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SI PREGUNTO

Y entonces… entonces…

Lo recuerdas.

No. No, no lo recuerdo.

¿De qué tienes miedo?

No lo sé.

¿Te hizo daño?

¡No lo recuerdo!

Sí lo recuerdas. Piensa, niña. Yo te hice más fuerte. ¿Cuáles eran los sonidos? ¿Los olores? ¿Cómo te hacen sentir los recuerdos?

Como… como el verano.

Sí. Húmedas y sofocantes, las noches de verano. ¿Sabías que la tierra absorbe todo el calor del día y lo devuelve en las horas de oscuridad? Toda esa energía flota en el aire, esperando que la utilicen. Impregna la piel. Te abre la boca y se enrosca alrededor de tu lengua.

Lo recuerdo. Oh, dioses, lo recuerdo.

Sabía que lo harías.

Las sombras de la habitación parecieron alargarse cuando el Señor de la Noche se puso en pie. Se irguió sobre mí, amenazante, y por primera vez no pude ver sus ojos en la oscuridad.

—¿Por qué? —preguntó.

—Nunca respondiste a mi pregunta.

—¿Pregunta?

—Si me matarías, si llegaba a pedírtelo.

No fingiré que no tuviera miedo. Formaba parte de ello: mi corazón alborotado, la aceleración de su respiración. Esui, la emoción del peligro. Pero entonces alargó los brazos, tan lentamente que temí que fuese un sueño y me recorrió el brazo con las yemas de los dedos. Con un solo roce, mi temor se convirtió en algo totalmente distinto. Dioses. Diosa.

Una dentadura blanca destelló en la oscuridad, sobresaltándome. Oh, sí, aquello iba mucho más allá del mero peligro.

—Sí —respondió—. Si me lo pidieras, te mataría.

—¿Así sin más?

—Quieres controlar tu muerte porque no puedes controlar tu vida. Lo… entiendo. —Había tanto significado contenido en aquella breve pausa… Me pregunté, por un instante, si el Señor de la Noche habría anhelado la muerte alguna vez.

—No pensé que quisieras que controlase mi muerte.

—No, pequeño peón. —Traté de concentrarme en sus palabras mientras su mano continuaba su lento ascenso por mi brazo, pero era difícil. Soy una mera humana—. Es Itempas el que impone su voluntad a los demás. Yo siempre he preferido sacrificios voluntarios.

En ese momento, su dedo llegó a mi clavícula y estuve a punto de apartarme, porque era tan agradable que resultaba casi insoportable. No lo hice porque había visto sus dientes. No se huye de un depredador.

—Sabía… sabía que dirías que sí. —Me temblaba la voz. Estaba balbuceando—. No sé cómo, pero lo sabía. Sabía… —que era más que un peón para ti. Pero no, esta parte no podía decirla.

—Debo ser lo que soy —dijo, como si las palabras tuvieran sentido—. Y ahora, ¿me lo estás pidiendo?

Me pasé los dedos por los labios, hambrienta.

—No te estoy pidiendo que me mates. Pero… a ti. Sí, te estoy pidiendo a ti.

—Tenerme a mí es morir —me advirtió, al mismo tiempo que me acariciaba los pechos con el dorso de dedos. Sus nudillos rodearon mi pezón, ya de por sí tenso, y se me escapó un jadeo. La habitación se volvió más oscura.

Pero un pensamiento se abrió paso en medio del deseo. Era la idea que me había motivado a cometer aquella locura, porque, a pesar de todo, yo no era una suicida. Quería vivir aunque fuese el escaso tiempo que me quedaba. Con la misma intensidad con la que aborrecía a los Arameri, quería entenderlos. Quería prevenir una segunda Guerra de los Dioses, pero al mismo tiempo quería liberar a los enefadeh. Quería tantas cosas, todas ellas contradictorias, todas ellas imposibles a la vez… Pero las quería de todos modos. Puede que la puerilidad de Sieh se me hubiera contagiado.

—En su tiempo tomaste muchas amantes humanas —dije. La voz me temblaba más de lo que me habría gustado. Se inclinó hacia mí e inhaló, como si quisiera absorber mi fragancia—. Hubo un tiempo en que las reclamabas por docenas, y todas vivieron para contarlo.

—Eso fue antes de que siglos de odio humano me convirtieran en un monstruo —dijo el Señor de la Noche, y por un momento su voz estuvo teñida de tristeza. Yo también había utilizado aquella misma palabra para mí. Pero me resultaba extraña e inapropiada en sus labios—. Antes de que mi hermano me robara toda la ternura que pudiera albergar mi corazón.

Y así, sin más, mi miedo se esfumó.

—No —dije.

Su mano se detuvo. Alargué la mía, la cogí y entrelacé los dedos con los suyos.

—Tu ternura no ha desaparecido, Nahadoth. La he visto. La he sentido. —Me llevé su mano a los labios. Sentí que sus dedos se estremecían, como con sorpresa—. Tenías razón sobre mí. Si he de morir, quiero hacerlo en mis propios términos. Hay muchas cosas que nunca haré. Pero esto sí puedo tenerlo. A ti. —Le besé los dedos—. ¿Quieres mostrarme esa ternura de nuevo, Señor de la Noche? Por favor.

Por el rabillo del ojo vi que se movía algo. Al volver la cabeza había líneas negras, ensortijadas de manera aleatoria, que se abrían paso como trazos por las paredes, las ventanas y el suelo. Las líneas brotaban de los pies de Nahadoth, se propagaban y se solapaban unas con otras. Por un momento vislumbré extrañas y etéreas profundidades dentro de aquellas líneas: algo que sugería nieblas flotantes y profundos e incesantes abismos. Dejó escapar una profunda y susurrante exhalación, que se enroscó alrededor de mi lengua.

—Necesito tanto… —murmuró—. Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que compartí esa parte de mí, Yeine. Tengo hambre. Siempre tengo hambre. Me devora mi propia hambre. Pero Itempas me ha traicionado y tú no eres Enefa y tengo… tengo miedo.

Las lágrimas afloraron a mis ojos. Subí los brazos, tomé su rostro entre mis manos y lo atraje hacia mí. Sus labios estaban fríos y esta vez sabían a sal. Creí sentirlo temblar.

—Te daré todo lo que pueda —dije al separarnos.

Pegó su frente a la mía. Tenía la respiración entrecortada.

—Debes decir las palabras. Intentaré ser lo que era antes, lo intentaré, pero… —Gimió suavemente y con desesperación—. ¡Di las palabras!

Cerré los ojos. ¿Cuántas de mis antepasadas Arameri habrían muerto tras decir aquellas palabras? Sonreí. Sería una muerte digna de una mujer darre, si me unía a ellas.

—Haz conmigo lo que quieras, Señor de la Noche —susurré.

Unas manos me aferraron.

No he dicho «sus» manos, porque eran demasiadas. Me agarraron de los brazos, de las caderas y se ensortijaron con mi pelo. Incluso una de ellas me asió por el tobillo. La habitación estaba casi del todo a oscuras. No veía nada más que la ventana y el cielo tras ella, donde la luz del sol había terminado de desaparecer. Las estrellas giraban mientras me levantaban y me bajaban hasta que sentí la cama bajo mi espalda.

Entonces alimentamos el uno el hambre del otro. Allá donde quería que me tocaran, fuera donde fuese, él me tocó. Cuando yo lo tocaba, siempre sentía un momento de espera. Mis dedos tocaban el vacío antes de encontrar un brazo suave y musculoso. Enroscaba las piernas alrededor de la nada y de pronto encontraba unas caderas allí preparadas, tensas de presta energía. De este modo lo modelé a medida de mis fantasías. De este modo escogió ser modelado. Cuando me invadió una pesada y gruesa calidez, no habría podido decir si se trataba de un pene o de algún otro tipo de falo que sólo poseían los dioses. Sospecho que esto último, puesto que ningún pene normal podría llenar el cuerpo de una mujer como él llenó el mío. El tamaño no tenía nada que ver con ello. Esta vez me dejó gritar.

—Yeine… —A través de la neblina del calor de mi propio cuerpo, era consciente de unas pocas cosas. Las nubes, que volaban aceleradamente sobre las estrellas. La telaraña de líneas negras que cubría el techo de la habitación y que se hinchaban y ampliaban hasta formar un gran abismo anhelante. La creciente urgencia de los movimientos de Nahadoth. Sentí dolor, porque lo deseaba—. Yeine, ábrete a mí.

No sé lo que quería decir. No podía pensar. Pero me agarró del pelo, deslizó una mano por debajo de mis caderas y me empujó hacia él de un modo que me hizo volar de nuevo en espiral.

—¡Yeine!

Cuánta necesidad había en él… Qué terribles heridas, dos, en carne viva, aún abiertas, por dos amantes perdidos. Mucho más de lo que nunca podría llegar a colmar una chica mortal.

Y sin embargo, en mi locura, lo intenté. No podía. Era sólo humana. Pero en aquel momento quise ser más, dar más, porque lo amaba.

Lo amaba.

El cuerpo de Nahadoth se arqueó en dirección contraria a mí. A la luz postrera de las estrellas vislumbré por un instante un cuerpo suave, perfecto, de musculatura tensa y resplandeciente de sudor hasta el lugar en el que, más abajo, se unía al mío. Había echado el cabello hacia atrás, en un arco. Su rostro tenía los ojos cerrados con fuerza, la boca abierta y esa expresión deliciosa y casi agónica que se dibuja en el rostro de los hombres al llegar el momento. Las líneas negras se unieron y la nada nos envolvió.

Entonces caímos.

… No, no, volamos, no hacia abajo sino hacia delante, al interior de la oscuridad. Había vetas en el interior de aquella oscuridad, líneas finas y aleatorias de color blanco, dorado, rojo y azul. Alargué una mano con fascinación y la retiré al sentir un hormigueo en las yemas de los dedos. Al mirar me los encontré cubiertos por una materia titilante en la que orbitaban diminutas motas. Entonces Nahadoth gritó, su cuerpo entero se estremeció y ascendimos…

… entre estrellas incesantes, mundos incontables, capas de luz y brillantes nubes. Subimos y subimos a velocidad imposible, con un tamaño incomprensible. Dejamos la luz atrás y seguimos subiendo, entre cosas más extrañas que meros mundos. Formas geométricas que se retorcían e hinchaban. Un paisaje blanco de explosiones heladas… temblorosas líneas de intención que se volvieron para perseguirnos. Criaturas vastas y parecidas a ballenas, con ojos aterradores y los rostros de amigos perdidos tiempo atrás.

Cerré los ojos. No tuve más remedio. Pero las imágenes continuaron, porque en aquel lugar no había párpados que cerrar. Era inmensa, pero aún no había dejado de crecer. Tenía un millón de piernas, dos millones de brazos. No sé en qué me había convertido en aquel lugar al que me había llevado Nahadoth, porque hay cosas que los mortales no están hechos para hacer, ser o comprender y yo las englobaba todas en aquel momento.

Algo familiar: la oscuridad que conforma la quintaesencia de Nahadoth. Me rodeó y se apretó contra mí hasta que no me quedó más remedio que someterme a ella. Sentí que algunas cosas dentro de mí —¿la cordura?, ¿el yo?— se expandían y se tensaban de tal modo que habría bastado con un mero roce para que se rompieran. Entonces llegó el fin. No tuve miedo, ni siquiera cuando cobré consciencia de un sonido, un rugido titánico y espantoso. No puedo describirlo si no es diciendo que algo de aquel rugido estaba en la voz de Nahadoth cuando volvió a gritar. Supe en ese momento que su éxtasis nos había llevado más allá del universo y que estábamos acercándonos al Maelstrom, lugar de nacimiento de los dioses. Que iba a hacerme mil pedazos.

Y entonces, justo cuando el rugido terrible alcanzó tal furia que supe que no podría soportarlo más, nos detuvimos. Flotamos, rendidos.

Y luego volvimos a caer por aquel paraje extraño, lleno de voces incoherentes, por aquella oscuridad dividida en capas, entre aquellos remolinos de luz y globos danzarines en dirección a uno de ellos en concreto, verde, azul y muy bello. Hubo un nuevo rugido cuando penetramos como dos exhalaciones por el aire, seguidos por una estela de fuego al rojo vivo. Algo brillante y pálido se alzó como encabritado, primero minúsculo y luego enorme, todo hecho de agujas, piedra blanca y traición —el Cielo, es el Cielo— y al fin se nos tragó enteros.

Creo que volví a gritar cuando, desnuda, con la piel humeante, me estrellé contra la cama. La onda expansiva sacudió la habitación entera. El ruido fue como si el Maelstrom hubiera llegado a la tierra. No supe nada más.