25
UNA OCASIÓN

Debería haberme matado aquella noche. Habría sido más sencillo.

Eso es muy egoísta por tu parte.

¿Cómo?

Te entregó su cuerpo. Te mostró un placer que ningún amante mortal podría igualar. Luchó contra su propia naturaleza para mantenerte con vida y dices que ojalá no se hubiera molestado.

No es eso lo que…

Sí, claro que sí. Oh, niña. ¿Crees que lo amas? ¿Crees que eres digna de su amor?

No puedo hablar por él. Pero sé lo que siento.

No seas…

Y sé lo que oigo. Los celos no te sientan bien.

¿Qué?

Por eso estás enfadada conmigo, ¿no? Eres como Itempas, No soportas compartir…

¡Silencio!

… pero es necesario, ¿no te das cuenta? Nunca ha dejado de amarte. Y nunca lo hará. Itempas y tú siempre tendréis su corazón en vuestras manos.

… Sí. Eso es cierto. Pero yo estoy muerta e Itempas está loco.

Y yo me estoy muriendo. Pobre Nahadoth.

Pobre Nahadoth y pobres de nosotros.

Desperté lentamente, consciente primero de una sensación de calidez y confort. La luz del sol recayó sobre mi mejilla, roja a través de uno de mis párpados. Una mano me acariciaba la espalda describiendo pequeños arcos.

Abrí los ojos y al principio no entendí lo que sucedía. Una superficie blanca y ondulada. Conservaba vagos recuerdos de algo parecido —explosiones congeladas—, pero en ese momento los recuerdos se sumergieron en las profundidades de mi consciencia, donde no podía alcanzarlos. Por un momento lo comprendí: era mortal y no estaba lista para determinados conocimientos. Luego incluso esto se desvaneció y volví a ser yo misma. Llevaba una bata de felpa. Estaba apoyada en el regazo de alguien. Con el ceño fruncido, levanté la cabeza.

La forma diurna de Nahadoth me devolvió la mirada con ojos francos y demasiado humanos.

Sin pensar, me aparté de su regazo medio cayendo medio rodando y luego me puse en pie. Se levantó conmigo y hubo un momento de tensión, en el que yo lo miré mientras él se limitaba a permanecer allí.

El momento pasó cuando se volvió hacia una pequeña mesita de noche sobre la que descansaba un reluciente servicio de té plateado. Llenó una taza —con un sonido, que, por razones que no entendí, provocó que me encogiera— y entonces levantó la taza y me la ofreció.

«Desnuda, aguardé como una ofrenda…»

Fue como si un pez desapareciera en un estanque.

—¿Cómo te sientes? —preguntó. Volví a encogerme, sin saber si entendía las palabras. ¿Que cómo me sentía? Cálida. A salvo. Limpia. Levanté una mano y me olí la muñeca. Olía a jabón.

—Te he bañado. Espero que me perdones por tomarme la libertad. —Empleó una voz lenta y suave, como si estuviera hablando con una yegua asustadiza. Estaba distinto a la noche anterior. Para empezar, parecía más sano, pero además estaba más moreno, como un darre—. Estabas tan profundamente dormida que ni siquiera te despertaste. La bata estaba en el armario.

Ni sabía que tenía una bata. En ese momento me di cuenta de que aún sostenía la taza de té en la mano. La acepté, más que por auténtico interés, por educación. Al probarlo descubrí con sorpresa que era tibio, de sabor intenso y contenía menta refrescante y hierbas calmantes. Lo bebí con avidez. Naha levantó la tetera y me ofreció más en silencio. Dejé que me sirviera.

—Eres una maravilla —murmuró mientras yo bebía. Ruido. Me observaba fijamente y eso me molestaba. Aparté la mirada para que se callara, mientras saboreaba el té—. Estabas helada cuando desperté, y también cubierta de suciedad. Tenías algo… Creo que era hollín, por todo el cuerpo. El baño pareció calentarte y eso también ayudó… —Sacudió la cabeza en dirección a la silla donde habíamos estado sentados—. No había ningún otro sitio, así que…

—La cama… —dije, y me encogí por tercera vez. Tenía la voz ronca y la garganta en carne viva. La menta me sentaba muy bien.

Naha hizo una pausa momentánea y en sus labios se vislumbró un atisbo de su acostumbrada crueldad.

—La cama no habría servido.

Intrigada, miré detrás de él y me quedé sin aliento. La cama estaba destrozada, vencida, sobre una estructura partida, y con las patas rotas. A la colcha parecía que le hubieran asestado varios golpes con una espada antes de prenderle fuego. Había plumas de ganso y jirones de tela chamuscada por toda la habitación.

Y no era sólo la cama. Unos de los enormes ventanales de la habitación se había agrietado. No se había partido en mil pedazos de milagro. El espejo del tocador sí que lo había hecho. Una de mis estanterías estaba en el suelo, con su contenido desperdigado pero intacto (con gran alivio, vi que el libro de mi padre estaba allí). La otra estaba convertida en astillas, junto con la mayoría de los libros que sostenía.

Naha cogió la taza vacía de mi mano antes de que pudiera caérseme.

—Vas a necesitar la ayuda de uno de tus amigos enefadeh para arreglar esto. Esta mañana he impedido que entrara la servidumbre, pero no podré hacerlo siempre.

—No… no… —Sacudí la cabeza. Gran parte de lo que había sucedido tenía una presencia onírica en mi recuerdo, más metafísico que real. Recordaba haber caído. No había ningún agujero. Pero la cama…

Naha no dijo palabra mientras yo caminaba por la habitación pisando cristales y astillas con las zapatillas. Mientras yo recogía un fragmento del espejo y me miraba en él comentó:

—No te pareces tanto al mural de la biblioteca como creía en un primer momento.

Al oír esto me volví hacia él. Estaba sonriendo. Lo había tomado por humano, pero no. Había vivido durante demasiado tiempo y de manera demasiado extraña, sabía demasiadas cosas. Puede que fuese más bien como los demonios de antaño, medio mortal y medio otra cosa.

—¿Cuánto hace que lo sabes? —pregunté.

—Desde que nos conocimos. —Sus labios se torcieron de repente—. Aunque, para ser honestos, tampoco se puede decir que nos conociéramos en ese momento.

Se había detenido y se me había quedado mirando aquella primera tarde en el Cielo. Después lo olvidé, en el azoramiento de mi terror. Y luego, en los aposentos de Scimina…

—Eres un buen actor.

—Qué remedio. —Su sonrisa había desaparecido—. Pero ni siquiera entonces estaba seguro. No lo estuve hasta despertar y encontrarme con esto. —Hizo un gesto que englobaba la destrozada habitación entera—. Y a ti a mi lado, viva.

«Cosa que no te esperabas.» Pero lo estaba y ahora tendría que lidiar con las consecuencias.

—No soy ella —dije.

—No. Pero apuesto a que eres una parte de ella, o ella es una parte de ti. Algo sé sobre estas cosas. —Se pasó la mano por los desgreñados rizos negros. Era sólo pelo, no las volutas humeantes de su yo divino, pero el sentido era igualmente evidente.

—¿Por qué no se lo has contado a nadie?

—¿Crees que yo haría eso?

—Sí.

Se echó a reír, con un deje de dureza.

—Qué bien me conoces.

—Harías cualquier cosa que te facilitara la vida…

—Ah. Pues sí que me conoces. —Se dejó caer sobre la silla, el único mueble intacto que quedaba en la habitación y apoyó una pierna sobre uno de sus brazos—. Pero si tanto sabes, señorita, sabrás también por qué nunca les contaría a los Arameri tu… especial condición.

Dejé en el suelo el fragmento del cristal y me acerqué a él.

—Explícamelo —le ordené, porque aunque puede que le tuviese lástima, nunca me gustaría.

Sacudió la cabeza, como reprendiéndome por mi impaciencia.

—Yo también quiero ser libre.

Fruncí el ceño.

—Pero si el Señor de la Noche fuera liberado… —¿Qué le sucedía a un alma mortal enterrada en el cuerpo de un dios? Se dormiría para nunca despertar. ¿Perviviría alguna parte de él, atrapada y consciente dentro de una mente ajena e incomprensible? ¿O simplemente dejaría de existir?

Al ver que asentía me di cuenta de que todos aquellos pensamientos, y muchos otros, debían haber pasado por su cabeza con el paso de los siglos.

—Ha prometido destruirme si alguna vez llega el día.

Y sería un gran día para Naha, comprendí con un escalofrío. Puede que hubiera tratado de matarse antes, para verse resucitado a la mañana siguiente, atrapado dentro de una magia concebida para atormentar a un dios.

Bueno, si todo iba según lo planeado, pronto sería libre.

Me levanté y me acerqué a la única ventana intacta que quedaba. El sol estaba en lo alto, pasado ya el mediodía. La mitad de mi último día de vida había quedado atrás. Estaba tratando de decidir lo que iba a hacer en el tiempo que me quedaba cuando sentí una nueva presencia en la habitación y me volví. Sieh estaba allí. Miró la cama, luego a Naha y después a mí.

—Pareces estar bien —dije, contenta.

Volvía a parecer un verdadero niño. Tenía una mancha de hierba en una rodilla. Pero la expresión de sus ojos cuando miró a Naha distaba mucho de ser juvenil. Al ver que sus pupilas se transformaban en sendas ranuras de ferocidad —esta vez vi el cambio a tiempo— supe que tenía que intervenir. Me acerqué a él y abrí los brazos para invitarlo a acercarse al tiempo que, deliberadamente, me interponía en su campo de visión.

Me rodeó con los brazos en un gesto que tomé por una demostración de afecto hasta que me levantó en vilo, me depositó detrás de él y se volvió hacia Naha.

—¿Estás bien, Yeine? —dijo mientras encorvaba ligeramente el cuerpo hacia delante. No era una postura de luchador, sino más bien el movimiento de un animal que se preparaba para saltar. Naha le devolvió la mirada con frialdad.

Le puse una mano sobre los hombros. Estaban tensos como la cuerda de un instrumento.

—Estoy bien.

—Es peligroso, Yeine. No nos fiamos de él.

—Encantador Sieh… —dijo Naha, y volvió a oírse el tono de crueldad en su voz. Abrió los brazos en una imitación burlona de mi propio gesto—. Cuánto te he echado de menos. Ven, dale un beso a tu padre.

Sieh siseó y tuve un instante para preguntarme si tendría alguna posibilidad de sujetarlo. Pero entonces, Naha se echó a reír y volvió a sentarse en la silla. Sabía exactamente hasta dónde podía tensar la cuerda, claro.

Sieh lo miró como si aún estuviera contemplando la posibilidad de hacer algo, así que decidí tratar de distraerlo.

—Sieh. —No me miró—. Sieh. Anoche estuve con tu padre.

Se revolvió hacia mí, tan sorprendido que sus ojos recuperaron la humanidad al instante. Detrás de él, Naha se rió por lo bajo.

—Eso no es posible —dijo Sieh—. Han pasado siglos desde que… —Se detuvo y se inclinó hacia delante. Vi que sus fosas nasales se arrugaban delicadamente una, dos veces—. Por el cielo y la tierra. Pues sí que estuviste con él.

Cohibida, olí subrepticiamente el cuello de la bata. Por suerte era algo que sólo los dioses podían detectar.

—Sí.

—Pero debería… debería haberte… —Sacudió la cabeza bruscamente—. Oh, Yeine, ¿sabes lo que significa eso?

—Significa que vuestro pequeño experimento ha salido mejor de lo que esperabais —dijo Naha. En las sombras de su silla sus ojos relampaguearon, lo que me recordó un poco a su otro yo—. Quizá deberías probarlo tú también, Sieh. Ya debes de estar cansado de viejos pervertidos.

Sieh se puso tenso y apretó los dos puños. Me maravillo que permitiera que tales puyas lo afectaran, pero puede que fuese otra de sus debilidades. Se había sometido a sí mismo a las leyes de la infancia. Puede que una de ellas fuese: «Ningún niño mantendrá la calma cuando lo ofendan.»

Le toqué la barbilla e hice que se volviera para mirarme.

—La habitación. ¿Te importaría….?

—Oh, claro. —Tras dar la espalda ostentosamente a Naha, pasó la mirada por la habitación entera y dijo algo en su propia lengua, con voz fuerte y aguda. En un abrir y cerrar de ojos, la habitación volvió a su estado anterior, como si tal cosa.

—Qué útil —dije.

—No hay nadie que sepa limpiar estropicios mejor que yo. —Me miró con una fugaz sonrisa.

Naha se levantó e, ignorándonos de manera evidente, comenzó a curiosear entre los libros de una de las estanterías. En aquel momento me di cuenta de que se había comportado de otro modo antes de que apareciera Sieh: solícito, respetuoso y casi amable. Abrí la boca para darle las gracias, pero al final me lo pensé mejor. Sieh se había cuidado de ocultarme esa parte de sí, pero yo había visto indicios de que tenía una vena cruel. Había muchísimo resentimiento entre ellos y, por lo general, tales circunstancias no tienen un único culpable.

—Vamos a otro sitio a hablar. Tengo un mensaje para ti. —Las palabras de Sieh me sacaron de mis reflexiones. Me llevó a la pared más cercana. La atravesamos para salir al espacio intermedio del otro lado.

Después de varias estancias, Sieh suspiró, abrió la boca, la cerró y finalmente se decidió a hablar.

—El mensaje que te traigo es de Relad. Quiere hablar contigo.

—¿Por qué?

—No lo sé. Pero no creo que debas ir.

Fruncí el ceño.

—¿Por qué no?

—Piensa, Yeine. No eres la única que se enfrenta a la muerte mañana. Cuando nombres heredera a Scimina, lo primero que hará será matar a su hermanito, y él lo sabe. ¿Y si decide que matarte a ti, ahora mismo, antes de la ceremonia, es el mejor modo de prolongar su vida unos días más? Sería en vano, claro. Dekarta ya ha visto lo que ha pasado con Darr. Sólo tiene que designar a otro para el sacrificio y ordenarle que elija a Scimina. Pero los hombres desesperados no piensan siempre de manera racional.

El razonamiento de Sieh tenía sentido… pero había otra cosa que no.

—¿Relad te ha ordenado que me trajeras el mensaje?

—No, me lo ha pedido. Y ha pedido verte a ti. Me dijo: «Si la ves, recuérdale que no soy mi hermana. Nunca le he hecho daño. Sé que a ti te escucha». —Frunció el ceño. «Recuérdale», ésa fue su única orden. Y él sabe cómo debe hablarnos. Me dejó libertad de elección deliberadamente.

Me detuve. Sieh continuó caminando unos pasos antes de darse cuenta.

—¿Y por qué has decidido contármelo? —pregunté.

Una sombra de intranquilidad pasó por delante de sus ojos. Bajó la mirada.

—No debería haberlo hecho, es cierto —dijo lentamente—. Kurue no me lo habría permitido de haberlo sabido. Pero no lo sabe… —Una leve sonrisa cruzó por su rostro—. Bueno, puede que se enfade, así que habrá que procurar que no se entere.

Crucé los brazos y esperé. Aún no había respondido mi pregunta y lo sabía.

Puso cara de fastidio.

—Ya no eres divertida.

—Sieh.

—Vale, de acuerdo. —Se metió las manos en los bolsillos y se encogió de hombros con total desparpajo, pero su voz era muy seria—. Has accedido a ayudarnos, nada más. Eso te convierte en nuestra aliada, no en nuestra herramienta. Kurue se equivoca. No deberíamos ocultarte cosas.

Asentí.

—Gracias.

—Dámelas por no mencionárselo a Kurue. Ni a Nahadoth o a Zhakkarn, ya que estamos. —Hizo una pausa y luego me sonrió con repentino contento—. Aunque parece que Nahadoth y tú tenéis vuestros propios secretos.

Sentí que se me acaloraban las mejillas.

—Fue decisión mía —balbuceé, embargada por la irracional necesidad de explicarme—. Lo cogí por sorpresa y…

—Yeine, por favor. No irás a decirme que te aprovechaste de él o algo parecido, ¿verdad?

Y como era exactamente lo que me disponía a decir, guardé silencio.

Sieh sacudió la cabeza y suspiró. Me sorprendió ver una especie de extraña tristeza en su sonrisa.

—Me alegro, Yeine, más de lo que crees. Ha estado tan solo desde la guerra…

—No está solo. Os tiene a vosotros.

—Lo consolamos, sí, e impedimos que pierda la cordura por completo. Hasta podemos ser sus amantes, aunque para nosotros la experiencia es tan… vaya, tan agotadora como lo fue para ti. —Volví a ruborizarme, aunque en parte era por la perturbadora idea de que Nahadoth se acostara con sus propios hijos. Pero, a fin de cuentas, los Tres habían sido hermanos. Los dioses no se regían por nuestras propias leyes.

Como si pudiera oír mis pensamientos, Sieh asintió.

—Lo que necesita es un igual, no las ofrendas de lástima de sus propios hijos.

—Yo no soy igual a los Tres, Sieh, lleve dentro el alma que lleve.

Su expresión se tornó solemne.

—El amor puede nivelar las diferencias entre mortales y dioses, Yeine. Eso es algo que hemos aprendido a respetar.

Sacudí la cabeza. Había algo que comprendí en el momento en que se aplacó el impulso de hacer el amor con un dios.

—Él no me ama.

Sieh puso los ojos en blanco.

—Yo te amo, Yeine, pero a veces eres tan mortal…

Desconcertada por el comentario, guardé silencio. Sieh sacudió la cabeza, convocó una de sus esferas flotantes de la nada y comenzó a moverla entre sus manos. Era verde y azul, lo que atizó de manera implacable mis recuerdos.

—Bueno, ¿qué vas a hacer con Relad?

—¿Qué…? Oh. —Era mareante, aquel constante baile entre asuntos mundanos y divinos—. Me voy a reunir con él.

—Yeine…

—No me matará. —En mi mente, volví a ver el rostro de Relad dos noches antes, enmarcado por la puerta de mi habitación. Había venido a contarme que estaban torturando a Sieh, cosa que ni siquiera T’vril había hecho. Seguro que sabía que si Scimina me obligaba a revelar mis secretos, ella ganaría la competición. Así que, ¿por qué lo habría hecho?

Yo tenía mi propia teoría, basada en nuestro breve encuentro en el solario. Creía que, en su fuero interno, Relad era aún menos Arameri que T’vril… Puede que incluso menos que yo. En algún lugar, escondido entre tanta amargura y desprecio por sí mismo, oculto bajo un millar de capas protectoras, Relad Arameri tenía un buen corazón.

Algo superfluo para un heredero Arameri, de ser cierto. Más que superfluo: peligroso. Pero a causa de ello, estaba dispuesta a correr el riesgo de confiar en él.

—Aún podría escogerlo a él —dije a Sieh—, y lo sabe. No tendría sentido, porque provocaría el sufrimiento de mi pueblo. Pero podría hacerlo. Soy su última esperanza.

—Pareces muy segura —dijo Sieh con tono de duda.

Sentí el impulso repentino de despeinarlo. Puede que le hubiera gustado, dado su naturaleza, pero lo que no le habría gustado fue el pensamiento que desencadenó el impulso: Sieh era realmente un niño desde una perspectiva esencial. No entendía a los mortales. Había vivido entre nosotros durante siglos. Durante milenios. Y, sin embargo, nunca había sido uno de nosotros. No conocía el poder de la esperanza.

—Estoy totalmente segura —dije—. Pero te agradecería que vinieras conmigo.

Puso cara de sorpresa, aunque al instante me cogió de la mano.

—Naturalmente. ¿Por qué?

—Apoyo moral. Y por si resulta que estoy totalmente equivocada.

Sonrió y abrió otra pared que nos llevaría hasta allí.

El cuarto de Relad era tan grande como el de Scimina, es decir, tres veces mayor que el mío. De haber visto sus aposentos el día de mi llegada al Cielo, habría entendido de inmediato que no era una auténtica contendiente por el trono de Dekarta.

Sin embargo, la habitación estaba organizada de un modo totalmente distinto a la de Scimina: una enorme cámara abierta con una pequeña escalera cerca de la parte trasera, que conducía a un entrepiso. El piso principal lo dominaba una depresión en forma de cuadrado situada en el suelo, con un plano del mundo hecho de preciosas baldosas de cerámica. Aparte de este detalle, la cámara era sorprendentemente austera. Apenas tenía algunos muebles, una barra a un lado repleta de botellas de alcohol y una pequeña librería. Y Relad, de pie junto al plano, con aire rígido, formal e incómodamente sobrio.

—Saludos, prima —dijo cuando entré, pero entonces se detuvo y miró a Sieh con hostilidad—. Sólo he invitado a Yeine.

Puse una mano sobre el hombro de Sieh.

—Le preocupaba que pretendieras hacerme daño, primo. ¿Lo pretendes?

—¿Cómo? ¡Claro que no! —Su mirada de sorpresa me tranquilizó. De hecho, todo en la escena sugería que pretendía cautivarme, y no se cautiva a la gente prescindible—. ¿Por qué iba a hacerlo, por el Maelstrom? Muerta no me sirves de nada.

Sonreí y decidí dejar pasar ese comentario carente de todo tacto.

—Me alegro de oír eso, primo.

—Haced como si no estuviera —dijo Sieh—. Como si fuera una mosca en la pared.

Relad hizo un esfuerzo y lo ignoró.

—¿Puedo ofrecerte algo? ¿Té? ¿Un trago?

—Bueno, ya que lo preguntas… —comenzó a responder Sieh antes de que le estrujara el hombro. No quería ofender a Relad, aún no.

—No, gracias —dije—. Pero te agradezco la oferta. Y también tu advertencia de anteanoche, primo. —Le acaricié el pelo a Sieh.

Relad luchó por encontrar una respuesta apropiada durante tres segundos enteros antes de musitar finalmente:

—No fue nada.

—¿Por qué me has invitado a venir?

—Tengo que hacerte una oferta. —Hizo un gesto vago en dirección al suelo.

Bajé la mirada hacia el mapa del suelo y mis ojos localizaron al instante el Alto Norte y el diminuto rincón de él que era Darr. Cuatro piedras blancas, pulidas y cuadradas lo delimitaban en sus fronteras: una por cada uno de los tres reinos que, sospechaba yo, formaban la alianza, más una segunda en Menchey. En el corazón de Darr descansaba una única piedra de mármol gris, que probablemente representase el poder de nuestras patéticas fuerzas. Pero al sur de Menchey, a lo largo del punto donde el continente se encontraba con el mar de la Penitencia, había tres piedras de color amarillo pálido. No era capaz de adivinar lo que representaban.

Levanté la mirada hacia Relad.

—Darr es lo único que me importa en este momento. Scimina me ha ofrecido las vidas de mis compatriotas. ¿Es eso lo que me ofreces?

—En potencia, más que eso. —Bajó a la depresión del mapa y se acercó a un lado del Alto Norte. Sus pies estaban en medio del Mar de la Penitencia, lo que, por un instante, me pareció hilarante—. Las blancas representan a tus enemigos, como ya habrás deducido. Los peones de Scimina. Éstas —señaló las piedras amarillas— son mías.

Fruncí el ceño, pero antes de que pudiera decir nada, Sieh resopló.

—No tienes aliados en el Alto Norte, Relad. Llevas años ignorando ese continente. El triunfo de Scimina es consecuencia de tu propia negligencia.

—Lo sé —replicó Relad secamente, pero entonces se volvió hacia mí—. Es cierto que no tengo amigos en el Alto Norte. Y aunque los tuviera, todos los reinos de la región odian tu tierra, prima. Scimina sólo les está facilitando lo que llevan generaciones deseando hacer.

Me encogí de hombros.

—El Alto Norte era una tierra de bárbaros y los darre estábamos entre los más bárbaros de ellos. Puede que los sacerdotes nos hayan civilizado desde entonces, pero nadie puede borrar el pasado.

Relad asintió sin ningún interés. Le daba igual y resultaba evidente. Realmente, la diplomacia no era lo suyo. Volvió a señalar las piedras amarillas.

—Mercenarios —dijo—. Piratas ken y min, sobre todo. Algunos guerreros del crepúsculo de Ghor y un contingente de soldados de la ciudad de Zhurem. Puedo ordenarles que luchen por ti.

Miré las piedras amarillas y volví a recordar mis anteriores pensamientos sobre los mortales y el poder de la esperanza.

Sieh bajó al mapa con él y miró las piedras amarillas como si pudiera ver de verdad las fuerzas que representaban. Silbó.

—Debes haberte arruinado para contratar tantos y conseguir que lleguen al Alto Norte a tiempo, Relad. No sabía que hubieras amasado una fortuna tan grande a lo largo de los años. —Volvió la cabeza hacia Relad y luego me miró a mí, tras él—. Pero están demasiado lejos como para llegar a Darr mañana. Mientras que los amigos de Scimina ya están de camino.

Relad asintió sin apartar la mirada de mí.

—Mis fuerzas están lo bastante cerca para atacar la capital de Menchey esta noche e incluso lanzar un asalto sobre Toklandia al día siguiente. Están bien pertrechadas, descansadas y armadas. Sus planes los ha trazado la propia Zhakkarn. —Cruzó los brazos, ligeramente a la defensiva—. Si atacamos Menchey, la mitad de tus enemigos abandonarán la invasión de Darr. Aún tendréis que enfrentaros a los zarenne y los rebeldes atir, pero sólo os superan por dos a uno. Tendréis una oportunidad.

Le lancé una mirada penetrante. Me había medido bien… sorprendentemente bien. De algún modo, se había dado cuenta de que no era la perspectiva de la guerra lo que me aterraba. A fin de cuentas era una guerrera. Pero una guerra imposible de ganar, contra enemigos que no estaban allí para conseguir botín sino para destruir nuestro espíritu, si no nuestras mismas vidas… eso no podía afrontarlo.

Dos contra uno no era una perspectiva imposible. Difícil sí, pero no imposible.

Miré de reojo a Sieh, que asintió. El instinto me decía que la oferta de Relad era legítima, pero él lo conocía mejor y, si se trataba de una estratagema, me avisaría. Creo que a los dos nos había sorprendido que fuese capaz de trazar aquel plan.

—Deberías abstenerte de beber tan a menudo, primo —dije en voz baja.

Relad sonrió sin la menor alegría.

—No ha sido intencionado, te lo aseguro. Lo que ocurre es que la muerte inminente tiende a agriar hasta los mejores vinos.

Lo entendía a la perfección.

Hubo otro de esos silencios incómodos. Entonces, Relad dio un paso al frente y me ofreció la mano. Sorprendida, se la estreché. Teníamos un acuerdo.

Después, Sieh y yo volvimos caminando lentamente a mi cuarto. Esta vez me llevó por una nueva ruta, que discurría por lugares del Cielo que yo no había visto en las dos semanas transcurridas desde mi llegada. Entre otras maravillas, me mostró una estancia alta y estrecha, no un espacio intermedio, sino una zona cerrada y por alguna razón olvidada cuya techumbre parecía un accidente en el diseño de los dioses. El pálido material del Cielo colgaba como en estalactitas de caverna, sólo que mucho más finas y delicadas. Algunas de ellas estaban al alcance de la mano. Otras terminaban a escasos centímetros del suelo. No pude adivinar su propósito hasta que Sieh me llevó hasta un panel de la pared.

Al tocarlo, se abrió una ranura en el techo y entró por ella una repentina y fuerte bocanada de aire frío. Comencé a temblar, pero mi incomodidad pasó al olvido en el mismo instante en que las estalactitas del techo comenzaron a cantar con vibraciones producidas por el roce del viento. Era una música como ninguna otra que hubiera oído jamás, fluctuante y extraña, una cacofonía demasiado hermosa como para llamarla meramente ruido. No dejé que Sieh tocara el panel que cerraba el techo hasta que no empecé a perder sensibilidad en los dedos.

En el silencio que sobrevino, mientras yo me acurrucaba contra la pared y me echaba el aliento en las manos para calentarlas, Sieh se sentó en cuclillas delante de mí y me miró fijamente. Al principio sentía tanto frío que ni siquiera me di cuenta, pero entonces, de improviso, se inclinó sobre mí y me besó. Me quedé paralizada, pero no había nada desagradable en ello. Era el beso de un niño, espontáneo e incondicional. Sólo el hecho de que él no fuera realmente un niño me hacía sentir incómoda.

Sieh se apartó y suspiró con arrepentimiento al ver la expresión de mi cara.

—Perdona —dijo mientras se sentaba a mi lado.

—No te disculpes —le respondí—. Pero dime por qué has hecho eso. —Al darme cuenta de que había pronunciado una orden sin darme cuenta añadí—: ¿Quieres?

Sacudió la cabeza haciéndose el tímido y me pegó la cara al brazo. Me gustaba sentir su calor allí, pero no tanto su silencio. Me aparté y con mi gesto le obligué a apartarse si no quería caerse al suelo.

—¡Yeine!

—Sieh…

Suspiró, puso cara de fastidio y se sentó con las piernas cruzadas. Durante un momento pensé que se iba a quedar así, malhumorado y en silencio, pero finalmente dijo:

—Es que no creo que sea justo, nada más. Naha ha podido saborearte, pero yo no.

Esto sí que me hizo sentir incómoda.

—Ni siquiera en una tierra bárbara como la mía las mujeres toman niños como amantes.

La irritación de su expresión creció aún más.

—Ya te lo dije antes, no es eso lo que quiero de ti. Me refiero a esto. —Se puso de rodillas y se inclinó sobre mí. Me aparté ligeramente y él se detuvo, expectante. Entonces pensé que lo quería y que iba a confiarle mi misma alma. ¿No debería confiarle también un beso? Así que, después de respirar hondo, me relajé. Sieh esperó hasta que asentí de manera casi imperceptible y luego un momento más, para asegurarse. Entonces volvió a inclinarse y me besó.

Y esta vez fue distinto, porque pude saborearlo a él… No a Sieh, el niño sudoroso y ligeramente sucio, sino al Sieh que se escondía bajo la máscara humana. Es… difícil de describir. Una repentina bocanada de algo refrescante, como un melón maduro o quizá una cascada. Un torrente, una corriente. Entró en mí, me recorrió y regresó a él tan rápidamente que apenas tuve tiempo que respirar. Sal. Relámpago… Esto me dolió tanto que estuve a punto de apartarme, pero de manera distante sentí que las manos de Sieh se tensaban sobre mis brazos hasta hacerme daño. Antes de que tuviera tiempo de gritar, un viento frío me atravesó y alivió tanto la descarga como los moratones.

Entonces, Sieh se apartó. Me lo quedé mirando, pero aún tenía los ojos cerrados. Exhaló un profundo suspiro de satisfacción y volvió a sentarse a mi lado, no sin antes levantarme el brazo y rodearse a sí mismo con él como si fuese una posesión mía.

—¿Qué… qué ha sido eso? —pregunté una vez que me recobré un poco.

—Yo —dijo. Claro.

—¿Y a qué sé yo?

Suspiró mientras se acurrucaba contra mí y me rodeaba la cintura con los brazos.

—A lugares tiernos y cubiertos de niebla, llenos de bordes cortantes y colores ocultos.

No pude contenerme: solté una risilla. Me sentía un poco mareada, como si hubiera bebido en exceso el licor de Relad.

—¡Eso no es un sabor!

—Claro que sí. Probaste a Naha, ¿no? Sabe como caer al fondo del universo.

Dejé de reírme al instante, porque era cierto. Permanecimos así un rato más, sin pensar, sin hablar… al menos yo. Tras las constantes preocupaciones y maquinaciones de las dos últimas semanas, fue un momento de pura felicidad. Cuando pienso en ello, puede que fuese porque era una clase de paz distinta.

—¿Qué me sucederá? —pregunté—. Después.

Era un chico listo. Comprendió al instante lo que quería decir.

—Vagarás por un tiempo —dijo con voz muy suave—. Las almas suelen hacerlo la primera vez que quedan libres de la carne. Finalmente acaban gravitando hacia lugares donde casan bien determinados aspectos de su naturaleza. Lugares seguros para almas sin cuerpo, a diferencia de este reino.

—Los cielos y los infiernos.

Se encogió de hombros con mucha delicadeza, para no perturbarnos a ninguno de los dos.

—Así los llaman los mortales.

—¿No es lo que son?

—No lo sé. ¿Qué más da eso? —Fruncí el ceño y él suspiró—. No soy mortal, Yeine, ese tema no me obsesiona como a vosotros. Sólo son… lugares para que la vida descanse cuando ha dejado de ser vida. Hay muchos de ellos, porque Enefa sabe que necesitáis variedad. —Suspiró—. Por eso el alma de Enefa continuó vagando, creemos. Todos los lugares que había creado, aquellos que más casaban con su espíritu, desaparecieron cuando murió.

Me estremecí y creí sentir que algo más se estremecía muy dentro de mí.

—¿Y… y nuestras dos almas encontrarán un sitio, la suya y la mía? ¿O la suya volverá a vagar?

—No lo sé. —El dolor de su voz era quedo, carente de inflexión. Otra persona no se habría dado cuenta.

Le acaricié la espalda con delicadeza.

—Si puedo —dije—, si tengo algún control sobre ello… me la llevaré conmigo.

—Puede que no quiera acompañarte. Los únicos lugares que quedan son los que crearon sus hermanos. Y ella no encaja en ellos.

—Pues entonces que se quede dentro de mí, si lo prefiere. No soy el cielo, pero hemos estado bien todo este tiempo. Aunque tendremos que hablar. Las visiones y los sueños deben desaparecer. Realmente son una gran distracción.

Levantó la cabeza y me miró. Me mantuve impasible todo el tiempo que pude, que no fue demasiado. Claro está, él aguantó más que yo. Tenía varios siglos más de práctica.

Nos disolvimos en carcajadas allí sobre el suelo, abrazados, y de este modo terminó el último día de mi vida.

Volví a mis aposentos sola, aproximadamente una hora antes de anochecer. Cuando entré, Naha seguía sentado en la butaca, como si no se hubiera movido en todo el día, aunque había una bandeja de comida, vacía, sobre la cómoda. Mi aparición lo sobresaltó. Sospecho que había estado dormitando, o al menos soñando despierto.

—Ve a donde te parezca el resto del día —le dije—. Me gustaría estar sola un rato.

Se levantó sin rechistar. Había un traje sobre mi cama, un precioso vestido largo de gala, aunque de un color gris muy apagado. A su lado descansaban unos zapatos y varios accesorios a juego.

—Los criados han traído eso —dijo—. Debes llevarlo esta noche.

—Gracias.

Pasó a mi lado de camino a la salida, sin mirarme. Oí que se detenía un instante en el umbral. Puede que se volviese. Puede que abriera la boca para decir algo. Pero no dijo nada y, un momento después, oí que la puerta de la habitación se abría y volvía a cerrarse.

Me bañé, me vestí y me senté junto a las ventanas para esperar.