Orellana, casi sin luchar, se convirtió por su llegada oportuna en símbolo de salvación para los Pizarro, que por fin reconocieron en él a alguien de su sangre. Desde entonces se afilió sin vacilación al bando de sus primos. Empezaba la guerra entre conquistadores, y fue en las Salinas de Cachipampa, a una legua de Quzco hacia el sur, donde se libró un día la batalla entre los Pizarro y su traicionado socio Diego de Almagro. Allí volvió a destacarse Orellana y se hizo merecedor de la gobernación de Guayaquil, ciudad que era necesario refundar después de que los indios arrasaron la fundación primitiva de Belalcázar. En tres años Orellana logró construir un poblado, distribuir las tierras, librar combates exitosos contra los nativos rebeldes, e impartir justicia con mano severa, al buen estilo de sus parientes.
El caso más sonado fue el de un joven español, Bartolomé Pérez Montero, que se aficionó por un indígena del litoral llamado Dauli. Parece que el muchacho fue auxiliado por Dauli en un momento de peligro, y desde entonces no se separó de él, sino que lo adoptó como su criado y su ayuda de cámara. Un día un enemigo de Pérez Montero afirmó en una junta de notables que había sorprendido a los dos muchachos durmiendo juntos, y aunque éstos lo aceptaron y presentaron como algo natural compartir el espacio en una situación de precariedad, lenguas indignadas alzaron el rumor de que en realidad los dos mozos, el cristiano y el idólatra, profesaban vicios griegos y nefandos, y exigieron al capitán que los castigara.
Dauli fue condenado a prisión con cepo, y estuvo varias semanas encerrado casi sin comer en un calabozo, pero una noche se descubrió que el joven amo español se había deslizado en las sombras para llevarle a su criado alimentos y una frazada. Enterado de esto, Orellana quiso poner a prueba la relación de los dos mancebos y le entregó a uno de sus soldados la llave de la prisión para que se la ofreciera clandestinamente al español. Éste aceptó la llave, pagó por ella unos cuantos ducados, y esa misma noche se deslizó de nuevo y entró en la celda donde su amigo se extenuaba. Parece que al llegar, a solas y con un pequeño candil para no llamar la atención, encontró al indio tan mal, que lo tomó en sus brazos y quiso brindarle un poco de alimento. No cabía duda de que sentía un gran pesar por aquel amigo caído en desgracia por su culpa, pero en ese momento Orellana y sus alféreces, que estaban ocultos junto a la celda, entraron en ella con lámparas y encontraron a los jóvenes uno en brazos del otro, en una posición que cualquiera podía interpretar como quisiese. Allí los dejaron cautivos a los dos, desnudos y atados el uno al otro de tal manera que apenas podían respirar.
Al día siguiente les siguieron un juicio en el que testificaron el soldado que vendió la llave, el que los había denunciado primero y los que los sorprendieron en la celda, y antes del mediodía Orellana los había condenado a muerte por perversión y sodomía. El capellán, en nombre de la santa religión, pidió la pena máxima y suplicó invocando a Jesucristo que no se les impusiera ni el garrote ni el degüello sino la única muerte válida para corregir la enormidad de su falta, que era la de ser quemados vivos. Y al caer la noche, los dos muchachos de veinte años fueron llevados, como habían estado la noche anterior, atados y desnudos, hasta el gran montón de leños que habían preparado los soldados y se hizo una misa de tinieblas exhortando al demonio para que saliera de aquellos cuerpos y se ofreció finalmente al joven español que si quería salvarse de la humillación de arder en una llama con un indio encendiera él mismo la pira de Dauli, a cambio de ser degollado. Pero allí sí se demostró ya sin dudas que la pasión que lo animaba era distinta de la lealtad con un amigo y con un criado, porque el joven se negó a esa mitigación de su pena, y murió abrazado al indio, y después de los gritos finales se confundieron en un solo montón de cenizas a la orilla del mar.
Ya sabes que cuando Gonzalo Pizarro pasó por Guayaquil, nombrado gobernador de Quito, Orellana procuró mostrar de nuevo su fidelidad a la casa de sus primos y le quiso hacer entrega de la gobernación. Qué iba a interesarle: Gonzalo le habló del País de la Canela, y fue más bien Orellana quien vio la oportunidad que había soñado toda su vida. Le rogó a su primo que lo esperara, pero una expedición tan enorme no podía acampar por semanas aguardando a un hombre, por importante que fuera, y Pizarro sólo supo prometerle que si nos alcanzaba en Quito, tendría su lugar en la aventura. Orellana vendió deprisa unas propiedades e hipotecó otras, armó una tropa ágil de veinticinco hombres de a caballo, y gastó más de cuarenta mil pesos de oro en la empresa. Nosotros lo esperamos en Quito muchos días, pero viendo su tardanza Pizarro dio la orden de marchar, y cuando Orellana llegó a la ciudad ya estaban fríos los rastros de nuestra expedición. Entonces tomó la decisión desesperada y harto insensata de ir detrás de nosotros por las montañas.
Nunca entendí cómo se atrevió a salir solo, cuando todo el mundo había visto las extremas precauciones de Pizarro, incluida la de llevar como protección una jauría estruendosa. Los indios guerreros que no se atrevieron a atacarnos se encarnizaron después con aquella tropa, más frágil y menos numerosa. Flechas súbitas y despeñaderos dieron cuenta de los caballos, los nativos pacíficos que iban cargando los fardos murieron todos en el hielo, y los hombres de Orellana lo único que no perdieron en aquella aventura fue la vida. Descansaban menos que nosotros y así se fueron acercando, cada vez más desesperados, hasta que oyeron como una bendición ráfagas de ladridos en la distancia. Los fantasmas temblaban recordando de qué habían escapado, y hablaban también de un estruendo descomunal que escucharon por las gargantas de la cordillera el día del terremoto, y que sólo entendieron cuando alguien les habló de la caída del peñasco.
Yo vi la gratitud y la alegría en el rostro de Orellana, al verse tan bien recibido por los nuestros. Pizarro se empeñó en que los atendiéramos con especial solicitud y, para hacer sentir al primo que apreciaba su arrojo al emprender un camino casi suicida, lo nombró teniente general de nuestra campaña. Bien alimentados y vestidos, los fantasmas se recuperaron. Orellana empezó a cumplir sus funciones, y muchos días después me di cuenta de que algo comenzaba a distanciar a los dos primos.
Pizarro era duro, hacía sentir su autoridad, y esto resultaba más enojoso para alguien que lo conoció desde niño y compartió con él la pobreza en Trujillo, cuando esta tierra nueva no existía. Los dos procuraban hacer evidente su acuerdo, porque era necesario para la expedición, pero algo nunca ajustaba, surgían pequeñas discrepancias sobre la ruta, y cada vez que Pizarro daba una orden o proponía una tarea, algunos podíamos adivinar quién arquearía las cejas con preocupación, o se acariciaría la barba con lentitud, o permanecería a solas mirando los bosques con su ojo bueno, mientras el ojo muerto seguía mirando caminos aún más imposibles.
Les interesó menos regir unas ciudades establecidas que inaugurar una nueva fuente de riqueza, y el plan de una conquista común unió a esos hombres que habrían terminado siendo rivales, como gobernadores de ciudades vecinas. Orellana no podía olvidar que llegó arruinado y cansado, y que Pizarro lo recibió con la lealtad elemental que hay que mostrar en estas tierras por el amigo desvalido. Pero Pizarro no lo habría hecho si presintiera lo que iba a ocurrir. Es más, dejó en sus manos una parte de la expedición, y se fue con el resto a buscar las llanuras de caneleros que, según sus informantes, ya estarían muy cerca. Poco después supimos el horrible resultado de aquel avance.