Y otra historia nació aquella tarde: el avance inventando tropas de la nada, el encuentro de Ursúa con la sangre del Inca, los trescientos caballos que abandonamos en la selva, la historia paralela de los dos virreyes, una rebelión floreciendo en la mente del hombre más leal que conocí jamás. Así se fraguaron los pasos de un capitán, seleccionando entre rufianes a los más arrojados y a los más terribles, sin saber que no estaba escogiendo sus huestes sino sus verdugos, así vimos llegar una noche amorosa en la ciudad de barro de Chan Chan bajo los ojos cómplices de las estrellas, y la locura del hombre que fue capaz de matar en una selva extraña al único compañero de su infancia perdida, y la locura atroz del hombre que fue capaz de matar en Barquisimeto a su propia hija, porque era lo único inocente que le quedaba. Y así llegamos al sueño de la ciudad de los cóndores, al sueño de la serpiente de oro que se retuerce por las selvas, y a la primera mañana sangrienta de un año en el que todo fue muerte y en el que todo fue resurrección.
No puedo no pensar que aquella tarde ya se habían labrado las diez espadas, ya se estaba tejiendo la jaula que contendría la cabeza del tirano, ya estaban vivos los caballos que después se enfrentaron a las serpientes, ya estaba Inés de Atienza llorando a su hombre, muerto en un duelo de honor, ya un millar de canoas llenas de indios venía remontando los ríos del este, y ya un lugar de la selva, cerca del sitio donde el gran río tiene dos colores, había sido señalado por dioses sin nombre para ser el sepulcro sin lápida de los amantes.
Pero el futuro es mudo y sin rostro, aunque esté a pocos pasos de distancia. Nada de esto presentimos en las playas de Panamá, viendo llegar el barco que nos llevaría al Perú, oyendo el grito de los alcatraces sobre ese mar que se apagaba en rojo. La larga espera había terminado. Mientras ascendíamos por la escalerilla del barco, sin que Ursúa ni yo lo advirtiéramos, se fue formando sobre el cielo del sur, cada vez más oscuro, todavía ilegible, el signo de nuestra derrota, y entonces recordé otras palabras de Teofrastus, que luego ante el peligro fueron más poderosas que espadas.
«Es eso que has dejado lo que persigues, si quieres saber lo que eres, tendrás que preguntárselo a las piedras y al agua, si quieres descifrar el idioma en que hablan los brujos de tus sueños, interroga las fábulas que te contaron la primera noche ante el fuego. Porque no hay río que no sea tu sangre, no hay selva que no esté en tus entrañas, no hay viento que no sea secretamente tu voz y no hay estrellas que no sean misteriosamente tus ojos. Dondequiera que vayas llevarás esas viejas preguntas, nada encontrarás en tus viajes que no estuviera desde siempre contigo, y cuando te enfrentes con las cosas más desconocidas, descubrirás que fueron ellas quienes arrullaron tu infancia».