26
EL BAILE

Veo mi tierra debajo de mí.

En el paso de montaña, las torres de vigilancia ya han caído. Las tropas darre que las protegían han muerto. Lucharon duro, aprovechando la estrechez del paso para compensar su inferioridad numérica, pero al final el enemigo era demasiado numeroso, simplemente. Pero resistieron lo bastante para encender las almenaras y enviar un mensaje: «El enemigo se acerca.»

Los bosques son la segunda línea de defensa de Darr. Muchos enemigos han vacilado allí, envenenados por las serpientes, diezmados por enfermedades o acogotados por las interminables y asfixiantes enredaderas. Mi pueblo siempre ha intentado aprovecharse de esto sembrando el bosque de brujas que saben ocultarse, golpear y volver a desaparecer en la maleza, como leopardos.

Pero los tiempos han cambiado y esta vez el enemigo ha traído consigo un arma especial, un escriba. Antes, estas cosas no se conocían en el Alto Norte. La magia es un arte amn, que la mayoría de los bárbaros considera una práctica propia de cobardes. E incluso para aquellas naciones dispuestas a utilizar la cobardía, los amn alquilaban, demasiado caros, los servicios de sus escribas. Pero claro, esto no es un problema para los Arameri.

(Estúpida, estúpida de mí. Tengo dinero. Podría haber contratado los servicios de uno para luchar por Darr. Pero al fin y a la postre, sigo siendo una bárbara. No pensé en ello y ahora es demasiado tarde.)

El escriba, algún camarada de Viraine, dibuja unos símbolos en varios papeles, los pega a algunos árboles y retrocede un paso. Una columna de fuego al rojo vivo atraviesa el bosque siguiendo una línea antinaturalmente recta. Avanza durante kilómetros y kilómetros hasta llegar a las murallas de Arrebaia, contra la que se estrella. Qué astuto. Si hubiera incendiado el bosque entero, habría ardido durante meses. De este modo ha abierto un paso estrecho. Una vez que ha ardido lo suficiente, el escriba vuelve a utilizar las palabras de los dioses para que el fuego se apague. Aparte de los árboles carbonizados y medio desmoronados y los cadáveres irreconocibles de los animales, el camino está despejado. El enemigo podrá llegar a Arrebaia en menos de un día.

Algo se agita en el borde del bosque. Alguien tropieza, cegado y medio asfixiado por el humo. ¿Una bruja? No, es un hombre… un muchacho, más bien, demasiado pequeño aún para engendrar hijas. ¿Qué está haciendo allí? Nunca hemos dejado luchar a los niños. Y entonces lo comprendo: mi pueblo está desesperado. Si queremos sobrevivir, hasta los niños deben pelear.

Los soldados enemigos caen sobre él como hormigas. No lo matan. Lo encadenan a un carromato de provisiones y se lo llevan consigo al reanudar la marcha. Pretenden exhibirlo cuando lleguen a Arrebaia para descorazonar a sus defensores. Y lo conseguirán, ya lo creo que sí. Nuestros hombres siempre han sido nuestro mayor tesoro. Puede que le rebanen el pescuezo sobre la escalinata del Sar-enna-nem sólo para echar sal sobre la herida.

Debería haber contratado a un escriba.

El salón del trono del Cielo: una monumental cámara de techo alto cuyas paredes eran de un tono aún más vívidamente madreperla que el resto del palacio, con una ligera tonalidad rosada. Tras el blanco sin concesiones del resto del palacio, aquel toque de color resultaba casi estridente. En lo alto giraban arañas de luz como un cielo estrellado. Una música flotaba en el aire, una complicada melodía amn interpretada por un sexteto de músicos en una plataforma cercana. Los suelos, para mi sorpresa, no estaban hechos del mismo material que el resto del palacio. Eran transparentes y dorados, como un ámbar pulido de color oscuro. No podía ser ámbar, puesto que no tenía junturas y para hacer todo aquel suelo habría hecho falta una pieza del tamaño de una pequeña colina. Pero eso es lo que parecía.

El majestuoso espacio estaba repleto de gente. Quedé estupefacta al ver la inmensa cantidad de personas presentes. A todas se les había concedido una dispensa espacial para estar en el Cielo aquella noche. Debía de haber un millar de personajes en la sala: pomposos miembros de la casta superior, los burócratas de mayor rango, reyes y reinas de países mucho más importantes que el mío, artistas famosos y cortesanos… Todo el que era alguien. Me había pasado los últimos días absorta en mis propios problemas, así que no me había fijado en los carruajes que iban y venían durante todo ese tiempo para traer semejante multitud hasta el Cielo. Culpa mía.

De haber sido por mí, habría entrado discretamente en la sala para fundirme con la multitud lo mejor posible. Todos vestían de blanco, el color tradicional de los acontecimientos formales en el Cielo. Solamente yo lucía otro color. Pero incluso de no ser así, no habría podido alcanzar mi propósito, porque en cuanto entré en la sala y me detuve en lo alto de la escalera, un servidor —ataviado con una extraña indumentaria formal de color blanco que nunca había visto hasta entonces— se aclaró la garganta y exclamó, con una voz lo bastante fuerte como para hacer que me encogiera:

—¡La dama Yeine Arameri, heredera designada por Dekarta, benevolente guardián de los Cien Mil Reinos! ¡Nuestra invitada de honor!

Esto me obligó a detenerme en lo alto de la escalera, mientras todos los ojos de la sala se volvían hacia mí.

Nunca había estado delante de tal multitud. El pánico me embargó por un momento, junto con la total convicción de que lo sabían. ¿Cómo no iban a saberlo? Se produjo un aplauso diplomático y contenido. Vi sonrisas en muchas caras, pero ninguna afabilidad. Interés, sí, la clase de interés que se siente por un novillo que está a punto de ser sacrificado para los platos de los privilegiados. «¿Cómo sabrá? —imaginé que pensaban en su ávida y reluciente obsequiosidad—. Ojalá pudiéramos probar un poco.»

La boca se me quedó seca. Las rodillas se me bloquearon, que fue lo único que me impidió dar media vuelta sobre los tacones incómodamente altos que llevaba y salir corriendo de la sala. Esto y otra cosa de la que acababa de percatarme: que mis padres se habían conocido en un baile Arameri. Puede que en aquella misma sala. Mi madre había estado en lo alto de la misma escalinata y había hecho frente también a una multitud que sólo albergaba miedo y odio por ella detrás de sus sonrisas.

Seguro que les habría sonreído.

Así que clavé los ojos en un punto situado sobre sus cabezas, sonreí, levanté la mano en un saludo regio y educado, y les devolví todo su odio. Esto hizo remitir el miedo lo suficiente para que pudiera descender los peldaños sin tropezarme ni preocuparme por si parecía elegante.

A medio camino recorrí la sala con la mirada y vi a Dekarta en un estrado, al otro lado de la puerta. Habían traído su enorme «no-trono» de piedra desde la cámara de audiencias. Sepultado en su duro abrazo, me observaba con sus ojos descoloridos.

Incliné la cabeza. Él parpadeó. «Mañana —pensé—. Mañana.»

La multitud se abrió y se cerró a mi alrededor como unos labios.

Me abrí paso entre aduladores que intentaban granjearse mi favor dándome conversación o gente más honesta que se limitaba a dirigirme miradas frías o sarcásticas. Finalmente llegué a un espacio donde el abigarramiento humano era un poco menor, alrededor de una mesa de refrigerios. Acepté una copa de vino del sirviente, la apuré, cogí otra y en ese momento reparé en unas puertas de cristal en arco de medio punto que había a un lado. Con la esperanza de que se abrieran y no fuesen meramente decorativas, me acerqué a ellas y descubrí que daban al exterior, a un amplio patio donde se habían congregado ya algunos de los invitados para disfrutar del aire mágicamente cálido de la noche. Algunos cuchichearon al verme pasar, pero la mayoría estaban demasiado ocupados con sus secretos, sus amoríos, o cualesquiera otras de las actividades que se suelen reservar para rincones apartados como aquél. Me detuve en la barandilla, simplemente porque estaba allí, y pasé un rato intentando conseguir que mi mano dejara de temblar para poder tomarme el vino.

Una mano apareció desde atrás y me ayudó a estabilizar la copa cogiéndome la mía. Sabía quién era incluso antes de sentir su familiar y fría quietud contra mi espalda.

—Esta noche está diseñada para quebrantar tu espíritu —dijo el Señor de la Noche. Su aliento me acarició el cabello y la oreja, y despertó en mi piel un hormigueo cargado con media docena de recuerdos deliciosos. Cerré los ojos, agradecida a la simplicidad del deseo.

—Pues lo están consiguiendo.

—No. Kinneth te hizo más fuerte que eso. —Me cogió la copa de la mano y se la llevó hacia atrás, como si quisiera bebérsela. Luego me la devolvió. Lo que había sido un vino blanco —una cosecha de increíble delicadeza, sin apenas color y con sabor a flores— era ahora un tinto tan oscuro que parecía negro. Incluso cuando lo levanté hacia el cielo, las estrellas eran sólo un resplandor apenas discernible a través de una lente del tono borgoña más intenso imaginable. Tomé un traguito a modo de prueba y un escalofrío me recorrió al extenderse el sabor sobre mi lengua. Dulce, pero con un atisbo de amargor casi metálico y un regusto salado, como unas lágrimas.

—Y nosotros te hemos hecho más fuerte aún —dijo. Me hablaba casi sobre el cabello. Uno de sus brazos me rodeó por detrás y me atrajo hacia él. Sin poder evitarlo, mi cuerpo se relajó contra el suyo.

Me volví en el semicírculo de su brazo y me detuve, sorprendida. El hombre que me miraba no se parecía a Nahadoth en ninguna de las encarnaciones que yo hubiera visto. Parecía humano, amn, y su cabello era de un rubio apagado y casi tan corto como el mío. Su rostro era muy hermoso, sí, pero no era ni el que utilizaba para complacerme a mí ni el que había modelado Scimina. No era más que un rostro. Y vestía de blanco. Esto, más que ninguna otra cosa, fue lo que me dejó muda de asombro.

Nahadoth —pues era él, podía sentirlo, fuera el que fuese su aspecto— puso cara de regocijo.

—El Señor de la Noche no es bienvenido en las celebraciones de los servidores de Itempas.

—Es que creí que no… —Le toqué la manga. Era simple tela, de factura delicada, parte de una casaca con un aire ligeramente militar. La acaricié, pero, para mi decepción, no se enroscó alrededor de mis dedos a modo de bienvenida.

—Yo creé la sustancia del universo. ¿Creías que no podría con un hilo blanco?

Esto me asombró y me hizo reír, lo que me sorprendió y me hizo callar al momento siguiente. Nunca le había oído bromear. ¿Qué significaba aquello?

Me llevó una mano sosegadora a la mejilla. Lo sorprendente era que, aunque estaba fingiendo ser humano, no se parecía en nada a su yo diurno. No había nada humano en él, más allá de su apariencia. Ni los movimientos, ni la velocidad con la que cambiaba de una expresión a la siguiente, sobre todo en sus ojos. Una máscara humana no bastaba para ocultar su verdadera naturaleza. Para mí era tan evidente que me maravillaba que las demás personas del balcón no huyeran gritando, aterradas por encontrarse tan cerca del Señor de la Noche.

—Mis hijos creen que estoy volviéndome loco —dijo mientras me acariciaba el rostro con la máxima delicadeza—. Kurue dice que estoy poniendo en peligro las esperanzas que hemos depositado en ti. Y tiene razón.

Fruncí el ceño, confusa.

—Mi vida sigue siendo vuestra. Acataré el acuerdo, a pesar de que he perdido la competición. Actuasteis de buena fe.

Suspiró y, para mi sorpresa, se inclinó hasta apoyar su frente en la mía.

—Incluso ahora hablas de tu vida como si fuera una mercancía, vendida por nuestra «buena fe». Lo que te hemos hecho es obsceno.

No supe qué responder a esto. Estaba demasiado aturdida. De repente se me ocurrió, en un instante de perspicacia, que aquello era lo que temía Kurue: el volátil y apasionado sentido del honor de Nahadoth. Había ido a la guerra para aliviar su tristeza por Enefa. Había aceptado la esclavitud para sus hijos y para él en lugar de perdonar a Itempas. Podría haberse enfrentado a su hermano de manera distinta, de muchas maneras que no hubieran puesto en peligro el universo entero ni costado tantísimas vidas. Pero ése era el problema: cuando el Señor de la Noche quería algo, sus decisiones se volvían irracionales y sus actos excedían toda medida.

Y estaba empezando, contra toda razón, a sentir algo por mí.

Halagador. Aterrador. No alcanzaba a imaginar lo que podía llegar a hacer en tales circunstancias. Pero lo más importante es que comprendía lo que eso significaba a corto plazo. En cuestión de pocas horas yo moriría y él volvería a estar de luto.

Qué raro que este pensamiento hiciese que me doliera el corazón.

Cogí la cara del Señor de la Noche entre mis manos y, con un suspiro, cerré los ojos para poder sentir sólo a la persona que había detrás de la máscara.

—Lo siento —dije. Y era cierto. Nunca había pretendido hacerle daño.

No se movió y yo tampoco. Era agradable estar apoyada en su solidez, poder descansar en sus brazos. Era una ilusión, pero, por primera vez en mucho tiempo, me sentía a salvo.

No sé cuánto tiempo permanecimos allí, pero cuando cambió la música, los dos lo oímos. Me erguí y miré a mi alrededor. El puñado de invitados que estaba con nosotros en el patio había vuelto a entrar. Eso significa que era medianoche, la hora del baile principal de la noche, el momento cumbre de la velada.

—¿Quieres entrar? —preguntó Nahadoth.

—No, claro que no. Aquí estoy bien.

—Bailan en honor a Itempas.

Lo miré, confusa.

—¿Y a mí qué más me da?

Su sonrisa me hizo sentir calidez por dentro.

—¿Tan completamente le has dado la espalda a la fe de tus antepasados?

—Mis antepasados te veneraban a ti.

—Y a Enefa, y a Itempas, y a nuestros hijos. Los darre eran una de las pocas razas que nos honraban a todos.

Suspiré.

—Hace mucho de aquellos tiempos. Han cambiado demasiadas cosas.

—Tú has cambiado.

Ante esto no tenía respuesta. Era cierto.

Obedeciendo un impulso, me aparté un paso de él, le cogí las manos y adopté una posición de baile.

—Por los dioses —dije—. Por todos ellos.

Fue muy gratificante sorprenderlo.

—Nunca he bailado en mi propio honor.

—Bueno, pues ahora lo vas a hacer. —Me encogí de hombros y esperé a que la música volviera a sonar antes de llevarlo conmigo—. Siempre hay una primera vez para todo.

La situación parecía divertirlo, pero se movió con desenvoltura, a pesar de la complicación de los pasos. Todos los hijos de la nobleza aprenden estos bailes, pero a mí nunca me habían gustado demasiado. Las danzas de los amn me recordaban a los propios amn: frías, rígidas, más preocupadas por la apariencia que por el disfrute. Y sin embargo, allí, en un balcón a oscuras bajo un cielo sin luna, con un dios como pareja, sonreí sin poder evitarlo mientras dábamos vueltas y vueltas. Era fácil recordar los pasos mientras él me guiaba ejerciendo una discreta presión contra mis manos y mi espalda. Era fácil apreciar la gracia de la coordinación con una pareja que se deslizaba como el viento. Cerré los ojos, marqué los pasos y suspiré de placer mientras la música ganaba intensidad a la par que mis emociones.

Al terminar la pieza, me apoyé en él, embargada por el deseo de que la noche no terminara nunca. Y no sólo por lo que me esperaba al amanecer.

—¿Estarás conmigo mañana? —pregunté. Me refería al auténtico Nahadoth, no a su álter ego diurno.

—De día solo se me permite ser yo mismo mientras dure la ceremonia.

—Para que Itempas pueda pedirte que vuelvas con él.

Su aliento me acarició el pelo: una breve y fría carcajada.

—Y esta vez lo haré, pero no como él espera.

Asentí mientras escuchaba el lento y extraño pulso de su corazón. Parecía lejano, como un eco, como si llegara desde varias millas de distancia.

—¿Qué harás si ganas? ¿Matarlo?

Su momentáneo silencio me sirvió como aviso antes de que llegara la auténtica respuesta.

—No lo sé.

—Aún lo amas.

En lugar de responder, me acarició la espalda una vez. No me dejé engañar. No era a mí a quien pretendía tranquilizar.

—No pasa nada —dije—. Lo entiendo.

—No —dijo—. Ningún mortal podría entenderlo.

No dije nada más y él tampoco, y así pasó la larga noche.

Había soportado demasiadas noches con poco sueño. Debí de quedarme dormida allí de pie, porque de repente parpadeé y, al levantar la cabeza, el cielo era de un color distinto: un degradado desde un negro espeso al gris. La luna nueva flotaba sobre el horizonte, una mancha más oscura frente al cielo cada vez más luminoso.

Los dedos de Nahadoth me apretaron delicadamente de nuevo y comprendí que me había despertado. Estaba mirando las puertas del balcón. Viraine se encontraba allí, con Scimina y Relad. Sus blancos ropajes parecían resplandecer y dejaban sus rostros cubiertos de sombras.

—Es la hora —dijo Viraine.

Busqué en mi interior y, con satisfacción, descubrí quietud en lugar de miedo.

—Sí —dije—. Vamos.

Dentro, el baile seguía su curso, aunque había menos gente bailando ahora que antes. El trono de Dekarta se encontraba vacío al otro lado de la multitud. Puede que se hubiera marchado antes de tiempo para hacer los preparativos.

Al entrar en los silenciosos y sobrenaturalmente brillantes pasillos del Cielo, Nahadoth dejó caer su disfraz. El cabello le creció y su ropa fue cambiando de color a cada paso que daba. Su rostro recobró la palidez. Supongo que había demasiados parientes míos cerca. Subimos por un ascensor y al salir me di cuenta de que estábamos en el último piso del Cielo. Las puertas del solario estaban abiertas y más allá el bosque ajardinado estaba en silencio y cubierto de sombras. La única luz procedía de la aguja central del palacio, que sobresalía del corazón del solario, brillante como la luna. Una vereda casi imperceptible discurría entre nuestros pies y los árboles, en línea recta hacia la base de la aguja.

Pero me distrajeron las figuras que había a ambos lados de la puerta. A Kurue la reconocí al instante. No había olvidado la belleza de sus alas de oro, plata y platino. Zhakkarn también estaba soberbia en una armadura plateada recubierta de símbolos fundidos y un yelmo que resplandecía bajo la luz. La última vez que la había visto fue en un sueño.

La tercera figura, entre ellas, era al mismo tiempo menos formidable y más extraña: un esbelto gato de pelaje negro, como los leopardos de mi tierra, pero considerablemente más grande. Ningún bosque había visto nacer aquel leopardo, cuyo pelaje, agitado por un viento invisible, primero era iridiscente, luego mate y al fin de un negro imposible. Así que sí se parecía a su padre, al final.

Sonreí sin poder evitarlo. «Gracias» dibujaron mis labios. El gato mostró los dientes en un gesto que jamás habría podido malinterpretar por un gruñido y me guiñó uno de sus verdes ojos, finos como ranuras.

No me hacía ilusiones por su presencia. Zhakkarn no se había puesto la guarnición completa para impresionarnos con su resplandor. La Segunda Guerra de los Dioses estaba a punto de comenzar y ellos estaban listos. Sieh… Bueno, puede que él sí estuviera allí por mí. Y Nahadoth…

Volví el rostro hacia él. No estaba observando a sus hijos ni a mí. En su lugar, su mirada se había levantado hacia la punta de la aguja.

Viraine sacudió la cabeza. Al parecer había decidido no protestar. Miró de soslayo a Scimina, que se encogió de hombros, y a Relad, que le lanzó una mirada desinteresada, como si quisiera decir: «¿Y a mí qué me importa?»

(Nuestros ojos se encontraron, los de Relad y los míos. Estaba pálido y tenía el labio superior cubierto por una fina película de sudor, pero asintió casi imperceptiblemente. Yo le devolví el gesto.)

—Vamos allá —dijo Viraine y entramos todos en el solario, en dirección a la aguja central.