27
EL RITUAL

En lo alto de la aguja había una habitación, si se la puede llamar así.

El espacio estaba recubierto de cristal, como una campana gigantesca. De no haber sido por un tenue reflejo brillante, habría parecido que estábamos al aire libre, sobre una aguja que terminaba en una punta aplanada. El suelo de la sala era del mismo material que el resto del Cielo y la estancia era perfectamente circular, a diferencia de todas las que había visto en el palacio durante las dos últimas semanas. Esto indicaba que se trataba de un espacio consagrado a Itempas.

Nos encontrábamos muy por encima de la enorme mole blanca del palacio. Desde allí se podía vislumbrar el patio delantero, reconocible por la mancha verde que eran los jardines y la protuberancia del Muelle. Nunca me había dado cuenta de que el Cielo fuese circular. Más allá de eso, la tierra era una masa en penumbra que parecía curvarse a nuestro alrededor como un enorme cuenco. Círculos dentro de círculo. Un lugar sagrado, ciertamente.

Dekarta se encontraba al otro lado de la entrada en la sala. Se apoyaba pesadamente en su hermoso bastón de madera de Darr, que sin duda había necesitado para subir por la empinada escalera en espiral que llevaba hasta allí. Detrás de él y por encima, unas nubes previas al alba, apiñadas y onduladas como collares de perlas, cubrían el cielo. Eran tan grises y feas como mi vestido, salvo al este, donde habían comenzado a teñirse de amarillo y blanco.

—Deprisa —dijo Dekarta mientras señalaba diversos puntos de la sala—. Relad ahí. Scimina ahí, frente a él. Viraine, a mi lado. Yeine, aquí.

Hice lo que me ordenaban y me coloqué frente a un sencillo plinto blanco que se levantaba del suelo hasta casi la altura de mi pecho. Había en él un agujero de la anchura de una mano, aproximadamente. El pozo que ascendía desde la mazmorra. Unos centímetros sobre este pozo, sin que nada lo sujetara aparentemente flotaba en el aire, un minúsculo objeto de color oscuro. Encogido y deforme, parecía un pedazo de tierra. ¿Aquello era la Piedra de la Tierra? ¿Aquello?

Me consolé pensando que al menos la pobre alma de la mazmorra ya estaba muerta.

Dekarta hizo una pausa y miró a los enefadeh sin ninguna simpatía.

—Nahadoth, puedes tomar la posición que te corresponde. En cuanto a los demás… No he ordenado que estuvierais aquí.

Para mi sorpresa, Viraine intervino:

—Nos será útil tenerlos aquí, mi señor. Puede que al Padre Celestial le complazca ver a sus hijos, aunque sean unos traidores.

—A ningún padre le gusta ver a los hijos que le han dado la espalda. —La mirada de Dekarta fue hasta mí. Me pregunté si estaría viéndome a mí o sólo los ojos de Kinneth en mi cara.

—Yo quiero que estén —dije.

No hubo ninguna reacción, aparte del leve fruncimiento de unos labios ya de por sí finos.

—Qué buenos amigos, que acuden a verte morir…

—Esto sería más duro sin contar con su apoyo, abuelo. Dime, ¿no dejaste que Ygreth tuviera compañía cuando la asesinaste?

Se enderezó, cosa extraña en él. Por primera vez vi una sombra del hombre que había sido en otros tiempos, alto y arrogante como el amn más alto y arrogante, y tan formidable como mi abuela. Su parecido me sorprendió. Pero ahora era demasiado flaco para su estatura. Sólo servía para resaltar su enfermiza enjutez.

—No pienso justificarme ante ti, nieta.

Asentí. Por el rabillo del ojo vi que los demás nos observaban. Relad parecía ansioso; Scimina, divertida; Viraine… a él no podía interpretarlo, pero me observaba con una intensidad que me desconcertaba. Sin embargo, no tenía tiempo de pensar en eso. Posiblemente, aquélla fuese mi última oportunidad de averiguar por qué había muerto mi madre. Aún creía que el responsable había sido Viraine, aunque eso no terminaba de tener sentido. Él la amaba. Pero si había actuado obedeciendo las órdenes de Dekarta…

—No hace falta que lo hagas —respondí—. Puedo imaginármelo. Cuando eras joven, eras como esos dos. —Hice un gesto hacia Scimina y Relad—. Egoísta, hedonista y cruel. Pero no tan desalmado como ellos, ¿verdad? Te casaste con Ygreth y supongo que la querías porque, si no, tu madre no la habría designado como víctima para el sacrificio cuando llegó la hora. Pero amabas más el poder, así que aceptaste. Te convertiste en jefe del clan. Y tu hija se convirtió en tu mortal enemiga.

Los labios de Dekarta temblaron. No sé si era un indicio de emoción o uno de los ataques que lo aquejaban de vez en cuando.

—Kinneth me quería.

—Sí, te quería. —Porque así es como era mi madre. Podía amar y odiar al mismo tiempo. Podía utilizar uno de esos sentimientos para ocultar y alimentar el otro. Había sido, tal como había dicho Nahadoth, una auténtica Arameri. Sólo que sus fines habían sido distintos a los de él—. Ella te quería —dije— y creo que tú la mataste.

Esta vez estoy segura de que el dolor afloró al rostro del anciano. Esto me proporcionó un momento de satisfacción, pero nada más. La guerra estaba perdida. Aquella escaramuza no significaba nada a gran escala. Iba a morir. Y aunque mi muerte colmaría las esperanzas de muchos —mis padres, los enefadeh, yo misma—, no era capaz de afrontarla de forma tan cínica. Tenía el corazón encogido de temor.

A mi pesar, me volví y miré a los enefadeh, alineados tras de mí. Kurue no me miraba a los ojos, pero Zhakkarn sí, y me saludó con un respetuoso gesto de la cabeza. Sieh profirió una especie de maullido que no por inhumano era menos angustiado. Sentí que se me llenaban los ojos de lágrimas. Qué necedad. Aunque no estuviera destinada a morir aquel día, sólo sería un momento fugaz en su vida inmortal. Y aunque fuese yo la que iba a morir, lo echaba ya terriblemente de menos.

Finalmente miré a Nahadoth, que se había postrado sobre una rodilla detrás de mí, enmarcado por los nubarrones grisáceos. La postura era obligada para él, claro está, en el lugar de Itempas. Pero me miraba a mí, no al cielo cada vez más brillante del este. Pensé que estaría impasible, pero no lo estaba. Había en sus ojos vergüenza, pesar y una furia que habría destrozado planetas, junto con otras emociones demasiado inquietantes como para nombrarlas.

¿Podía confiar en lo que veía? ¿Me atrevía a hacerlo? A fin de cuentas, pronto volvería a disponer de su poder. ¿Qué le costaba fingir amor ahora para impulsarme a seguir adelante con su plan?

Bajé los ojos, dolida. Llevaba tanto tiempo en el Cielo que ya no podía ni fiarme de mí misma.

—Yo no maté a tu madre —dijo Dekarta.

Sobresaltada, me volví hacia él. Lo había dicho tan bajo que por un momento me pareció que me había confundido.

—¿Cómo?

—No la maté. Yo nunca la habría matado. De no haber sido porque me odiaba, le habría suplicado que regresara al Cielo. E incluso que te trajera consigo. —Para mi asombro, vi humedad en las mejillas de Dekarta. Estaba llorando. Y taladrándome con los ojos desde detrás de esas lágrimas—. Hasta habría intentado quererte por ella.

—Tío —dijo Scimina con un tono casi insolente. Prácticamente temblaba de impaciencia—. Aunque aprecio tu amabilidad para con nuestra prima…

—Guarda silencio —le espetó el anciano. Sus ojos de palidez diamantina se clavaron en ella con tanta intensidad que mi prima pareció encogerse—. No sabes lo cerca que estuve de matarte cuando me enteré del asesinato de Kinneth.

Scimina se puso rígida, casi en una réplica de la postura del propio Dekarta. Como cabía esperar, no cumplió la orden recibida.

—Eso habría sido privilegio vuestro, mi señor. Pero no tomé parte en la muerte de Kinneth. No le prestaba ninguna atención ni a ella ni a su hija mestiza. Ni siquiera sé por qué la escogisteis como sacrificio de hoy.

—Para comprobar si era una verdadera Arameri —dijo Dekarta en voz muy baja. Sus ojos volvieron hacia mí. Tardé tres latidos enteros en comprender lo que quería decir y cuando lo hice, sentí que se me iba toda la sangre del rostro.

—Crees que la maté yo —susurré—. Padre de todo, realmente crees que la maté yo.

—Asesinar a quienes más amamos es una antigua tradición en nuestra familia —dijo Dekarta.

Tras de nosotros, el cielo del este se había tornado muy brillante.

Balbuceé. Necesité varios intentos para hilvanar una frase coherente en medio de mi furia y cuando lo conseguí, fue en darre. De lo que sólo me di cuenta al ver que Dekarta parecía más confundido que ofendido por mis invectivas.

—¡No soy una Arameri! —dije al final, con los puños cerrados a los costados. ¡Vosotros devoráis a vuestros jóvenes y os alimentáis del sufrimiento, como monstruos sacados de un cuento antiguo! ¡Nunca seré uno de vosotros salvo en la sangre y si pudiera extraérmela de las venas, lo haría!

—Puede que no seas una de nosotros —dijo Dekarta—. Ahora veo que eres inocente y, al matarte, sólo destruyo lo que queda de ella. Hay una parte de mí que lo lamenta. Pero no voy a mentirte, nieta. Hay otra parte que se regocija. Tú me la arrebataste. Se marchó del Cielo para estar con tu padre y para criarte.

—¿Y te preguntas por qué? —Hice un gesto que abarcaba toda la cámara, dioses y parientes de sangre reunidos allí para verme morir—. Mataste a su madre. ¿Qué creías que iba a hacer, olvidarlo?

Por primera vez desde que nos conocíamos, vi un rayo de humanidad en su sonrisa de tristeza y aversión por sí mismo.

—Supongo que sí. Qué estúpido, ¿verdad?

No pude impedirlo: sonreí yo también.

—Sí, abuelo. En efecto.

Viraine le tocó en el hombro en aquel momento. Una franja dorada acababa de aparecer en el horizonte del este, brillante, una advertencia. Llegaba el alba. Había pasado la hora de las confesiones.

Dekarta asintió y me observó en silencio durante un momento prolongado antes de decir:

—Lo siento. —Lo dijo en voz muy baja. Una disculpa que cubría numerosas transgresiones—. Debemos empezar.

Ni siquiera entonces dije lo que pensaba. No señalé a Viraine y lo acusé del asesinato de mi madre. Aún había tiempo. Podría haberle pedido a Dekarta que me dejara hablar con él antes de completar la sucesión, como último tributo a la memoria de Kinneth. No sé por qué no lo hice… No, sí lo sé. Creo que, en ese momento, la venganza y las respuestas dejaron de tener sentido para mí. ¿Qué importaba saber por qué había muerto mi madre? Seguiría muerta. ¿De qué me serviría castigar a su asesino. Yo también estaría muerta. ¿Algo de eso daría significado a mi muerte o a la suya?

La muerte siempre tiene significado, niña. Pronto lo entenderás.

Viraine echó a andar lentamente alrededor de la habitación. Levantó las manos, alzó la cara y —sin dejar de caminar— comenzó a hablar:

—Padre del cielo y de la tierra debajo de él, amo y señor de toda la creación, escucha a tus servidores más amados. Suplicamos tu guía en el caos de la transición.

Se detuvo frente a Relad, cuyo rostro estaba cerúleo bajo aquella luz grisácea. No vi el gesto que hacía Viraine, pero de repente el sello de Relad comenzó a resplandecer con una luz blanca, como un sol en miniatura grabado en su frente. No se encogió ni mostró el menor indicio de dolor, pero la luz aumentó aún más su palidez. Con un discreto gesto de asentimiento, Viraine continuó con su recorrido de la habitación y pasó por detrás de mí. Lo seguí con la mirada. Por alguna razón, me molestaba no tenerlo a la vista.

—Suplicamos tu ayuda para someter a tus enemigos. —Detrás de mí, Nahadoth había apartado el rostro del amanecer. El aura negra que lo rodeaba había comenzado a disolverse en pequeñas motas, como hiciera la noche de la tortura de Scimina. Viraine le tocó la frente. Apareció un sello de la nada, también al rojo vivo, y Nahadoth siseó como si le provocara más dolor. Pero el lento desgaste de su aura se detuvo y cuando volvió a levantar la cabeza, jadeando, parecía que la luz del alba ya no lo molestaba. Viraine continuó caminando.

—Suplicamos tu bendición para tus más recientes elegidos —dijo antes de tocar la frente de Scimina. Ella sonrió al sentir que su sello se encendía. La luz blanca iluminó su rostro y lo transformó en una combinación de ángulos marcados y planos de impaciencia y ferocidad.

Viraine vino a colocarse frente a mí entonces, con el plinto entre ambos. Al pasar, mis ojos se vieron atraídos de nuevo a la Piedra de la Tierra. Nunca había pensado que pudiera ser tan poco impresionante.

El bulto se estremeció. Durante un solo instante, una semilla plateada y perfecta apareció allí flotando, antes de transformarse de nuevo en aquel carozo negro.

Si Viraine hubiera estado mirándome en aquel momento, puede que todo se hubiese perdido. Comprendí lo que había sucedido y me percaté del peligro en una sola y glacial punzada de intuición, y todo ello se manifestó en mi rostro. La Piedra era como Nahadoth, como todos los dioses encadenados en la tierra: su auténtica forma estaba escondida detrás de una máscara. La máscara la hacía parecer vulgar, poco importante. Pero para aquellos que la miraban y esperaban algo más —especialmente aquellos que conocían su verdadera naturaleza— se convertiría en algo más. Cambiaría su forma para reflejar lo que sabían.

Estaba condenada y la Piedra iba a ser la herramienta de mi ejecución. Debería haberla visto como una cosa amenazante y terrible. El hecho de que la viese como una hermosa promesa era una clara advertencia para cualquier Arameri de que no pretendía resignarme a morir sin más.

Por suerte, Viraine no estaba observándome. Se había vuelto hacia el cielo del este, como todos los demás en la habitación. Miré de rostro en rostro y encontré orgullo, ansiedad, expectación y amargura. El último fue Nahadoth, quien, sólo aparte de mí, no miraba el cielo. Su mirada encontró la mía y se entrelazó con ella. Puede que por eso fuéramos los únicos que no se vieron afectados cuando el sol coronó el lejano horizonte y su poder hizo que la tierra entera temblara como un espejo zarandeado.

Desde el instante en que el sol se hunde más allá de la vista de los mortales hasta que desaparece la última luz: eso es el crepúsculo. Desde el instante en que sol asoma por el horizonte hasta que deja de estar en contacto con la tierra: eso es el amanecer.

Miré a mi alrededor con sorpresa y me quedé sin aliento al ver que, ante mis ojos, florecía la Piedra.

Es el único modo en que podría describir lo que estaba sucediendo. El feo bulto se estremeció y se abrió, capa tras capa, para revelar una luz. Pero no era la luz blanca e inextinguible de Itempas, ni la temblorosa no-luz de Nahadoth. Era la extraña luminosidad que había visto en la mazmorra, gris y desagradable, una luz que, de algún modo, absorbía el color de todo cuanto había cerca. La Piedra ya no tenía forma alguna, ni siquiera la de la semilla de albaricoque plateada. Era una estrella, rutilante pero, de algún modo, carente de fuerza.

Y sin embargo, sentí su auténtico poder, irradiado hacia mí en ondas que hicieron que se me pusiera la piel de gallina y se me encogieran las tripas. Mientras retrocedía inadvertidamente, comprendí por qué T’vril había advertido a los sirvientes de que se mantuvieran alejados. Había algo incompleto en aquel poder. Formaba parte de la Diosa de la Vida, pero ella estaba muerta. La Piedra no era más que una reliquia grotesca.

—Di a quién has escogido para que lidere a nuestra familia, nieta —dijo Dekarta.

Aparté la mirada de la Piedra, aunque su radiación hizo que sintiera un hormigueo en el lado de la cara orientado hacia ella. Mi visión se tornó borrosa por un momento. Me sentía débil. La cosa estaba matándome y ni siquiera la había tocado.

—R-Relad —dije—. Escojo a Relad.

—¿Qué? —La voz de Scimina, aturdida y ultrajada—. ¿Qué has dicho, mestiza?

Un movimiento tras de mí. Era Viraine. Se había colocado a mi lado del plinto. Sentí su mano en la espalda. Me sostuvo cuando el poder de la Piedra hizo que me tambaleara, mareada. Me apoyé en él y redoblé mis esfuerzos por mantenerme en pie. Al tiempo, Viraine se movió ligeramente y vislumbré a Kurue por un instante. Su expresión era sombría y resuelta.

Creí entender por qué.

El sol, como era su costumbre, se movía con rapidez. Ya la mitad de su mole asomaba por encima de la línea del horizonte. Pronto no sería el amanecer, sino el día.

Dekarta asintió, impasible a las repentinas protestas de Scimina.

—Coge la Piedra, pues —me ordenó—. Convierte tu elección en realidad.

Mi elección. Levanté una mano temblorosa hacia la piedra mientras me preguntaba si la muerte dolería. Mi elección.

—Hazlo —susurró Relad. Estaba inclinado hacia delante, con todo el cuerpo tenso—. Hazlo, hazlo, hazlo…

—¡No! —De nuevo Scimina, un grito. Por el rabillo del ojo vi que se abalanzaba sobre mí.

—Lo siento —susurró Viraine detrás de mí y de repente todo se detuvo.

Parpadeé, sin saber muy bien lo que había pasado. Algo me hizo bajar la mirada. Allí, algo nuevo asomaba por el corpiño de mi feo vestido: la punta de un cuchillo. Había salido de mi cuerpo, a la derecha del esternón, justo debajo del comienzo del seno. A su alrededor, la tela estaba cambiando, tiñéndose de un negro extraño y húmedo.

Sangre, comprendí. La luz de la Piedra le robaba el color incluso a ella.

Sentí que el brazo se me convertía en plomo. ¿Qué había estado haciendo? No conseguía recordarlo. Estaba muy cansada. Tenía que tumbarme.

Así que lo hice.

Y morí.