Como en cualquier nacimiento, hubo dolor.
Creo que grité. Creo que en ese instante sucedieron muchas cosas. Guardo el vago recuerdo de que el cielo daba vueltas sobre mi cabeza y completaba un ciclo entero de día y noche en el lapso de una respiración (y si sucedió esto, entonces lo que se movió no fue el cielo). Tengo la sensación de que, en algún lugar del universo, un número incontable de especies nuevas cobraron vida de repente, en millones de planetas. Estoy bastante segura de que cayeron lágrimas de mis ojos. Y allí donde caían, el suelo se cubría de líquenes y de moho.
No puedo estar segura de nada de esto. En algún lugar, en dimensiones para las que no existen palabras mortales, también yo estaba cambiando. Aquello ocupaba la mayor parte de mi consciencia.
Pero cuando terminaron los cambios y abrí los ojos, vi nuevos colores.
La habitación prácticamente resplandecía con ellos. La iridiscencia del material del Cielo. Reflejos dorados de los fragmentos de cristal desperdigados por toda la sala. El azul del cielo, hasta entonces una tonalidad acuosa, medio blanca, pero ahora tan brillante y vívido que al mirarlo me quedé muda de asombro. Nunca, al menos en toda mi vida, había sido tan azul.
Luego reparé en los olores. Mi cuerpo se había convertido en otra cosa, no tanto un cuerpo como una encarnación, pero su forma, al menos de momento, seguía siendo humana, lo mismo que mis sentidos. Y había también otra cosa diferente. Cuando inhalaba, podía sentir la penetrante y acre escasez del aire, soterrada bajo el aroma metálico de la sangre que cubría mi ropa. Me llevé los dedos a ella y la probé. Sal, metal, tonalidades amargas y agrias. Claro: había sido infeliz durante días, antes de mi muerte.
Nuevos colores. Nuevos aromas en el aire. Hasta entonces no me había dado cuenta de lo que significaba vivir en un mundo que había perdido una tercera parte de sí mismo. La Guerra de los Dioses nos había costado mucho más que simples vidas.
«Nunca más», juré.
A mi alrededor había cesado el caos. No quería hablar ni pensar, pero el sentido de la responsabilidad me aguijoneaba sin cesar por detrás de la conciencia. Finalmente suspiré y centré mi atención en lo que me rodeaba.
A mi izquierda se encontraban tres criaturas brillantes, más fuertes que las demás y de forma más maleable. Reconocí en ellas una parte de mi esencia. Me miraban fijamente, con las armas paralizadas en sus manos o en sus garras, boquiabiertas. Entonces una de ellas adoptó otra forma —la de un niño— y vino a mí. Tenía los ojos abiertos de par en par.
—¿M-Madre?
Aquél no era mi nombre. Le habría dado la espalda, desinteresada, pero entonces se me ocurrió que aquello podría lastimarlo. ¿Y por qué me importaba eso? No lo sabía, pero era así.
Así que, en lugar de hacerlo, dije:
—No. —Obedeciendo un impulso, alargué la mano y le acaricié el pelo. Sus ojos se abrieron aún más y luego se cubrieron de lágrimas. Se apartó de mí tapándose la cara. No sabía qué pensar de aquel comportamiento, así que me volví hacia los demás.
Otras tres criaturas a mi derecha, o, más bien, dos criaturas y una tercera agonizante. También brillantes, aunque su luz estaba escondida en su interior y sus cuerpos eran más endebles y más toscos. Y finitos. La que estaba agonizando murió entonces ante mis ojos. Demasiados órganos habían sufrido daños, así no podía seguir viviendo. Sentí que su muerte era justa, pero al mismo tiempo la lamenté.
—¿Qué es esto? —exigió una de ellas. La más joven, la hembra. Su vestido y sus manos estaban manchados con la sangre de su hermano.
El otro mortal, viejo y próximo también a la muerte, no podía más que sacudir la cabeza mientras me miraba fijamente.
Entonces, de pronto, otras dos criaturas aparecieron ante mí y contuve el aliento al verlas. No pude impedirlo. Eran hermosísimas, más allá de los cascarones que llevaban para actuar en este plano. Eran parte de mí, mis parientes, pero al mismo tiempo eran muy distintas a mí. Había nacido para estar con ellas, para cubrir el abismo que las separaba y culminar su propósito. Estar ahora ante ellas… Sentí el deseo de levantar la cabeza y cantar de dicha.
Pero algo iba mal. La que parecía hecha de luz, de quietud y de estabilidad…. estaba entera y era gloriosa. Pero al mismo tiempo había algo incompleto en su corazón. Al acercarme más pude percibir una enorme y terrible soledad en su interior, que le carcomía el corazón como un gusano dentro de una manzana. Aquello me templó el ánimo y me ablandó el corazón, porque sabía cómo era una soledad semejante.
La otra criatura, aquella cuya naturaleza atraía todo lo oscuro y salvaje, sufría la misma aflicción. Pero a ésta le habían hecho algo más, algo terrible. Habían mutilado y aplastado su alma, la habían encadenado con cadenas afiladas y cortantes, y luego la habían confinado en un recipiente diminuto. Agonía constante. Había caído sobre una rodilla y me miraba con los ojos apagados y secos, y el cabello empapado de sudor. Hasta sus propios jadeos le causaban dolor.
Era una obscenidad. Pero aún más obsceno era el hecho que descubrí al seguir las cadenas hasta su fuente: que formaban parte de mí. Como otras tres correas, una de las cuales rodeaba el cuello de la criatura que me había llamado Madre.
Asqueada, me arranqué las cadenas del pecho y las hice mil pedazos con mi voluntad.
Las tres criaturas de mi izquierda jadearon y se encogieron sobre sí mismas al sentir que el poder regresaba a ellas. Sin embargo, su reacción no fue nada comparada con la del ser oscuro. Durante un instante permaneció sin moverse, simplemente observando con los ojos muy abiertos cómo caían y desaparecían las cadenas.
Entonces echó la cabeza atrás y gritó, y su grito transformó toda la existencia. En este plano, el cambio se manifestó como un único y titánico impacto de sonido y vibración. Todo cuanto se podía ver desapareció del mundo, reemplazado por una oscuridad lo bastante profunda como para haber vuelto locos a los espíritus más débiles de haber durado más de un latido. Pero pasó más deprisa aún, reemplazada por otra cosa.
Equilibrio: sentí su regreso como una articulación dislocada que vuelve a su lugar. A partir de Tres se había formado el universo. Por primera vez en una era, volvía a haber Tres.
Al retornar la quietud, vi que mi oscuro hermano volvía a estar entero. Si antes había un parpadeo de sombras inquietas tras su estela, ahora emitía una radiación imposiblemente negativa, negra como el Maelstrom. ¿Había pensado que antes era hermoso? Ah, pero ahora no había carne humana alguna que filtrara su fría majestad. Sus ojos despedían el resplandor negro y azulado de un millón de misterios aterradores y exquisitos. Cuando sonreía, el mundo entero se estremecía, y yo no era inmune.
Y sin embargo, esto me sobrecogió a un nivel totalmente distinto, porque de pronto me invadieron los recuerdos. Eran recuerdos pálidos, como de algo medio olvidado, pero tiraron de mí, exigiendo que los reconociera, hasta que hice un ruido y sacudí la cabeza, y agité los brazos en el aire a modo de protesta. Formaban parte de mí y aunque ahora entendía que los nombres eran tan efímeros como las formas para mi raza, los recuerdos insistían en poner nombre a la criatura oscura: Nahadoth.
Y a la brillante: Itempas.
Y a mí…
Fruncí el ceño, confundida. Alcé las manos delante del rostro y las miré como si nunca las hubiera visto. En cierto modo, así era. Dentro de mí estaba la luz gris que tanto había odiado antes, transformada ahora en todos los colores que me habían arrebatado de la existencia. A través de mi piel podía ver cómo bailaban aquellos colores por mis venas y mis nervios, no menos poderosos por estar ocultos. El poder no era mío. Pero la carne sí, ¿no? ¿Quién era yo?
—Yeine —dijo Nahadoth con tono de maravilla.
Un escalofrío me atravesó, la misma sensación de equilibrio que había sentido un momento antes. De repente lo entendí. Era mi carne y también mi poder. Yo era lo que la vida mortal había hecho de mí, lo que Enefa había hecho de mí, pero todo aquello estaba en el pasado. A partir de entonces podía ser lo que quisiera.
—Sí —dije mientras le sonreía—. Ése es mi nombre.
Había que hacer otros cambios.
Nahadoth y yo nos volvimos hacia Itempas, quien nos observaba con ojos duros como el topacio.
—Vaya, Naha —dijo, pero el odio de sus ojos era todo para mí—. Debo felicitarte. Es un excelente golpe de mano. Pensé que bastaría con matar a la chica. Ahora veo que debería haberla aniquilado por completo.
—Para eso habría hecho falta más poder del que posees —dije. Su rostro se tornó ceñudo. Era tan fácil de interpretar… ¿Se daría cuenta? Seguía pensando que era una mortal, y los mortales eran insignificantes para él.
—No eres Enefa —replicó.
—No, no lo soy. —Sonreí sin poder evitarlo—. ¿Sabes por qué ha sobrevivido el alma de Enefa todos estos años? No fue a causa de la Piedra.
El fastidio endureció aún más su gesto ceñudo. Qué criatura más arrogante era. ¿Qué veía Naha en él? No, eran mis celos los que hablaban. Cuidado. No debía repetir el pasado.
—El ciclo de la vida y la muerte fluye de mí y a través de mí —dije, tocándome el pecho. En su interior, algo, que no era exactamente un corazón, palpitaba de manera fuerte y regular—. Ni siquiera Enefa llegó a entender totalmente esto sobre sí misma. Puede que estuviera destinada desde el principio a morir en algún momento. Y ahora puede que yo sea la única de nosotros que nunca llegará a ser totalmente inmortal. Pero por la misma razón, tampoco puedo morir del todo. Si me destruyes, una parte de mí perdurará siempre. Mi alma, mi carne, puede que sólo mi recuerdo… pero bastará para hacerme volver.
—Entonces es que no fui lo bastante concienzudo —dijo Itempas con un tono cargado de promesas terribles—. La próxima vez no cometeré el mismo error.
Nahadoth dio un paso al frente. El nimbo oscuro que lo rodeaba emitía un débil chisporroteo cuando se movía e iba dejando tras de sí una estela como de motas blancas congeladas.
—No habrá próxima vez, Itempas —dijo con aterradora suavidad—. La Piedra ha desaparecido y soy libre. Te voy a hacer pedazos, como he soñado todas las largas noches de mi cautiverio.
El aura de Itempas se inflamó como un fuego de llamas blancas. Sus ojos relampaguearon como sendos soles gemelos.
—Ya arrojé tu corazón destrozado a la tierra una vez, hermano, y puedo volver a hacerlo.
—Basta —dije.
La respuesta de Nahadoth fue un siseo. Se agachó y, de repente, sus manos se transformaron en dos garras monstruosas. Con un movimiento demasiado rápido para la vista, Sieh apareció a su lado como una sombra felina. Kurue hizo ademán de unirse a Itempas, pero al instante la pica de Zhakkarn apareció en su garganta.
Ninguno de ellos me prestaba ninguna atención. Suspiré.
El conocimiento sobre mi poder estaba dentro de mí, tan instintivo como el respirar o el pensar para un mortal. Cerré los ojos, alargué las manos hacia él y sentí que se abría, se desplegaba y se propagaba dentro de mí, listo. Ansioso.
Iba a ser divertido.
La primera oleada de poder que envié por todo el palacio fue lo bastante violenta como para que todos se tambalearan, incluidos mis belicosos hermanos, que, sorprendidos, guardaron silencio. Sin prestarles atención y con los ojos cerrados, absorbí la energía y la moldeé a voluntad. ¡Era muchísima! Si no tenía cuidado, podía acabar destruyendo en lugar de creando. A cierto nivel me di cuenta de que me rodeaba una luz de colores, gris como las nubes, pero también rosada como el crepúsculo y con la claridad verde del alba. Mi cabello se bañó en ella, reluciente. El traje se me enroscaba alrededor de los tobillos. Me estorbaba. En un parpadeo, mi voluntad lo transformó en la indumentaria de una guerrera darre, una camisa ceñida y sin mangas y unos prácticos pantalones hasta las rodillas. Su color, en cambio, era un plateado flamante y nada práctico, pero… caray, era una diosa, a fin de cuentas.
Unas paredes —bastas, marrones, de corteza de árbol— aparecieron a nuestro alrededor. No envolvieron totalmente la sala. Aquí y allá había aberturas, aunque mientras observaba se cerraron ante mis ojos. Cerca de mí crecieron ramas, se bifurcaron y dieron unas hojas enroscadas. Sobre nuestras cabezas el cielo seguía siendo visible, aunque ahora velado por el dosel vegetal que había crecido encima de nosotros. Más allá de aquel dosel se alzaba el tronco de un árbol titánico que ascendía nudoso y curvo en dirección al cielo.
De hecho, sus ramas más altas perforaban el cielo. Si hubiera mirado aquel mundo desde arriba habría visto nubes blancas, mares azules, tierra marrón y un esplendoroso árbol que cortaba la suave curva del mundo. Y de haberme acercado habría visto raíces como montañas, enroscadas alrededor de la ciudad del Cielo. Habría visto ramas tan grandes como ríos. Habría visto que la gente en la superficie, sobrecogida y aterrorizada, salía arrastrándose de sus casas y levantaban miradas cargadas de asombro y reverente temor al monumental árbol que había crecido alrededor del Palacio del Cielo.
De hecho, vi todas estas cosas sin abrir los ojos. Y luego, cuando los abrí, vi que mis hermanos y mis hijos estaban mirándome.
—Basta —volví a decir. Esta vez sí me prestaron atención—. Este reino no puede soportar otra Guerra de los Dioses. No lo permitiré.
—¿Que tú no lo permitirás…? —Itempas cerró los puños y sentí el pesado y abrasador aumento de su poder. Por un momento me invadió el miedo, y no sin razón. Había moldeado el universo a su capricho al comienzo del tiempo. Me excedía infinitamente en experiencia y sabiduría. Yo ni siquiera sabía luchar como luchan los dioses. No me atacó porque éramos dos y él sólo uno, pero únicamente se contuvo por eso.
«Entonces es que hay esperanza», decidí.
Como si me hubiera leído los pensamientos, Nahadoth sacudió la cabeza.
—No, Yeine. —Sus ojos eran sendos agujeros negros en su cráneo, listos para tragarse mundos enteros. El hambre de venganza brotaba en finas volutas de su cuerpo como el humo de una fogata—. Asesinó a Enefa a pesar de que la amaba. No tendrá ningún escrúpulo contigo. Debemos destruirlo o seremos destruidos.
Un callejón sin salida. Yo no guardaba ningún rencor a Itempas. Había asesinado a Enefa, no a mí. Pero Nahadoth tenía milenios de dolor que purgar. Se merecía justicia. Y lo que es peor, tenía razón. Itempas estaba loco, envenenado por sus propios celos y su miedo. A los locos no se los deja libres, para que no hagan daño a los demás o a sí mismos.
Sin embargo, destruirlo era impensable. De Tres había nacido el universo. Sin Tres, todo terminaría.
—Sólo se me ocurre una solución —dije en voz baja. E incluso ésa era imperfecta. A fin de cuentas, sabía por propia experiencia el daño que podía infligir un solo mortal al mundo si se le daban tiempo y poder en cantidad suficiente. Habría que esperar que todo saliera bien.
Nahadoth frunció el ceño al comprender mis intenciones, pero parte del odio abandonó su cuerpo. Sí. Ya me imaginaba que podía estar de acuerdo. Asintió para confirmarlo.
Itempas se puso rígido. Entendía lo que pretendíamos hacer. El lenguaje había sido invención suya. En realidad, nunca habíamos necesitado palabras.
—No lo toleraré.
—Sí que lo harás —dije mientras unía mi poder al de Nahadoth. Fue una fusión fácil, una prueba más de que los Tres estábamos hechos para trabajar juntos y no unos contra otros. Algún día, cuando Itempas hubiera cumplido su penitencia, quizá volviéramos a ser Tres de nuevo. ¡Qué maravillas podríamos crear entonces! Aguardaba el momento con impaciencia y esperanza.
—Servirás —le dijo Nahadoth y en su voz fría y profunda resonaba todo el peso de la ley. Sentí que la realidad se rehacía a sí misma. Tampoco habíamos necesitado nunca una lengua diferente. Cualquiera valdría mientras uno de nosotros pronunciase las palabras—. No a una sola familia, sino al mundo entero. Vagarás entre los mortales como uno de ellos, desconocido para ellos, dueño sólo de la riqueza y el respeto que consigas reunir con tus obras y tus palabras. Únicamente podrás recurrir a tu poder en momentos de gran necesidad y solamente para ayudar a los mortales a los que tanto desprecias. Enderezarás los males cometidos en tu nombre.
Nahadoth sonrió entonces. No era una sonrisa cruel —era libre y ya no necesitaba la crueldad para nada— pero tampoco había ninguna clemencia en ella.
—Imagino que la tarea te llevará algún tiempo.
Itempas no dijo nada, porque no podía. Las palabras de Nahadoth se habían apoderado de él y con la ayuda de mi poder forjaban unas cadenas que ningún mortal podía ver o cortar. Luchó contra las cadenas y trató de lanzar su poder contra nosotros en un salvaje ataque, pero no sirvió de nada. Un solo miembro de los Tres no podía prevalecer contra los otros dos. Itempas se había aprovechado de esta aritmética durante demasiado tiempo como para no saberlo.
Pero no podíamos dejarlo así. El castigo, para ser justo, debía aspirar a redimir al culpable, no sólo a compensar a las víctimas.
—Tu sentencia podría terminar antes —dije, y también mis palabras se curvaron, se transformaron en eslabones y se endurecieron a su alrededor— si aprendes a amar de verdad.
Itempas me fulminó con la mirada. Nuestro poder no lo había puesto de rodillas, pero casi. Estaba ahora con la espalda encorvada, temblando de la cabeza a los pies, despojado de las llamas blancas de su aura y con el rostro cubierto por una película de sudor muy humana.
—Yo… nunca… te… amaré —logró decir con los dientes apretados.
Parpadeé con sorpresa.
—¿Para qué iba yo a querer tu amor? Eres un monstruo, Itempas, y destruyes todo aquello que dices amar. Veo mucha soledad en ti, mucho sufrimiento… pero es todo obra tuya.
Hizo una mueca y los ojos se le abrieron de par en par. Suspiré, sacudí la cabeza, me acerqué a él y le acaricié la mejilla. Volvió a arrugar el semblante al sentir mi contacto, pero lo acaricié hasta que se tranquilizó.
—Pero yo sólo soy uno de tus amantes —susurré—. ¿No has echado en falta al otro?
Y, tal como esperaba, Itempas miró a Nahadoth. Ah, qué necesidad había en sus ojos. Si hubiera habido alguna esperanza de que accediera, le habría pedido a Nahadoth que compartiera el momento con nosotros. Una sola palabra amable de su parte habría acelerado la curación de Itempas. Pero pasarían siglos antes de que las heridas del propio Nahadoth se hubieran cerrado lo bastante como para algo así.
Suspiré. Así debía ser. Haría lo que tuviera que hacer para facilitarles las cosas a los dos y volvería a intentarlo cuando el tiempo hubiera hecho su trabajo. A fin de cuentas, había hecho una promesa.
—Cuando estés listo para volver a estar entre nosotros —le susurré a Itempas— yo, al menos, te daré la bienvenida. —Entonces le di un beso, un beso en el que deposité todas las esperanzas que pude reunir. Pero parte de la sorpresa del momento fue mía, porque su boca era suave a pesar de la dureza de sus líneas. Por debajo de eso pude sentir el sabor de especias calientes y cálidas brisas de mar. Sentí que se me hacía la boca agua y un anhelo me recorría el cuerpo entero. Por primera vez entendí por qué lo amaba Nahadoth… y, a juzgar por cómo dejó entreabiertos los labios al retirarme yo, creo que él sintió lo mismo.
Miré a Nahadoth, que suspiró con un agotamiento muy humano.
—No va a cambiar, Yeine. No puede.
—Podrá si así lo desea —dije con firmeza.
—Eres una ingenua.
Puede que lo fuese. Pero eso no quería decir que estuviera equivocada.
Sin apartar los ojos de Itempas, me acerqué a Naha y lo tomé de la mano. Nuestro hermano nos observaba como un hombre que agoniza de sed y se encuentra con una cascada. Los tiempos que se avecinaban serían duros para él, pero era fuerte. Era uno de nosotros. Y un día, volvería a ser nuestro.
El poder lo envolvió como los pétalos de una gran flor titilante. Cuando la luz se apagó, era humano. Su cabello ya no resplandecía y sus ojos eran de un mero color castaño. Bien parecido, pero no perfecto. Sólo un hombre. Cayó al suelo, inconsciente a causa de la transformación.
Hecho esto, me volví hacia Nahadoth.
—No —dijo con el ceño fruncido.
—Se merece la misma oportunidad que tú —dije.
—Yo ya le había prometido la liberación.
—La muerte, sí. Pero yo puedo darle más. —Le acaricié la mejilla, que parpadeaba bajo mi mano. Ahora, su rostro cambiaba a cada instante, aunque siempre hermoso. Supongo que los mortales no lo habrían creído así, puesto que algunos de sus semblantes no eran humanos. Pero yo misma había dejado de serlo. Podía aceptar todos los rostros de Nahadoth, así que ya no necesitaba uno solo de ellos.
Suspiró y cerró los ojos al sentir mi contacto, lo que me agradó y me preocupó a un tiempo. Había estado mucho tiempo solo. Debería procurar no aprovecharme ahora de esta debilidad si no quería que me odiase más adelante.
Sin embargo, aún faltaba otra cosa.
—Se merece la libertad, lo mismo que tú.
Exhaló un fuerte suspiro. Pero el suspiro adoptó la forma de unas estrellas minúsculas y negras, sorprendentemente brillantes, que parpadearon, se multiplicaron y al fin cristalizaron en una forma humana. Por un instante tuve a mi lado el negativo de la imagen del dios. Lo doté de vida y se transformó en un hombre. El yo diurno de Nahadoth. Miró a su alrededor y después contempló fijamente a la soberbia criatura que durante tanto tiempo había sido su otro yo. Nunca se habían encontrado durante todo aquel tiempo, pero lo comprendió al instante, y esta comprensión hizo que se le abrieran los ojos de par en par.
—Dioses —susurró, demasiado asombrado para percatarse de la ironía de aquella palabra.
—Yeine…
Al volverme, Sieh se encontraba allí, en su forma infantil. Estaba muy tenso y sus ojos verdes escudriñaron mi rostro.
—¿Yeine?
Alargué los brazos hacia él, pero entonces vacilé. No era mío, a pesar de mis sentimientos posesivos.
Él alargó también las manos, con la misma vacilación, y me tocó los brazos y la cara con asombro.
—¿De verdad… no eres ella?
—No. Sólo Yeine. —Bajé la mano y dejé que eligiera. Si me rechazaba, respetaría su decisión. Pero…—. ¿Era esto lo que querías?
—¿Querer? —La expresión de su rostro habría alegrado corazones más fríos que el mío. Me rodeó con los brazos y yo lo atraje hacia mí y lo abracé con fuerza—. Ah, Yeine, sigues siendo tan mortal… —murmuró contra mi pecho. Pero sentí que temblaba.
Por encima de su cabeza miré a mis otros hijos. O hijastros, quizá. Sí, era un modo más seguro de pensar en ellos. Zhakkarn inclinó la cabeza ante mí, como un soldado que saludara a su nuevo comandante. Me obedecería, que no era lo que yo quería pero tendría que bastar por el momento.
Kurue, en cambio, era otra cuestión.
Me separé con delicadeza de Sieh y me acerqué a ella. Al instante, se apoyó sobre una rodilla e inclinó la cabeza.
—No voy a suplicar tu perdón —dijo. Sólo su voz revelaba el miedo que sentía. No era el tono fuerte y claro de costumbre—. Hice lo que creí que debía hacer.
—Claro que sí —dije—. Fue lo más sabio. —Tal como había hecho con Sieh, alargué la mano y le acaricié el pelo. En aquella encarnación era largo y plateado, como metal forjado en forma de bucles. Muy hermoso.
Dejé que resbalara entre mis dedos mientras Kurue caía al suelo, muerta.
—Yeine —dijo Sieh. Parecía aturdido. De momento lo ignoré, porque mis ojos se habían encontrado con los de Zhakkarn al levantar la mirada. Volvió a inclinar la cabeza y comprendí que me había ganado parte de su respeto.
—Darr —dije.
—Yo me encargaré —respondió Zhakkarn antes de desaparecer.
La medida de mi propio alivio me sorprendió. Puede que tampoco hubiese dejado mi humanidad tan lejos, a fin de cuentas.
Hecho esto, me volví hacia todos los presentes. Una rama había empezado a crecer a lo largo de la estancia, pero la toqué y se desvió en otra dirección.
—Tú también —dije a Scimina, que palideció y retrocedió un paso.
—No —dijo Nahadoth de repente. Se volvió hacia ella y sonrió. La habitación se volvió más oscura—. Ésta es mía.
—No —susurró ella mientras retrocedía otro paso. Si no hubiera crecido una rama delante de la entrada de la escalera, estoy segura de que habría echado a correr, aunque, como es natural, no le habría servido de nada—. Mátame sin más.
—Se acabaron las órdenes —dijo Nahadoth. Levantó la mano, cerró los dedos como para sujetar una correa invisible y Scimina, con un grito, salió despedida hacia él y cayó de rodillas a sus pies. Se aferró la garganta y la arañó con los dedos en busca de algún modo de liberarse, pero no había nada allí. Naha se inclinó, tomó su barbilla con los dedos y depositó un beso en sus labios que no por tierno resultó menos inquietante—. Te mataré, Scimina, no temas. Pero aún no.
No sentí pena. Otro vestigio de mi humanidad.
Lo que dejaba solo a Dekarta.
Estaba sentado en el suelo, donde lo había arrojado la aparición de mi árbol. Al acercarme a él pude percibir el palpitante dolor de su cadera, que estaba rota y el inestable palpitar de su corazón. Demasiadas emociones. No había sido una buena noche para él. Pero, para mi sorpresa, cuando me arrodillé a su lado sonrió.
—Una diosa —dijo, y soltó una carcajada sorprendentemente libre de amargura—. Ah, Kinneth nunca hacía las cosas a medias, ¿verdad?
A mi pesar, compartí la sonrisa.
—Verdad.
—Bueno. —Levantó la barbilla y me observó con regia serenidad. El efecto habría sido mejor si no hubiera estado jadeando por culpa de su corazón—. ¿Qué hay de nosotros, diosa Yeine? ¿Qué hay de la raza humana?
Me rodeé las rodillas con los brazos, apoyada sobre las puntas de los pies. Me había olvidado de crear unos zapatos.
—Elegirás otro sucesor, que se aferrará a tu poder lo mejor que pueda. Lo consiga o no, Naha y yo desapareceremos e Itempas ya no os servirá de nada. Será interesante comprobar lo que podéis hacer los humanos del mundo sin nuestra constante interferencia.
Me miró con incredulidad y horror.
—Sin los dioses, todos los reinos del mundo se levantarán para destruirnos. Y luego se destruirán unos a otros.
—Puede.
—¿Puede?
—Desde luego, ocurrirá —dije— si tus descendientes son unos necios. Pero los enefadeh nunca fueron la única arma de los Arameri, abuelo. Lo sabes mejor que nadie. Tenéis más riqueza que ningún otro reino, la suficiente para contratar y equipar ejércitos enteros. Contáis con el clero de Itempas, que seguro que está más que dispuesto a difundir vuestra versión de la verdad, puesto que les va la vida en ello. Y contáis con vuestra propia crueldad, más que perfeccionada por el uso, que también os ha prestado un buen servicio todo este tiempo. —Me encogí de hombros—. Los Arameri pueden sobrevivir. Incluso es posible que consigan conservar el poder durante algunas generaciones. Y tal vez, con un poco de suerte, logren aplacar lo peor de la cólera del mundo.
—Habrá cambios —dijo Nahadoth, que había aparecido de repente detrás de mí. Dekarta se echó hacia atrás, pero no había malicia en los ojos del Señor de la Noche. La esclavitud era lo que lo había vuelto medio loco, pero ya estaba empezando a curarse—. Ha de haberlos. Los Arameri han mantenido el mundo inmóvil durante demasiado tiempo, en contra de su propia naturaleza. Ahora, eso debe corregirse con sangre.
—Pero si sois listos —añadí—, podréis conservar la mayor parte de lo que tenéis.
Dekarta sacudió lentamente la cabeza.
—Yo no. Estoy muriéndome. Y mis herederos… Tenían la fuerza necesaria para gobernar como dices, pero… —Desvió la mirada hacia Relad, que yacía en el suelo con los ojos abiertos y un cuchillo en la garganta. Había sangrado aún más que yo.
—Tío… —comenzó a decir Scimina, pero Nahadoth dio un brusco tirón a la correa para acallarla. Dekarta miró una vez en su dirección y luego apartó los ojos.
—Tienes otro heredero, Dekarta —dije—. Es inteligente y hábil y pienso que posee la fuerza necesaria… aunque no creo que me dé las gracias por recomendarlo.
Sonreí para mis adentros mientras veía, sin usar los ojos, a través de las distintas capas del Cielo. Por dentro, el palacio no había cambiado mucho. Aquí y allá, la corteza y las ramas habían reemplazado el material perlino y algunos de los espacios intermedios estaban ahora cubiertos de madera viva. Pero incluso ese sencillo cambio bastaba para aterrorizar a los moradores del Cielo, de todas las castas. En el corazón de aquel caos se encontraba T’vril, dirigiendo a los servidores del palacio y organizando la evacuación.
Sí, lo haría de maravilla.
Dekarta abrió los ojos de par en par, pero reconocía una orden cuando la oía. Asintió y, a cambio, lo toqué y ordené que su cadera se recompusiera y su corazón recobrara la estabilidad. Esto lo mantendría con vida unos días más. Lo bastante para supervisar la transición.
—No… no lo entiendo —dijo el Naha humano, mientras su álter ego divino y yo nos poníamos en pie. Parecía profundamente asustado—. ¿Para qué habéis hecho esto? ¿Qué voy a hacer ahora?
Lo miré con sorpresa
—Vivir —dije—. ¿Para qué otra cosa crees que os puse aquí?
Había muchas más cosas que hacer, pero lo importante era esto. Habrías disfrutado de ello, creo: enderezar los desequilibrios provocados por tu muerte, redescubrir de nuevo la existencia… Pero puede que también haya descubrimientos interesantes allí adonde te has ido.
Me sorprende reconocerlo, pero te voy a echar de menos, Enefa. Mi alma no está acostumbrada a la soledad.
Claro que nunca estaré realmente sola, gracias a ti.
Algún tiempo después de que dejáramos el Cielo y a Itempas en el mundo de los mortales, Sieh me cogió de la mano.
—Ven con nosotros —dijo.
—¿Adónde?
Nahadoth me tocó el rostro en ese momento, con toda delicadeza, y la ternura de su mirada me hizo sentir sobrecogida y un poco avergonzada. ¿Me había hecho merecedora de tales sentimientos? No… pero lo haría. Mientras me lo juraba, levanté el rostro para recibir su beso.
—Tienes mucho que aprender —murmuró junto a mis labios cuando nos separamos—. Tengo muchísimas maravillas que mostrarte.
Incapaz de contenerme, sonreí como una muchacha humana.
—Pues llevadme, entonces —dije—. Empecemos.
Así pasamos más allá de este universo, y ya no queda nada más que contar.
Al menos, en este cuento.