Ahora recuerdo quién soy. Me he aferrado a mí misma y no dejaré que ese conocimiento desaparezca.
Llevo la verdad conmigo, futuro y pasado, inseparables.
Voy a llegar hasta el final de esto.
En la estancia de paredes de cristal suceden muchas cosas a la vez. Me muevo entre mis antiguos compañeros, invisible, pero capaz de verlo todo.
Mi cuerpo cae al suelo, inmóvil salvo por la sangre que se propaga a su alrededor. Dekarta me mira fijamente. Puede que esté viendo otras mujeres muertas. Relad y Scimina comienzan a gritarle a Viraine, con los rostros desencajados. No oigo sus palabras. Viraine me observa con una expresión peculiarmente vacía, grita algo a su vez. Todos los enefadeh están paralizados en el sitio. Sieh tiembla, con los músculos felinos en tensión. Zhakkarn también se estremece, con los enormes puños cerrados. Dos de ellos no hacen ningún esfuerzo por moverse. Kurue permanece muy erguida, con la expresión en calma, pero resignada. Una sombra de tristeza la rodea, pegada a ella como la capa que forman sus alas, pero es algo que nadie más puede ver.
Nahadoth… Ah. El asombro de su expresión da paso a la angustia al mirarme. Al mirar a la yo que está en el suelo desangrándose, no a la que lo observa. «¿Cómo puedo ser las dos?», me pregunto fugazmente, antes de desechar la pregunta. No importa.
Lo que importa es que hay auténtico dolor en los ojos de Nahadoth y no es sólo el horror de la oportunidad perdida de recuperar la libertad. Pero no es un dolor puro. También está viendo a otras mujeres muertas. ¿Derramaría una sola lágrima por mí si no llevara conmigo el alma de su hermana?
Es una pregunta injusta, que demuestra mezquindad.
Viraine se arrodilla y extrae de un tirón el cuchillo de mi cadáver. Vuelve a mancharse de sangre, pero no demasiado. Mi corazón ya se ha parado. He caído de lado, medio acurrucada, como si estuviera durmiendo. Pero yo no soy una diosa. Yo no despertaré.
—Viraine. —Alguien. Dekarta—. Explícate.
Viraine se pone en pie y mira al cielo. Dos terceras partes del sol asoman ya por encima del horizonte. Una extraña expresión cruza su semblante, un atisbo de miedo. Luego desaparece, baja la mirada al cuchillo tinto en sangre que lleva en la mano y lo deja caer al suelo. El tintineo es distante, pero mi visión enfoca su mano. Mi sangre le ha salpicado los dedos. Tiemblan ligeramente.
—Era necesario —dice medio para sí. Entonces se yergue y añade—: Era un arma, mi señor. El último golpe de Kinneth contra vos, con la connivencia de los enefadeh. Ahora no hay tiempo de explicarlo. Baste con decir que si hubiera llegado a tocar la Piedra, a formular su deseo, el mundo entero habría sufrido las consecuencias.
Sieh ha logrado enderezarse, quizá porque ha dejado de tratar de asesinar a Viraine. Su voz es más baja en esa forma felina, como una especie de gruñido.
—¿Cómo lo has sabido?
—Yo se lo dije.
Kurue.
Los demás la miran sin creerlo. Pero es una diosa. A pesar de su traición no renunciará a su dignidad.
—Os falla la memoria —dice mientras, uno tras otro, mira a cada uno de sus hermanos enefadeh—. Llevamos demasiado tiempo a merced de estas criaturas. Hubo un día en que jamás habríamos caído tan bajo como para ponernos en manos de una mortal… y menos de una descendiente de la misma mortal que nos traicionó. —Mira a mi cadáver y ve a Shahar Arameri. Llevo la carga de muchas mujeres muertas—. Antes prefiero morir que suplicarle a ella mi libertad. Prefiero matarla y usar su muerte para comprar la misericordia de Itempas.
Sus palabras provocan un instante de silencio contenido. No de asombro. De rabia.
Sieh es el primero en romperlo, con un rugido que parece una suave y amarga carcajada.
—Ya veo. Así que tú mataste a Kinneth.
Todos los humanos de la sala se sobresaltan, salvo Viraine. Dekarta suelta el bastón, porque sus manos nudosas se han cerrado, transformadas en sendos puños. Dice algo. No lo oigo.
Kurue tampoco parece oírlo. Inclina la cabeza en dirección a Sieh.
—Era el único curso de acción posible. La chica tenía que morir aquí, al amanecer. —Señala la Piedra—. El alma se quedará cerca de sus restos materiales. Y dentro de un momento, llegará Itempas, la cogerá y la destruirá para siempre.
—Y nuestras esperanzas con ella —responde Zhakkarn con la mandíbula apretada.
Kurue suspira.
—Nuestra madre ha muerto, hermana. Itempas ha ganado. Lo detesto, pero ya va siendo hora de que lo aceptemos. ¿Qué pensabas que iba a suceder si ganábamos? ¿Sólo nosotros cuatro, contra el Señor Brillante y docenas de hermanos y hermanas nuestros? Y la Piedra. No tenemos a nadie que pueda utilizarla, pero Itempas tiene a sus mascotas Arameri. Terminaríamos esclavizados de nuevo o algo peor. No.
Luego se vuelve y mira a Nahadoth. ¿Cómo he podido no darme cuenta de lo que había en sus ojos? Siempre ha estado allí. Observa a Nahadoth como seguramente mi madre observó a Dekarta, con una tristeza imposible de separar del desprecio. Eso tendría que haber bastado para advertirme.
—Puedes odiarme si quieres, Naha. Pero recuerda que si te hubieras tragado tu estúpido orgullo y le hubieras dado a Itempas lo que quiere, ninguno de nosotros estaríamos aquí. Ahora tendré que ser yo la que se lo dé. Me ha prometido la libertad a cambio.
—La estúpida eres tú, Kurue —dice Nahadoth en voz muy baja—, si crees que Itempas va a aceptar algo que no sea mi capitulación.
Levanta la mirada entonces. No tengo carne en esta visión, en este sueño, pero siento deseos de echarme a temblar. Sus ojos son negros dentro del negro. La piel que los rodea está cubierta por una enloquecida tracería de líneas y grietas, como una máscara de porcelana a punto de romperse en mil pedazos. Y lo que se brilla detrás de esas grietas no es ni sangre ni carne. Es un fulgor imposiblemente negro que palpita como un corazón. Sonríe, pero no puedo ver sus dientes.
—¿No es así… hermano? —Su voz alberga ecos del vacío. Está mirando a Viraine.
Viraine, medio recortada su silueta por el sol del amanecer, se vuelve hacia Nahadoth, pero son mis ojos los que mira. Los de la yo que flota y observa. Sonríe. La tristeza y el temor de aquella sonrisa es algo que sólo yo, en toda la sala, puedo aspirar a entender. Lo sé instintivamente, aunque no comprendo por qué.
Entonces, en el instante mismo en que la curva inferior del sol se libera del horizonte, reconozco lo que he visto en él. Dos almas. Itempas, como sus dos hermanos, también tiene un segundo yo.
Viraine echa la cabeza hacia atrás y grita, y su garganta vomita una ardiente y abrasadora luz blanca. Ésta inunda la habitación en cuestión de un instante y me deja ciega. Imagino que los habitantes de la ciudad y de la campaña circundante la verán desde varios kilómetros de distancia. Pensarán que el sol ha bajado a la tierra y tendrán razón.
En medio de la luz oigo gritar a todos los Arameri, salvo a Dekarta. Únicamente él ha presenciado esto antes. Y cuando la luz palidece, mis ojos contemplan a Itempas, el Brillante Señor de los Cielos.
El retrato de la biblioteca es sorprendentemente fiel, aunque también tiene profundas diferencias. El rostro, dotado de unas líneas y una simetría que desafían la capacidad de recreación de unas líneas trazadas por manos humanas, es aún más perfecto. Sus ojos son del dorado de un sol de mediodía. Aunque blanco como el de Viraine, el cabello es más corto y más marcadamente rizado que el mío. La piel, suave, mate y carente de toda imperfección, también es más oscura. (Esto me sorprende, pero no debería. Cómo debe de mortificar a los amn.) Me basta una mirada para entender por qué lo ama Naha.
Y también hay amor en los ojos de Itempas cuando pasa alrededor de mi cuerpo y el nimbo de sangre en estado de coagulación que lo rodea.
—Nahadoth —dice mientras sonríe y extiende las manos. Incluso despojada de cuerpo como me encuentro, me estremezco. ¡Lo que hace su lengua con esas sílabas! Ha venido para seducir al dios de la seducción y ha venido preparado.
De repente, Nahadoth es libre para levantarse, cosa que hace. Pero no acepta la mano ofrecida. Deja atrás a Itempas y camina hasta mi cuerpo tendido. Mi cadáver tiene un costado entero empapado de sangre, pero aun así se arrodilla y me levanta. Me abraza con fuerza y sujeta mi cabeza para que no cuelgue, fláccida, del cuello. No hay expresión en su rostro. Simplemente me mira.
Si es un gesto calculado para ofender, lo consigue. Itempas baja lentamente las manos y su sonrisa desaparece.
—Padre de todo. —Dekarta se inclina con precaria dignidad, vacilante sin su bastón—. Nos honras con tu presencia una vez más.
Unos murmullos desde el otro lado de la habitación. También Relad y Scimina ofrecen sus saludos. No me importan. Los excluyo de mi percepción.
Durante un momento pienso que Itempas no va a responder. Pero entonces dice, aunque sin apartar la mirada de la espalda de Itempas:
—Aún llevas el sello, Dekarta. Llama a un criado y completa el ritual.
—Al instante, padre, pero…
Itempas mira a Dekarta, quien deja la frase inconclusa bajo aquella mirada abrasadora como un desierto. No lo culpo. Pero Dekarta es un Arameri. Los dioses no lo amilanan mucho tiempo.
—Viraine —dice—. Erais… parte de él.
Itempas deja que balbucee hasta quedar en silencio y luego dice:
—Desde que tu hija se marchó del Cielo.
Dekarta mira a Kurue.
—¿Tú estabas al corriente de esto?
Ella inclina la cabeza con gesto regio.
—Al principio no. Pero Viraine vino a verme un día y me hizo saber que no tenía por qué estar cautiva en este infierno terrenal durante toda la eternidad. Nuestro padre aún podía perdonarnos, si le demostrábamos nuestra lealtad.—Mira a Itempas entonces, y ni siquiera su dignidad puede disimular del todo su ansiedad. Sabe lo voluble que puede llegar a ser—. Ni siquiera entonces estaba segura, aunque lo sospechaba. Fue entonces cuando me decidí a llevar a cabo mi plan.
—Pero… eso significa… —Dekarta se detiene y la comprensión, la rabia y la resignación pasan en rápida sucesión por su rostro. Puedo adivinar lo que piensa: «Itempas el Brillante organizó la muerte de Kinneth.»
Mi abuelo cierra los ojos, quizá de luto por la muerte de su fe.
—¿Por qué?
—El corazón de Viraine estaba roto. —¿Es consciente el Padre de Todo de que sus ojos se vuelven hacia Nahadoth al decir esto? ¿Es consciente de lo que revela esta mirada?—. Quería recuperar a Kinneth y me lo ofreció todo si lo ayudaba a conseguir este fin. Acepté su carne como pago.
—Qué predecible. —Vuelvo mi atención a mí misma, en los brazos de Nahadoth. Es éste quien habla sobre mí—. Lo utilizaste.
—De haber podido darle lo que quería, lo habría hecho. —Itempas responde encogiéndose de hombros en un gesto muy humano—. Pero Enefa otorgó a estas criaturas el poder de tomar sus propias decisiones. Ni siquiera nosotros podemos cambiar su voluntad una vez que se han decidido por un curso de acción. Viraine fue un estúpido al pedirlo.
La sonrisa que curva los labios de Nahadoth es de desprecio.
—No, Tempa, no es eso lo que quería decir, y tú lo sabes.
Y de algún modo, puede que porque ya no estoy viva y ya no pienso con un cerebro carnal, lo entiendo. Enefa está muerta. No importa que aún existan vestigios de su carne y de su alma: son meras sombras de lo que era ella en realidad. Viraine, en cambio, tomó para sí la esencia de un dios vivo. Me recorre un escalofrío al pensarlo: el momento de la manifestación de Itempas ha sido también el de la muerte de Viraine. ¿Sabía él lo que iba a ocurrir? Muchas cosas extrañas cobran sentido ahora, en retrospectiva.
Pero antes de eso, oculto tras la mente y el alma de Viraine, Itempas podía observar a Nahadoth como un mirón. Podía darle órdenes y solazarse en su obediencia. Podía fingir que estaba cumpliendo la voluntad de Dekarta mientras manipulaba los acontecimientos para ejercer una sutil voluntad sobre Nahadoth. Sin que éste pudiera saberlo.
La expresión de Itempas no cambia, pero de repente hay algo en él que sugiere cólera. Una sombra más bruñida sobre sus ojos dorados, quizá.
—Qué melodramático eres siempre, Naha. —Se acerca un poco más, lo suficiente para que el resplandor blanco que lo rodea choque contra la humeante sombra de Nahadoth. Allí donde se rozan los dos poderes, la luz y la oscuridad se esfuman sin dejar nada.
—Te aferras a ese trozo de carne como si significara algo —dice Itempas.
—Significa algo.
—Sí, sí, un recipiente. Lo sé. Pero ya ha cumplido su propósito. Te ha comprado la libertad con su vida. ¿No quieres venir a por tu recompensa?
Con movimientos pausados, Nahadoth deja mi cuerpo en el suelo. Siento llegar su furia antes que, al parecer, nadie más. Hasta Itempas parece sorprendido cuando cierra los dos puños y los descarga sobre el suelo. Mi sangre se levanta en dos chorros. El suelo se agrieta de manera ominosa y algunas de las grietas ascienden por las paredes de cristal, aunque, por suerte, sólo forman una urdimbre que no llega a romperse. Acaso como compensación, el plinto del centro de la sala se quiebra. La Piedra cae ignominiosamente al suelo y llueven sobre todos ellos brillantes fragmentos blancos.
—Más —resuella Nahadoth. Su piel se ha agrietado aún más. A duras penas logra contenerlo la carne que es su prisión. Cuando se levanta y se da la vuelta, de sus manos gotea algo demasiado oscuro para ser sangre. La capa que lo rodea azota el aire como si estuviera hecha de tornados en miniatura—. ¡Era… mucho… más! —Apenas logra articular las palabras. Vivió incontables eras antes del lenguaje. Puede que el instinto lo impulse a abandonar totalmente el habla en momentos extremos y responder sólo con rugidos de furia—. Más que un recipiente. Era mi última esperanza. Y la tuya.
Kurue —mi visión se vuelve hacia ella en contra de mi voluntad da un paso adelante y abre la boca para protestar. Zhakkarn la coge del brazo como advertencia. Es sabia, o al menos más que Kurue. Nahadoth parece totalmente enloquecido.
Pero entonces, Itempas parece sucumbir a la misma locura, al ver la rabia de Nahadoth. Hay en él una inconfundible lujuria, imposible de ocultar bajo la tensión del guerrero. Pues claro: ¿cuántos eones pasaron batallando, en los que la violencia desnuda daba paso a anhelos más extraños? O puede, simplemente, que Itempas lleve tanto tiempo sin el amor de Nahadoth que esté dispuesto a aceptar lo que sea, incluso su odio, en su lugar.
—Naha —dice con voz delicada—. Mírate. ¿Todo esto por un mortal? —Suspira y sacude la cabeza—. Yo esperaba que al dejarte aquí, entre los insectos que son el legado de nuestra hermana, comprenderías el error de tu conducta. Ahora veo que te has acostumbrado a la esclavitud.
Da un paso al frente y hace algo que cualquier otro de los presentes habría considerado un suicidio: toca a Nahadoth. Es un gesto fugaz, apenas un leve roce de los dedos contra la agrietada porcelana del rostro de Nahadoth. Hay tal anhelo en el gesto que el corazón se me encoge de dolor.
Pero ¿acaso importa ya? Itempas ha matado a Enefa. Ha matado a sus propios hijos. Me ha matado a mí. Incluso ha matado algo dentro de Nahadoth. ¿Es que no se da cuenta?
Puede que sí, porque su mirada tierna se esfuma y, un instante después, aparta la mano.
—Que así sea —dice, con la voz ahora fría—. Estoy cansado de esto. Enefa era una plaga, Nahadoth. Cogió el universo puro y perfecto que habíamos construido entre tú y yo y lo contaminó. Conservé la Piedra porque la quería, pienses lo que pienses… y porque pensé que tal vez pudiera contribuir a hacerte cambiar de idea.
Hace una pausa y baja la mirada hacia mi cadáver. La Piedra ha caído sobre mi sangre, a menos de una mano de distancia de mis hombros. A pesar del cuidado de Nahadoth al dejarme en el suelo, mi cabeza ha caído a un lado. Un brazo está doblado hacia fuera, como si quisiera acercar la Piedra. Es una imagen irónica: una mujer mortal, muerta en el acto de tratar de reclamar el poder de una diosa. Y la amante de un dios.
Imagino que Itempas me enviará a un infierno especialmente espantoso.
—Pero creo que ha llegado la hora de que nuestra hermana muera del todo —dice. No sabría decir si está mirando la Piedra o no—. Que la plaga muera con ella y nuestras vidas vuelvan a ser como eran. ¿No has añorado aquellos días?
(Me percato de que Dekarta se pone tenso al oír esto. Solo él, de los tres mortales, parece haber entendido lo que significan las palabras de Itempas.)
—No te odiaré menos, Tempa —sisea Nahadoth— cuando tú y yo seamos los únicos seres vivos de este universo.
Entonces se convierte en una furiosa tormenta negra que se precipita hacia delante para atacar, e Itempas en un chisporroteo de fuego negro que se prepara para hacerle frente. Colisionan con un impacto que destroza el cristal de la cámara del ritual. Los mortales chillan con voces que casi se pierden cuando penetra violentamente el aire para llenar el vacío. Caen al suelo mientras Nahadoth e Itempas salen de allí como dos relámpagos y remontan el vuelo… pero mi percepción vuela a Scimina por un instante. Sus ojos están clavados en el cuchillo que me ha quitado la vida, el cuchillo de Viraine, tirado no muy lejos de ella. Relad, aturdido, yace en el suelo entre fragmentos rotos de cristal y pedazos del plinto. Scimina entorna los ojos.
Sieh ruge con una voz que es un eco del grito de guerra de Nahadoth. Zhakkarn se vuelve hacia Kurue y la pica aparece en su mano. Y en el centro de todo, inadvertidos, intactos, yacen inmóviles mi cuerpo y la Piedra.
Y aquí estamos.
Sí.
¿Entiendes lo que ha pasado?
He muerto.
Sí. En presencia de la Piedra, que alberga lo que queda de mi poder.
¿Por eso sigo aquí y puedo ver estas cosas?
Sí. La Piedra mata a los vivos. Tú estás muerta.
¿Quieres decir… que puedo volver a la vida? Asombroso. Qué conveniente que Viraine se volviera contra mí.
Yo prefiero pensar que es el destino.
¿Y ahora qué?
Tu cuerpo debe cambiar. Ya no podrá albergar dos almas en su interior. Ésa es una capacidad que sólo poseen los mortales. Creé a vuestra raza así, con dones que nosotros no poseemos, pero nunca creí que os harían tan fuertes. Lo bastante fuertes como para derrotarme, a pesar de todos mis esfuerzos. Lo bastante fuertes como para ocupar mi lugar.
¿Qué? No. No quiero ocupar tu lugar. Tú eres tú. Yo soy yo. He luchado por esto.
Y has luchado bien. Pero mi esencia, todo lo que soy, es necesaria para que este mundo siga existiendo. Si no he de ser yo quien restaure esa esencia, entonces tendrás que ser tú.
Pero…
No lo lamento, hija, hermana pequeña, digna heredera. Ni tampoco debes hacerlo tú. Sólo querría…
Sé lo que querrías.
¿De verdad?
Sí. El orgullo los ciega, pero por debajo aún hay amor. Los Tres existen para estar juntos. Yo me encargaré de que sea así.
Gracias.
Gracias a ti. Y adiós.
Puedo reflexionar durante una eternidad. Estoy muerta. Tengo todo el tiempo que quiera.
Pero nunca he sido muy paciente.
En la sala del cristal, que ya no está hecha de cristal y probablemente ni siquiera se pueda considerar ya una sala, y a su alrededor, atruena la batalla.
Itempas y Nahadoth han llevado su combate a los cielos que un día compartieron. Sobre las motas en las que se han convertido, la oscuridad vetea el degradado del alba, como si hubiera jirones de noche pegados sobre la mañana. Un ardiente rayo blanco, como el sol pero un millar de veces más brillante, las atraviesa para dispersarlas. Esto es absurdo. Ha llegado el día. Nahadoth ya estaría durmiendo en su prisión humana de no ser por la munificencia de Itempas. E Itempas puede revocar su deseo cuando le plazca. Debe de estar divirtiéndose.
Scimina tiene el cuchillo de Viraine. Se ha abalanzado sobre Relad, decidida a destriparlo. Él es más fuerte, pero ella cuenta con la ventaja de su impulso y de su ambición. Los ojos de Relad están abiertos de par en par y llenos de terror. Puede que siempre haya temido algo como esto.
Sieh, Zhakkarn y Kurue fintan y dan vueltas en una letal danza de metal y garras. Kurue ha conjurado un par de esplendentes espadas de bronce para defenderse. También esta batalla se halla decidida de antemano. Zhakkarn es la encarnación de la batalla y Sieh cuenta con toda la crueldad de la infancia. Pero Kurue posee una voluntad de acero y siente el sabor de la libertad en la boca. No morirá fácilmente.
En medio de todo esto, Dekarta se acerca a mi cuerpo. Se detiene y, con enormes esfuerzos, consigue ponerse de rodillas. Al final resbala en mi sangre y cae sobre mí, con una mueca de dolor. Entonces su expresión se endurece. Levanta la mirada hacia el cielo, donde lucha su dios, y vuelve a bajarla. Hacia la Piedra. Es la fuente del poder del clan de los Arameri. Es también la representación física de su deber. Puede que tenga la esperanza de que, si cumple con éste, le recuerde a Itempas el valor de la fe. Puede que aún conserve un jirón de ésta. Puede que sea por lo sucedido hace cuarenta años. Dekarta asesinó a su mujer para demostrar su lealtad. Comportarse ahora de otro modo sería burlarse de su muerte.
Alarga la mano hacia la Piedra.
Pero la Piedra no está.
Estaba allí, sobre mi sangre, hace un momento. Dekarta frunce el ceño y mira a su alrededor. Un movimiento atrae sus ojos. La abertura de mi pecho, que puede ver a través de la desgarrada tela del corpiño. Los labios en carne viva de la herida están acercándose, presionando para cerrar la herida. Y mientras se cierra la línea de la cuchillada, Dekarta vislumbra un fino rayo de luz gris. Dentro de mí.
Entonces me siento arrastrada hacia delante y hacia abajo… Sí. Ya basta de esto. Es hora de volver a la vida.
Abrí los ojos y me levanté.
Dekarta, tras de mí, hizo un sonido a medio camino entre un jadeo y una exclamación. Nadie más se percató de que me hubiera puesto en pie, así que me volví hacia él.
—En nombre de todos los dioses… —lograron decir sus labios. Me miró fijamente.
—De todos no —dije. Y como, a pesar de todo, seguía siendo yo, me incliné hacia delante y le sonreí a la cara—. Sólo del mío.
Entonces cerré los ojos y me toqué el pecho. No latía nada bajo mis dedos: mi corazón había sido destruido. Sin embargo, había algo allí, algo que insuflaba vida en mi carne. Podía sentirlo. La Piedra. Una cosa de vida, nacida de la muerte, rebosante de potencial incalculable. Una semilla.
—Crece —susurré.