las mangas rotas y extendió los bracitos y las manos delgadísimas y cuarteadas. Estaban negros de moretones. Los niños de la rectoría se estremecieron. Faith se puso roja de indignación. Los ojos azules de Una se llenaron de lágrimas.

—El miércoles por la noche me dio con un palo —continuó Mary con indiferencia—. Fue porque la vaca le dio una patada a un cubo lleno de leche. ¿Cómo iba a saber yo que aquella maldita vaca iba a dar una patada?

Un estremecimiento nada desagradable recorrió a los oyentes. Nunca se les ocurriría utilizar palabras como aquélla, pero era emocionante oír a alguien utilizarlas, y, además, a una niña. Por cierto que Mary Vanee era una criatura interesante.

—No me extraña que te hayas escapado —dijo Faith.

—Ah, pero no me escapé porque me pegó. Una paliza era cosa de todos los días para mí. Estaba acostumbrada como al miércoles. No, señor, hacía una semana que me quería escapar porque me enteré de que la señora Wiley iba a alquilar la granja y a irse a vivir a Lowbridge, y a mí me iba a dar a una prima suya que vive por Charlottetown. Yo no iba a aguantar eso. La otra es mucho peor que la señora Wiley. La señora Wiley me prestó a la otra un mes el verano pasado y prefiero vivir con el mismísimo demonio.

Sensación número dos. Pero Una parecía dubitativa.

—Así que decidí largarme. Tenía ahorrados setenta centavos que me dio en primavera la esposa de John Crawford por plantarle patatas. La señora Wiley no sabía nada. Estaba de viaje visitando a su prima cuando las planté. Pensé venir a Glen y comprar un pasaje para Charlottetown y tratar de encontrar trabajo allí. Soy muy trabajadora. No tengo ni un pelo de vaga. Así que me largué el jueves por la mañana antes de que la señora Wiley se levantara y caminé hasta Glen: casi diez kilómetros. Y cuando llegué a la estación me di cuenta de que había perdido el dinero. No sé cómo ni dónde. Pero ya me había ido. No sabía qué hacer. Si volvía, la vieja Wiley me iba a arrancar el pellejo. Así que fui a esconderme en el viejo granero.

—¿Y ahora qué vas a hacer? —preguntó Jerry.

—No sé, supongo que tendré que volver y aceptar el trago amargo. Ahora que tengo algo sólido en la barriga supongo que podré soportarlo. Pero había miedo en los ojos de Mary. Súbitamente, Una se trasladó de una tumba a la otra y le pasó el brazo por la espalda.

—No regreses. Quédate aquí con nosotros.

—Ah, la señora Wiley me encontrará. Es probable que ya me ande buscando. Podría quedarme aquí hasta que me encuentre, también, si tu familia no se opone. Fui una estúpida al pensar que podía escapar de ella. Es capaz de encontrar una comadreja. Pero era tan desgraciada…

A Mary le tembló la voz, pero le daba vergüenza mostrar su debilidad.

—La mía ha sido una vida de perros estos cuatro años —explicó a la defensiva.

—¿Llevas cuatro años con la señora Wiley?

—Ajá. Me sacó del asilo de Hopetown cuando yo tenía ocho.

—Es el mismo lugar de donde vino la señora Blythe.

—Estuve dos años en el asilo. Me metieron cuando tenía seis. Mi mamá se ahorcó y mi papá se cortó el cuello.

—¡Santo cielo! ¿Por qué? —preguntó Jerry.

—El alcohol —dijo Mary lacónicamente.

—¿Y no tienes más parientes?

—Ni un pariente de mierda, que yo sepa. Aunque alguna vez habré tenido. Me pusieron los nombres de media docena de parientes. Mi nombre completo es Mary Martha Lucilla Moore Ball Vanee. ¿Qué os parece? Mi abuelo era un hombre rico. Apuesto que era más rico que el vuestro. Pero papá se gastó todo bebiendo y mamá hizo su parte. Ellos también me pegaban. Puf, me han pegado tanto que hasta creo que me gusta.

Mary sacudió la cabeza. Había adivinado que los niños de la rectoría le tenían compasión por las palizas y ella no quería la lástima de nadie. Quería ser envidiada. Miró alrededor con alegría. Sus extraños ojos, ahora que los había abandonado la opacidad del hambre, eran brillantes. Les mostraría a aquellas criaturas qué personaje era ella.

—He estado muy pero muy enferma —dijo, orgullosa—. No son muchos los niños que han tenido lo que yo tuve. Tuve: «carlatina», sarampión, erisipela, paperas, tosferina y «peumonía».

—¿Alguna vez tuviste una enfermedad mortal? —preguntó Una.

—No lo sé —dijo Mary, dubitativa.

—Claro que no —se burló Jerry—. Con una enfermedad mortal te mueres.

—Ah, bueno, yo nunca me morí exactamente —admitió Mary—, pero una vez estuve cerca. Pensaron que me había muerto y estaban a punto de enterrarme cuando reaccioné.

—¿Cómo es estar medio muerta? —preguntó Jerry, curioso.

—Como nada. Yo no me enteré hasta varios días después. Fue cuando tuve la «peumonía». La señora Wiley no quiso llamar al doctor, dijo que no iba a meterse en semejante gasto por una sirvienta. La vieja tía Christina MacAllister me cuidó con cataplasmas. Ella me curó. Pero a veces pienso que ojalá me hubiera muerto del todo para terminar de una vez. Estaría mejor.

—Si fueras al cielo supongo que sí —dijo Faith, no muy convencida.

—Bueno, ¿qué otro lugar hay para ir? —preguntó Mary, intrigada.

—Está el infierno, claro —dijo Una, bajando la voz y abrazando a Mary para disminuir el horror de la sugerencia.

—¿El infierno? ¿Qué es eso?

—Pues donde vive el diablo —explicó Jerry—. Tú sabes quién es el diablo. Hablaste de él.

—Ah, sí, pero yo no sabía que vivía en ningún lado, pensaba que andaba por ahí. El señor Wiley hablaba del infierno cuando vivía. Siempre le decía a la gente que se fuera ahí. Yo creía que era algún lugar en New Brunswick, de donde venía él.

—El infierno es un lugar espantoso —dijo Faith con el tremendo gozo que nace de hablar de cosas terribles—. Pero la gente va allí cuando se muere y arde en el fuego eterno para siempre jamás.

—¿Quién te dijo eso? —preguntó Mary con incredulidad.

—Está en la Biblia. Y además nos lo dijo el señor Isaac Crothers en la escuela dominical de Maywater. Era vicario y un pilar de la Iglesia, y lo sabía todo. Pero no tienes por qué preocuparte. Si eres buena, irás al cielo, y si fueras mala, me parece que preferirías ir al infierno.

—No —protestó Mary con decisión—. Por mala que fuera yo no querría ir al infierno a quemarme en el fuego. Yo sé lo que es eso. Una vez cogí un atizador al rojo vivo, sin querer. ¿Qué hay que hacer para ser bueno?

—Tienes que ir a la iglesia y a la escuela dominical, leer la Biblia y rezar todas las noches y dar a las misiones —dijo Una.

—Parece mucho trabajo —señaló Mary—. ¿Algo más?

—Tienes que pedirle a Dios que te perdone los pecados que has cometido.

—Pero yo nunca comi… cometí ninguno. Y, por otro lado, ¿qué es un pecado?

—Ah, Mary, tienes que haber cometido alguno. Todo el mundo los comete. ¿Nunca has dicho una mentira?

—Montones.

—Ése es un pecado terrible —dijo Una con gran solemnidad.

—¿Me estás diciendo —quiso saber Mary— que me van a mandar al infierno por decir una mentirijilla de vez en cuando? Pero si tenía que mentir. El señor Wiley me habría roto todos los huesos una vez si yo no le hubiera mentido. Las mentiras me han salvado de varios palos, os lo aseguro.

Una suspiró. Eran demasiadas dificultades para que las resolviera ella. Se estremeció al pensar en ser azotada cruelmente. Lo más probable era que ella también hubiera mentido. Apretó con fuerza la manita callosa de Mary.

—¿Ése es el único vestido que tienes? —preguntó Faith, cuya naturaleza alegre se negaba a entretenerse con temas desagradables.

—Me puse este vestido porque no servía para nada —exclamó Mary, ruborizándose—. La señora Wiley me había comprado la ropa y yo no quería que me reclamara nada. Y soy honrada. Si iba a escaparme no me iba a llevar nada que fuera suyo y que valiera algo. Cuando crezca me voy a comprar un vestido de satén azul. Vuestra ropa no es muy elegante que digamos. Yo pensaba que los hijos de los pastores siempre iban bien vestidos.

Estaba claro que Mary tenía carácter y era susceptible con respecto a algunos puntos. Pero había un curioso y rústico encanto en ella que los cautivaba a todos. Aquella tarde la llevaron al Valle del Arco Iris y se la presentaron a los Blythe como «una amiga nuestra del otro lado del puerto que está de visita». Los Blythe la aceptaron sin hacer preguntas, tal vez porque ahora se la veía respetable, al menos exteriormente. Después de la cena, durante la cual la tía Martha había murmurado y el señor Meredith había estado en un estado de semiconsciencia mientras reflexionaba sobre su sermón del domingo, Faith había convencido a Mary de que se pusiera uno de sus vestidos, así como otras prendas de ropa. Con el cabello cuidadosamente trenzado, Mary podía pasar bastante bien. Era una aceptable compañera de juegos, pues conocía varios nuevos y excitantes, y su conversación no carecía de gracia. Algunas de sus expresiones hicieron que Nan y Di se miraran con desconfianza. No estaban muy seguras de lo que su madre habría pensado de ella, pero sabían a la perfección lo que hubiera pensado Susan. De todos modos, era una visita de la rectoría, de modo que no podía haber problemas.

Cuando llegó la hora de irse a la cama surgió el problema de dónde dormiría Mary.

—No podemos ponerla en el cuarto de huéspedes —le dijo Faith, confusa, a Una.

—Yo no tengo bichos en la cabeza —exclamó Mary con tono dolido.

—Ah, no quise decir eso —protestó Faith—. El cuarto de huéspedes está inservible. Los ratones abrieron un inmenso agujero en el colchón de plumas e hicieron un nido en él. Lo descubrimos cuando la tía Martha puso a dormir allí al reverendo Fisher, de Charlottetown, la semana pasada. Él sí se enteró en seguida. Entonces papá tuvo que darle su cama y dormir en el diván del estudio. La tía Martha no ha tenido tiempo todavía de arreglar la cama del cuarto de huéspedes, dice, así que nadie puede dormir allí, por limpia que tenga la cabeza. Y nuestra cama es tan pequeña que no puedes dormir con nosotras.

—Puedo volver al viejo granero por la noche si me dejáis una manta —aceptó Mary filosóficamente—. Anoche hacía un poco de frío pero, si no hubiera sido por eso, habría dormido muy a gusto.

—¡Ay, no, no, no vas a hacer eso! —dijo Una—. Se me ocurre un plan, Faith. ¿Te acuerdas del catre que hay en la buhardilla con un colchón viejo, que dejó el último pastor? Llevemos la ropa de cama del cuarto de huéspedes y le preparamos la cama allí a Mary. No te molesta dormir en la buhardilla, ¿no, Mary? Está justo encima de nuestro dormitorio.

—Cualquier lugar me viene bien. Caramba, si no he tenido un lugar decente donde dormir en toda mi vida. En casa de la señora Wiley dormía en el altillo que había encima de la cocina. El techo goteaba lluvia en verano y nieve en invierno. Mi cama era un colchón de paja en el suelo. No voy a poner remilgos a la hora de dormir.

La buhardilla de la rectoría era un lugar largo y bajo con el techo inclinado. Allí prepararon una cama para Mary con las preciosas sábanas dobladilladas y la manta bordada que Cecilia Meredith había hecho una vez con tanto orgullo para su cuarto de huéspedes y que aún sobrevivía a los malos lavados de la tía Martha. Se dieron las buenas noches y el silencio cayó sobre la rectoría. Una estaba quedándose dormida cuando oyó un ruido justo en el cuarto de arriba que la hizo incorporarse de inmediato.

—Escucha, Faith… Mary está llorando —susurró. Faith no respondió, dado que ya estaba dormida. Una se bajó de la cama y, vestida con su camisoncito blanco, cruzó la sala y subió la escalera. El crujiente suelo de la buhardilla dio amplio aviso de su aparición y, cuando llegó al rincón, todo era un silencioso claro de luna y el catre sólo dejaba ver un bulto en medio.

—Mary —susurró Una.

No hubo respuesta.

Una se acercó a la cama y apartó la colcha.

—Mary, sé que estás llorando. Te he oído. ¿Te sientes sola?

Mary se dejó ver de pronto, pero no dijo nada.

—Déjame meterme contigo. Tengo frío —dijo Una, temblando por el aire frío; la pequeña ventana de la buhardilla estaba abierta y de noche soplaba el áspero aliento de la costa norte.

Mary se corrió y Una se acurrucó junto a ella.

—Ahora no te sentirás sola. No tendríamos que haberte dejado sola aquí la primera noche.

—No me sentía sola —dijo Mary, sorbiendo por la nariz.

—¿Por qué llorabas entonces?

—Ah, cuando me quedé sola me puse a pensar. Pensé en que tenía que volver a casa de la señora Wiley y en que me va a pegar por haberme escapado y… y en que me voy a ir al infierno por mentir. Todo eso me preocupó mucho.

—Ay, Mary —se entristeció la pobre Una—. Yo no creo que Dios vaya a mandarte al infierno por decir mentiras si tú no sabías que estaba mal. No lo haría. Él es bueno. Claro que no debes mentir más ahora que ya sabes que está mal.

—Si no puedo decir mentiras, ¿qué va a ser de mí? —sollozó Mary—. Tú no lo entiendes. No sabes nada de estas cosas. Tienes una casa y un padre bueno, aunque me pareció que le falta un tornillo. Pero al menos no te pega; y siempre tienes suficiente para comer, aunque esa vieja tía tuya no sabe nada de cocina. Es el primer día de mi vida en que he sentido que comí suficiente. Me han maltratado toda la vida, excepto los dos años que pasé en el asilo. Allí no me pegaban y no estaba del todo mal, aunque la supervisora tenía mal genio. Siempre parecía dispuesta a arrancarme la cabeza. Pero la señora Wiley es horrorosa y me muero de miedo cuando pienso en volver con ella.

—Tal vez no tengas que volver. Tal vez se nos ocurra alguna salida. Pidámosle las dos a Dios que te salve de tener que volver con la señora Wiley. Tú dices tus oraciones, ¿no, Mary?

—Ah, sí, siempre digo un viejo verso antes de meterme en la cama —respondió Mary con indiferencia—. Pero nunca se me ocurrió pedir nada especial. Nadie en el mundo se ha preocupado nunca por mí, así que no espero que se preocupe Dios. El bien podría molestarse por ti, ya que eres hija de un pastor.

—Se preocuparía exactamente igual por ti, Mary, estoy segura —dijo Una—. No importa de quién seas hija. Tú pídele; yo también voy a pedirle.

—Está bien —accedió Mary—. No hará ningún daño aun cuando no haga mucho bien. Si conocieras a la señora Wiley tan bien como yo, no creerías que Dios tenga ganas de meterse con ella. De todas maneras, ya no voy a llorar por eso. Esto es mucho mejor que anoche, en aquel viejo granero, con los ratones corriendo de un lado para otro. Mira el faro de Cuatro Vientos. ¿No es bonito?

—Ésta es la única ventana desde donde puede verse —le informó Una—. A mí me encanta mirarlo.

—¿Sí? A mí también. Yo lo veía desde el altillo de Wiley y era mi único consuelo. Cuando estaba dolorida por los golpes lo miraba y me olvidaba de dónde me dolía. Pensaba en los barcos que se van lejos, muy lejos, y deseaba estar en uno de ellos navegando hacia lo lejos también, lejos de todo. En las noches de invierno, cuando no estaba encendido, sí que me sentía sola. Dime, Una, ¿por qué sois tan buenos conmigo si no soy más que una extraña?

—Porque es lo correcto. La Biblia nos dice que seamos bondadosos con todas las personas.

—¿Ah, sí? Bueno, me parece que hay muchos que no le hacen caso. Yo no recuerdo que nadie haya sido bueno conmigo antes, por mis ojos que no. Dime, Una, ¿no son bonitas esas sombras en la pared? Parecen una bandada de pájaros que bailan. Y dime, Una, me gusta toda tu familia y los chicos Blythe y Di, pero no me gusta Nan. Es orgullosa.

—Ay, no, Mary, no es nada orgullosa —la defendió Una vivamente—. En absoluto.

—No me lo digas a mí. Cualquiera que ande con la cabeza alta como ella es orgulloso.

—Nosotros la queremos mucho.

—Ah, supongo que la quieres más que a mí —dijo Mary, celosa—. ¿Eh?

—Pero, Mary, hace semanas que la conocemos y a ti hace apenas unas horas —tartamudeó Una.

—¿Entonces la quieres más? —insistió Mary, furiosa—. ¡Está bien! Quiérela todo lo que se te ocurra. No me importa. Puedo sobrevivir sin ti.

—Ay, Mary —dijo Una, pasando un tierno brazo sobre la espalda ofendida de Mary—, no hables así. Yo te quiero más. Y me haces sentir tan mal…

No hubo respuesta. De inmediato, Una se puso a sollozar, ante lo cual Mary se volvió otra vez y la envolvió en un abrazo de oso.

—Cállate —ordenó—. No llores por lo que te dije. Estuve mezquina como el demonio habiéndote así. Tendrían que despellejarme viva… con lo buenos que habéis sido conmigo. Cállate ahora. Si sigues llorando iré caminando directamente al puerto en camisón y me ahogaré.

Esa terrible amenaza hizo que Una se tragara los sollozos. Mary le enjugó las lágrimas con la puntilla de la funda de la almohada y volvieron a acurrucarse juntas, ya restablecida la armonía, para mirar las sombras de las hojas de enredadera sobre la pared, hasta que se quedaron dormidas.

Y en el estudio del piso de abajo el reverendo John Meredith caminaba con expresión absorta y ojos resplandecientes, pensando en su mensaje del día siguiente, sin saber que bajo su propio techo había una pequeña alma desamparada, que tropezaba en la oscuridad y la ignorancia, acosada por el terror y cercada por dificultades demasiado grandes para que pudiera con ellas.