No todo el oro del Cuzco fue invertido en la expedición de la canela, pero sí una parte importante. Como suele ocurrir con los relatos históricos, lo más inverosímil resulta ser lo más verdadero: la expedición de Gonzalo Pizarro fue como se la cuenta; la muchedumbre de llamas, de perros y de cerdos está documentada por todos los cronistas; la asombrosa construcción del bergantín es un hecho indudable; la polémica sobre la partida de Orellana por el río ha obsesionado a los historiadores; la atareada vida de Gonzalo Fernández de Oviedo merecería una novela; la carta de Oviedo a Pietro Bembo estuvo perdida mucho tiempo pero ha sido encontrada de nuevo y está publicada.
Varios soldados que hicieron el viaje con Orellana fueron capaces de volver a la selva veinte años después, «conquistados» por Pedro de Ursúa. Aunque «el contador de historias» no nos cuenta nunca su nombre, hay razones para pensar que se trata de Cristóbal de Aguilar y Medina, hijo de Marcos de Aguilar, quien introdujo los primeros libros en las Antillas, y de una indígena de La Española. Sólo una vez Oviedo lo menciona en su crónica del viaje al Amazonas, como uno de los que llegaron a la isla con Orellana, pero el tono en que lo hace parece comprobar el afecto que siente por él. Sin embargo, no hay pruebas de que Marcos de Aguilar haya estado en el Perú, y está claro que no fue uno de los doce de la fama que acompañaron a Pizarro en la isla del Gallo. Tampoco hay testimonios de que Oviedo haya tenido discípulos en la Fortaleza de Santo Domingo, y no sabemos con quién envió su famosa carta a Pietro Bembo, fechada a comienzos de 1543.
El relato de su propia vida que nos hace el narrador es verosímil, pero adolece de demasiadas casualidades para creerlo en su totalidad. Que haya sido mestizo e hijo de un moro converso es algo muy posible, que haya participado muy joven en la expedición de Orellana y veinte años después en la de Pedro de Ursúa es verosímil, ya que por lo menos tres soldados hicieron ambos viajes, pero que haya tenido también la ocasión de ser el portador de la carta de Oviedo al secretario de Paulo III roza la irrealidad. Probablemente se atribuye una misión cumplida por algún amigo suyo, para poder contar completa la historia.
El narrador quiere hacernos creer que lo que está escribiendo lo narró en un solo día a Pedro de Ursúa en las marismas de Panamá, pero un relato tan copioso tuvo que tomarle más tiempo; además, el tono en que el texto está escrito corresponde imperfectamente a un relato oral, aunque ello puede deberse a que es una historia que ha contado muchas veces. Hay quien teme que el texto pueda ser el relato de un relato, siguiendo la famosa fórmula de Castellanos «como me lo contaron te lo cuento», ya que el narrador incluye pocos recuerdos personales precisos.
Los hechos en su mayoría están documentados, y es fácil advertir que no se apartan mucho de lo que nos cuentan fray Gaspar de Carvajal, Cieza de León o el propio Oviedo. Es evidente que el narrador está obsesionado con el episodio de Cajamarca, pues vuelve y vuelve a esos hechos crueles de un modo casi enfermizo. Los cronistas suelen callar las atrocidades de Gonzalo Pizarro contra los indios, pero está demostrado que de los cuatro mil que sacaron de Quito ninguno volvió a las montañas.
La imprecisión de algunas circunstancias aboga a favor de que la aventura haya sido real, ya que sólo los estudiosos en sus gabinetes llenos de libros recuerdan con precisión de historiador y de botánico. El lector se preguntará si el invisible Ursúa que llena estas páginas no dijo nada en todo ese tiempo, pero al parecer el narrador incorpora en el texto sus preguntas y sus objeciones, quizá para no romper el hilo del relato.
La historia «del barco de hombres tuertos» no aparece en ninguna de las crónicas de la época y es probable que sea una ficción del narrador, o la magnificación de una pequeña anécdota. Paradójicamente olvida que otros dos viajeros del río carecían de un ojo: Lorenzo Muñoz, trujillano como Orellana, a quien Oviedo por error llama Antonio, y Juan de Mangas, un andaluz valeroso de El Puerto de Santa María.
En cuanto al amigo Teofrastus, con quien el narrador comparte unos meses memorables en Flandes, en Alemania y en Francia, sin duda era un discípulo del legendario Theophrastus Philippus Aureolus Bombastus von Hohenhaim, quien murió el 24 de septiembre de 1541 en Salzburgo, cuando nuestros viajeros apenas bajaban de las montañas al este de Quito buscando la canela. Se ve que era uno de esos discípulos que no sólo piensan como el maestro y hablan como el maestro sino que hasta asumen su nombre.
La historia terrible de los jóvenes que Orellana quemó vivos por sodomía en Guayaquil es verdadera, aunque tal vez no lo sean algunas de las circunstancias. Las cartas de amor que se cruzaron Pietro Bembo y Lucrecia Borgia han sido publicadas recientemente en Italia.