4. Los niños de la rectoría

Tal vez la tía Martha fuera un ama de casa desastrosa; tal vez el reverendo John Knox Meredith fuera un hombre muy distraído e indulgente. Pero no podía negarse que había algo de casero y encantador en la rectoría de Glen St. Mary a pesar del desorden. Incluso las críticas amas de casa de Glen lo sentían y no los juzgaban con mucha dureza por tal motivo. Tal vez el encanto fuera debido a circunstancias accidentales: las lujuriosas enredaderas que cubrían las paredes, las acacias y abetos que se amontonaban alrededor con la libertad de una vieja amistad, y la hermosa vista del puerto y de las dunas de arena que se tenía desde las ventanas que daban al frente.

Pero esas cosas ya estaban allí durante el reinado del predecesor del señor Meredith, cuando la rectoría era la casa más ordenada, decorosa y aburrida de Glen. El responsable tenía que ser la personalidad de los nuevos ocupantes. Había una atmósfera de alegría y camaradería en ella; las puertas estaban siempre abiertas y los mundos de dentro y de fuera se daban la mano. El amor era la única ley en la rectoría de Glen St. Mary.

La gente de la parroquia decía que el señor Meredith malcriaba a sus hijos. Es muy probable que así fuera. Seguro que era incapaz de regañarlos. «No tienen madre», decía para sí, con un suspiro, cuando alguna travesura especialmente notoria le saltaba a los ojos. Pero ignoraba la mitad de sus correrías. Pertenecía a la secta de los soñadores. Las ventanas de su estudio daban al cementerio pero, mientras caminaba de un lado al otro de la habitación, reflexionando profundamente sobre la inmortalidad del alma, no reparaba en absoluto en que Jerry y Carl jugaban, muertos de risa, al salto de la rana sobre las losas planas de aquella morada de metodistas muertos. El señor Meredith tenía ocasionales y agudas tomas de conciencia de que sus hijos no estaban recibiendo tan buenos cuidados, ni físicos ni morales, como antes de la muerte de su esposa, y tenía una vaga idea de que la casa y las comidas eran muy distintas bajo la supervisión de la tía Martha de lo que habían sido bajo la de Cecilia. En cuanto al resto, vivía en un mundo de libros y abstracciones y, por lo tanto, aunque rara vez sus ropas recibían un cepillado y aunque las amas de casa de Glen llegaron a la conclusión, a juzgar por la palidez marmórea de sus delicados rasgos y sus delgadas manos, de que jamás comía lo suficiente, no era un hombre desdichado.

Si es que hay cementerio que pueda denominarse un lugar alegre, así podría considerarse el viejo cementerio metodista de Glen St. Mary. El cementerio nuevo, al otro lado de la iglesia metodista, era un lugar cuidado con esmero y debidamente lúgubre, pero el cementerio viejo había sido dejado tanto tiempo en las gentiles y generosas manos de la naturaleza que se había convertido en un lugar muy agradable.

Estaba rodeado por un muro de piedras y hierba. Por la parte de fuera crecía una hilera de altos abetos con gruesas ramas. El muro, construido por los primeros colonos de Glen, era lo suficientemente viejo como para ser hermoso; entre las grietas crecían musgo y plantas verdes; las violetas brotaban junto a su base en los primeros días de primavera y, en otoño, los asteres y varas de san José creaban su gloria otoñal en sus esquinas. Unos pequeños polipodios se juntaban entre sus piedras y aquí y allá crecía algún gran helecho.

Sobre el costado occidental no había muro. Allí el cementerio se perdía hacia una plantación de abetos jóvenes que se acercaban cada vez más a las tumbas y se alejaban hacia el este convirtiéndose en un espeso bosque. El aire estaba siempre lleno de las voces del mar y de la música de los viejos árboles grises; en las mañanas de primavera los coros de pájaros en los olmos alrededor de las dos iglesias cantaban sobre la vida y no sobre la muerte. Los niños Meredith amaban el viejo cementerio.

La hiedra de ojos azules, el «abeto de jardín» y la menta crecían desenfrenadamente sobre las tumbas hundidas. Unos arbustos de arándanos crecían en profusión en una esquina arenosa cercana al bosque de abetos. Allí podían hallarse las variaciones en la moda de tumbas a lo largo de tres generaciones, desde las losas planas y oblongas de arenisca roja de los antiguos pobladores, pasando por los días de sauces llorones y manos entrelazadas, hasta las últimas monstruosidades de altos monumentos y urnas drapeadas. Una de las últimas, la más grande y más fea del cementerio, estaba consagrada a la memoria de un tal Alee Davis, que nació metodista pero se casó con una presbiteriana del clan de los Douglas. Ella había logrado convertirlo y le había hecho marcar el paso del presbiterianismo toda su vida. Pero cuando él murió, ella no se atrevió a condenarlo a una tumba solitaria en el cementerio presbiteriano del otro lado del puerto. Todos sus antepasados estaban enterrados en el cementerio metodista, de modo que Alee Davis volvió a los suyos en la muerte y su viuda se consoló erigiendo un monumento que costó más de lo que podía pagar cualquiera de los metodistas. Los niños Meredith lo detestaban, sin saber por qué, pero les encantaban las viejas losas chatas rodeadas por una hierba alta que crecía descuidadamente alrededor. Para empezar, eran un buen asiento. Estaban todos sentados sobre una de ellas ahora. Jerry, cansado de jugar al salto de rana, tocaba la armónica. Carl contemplaba fascinado un extraño escarabajo que había encontrado; Una intentaba hacer un vestido para su muñeca, y Faith, apoyada sobre sus delgados brazos bronceados, balanceaba los pies descalzos al delicioso ritmo de la armónica.

Jerry era moreno y tenía los grandes ojos negros de su padre, pero en él los ojos eran brillantes en lugar de soñadores. Faith, que le seguía, llevaba su belleza como una rosa, indiferente y radiante. Tenía ojos de un castaño dorado, rizos del mismo color y mejillas rosadas. Reía demasiado para el gusto de la congregación de su padre y había disgustado a la vieja señora Taylor, la desconsolada cónyuge de varios esposos fallecidos, al declarar descaradamente y, para colmo de males, en el portal de la iglesia: «El mundo no es un valle de lágrimas, señora Taylor. Es un mundo de risas».

La pequeña y soñadora Una no era propensa a la risa. Sus trenzas de lacios cabellos negrísimos no traicionaban el menor rizo rebelde y, en sus ojos almendrados de un profundo azul, asomaba algo de melancolía y pena. Tenía la costumbre de entreabrir los labios y dejar ver los dientecitos blancos y, así, una sonrisa tímida y meditabunda se dibujaba en ocasiones sobre su carita. Era mucho más sensible que Faith a la opinión pública y tenía la incómoda sensación de que había algo no muy apropiado en su forma de vida. Ansiaba corregirla, pero no sabía cómo. De vez en cuando quitaba el polvo a los muebles, pero casi nunca encontraba el plumero, que jamás estaba en el mismo lugar. Y cuando aparecía el cepillo de la ropa intentaba cepillar el mejor traje de su padre; una vez cosió un botón con grueso hilo blanco. Cuando el señor Meredith fue a la iglesia al día siguiente, todos los ojos femeninos vieron ese botón y la paz de la Asociación de Damas de Beneficencia se vio alterada durante semanas.

Carl tenía los ojos claros, brillantes, de un profundo azul, valientes y directos, de su madre muerta, y los mismos cabellos castaños con destellos dorados. Conocía los secretos de los insectos y tenía una especie de cofradía con abejas y escarabajos. A Una no le gustaba sentarse cerca de él porque nunca se sabía qué extraño bicho podía ocultar. Jerry se negaba a dormir con él porque una vez Carl se había llevado a la cama una culebra recién nacida, de modo que Carl dormía en su vieja camita, tan pequeña que él nunca podía estirarse del todo, y tenía extraños compañeros de cama. Tal vez el hecho de que la tía Martha fuera medio ciega resultara conveniente cuando hacía esa cama. En general, eran una camada divertida y encantadora; seguro que el corazón de Cecilia Meredith se encogió de pena al enfrentarse a la certeza de que debía dejarlos.

—¿Dónde te gustaría que te enterraran si fueras metodista? —preguntó Faith con jovialidad.

La pregunta abrió un interesante campo de especulación.

—No hay muchas opciones. Está todo ocupado —dijo Jerry—. Creo que a mí me gustaría aquel rincón cercano al camino. Podría oír los coches que pasan y a la gente cuando charla.

—A mí me gustaría aquella pequeña hondonada bajo el abedul —declaró Una—. Ese abedul está lleno de pájaros y por las mañanas cantan como locos.

—Yo elegiría el panteón de los Porter, donde hay tantos niños enterrados. Quiero tener mucha compañía —manifestó Faith—. ¿Y tú, Carl?

—Yo quisiera que no me enterrasen, pero, si no hay más remedio, querría que fuera en ese hormiguero. ¡Las hormigas son tan interesantes!

—¡Qué buenos han debido de ser los que están enterrados aquí! —acotó Una, que había estado leyendo los viejos y elogiosos epitafios—. Parece que no hay ni una sola persona mala en todo el cementerio. Los metodistas tienen que ser mejores que los presbiterianos, después de todo.

—A lo mejor los metodistas entierran a los malos como a los gatos —sugirió Carl—. A lo mejor no se molestan en traerlos al cementerio.

—Tonterías —dijo Faith—. Los que están enterrados aquí no han sido mejores que otros, Una. Pero cuando alguien se muere no se puede decir nada de él que no sea bueno, porque si no vuelve y te asusta. Me lo dijo la tía Martha. Yo le pregunté a papá si era verdad y él me miró como sin verme y murmuró: «¿Verdad? ¿Verdad? ¿Qué es la verdad? ¿Qué es verdad, oh tú, bromista Pilatos?». Llegué a la conclusión de que ha de ser verdad.

—Me pregunto si el señor Alee Davis vendrá a asustarme si yo arrojo una piedra a la urna que hay encima de su tumba —se inquietó Jerry.

—Vendría la señora Davis —dijo riendo Faith—. En la iglesia nos observa como un gato a los ratones. El domingo pasado le saqué la lengua a su sobrino y él me contestó igual; tendríais que haber visto la mirada que me dirigió. Seguro que le tiró de las orejas cuando salieron. Si la señora Elliott no me hubiera dicho que no debemos ofenderla de ninguna manera, ¡le habría sacado la lengua también a ella!

—Dicen que Jem Blythe le sacó la lengua una vez y nunca volvió a llamar al padre, ni siquiera cuando el marido se estaba muriendo —informó Jerry—. Me pregunto cómo serán los chicos Blythe.

—A mí me gustaron cuando los vi —dijo Faith. Los niños de la rectoría estaban en la estación la tarde en que llegaron los Blythe—. Sobre todo Jem.

—En la escuela dicen que Walter es mariquita —señaló Jerry.

—No lo creo —protestó Una, a quien Walter le había parecido muy guapo.

—Bueno, la cuestión es que escribe poesía. Bertie Shakespeare me contó que ganó el premio que el maestro dio el año pasado por escribir una poesía. La madre de Bertie estaba convencida de que él tendría que haber ganado el premio, por el apellido, pero Bertie dice que él no podría escribir una poesía ni aunque de eso dependiera la salvación de su alma, a pesar de su nombre.

—Supongo que los conoceremos cuando empiece la escuela —reflexionó Faith—. Espero que las chicas sean buenas. La mayoría de las chicas de por aquí no me gustan. Hasta las simpáticas son aburridas. Pero las mellizas Blythe me parecieron divertidas. Yo pensaba que los mellizos siempre eran iguales, pero no. La pelirroja me gustó más.

—A mí me gustó la madre —dijo Una con un ligero suspiro. Una envidiaba a las madres de todos los niños. Tenía apenas seis años cuando murió la suya, pero conservaba algunos recuerdos muy queridos, atesorados en su alma como joyas, de abrazos al atardecer y juegos matinales; de ojos llenos de amor, de una voz tierna y de una risa dulce y alegre.

—Dicen que no es como otra gente —acotó Jerry.

—La señora Elliott dice que es porque nunca ha crecido —reflexionó Faith.

—Es más alta que la señora Elliott.

—Sí, sí, pero es por dentro… la señora Elliott dice que la señora Blythe sigue siendo una niña pequeña por dentro.

—¿Qué es ese olor? —interrumpió Carl, olfateando.

Ahora lo olían todos. Un aroma delicioso llegaba flotando en el quieto aire vespertino desde el valle que había bajo la colina donde estaba la rectoría.

—Me da hambre —dijo Jerry.

—Sólo hemos comido pan y melaza en el almuerzo y «otravez» en la cena —se quejó Una.

La tía Martha acostumbraba hervir un gran pedazo de cordero a principios de semana y lo servía todos los días, frío y grasiento, hasta que se terminaba. Faith, en un momento de inspiración, le había puesto al plato el nombre de «otravez», y así se lo conocía invariablemente en la rectoría.

—Vayamos a ver de dónde viene ese olor —propuso Jerry.

Todos se pusieron en pie de un salto, corrieron por la hierba con la despreocupación de cachorros, saltaron un cerco y siguieron colina abajo por el terreno cubierto de musgo, guiados por el sabroso olor que se hacía más fuerte cada vez. Minutos después llegaban sin aliento al santuario del Valle del Arco Iris, donde los niños Blythe estaban a punto de bendecir la mesa.

Se detuvieron con timidez. Una lamentó que hubieran sido tan precipitados, pero Di Blythe se hacía cargo de situaciones más complejas que la presente. Dio un paso adelante, con una sonrisa de camaradería.

—Me parece que sé quiénes sois —dijo—. De la rectoría, ¿no?

Faith asintió y la cara se le llenó de hoyuelos.

—Sentimos el olor de la trucha que estáis cocinando y nos preguntábamos qué era.

—Entonces tenéis que sentaros con nosotros y ayudarnos a comerla —invitó Di.

—A lo mejor no hay suficiente ni para vosotros —dijo Jerry, mirando con apetito la bandeja de lata.

—Tenemos tres por cabeza —contestó Jem—. Sentaos.

No fue necesaria más ceremonia y todos se sentaron sobre las piedras musgosas. La fiesta fue alegre y larga. Nan y Di probablemente habrían muerto de espanto de haber sabido lo que Faith y Una sabían perfectamente bien: que Carl tenía dos ratoncitos en el bolsillo de la chaqueta. Pero no se enteraron, de modo que el hecho no las afectó. ¿Cómo pueden las personas conocerse mejor que comiendo juntas? Cuando la última trucha hubo desaparecido, los niños de la rectoría y los niños de Ingleside eran amigos y aliados juramentados. Se habían conocido desde siempre. Los de la raza de José se reconocían al verse.

Contaron la historia de sus breves pasados. Los niños de la rectoría supieron de Avonlea y Tejas Verdes, de las tradiciones del Valle del Arco Iris y de la casita junto a la costa del puerto donde había nacido Jem. Los niños de Ingleside supieron de Maywater, donde vivían los Meredith antes de venir a Glen, de la queridísima muñeca de un solo ojo de Una y del gallo mascota de Faith.

Faith era propensa a enfadarse porque la gente se reía de que ella tuviera un gallo como mascota. Le gustaron los Blythe porque aceptaron el hecho sin comentarios.

—Un gallo hermoso como Adán es una mascota tan buena como un perro o un gato, creo yo —dijo—. Si fuera un canario a nadie le llamaría la atención. Y lo he criado desde que era un polluelo amarillo. Me lo regaló la señora Johnson en Maywater. Una comadreja había matado a todos sus hermanos y hermanas. Le puse el nombre del esposo de la señora Johnson. A mí nunca me gustaron las muñecas y los gatos. Los gatos son demasiado furtivos y las muñecas están muertas.

—¿Quién vive en esa casa de ahí arriba? —preguntó Jerry.

—Las señoritas West, Rosemary y Ellen —respondió Nan—. Di y yo vamos a dar clases de música con la señorita Rosemary este verano.

Una miró a las afortunadas mellizas con ojos cuyo anhelo era demasiado gentil para convertirse en envidia. ¡Ay, si ella pudiera tomar clases de música! Era uno de sus sueños secretos; nadie lo sabía.

—La señorita Rosemary es tan dulce y siempre se viste tan bien —dijo Di—. Tiene el pelo del mismo color que el caramelo de melaza —agregó, con añoranza, pues ella, como su madre, no se resignaba a sus rizos rojos.

—A mí también me gusta la señorita Ellen —declaró Nan—. Siempre me daba caramelos cuando venía a la iglesia. Pero Di le tiene miedo.

—Tiene las cejas negras y la voz muy profunda —explicó Di—. ¡Ah, qué miedo le tenía Kenneth Ford cuando era pequeño! Mamá dice que el primer domingo que la señora Ford lo llevó a la iglesia, estaba la señorita Ellen sentada justo detrás de ellos. Y en el momento en que la vio, Kenneth se puso a gritar y a gritar hasta que la señora Ford tuvo que sacarlo.

—¿Quién es la señora Ford? —preguntó Una, intrigada.

—Ah, los Ford no viven aquí. Sólo vienen en verano. Pero este verano no vendrán. Viven en la casita que hay sobre la costa del puerto, donde antes vivían mamá y papá. Cómo me gustaría que conocierais a Persis Ford. Es preciosa.

—He oído hablar de la señora Ford —interrumpió Faith—. Bertie Shakespeare Drew me contó la historia. Estuvo casada catorce años con un hombre muerto y después él resucitó.

—Tonterías —dijo Nan—. No fue así. Bertie Shakespeare nunca entiende nada. Yo conozco la historia y algún día os la contaré, pero ahora no porque es demasiado larga y es hora de irnos a casa. A mamá no le gusta que estemos fuera estas noches tan húmedas.

A nadie le importaba si los niños de la rectoría estaban al aire húmedo o no. La tía Martha ya estaba en la cama y el pastor estaba demasiado inmerso en especulaciones relativas a la inmortalidad del alma como para recordar la mortalidad del cuerpo. Pero ellos también se fueron a su casa, soñando con las buenas épocas por venir.

—El Valle del Arco Iris me parece más bonito que el cementerio —dijo Una—. Y me encantan los Blythe. Es bonito querer a la gente. Papá dijo en el sermón del domingo pasado que tenemos que amar a todo el mundo. Pero ¿cómo es posible? ¿Cómo podemos amar a la esposa de Alee Davis?

—Ah, papá dijo eso en el púlpito —dijo Faith con ligereza—. Tiene sentido común y no piensa lo mismo fuera de él.

Los Blythe se fueron a Ingleside, excepto Jem, que se escapó un momento a un remoto rincón del Valle del Arco Iris. Allí crecían anémonas, y Jem jamás olvidaba llevarle un ramo a su madre.