1. Otra vez en casa

Era un claro atardecer de mayo, color verde manzana, y el Puerto de Cuatro Vientos reflejaba las nubes del ocaso dorado en sus costas suavemente oscuras. El mar gemía lúgubre en el banco de arena; incluso en primavera era un sonido triste, pero un viento astuto y jovial venía silbando por el camino rojo del puerto, por el que la figura matriarcal de la señorita Cornelia se encaminaba hacia el pueblo de Glen St. Mary. La señorita Cornelia era, para hablar con justicia, la señora Elliott; hacía ya trece años que estaba casada con Marshall Elliott, pero todavía eran más los que se referían a ella como a la señorita Cornelia que como a la señora Elliott. El anterior era un nombre querido para sus viejos amigos; sólo uno de ellos dejó de usarlo, desdeñosamente. Susan Baker, la oscura, severa y leal criada de la familia Blythe, nunca perdía ocasión de llamarla con gran énfasis «señora de Marshall Elliott», como diciendo: Querías ser señora y señora serás en lo que a mí respecta.

La señorita Cornelia iba a Ingleside a ver al doctor Blythe y a su esposa, que acababan de regresar de Europa. Habían estado ausentes tres meses, pues partieron en febrero para asistir a un famoso congreso médico en Londres y, durante su ausencia, tuvieron lugar en Glen ciertas cosillas que la señorita Cornelia estaba ansiosa por comentar. Por ejemplo, había una nueva familia en la casa del pastor. ¡Y qué familia! Mientras avanzaba a paso vivaz, la señorita Cornelia sacudió la cabeza varias veces sólo de pensar en ellos.

Susan Baker y Ana Shirley la vieron venir desde la gran galería de Ingleside, donde estaban sentadas disfrutando del crepúsculo, la dulzura de los soñolientos petirrojos que silbaban entre los arces en penumbras y la danza de un impetuoso grupo de narcisos que se agitaban contra el viejo muro de ladrillos del jardín.

Ana estaba sentada en los escalones con las manos enlazadas alrededor de una rodilla, con un aire tan infantil como puede tenerlo una madre de varios hijos; y los hermosos ojos verdes grisáceos, que contemplaban el camino del puerto, estaban tan llenos como siempre de insaciable resplandor y ensoñación. Detrás de ella, en la hamaca, se acurrucaba Rilla Blythe, una regordeta criaturita de seis años, la menor de los niños de Ingleside. Tenía rizos rojos y ojos color avellana que ahora se encontraban firmemente cerrados, con esa manera tan graciosa que tenía Rilla de dormir.

Shirley, el niñito moreno, como lo definía el Quién es Quién de la familia, dormía en brazos de Susan. Tenía cabellos castaños, ojos pardos y piel trigueña, y las mejillas muy rosadas; era el preferido de Susan. Después de su nacimiento, Ana estuvo enferma durante mucho tiempo y Susan hizo el papel de madre con una ternura tan apasionada como ninguno de los otros niños, si bien ella los quería mucho, había logrado despertar. El doctor Blythe decía que, de no ser por ella, la criatura no habría vivido.

—Yo le di la vida tanto como usted, mi querida señora —solía decir Susan—. Es tan hijo mío como suyo.

Y, verdaderamente, era siempre a Susan a quien Shirley iba a buscar para que le diera un beso cuando se lastimaba, a que lo meciera para dormirse o a que lo protegiera de palizas bien merecidas. Susan había castigado sin resquemores a todos los niños Blythe cuando consideraba que lo necesitaban para el bien de sus almas, pero nunca pegaba a Shirley ni permitía que su madre lo hiciera. Una vez el doctor Blythe le pegó y Susan se indignó violentamente.

—Ese hombre es capaz de pegar a un ángel, mi querida señora —declaró amargamente, y durante semanas se negó a preparar pastel para el doctor.

Durante la ausencia de los padres de Shirley —los otros niños fueron a Avonlea—, lo llevó con ella a casa de su hermano y lo tuvo sólo para ella durante tres benditos meses. Sin embargo, Susan se alegraba de estar de regreso en Ingleside, con todos sus bienamados alrededor. Ingleside era su mundo y en él reinaba como majestad suprema. Incluso Ana cuestionaba rara vez sus decisiones, para disgusto de la señora Rachel Lynde de Tejas Verdes que, cada vez que visitaba Cuatro Vientos, decía a Ana, con aire sombrío, que estaba permitiéndole a Susan mandar demasiado y que llegaría el día en que lo lamentaría.

—Ahí viene Cornelia Bryant, mi querida señora —anunció Susan—. Seguramente viene a atiborrarnos con tres meses de chismes.

—Eso espero —contestó Ana, abrazando sus rodillas—. Me muero de ganas de escuchar chismes de Glen St. Mary, Susan. Espero que la señorita Cornelia pueda contarme todo lo sucedido mientras estuvimos ausentes, todo: quién ha nacido, se ha casado o se ha emborrachado; quién ha muerto o se ha ido o ha vuelto o se ha peleado con quién; quién ha perdido una vaca o ha encontrado novio. Es delicioso estar otra vez en casa con toda la gente de Glen; quiero saber todo sobre ellos. Recuerdo que, mientras recorría la abadía de Westminster, me preguntaba con cuál de sus dos pretendientes terminaría casándose Millicent Drew. ¿Sabe, Susan? Tengo la terrible sospecha de que me encantan los chismes.

—Bueno, por supuesto, mi querida señora —admitió Susan—, a cualquier mujer que se precie de tal le gusta enterarse de lo que pasa. A mí me interesa bastante el caso de Millicent Drew. Yo nunca he tenido un pretendiente, y mucho menos dos; ahora ya no me importa; ser una vieja solterona no duele una vez que te acostumbras. A mí me da la sensación de que Millicent se peina con una escoba. Pero al parecer a los hombres eso no les importa.

—Ellos sólo ven su cara bonita, risueña y seductora, Susan.

—Muy bien puede ser, mi querida señora. El Buen Libro dice que el favor es engañoso y la belleza es vana, pero a mí no me habría molestado haberlo descubierto por mí misma, si así hubiera estado dispuesto. No tengo dudas de que todos seremos hermosos cuando seamos ángeles, pero ¿qué utilidad tendrá entonces? Hablando de chismes, dicen que la pobre esposa de Harrison Miller, del puerto, trató de ahorcarse la semana pasada.

—¡Ay, Susan!

—Tranquilícese, mi querida señora. No lo consiguió. Aunque no me extraña que lo haya intentado, porque el marido es un hombre terrible. Pero ella fue muy tonta al tratar de colgarse y dejarle el camino libre para que se case con alguna otra mujer. Yo, en su lugar, mi querida señora, le habría fastidiado hasta que fuera él el que intentara colgarse. Aunque no estoy de acuerdo con que la gente se cuelgue bajo ninguna circunstancia, mi querida señora.

—¿Qué es lo que pasa con Harrison Miller? —preguntó Ana, impaciente—. Siempre lleva a los demás a los extremos.

—Bueno, algunos lo llaman religión y otros lo llaman maldición, con perdón, mi querida señora, por usar semejante palabra. Parece que no pueden decidir cuál de las dos cosas es el caso de Harrison. Hay días en los que pelea con todo el mundo porque cree que está condenado al castigo eterno. Y hay días en los que dice que no le importa nada y va y se emborracha. Mi opinión es que no está en sus cabales, como toda esa rama de los Miller. El abuelo se volvió loco. Se creía rodeado de grandes arañas negras. Le caminaban por encima y flotaban en el aire frente a sus ojos. Yo espero no volverme loca nunca, mi querida señora, y no creo que me suceda porque no es costumbre de los Baker. Pero, si la Providencia así lo dispone, espero que mi locura no tome la forma de grandes arañas negras; detesto esos bichos. En cuanto a la señora Miller, no sé si en realidad es digna de lástima o no. Hay quienes dicen que se casó con Harrison por despecho hacia Richard Taylor; lo cual me parece una razón muy pobre para casarse. Pero claro que yo no soy quién para opinar en cuestiones matrimoniales, mi querida señora. Ahí está Cornelia Bryant, en el portón; voy a poner este bendito niño moreno en su cama y a traer la costura.