Dime lo que quieres», había dicho el Señor de la Noche.
«Algo mejor para el mundo», había respondido yo.
Pero también…
Por la mañana acudí temprano al Salón, antes de que comenzaran las sesiones del Consortium, con la esperanza de encontrar a Ras Onchi. Pero antes de llegar me encontré con Wohi Ubm, la otra aristócrata del Alto Norte, en la amplia escalinata porticada del Salón.
—Oh —dijo después de una torpe presentación y una pregunta mía. Lo supe en el mismo instante, en cuanto vi la expresión de tristeza en sus ojos—. No os habéis enterado… Ras murió mientras dormía hace dos noches. —Suspiró—. Aún no termino de creérmelo Pero bueno, era muy mayor.
Volví al Cielo.
Anduve por los pasillos un rato, pensando en la muerte.
Los sirvientes me saludaban con la cabeza al pasar y yo les devolvía el gesto. Los cortesanos —los miembros de la casta superior, como yo— o me ignoraban o me observaban con franca curiosidad. Supongo que se había corrido la voz de que estaba acabada como candidata al trono, derrotada en público por Scimina. No todas las miradas eran amables. Pero aun así, respondí con un saludo a todas ellas. Su mezquindad no era cosa mía.
En uno de los pisos inferiores sorprendí a T’vril en un balcón, haciendo equilibrios con un portapapeles sobre un dedo mientras veía pasar una nube. Cuando lo toqué, dio un respingo tan fuerte (aunque fue lo bastante rápido como para coger el portapapeles), que deduje que había estado pensando en mí.
—El baile se celebrará mañana al anochecer —dijo. Me había colocado a su lado junto a la barandilla, desde donde podía disfrutar de la vista y del consuelo de su presencia en silencio—. Durará hasta la mañana siguiente. Es lo que manda la tradición, antes de la ceremonia de sucesión. Mañana es luna nueva, una noche que en su día era sagrada para los seguidores de Nahadoth. Les gusta utilizarla con este fin.
«Qué mezquindad la suya», pensé. O la de Itempas.
—Inmediatamente después de que concluya el baile, se enviará la Piedra de la Tierra por el pozo central del palacio hasta la cámara del ritual, en la torre del solario.
—Ah. Te oí advertir de ello a los sirvientes la pasada semana.
T’vril giró hábilmente el portapapeles entre sus dedos, sin mirarme.
—Sí. Se supone que una exposición fugaz no hace daño, pero… —Se encogió de hombros—. Es una cosa de los dioses. Más vale mantenerse a distancia.
No pude remediarlo: me eché a reír.
—¡Sí, estoy de acuerdo!
T’vril me miró con una expresión extraña y una sonrisa pequeña e insegura en los labios.
—Pareces… contenta.
Me encogí de hombros.
—No soy de las que se pasan todo el tiempo lamentándose. A lo hecho, pecho.
Eran las palabras de Nahadoth.
T’vril se removió en el sitio, incómodo, mientras se apartaba de la cara algunos mechones agitados por el viento.
—Me… me han dicho que se está reuniendo un ejército en el paso que conduce de Menchey a Darr.
Entrelacé los dedos y los miré fijamente, mientras acallaba los gritos de una voz dentro de mí. Scimina había jugado bien sus cartas. Si no era la elegida, seguro que había dejado instrucciones claras a Gemd para que llevara a cabo una carnicería. Puede que lo hiciera de todos modos cuando liberara a los enefadeh, pero yo contaba con que el mundo estuviera demasiado preocupado por sobrevivir en medio de una nueva Guerra de los Dioses. Sieh me había prometido que Darr permanecería a salvo en medio del cataclismo. No estaba totalmente convencida de que pudiera fiarme de aquella promesa, pero era mejor que nada.
Por enésima vez, o al menos así me lo pareció a mí, consideré y rechacé la idea de abordar a Relad. Los agentes de Scimina estaban sobre el terreno. Su cuchillo estaba en la garganta de Darr. Si elegía a Relad en la ceremonia, ¿tendría tiempo de actuar antes de que el cuchillo asestara el golpe fatal? No podía dejar el futuro de mi pueblo en manos de un hombre al que ni siquiera respetaba.
Sólo los dioses podían ayudarme ya.
—Relad se ha confinado en sus aposentos —me dijo T’vril. Obviamente, sus pensamientos seguían la misma línea que los míos—. No recibe visitas y no deja entrar a nadie, ni siquiera a los sirvientes. Solamente el Padre sabe lo que está comiendo… o bebiendo. Algunos de los de la casta superior han apostado a que se matará antes del baile.
—Supongo que no hay muchas más cosas interesantes por las que apostar.
Me miró de reojo. Parecía estar pensando si debía añadir algo más.
—Otros están apostando si te matarás tú.
Me eché a reír en medio de la brisa.
—¿Y cómo están las apuestas? ¿Crees que me dejarían participar?
Se volvió hacia mí, con mirada repentinamente penetrante.
—Yeine, si te… —No dijo nada más y apartó la mirada. La voz se le había quebrado en la última palabra.
Le cogí la mano y la sostuve mientras él inclinaba la cabeza y, temblando, luchaba por mantener el control de sí mismo. Allí dirigía y protegía a los sirvientes: las lágrimas le habrían hecho sentir débil. Ésa ha sido siempre una fragilidad de los hombres.
Al cabo de unos instantes aspiró profundamente.
—¿Quieres que te acompañe al baile mañana por la noche? —dijo con una voz un poco más aguda de lo habitual.
Cuando Viraine me propuso lo mismo, lo aborrecí. En el caso de T’vril, la oferta me hizo quererlo un poco más.
—No, T’vril, no quiero acompañantes.
—Podría ayudarte tener un amigo allí.
—Podría. Pero nunca le pediría algo así a uno de mis pocos amigos.
—No me lo has pedido. Yo me ofrezco…
Me acerqué un paso a él y me apoyé en su brazo.
—No me pasará nada, T’vril.
Me contempló durante un momento muy prolongado y luego sacudió lentamente la cabeza.
—No, ¿verdad? Ah, Yeine. Te voy a echar de menos.
—Deberías irte de aquí, T’vril. Buscarte una buena mujer que cuide de ti y te tenga entre sedas y joyas.
Me miró fijamente un momento y luego se echó a reír, esta vez sin la menor tensión.
—¿Una mujer de Darr?
—No, ¿estás loco? Ya has visto cómo somos. Búscate una ken. Puede que a ellas les gusten esas bonitas manchas que tienes.
—Esas bonitas… ¡Pecas, so bárbara! Se llaman «pecas».
—Lo que sea. —Le cogí la mano, la besé en el dorso y luego lo solté—. Adiós, amigo mío.
Y allí lo dejé, todavía riéndose mientras yo me alejaba.
¿Pero?
Pero eso no era lo único que yo quería.
La conversación me ayudó a decidir mi siguiente movimiento. Fui a buscar a Viraine. Había estado pensando en abordarlo directamente desde la conversación mantenida la pasada noche con Nahadoth, sin terminar de saber si debía hacerlo. Ahora creía que había sido Viraine, y no Dekarta, el que había asesinado a mi madre. Aún no lo entendía. Si la amaba, ¿por qué asesinarla? ¿Y por qué ahora, veinte años después de que ella le partiera el corazón? Parte de mí anhelaba comprenderlo.
Al resto no le importaba por qué lo había hecho. Esta parte de mí quería sangre y sabía que si la escuchaba, puede que hiciese alguna tontería. Habría sangre de sobra cuando culminara mi venganza contra los Arameri. Todos los horrores y la muerte de una segunda Guerra de los Dioses. Tanta sangre sería suficiente para mí… aunque no estuviese viva para verlo. Así de egoístas somos los mortales.
De modo que fui a ver a Viraine.
No respondió cuando llamé a la puerta de su estudio y por un momento vacilé, sin saber si debía seguir adelante. Entonces oí un ruido tenue y amortiguado procedente del interior.
En el Cielo las puertas no se cierran. A los miembros de las cartas superiores, la posición y el poder político les proporcionan seguridad más que suficiente, puesto que sólo aquellos que son inmunes al castigo se atreven a invadir la privacidad de otros. Yo, condenada a morir en poco más de un día, era una de ellos, así que abrí una rendija de la puerta.
Al principio no vi a Viraine. Allí estaba el banco de trabajo en el que me había puesto la marca, sólo que vacío esta vez. Todos los bancos estaban vacíos, de hecho, lo que me resultó extraño. Y también lo estaban las jaulas de los animales del fondo de la cámara, lo que me resultó más extraño aún. Entonces vi a Viraine: en parte porque estaba totalmente inmóvil y en parte porque con su pelo y su indumentaria blancos, parecía una mera extensión de su prístino y estéril lugar de trabajo.
Se encontraba cerca del globo de cristal de gran tamaño que había en la parte trasera de la cámara. Al principio pensé que estaba apoyado en él para escudriñar sus traslúcidas profundidades. Puede que así espiase mis solitarias y fallidas comunicaciones con los reinos que se me habían asignado. Pero entonces vi que estaba encorvado, con una mano apoyada sobre la superficie pulida del globo y la cabeza inclinada. No podía ver su otra mano a través de los blancos cortinajes de su cabello, pero había algo en sus movimientos furtivos que provocó un hormigueo instantáneo de reconocimiento dentro de mí. Sorbió por la nariz y eso lo confirmó: sólo en su estudio, la víspera de la reafirmación del triunfo de su deidad, Viraine estaba llorando.
Fue una debilidad impropia de una mujer darre, pero esto aplacó mi furia. No sabía por qué estaba llorando. Puede que todos sus crímenes hubieran revivido los jirones de su conciencia por un momento. Puede que se hubiera pillado un dedo del pie. Pero durante el momento que pasé allí, viéndolo llorar como T’vril había tratado de no hacer, no pude sino preguntarme: ¿y si alguna de aquellas lágrimas era por mi madre? Tan poca gente la había llorado aparte de mí…
Cerré silenciosamente la puerta y me marché.
Tonta de mí.
Sí. Incluso entonces, te resististe a la verdad.
¿Lo sé?
Ahora sí. Entonces no.
¿Y por qué…?
Estás muriéndote. Tu alma está en guerra. Y otro recuerdo te preocupa.
«Dime lo que quieres», había dicho el Señor de la Noche.
Scimina estaba en sus aposentos, preparando su vestido para el baile. Era blanco, un color que no la favorecía. No había contraste suficiente entre la tela y su piel pálida, y el resultado general la hacía parecer apagada. Sin embargo, el vestido, resaltado por los diminutos diamantes que tachonaban el corpiño y los pliegues de la falda, era precioso. Las piedras atrapaban la luz mientras ella daba vueltas sobre el estrado para los sastres.
Esperé pacientemente mientras les daba instrucciones. Al otro lado del cuarto, la versión humana de Nahadoth estaba sentada sobre el alféizar de la ventana, contemplando el sol de la primera tarde. Si me oyó entrar, ni siquiera levantó la cabeza.
—Confieso que siento curiosidad —dijo Scimina mientras, por fin, se volvía hacia mí. Experimenté un fugaz y absurdo sentimiento de placer al ver un moratón de grandes dimensiones en su mandíbula. ¿No existía magia capaz de curar rápidamente heridas pequeñas como aquélla? Qué pena—. ¿Qué te trae de visita? ¿Vienes a suplicar para tu país?
Sacudí la cabeza.
—No serviría de nada.
Sonrió casi con amabilidad.
—Es cierto. En ese caso, ¿qué quieres?
—Aceptar una oferta tuya —dije—. Si es que sigue en pie.
Otra pequeña satisfacción: la mirada vacía de su rostro.
—¿Y qué oferta es ésa, prima?
Asentí en dirección a la figura del alféizar, tras ella. Estaba vestido con camisa y pantalones negros y sencillos, y un collar de hierro, sin adornos por una vez.
—Dijiste que podía tomar prestada tu mascota alguna vez.
Detrás de Scimina, Naha se volvió hacia mí con los ojos castaños abiertos de par en par. Scimina también lo hizo, por un instante, y luego se echó a reír.
—¡Ya veo! —Cambió el peso de pie y se puso una mano en la cadera, para consternación de los sastres—. No puedo discutir tu gusto, prima. Es mucho más divertido que T’vril. Pero, y no te ofendas, pareces una criatura muy menuda. Y mi Naha es tan… fuerte. ¿Estás segura?
Sus insultos pasaron sobre mí como el roce de la brisa: apenas los noté.
—Sí.
Sacudió la cabeza, regocijada.
—Muy bien. De todos modos ahora mismo no me sirve de nada. Todavía continúa débil. Pero puede que sea el momento idóneo para ti… —Hizo una pausa y miró un instante hacia las ventanas. Para comprobar la posición del sol—. Pero ya sabes que debes tener cuidado con el anochecer.
—Naturalmente. —Sonreí, lo que provocó un momentáneo gesto ceñudo en ella—. No siento deseos de morir antes de lo necesario.
Algo parecido a la sospecha destelló en los ojos de Scimina durante un momento y sentí una tensión en la boca del estómago. Pero finalmente se encogió de hombros.
—Vete con ella —dijo, y Nahadoth se levantó.
—¿Durante cuánto tiempo? —preguntó él con voz neutra.
—Hasta que esté muerta. —Scimina sonrió y abrió los brazos en un gesto magnánimo—. ¿Quién soy yo para negar una última voluntad? Pero ya que estás, Naha, asegúrate de que no hace nada que la agote… o al menos nada que la deje incapacitada. La necesitamos en condiciones dentro de dos días.
La cadena de hierro estaba unida a un muro cercano. Con las últimas palabras de Scimina, se soltó. Nahadoth recogió el extremo del suelo y luego se quedó allí mirándome, con expresión imposible de interpretar.
Incliné la cabeza en dirección a Scimina. Ella me ignoró y devolvió su atención a los sastres con un gruñido de irritación. Uno de ellos había cogido mal el dobladillo. Me marché sin pararme a comprobar si Nahadoth me seguía inmediatamente o más tarde.
¿Qué querría si pudiera ser libre?
Seguridad para Darr.
Dar sentido a la muerte de mi madre.
Un cambio el mundo.
Y para mí…
Ahora lo entiendo. He elegido a quien me dará forma.
—Te ha dicho la verdad —dijo Naha una vez que estuvimos solos en mi habitación—. En este momento no sirvo de mucho. —Lo dijo sin inflexión alguna en la voz, pero aun así adiviné la amargura que lo consumía.
—Muy bien —dije—. De todos modos, tampoco estoy interesada. —Me acerqué a la ventana.
Hubo silencio tras de mí durante largo rato y luego se me acercó.
—Algo ha cambiado. —La luz no me permitía ver su reflejo, pero podía imaginarme su expresión suspicaz—. Estás distinta.
—Han pasado muchas cosas desde la última vez que nos vimos.
Me tocó el hombro. Al ver que no apartaba su mano, hizo lo mismo con el otro y me dio la vuelta con delicadeza, hasta tenerme frente a sí. Me miró fijamente a los ojos, tratando de leer en ellos, quizá tratando de intimidarme.
Pero tan de cerca era cualquier cosa menos intimidante. Unas profundas líneas de agotamiento abrían surcos desde sus ojos hundidos. Los ojos, por su parte, estaban inyectados en sangre y resultaban aún más vulgares que antes. Su postura era encorvada y extraña. De pronto lo entendí: apenas podía tenerse en pie. La tortura infligida a Nahadoth le había pasado factura también a él.
Mi rostro debió de revelar la lástima que me inspiraba, porque de repente frunció el ceño y se irguió.
—¿Para qué me has hecho venir?
—Siéntate —dije, señalando la cama. Traté de volverme hacia la ventana, pero sus dedos me apretaron los hombros. De no haberse encontrado en aquel estado, me habría hecho daño. Ahora lo entiendo. Era un esclavo, un prostituto, despojado hasta del control de su propio cuerpo. El único poder que tenía era el poco que podía ejercer sobre sus amantes, sus amas. No era mucho.
—¿Estás esperándolo? —Su manera de decir «esperándolo» contenía infinito resentimiento—. ¿Es eso?
Levanté los brazos y, con firmeza, retiré sus manos de mis hombros.
—Siéntate. Ahora mismo.
El «ahora mismo» hizo que me soltara, caminara los pocos pasos que nos separaban de la cama y se sentara. Lo hizo sin apartar de mí un instante una mirada de hostilidad. Me volví hacia la ventana y dejé que su odio se estrellara contra mi espalda sin causar daño.
—Sí —dije—. Estoy esperándolo.
Una pausa de asombro.
—Estás enamorada de él. Antes no lo estabas, pero ahora sí. ¿No es cierto?
Te resistes a la verdad.
Medité la pregunta.
—¿Enamorada de él? —Lo dije lentamente. La frase sonaba extraña cuando lo pensaba un poco, como un poema que has leído demasiado a menudo—. Enamorada de él…
Te preocupa otro recuerdo.
Me sorprendió oír auténtico miedo en la voz de Naha.
—No seas estúpida. No sabes la de veces que me he despertado junto a un cadáver. Si eres fuerte, puedes resistirte a él.
—Lo sé. Le he dicho que no otras veces.
—Entonces… —Confusión.
De repente tuve una epifanía sobre cómo habría sido su vida: la de este otro Nahadoth, al que nadie quería. Cada día, un juguete de los Arameri. Cada noche, no el sueño, sino el olvido, un olvido tan próximo a la muerte como pueden experimentar los mortales sin llegar a sufrirla. Sin paz, sin verdadero descanso. Cada mañana una aterradora sorpresa: heridas misteriosas. Amantes muertas. Y la pavorosa certeza de que no terminaría nunca jamás.
—¿Sueñas? —pregunté.
—¿Qué?
—Que si sueñas. De noche. Mientras estás… dentro de él. ¿Lo haces?
Frunció el ceño durante un largo momento, como si estuviera tratando de encontrar dónde estaba el truco en mi pregunta.
—No —respondió finalmente.
—¿Nunca?
—A veces tengo… destellos. —Hizo un gesto vago mientras apartaba la mirada de mí—. Recuerdos, quizá, no sé lo que son.
Sonreí, embargada de repente por una repentina simpatía. Era como yo. Dos almas, o al menos dos yoes, dentro de un mismo cuerpo. Puede que de ahí hubieran sacado la idea los enefadeh.
—Pareces cansado —dije—. Deberías dormir un poco.
Frunció el ceño.
—No. Ya duermo suficiente de noche…
—Duerme ahora —dije, y se recostó de lado tan rápidamente que, de haber sido otras las circunstancias, me habría echado a reír. Me acerqué a la cama, le subí las piernas a ella, me arrodillé a su lado y le acerqué los labios al oído.
—Ten gratos sueños —le ordené. El gesto ceñudo de su rostro se alteró ligeramente y, poco a poco, se fue alisando y dulcificando.
Satisfecha, me puse en pie y regresé a la ventana para esperar.
¿Por qué no consigo recordar lo que sucedió a continuación?
Lo estás recordando…
No, ¿por qué no puedo recordarlo ahora? Al hablar de ello, los recuerdos vuelven a mí, pero sólo entonces. Sin ello solamente hay un espacio vacío. Un gran agujero negro.
Estás recordando.
En el mismo instante en que la curva del sol se hundió por debajo del horizonte, la habitación se estremeció, y con ella el palacio entero. Tan de cerca, la vibración fue tan fuerte que me hizo castañetear los dientes. Fue como si una línea se expandiera hasta englobar el cuarto desde detrás de mí. Cuando terminó de pasar, la habitación estaba más a oscuras. Esperé y cuando sentí que se me erizaba el vello de la nuca, hablé:
—Buenas noches, señor Nahadoth. ¿Os sentís mejor?
La única respuesta que recibí fue una sorda y trepidante exhalación. El cielo del atardecer estaba aún veteado de luz solar en abundancia, dorados, rojos y violetas tan intensos como joyas. Todavía no era él por completo.
Me volví. Se había incorporado en la cama. Aún parecía humano, corriente, pero podía ver cómo se agitaba su cabello a su alrededor, a pesar de que no había brisa. Mientras lo observaba se hizo más denso, más largo, más oscuro y se enroscó sobre sí mismo para hilvanar su capa de oscuridad. Fue fascinante y muy hermoso. Había apartado el rostro de la luz del sol que aún perduraba y no vio que me acercaba hasta que estuve justo a su lado. Luego levantó la mirada y alzó la mano como si quisiera protegerse. «¿De mí?», pensé, y sonreí.
Su mano comenzó a temblar mientras la observaba. La cogí, aliviada por la fría sequedad de su piel. (Su piel era más morena ahora, advertí. ¿Obra mía?) Más allá de la mano, sus ojos me observaban, negros ahora, sin parpadear. Inconscientes como los de una bestia.
Le acaricié la mejilla y le deseé cordura. Parpadeó, frunció levemente el ceño y luego, al levantarse su confusión, me miró fijamente. La mano que había cogido se quedó inmóvil.
Cuando creí llegado el momento justo, le solté la mano. Me desabroché la blusa y dejé que resbalara por mis hombros. Me abrí la falda y la dejé caer, junto con la ropa interior. Desnuda, aguardé como una ofrenda.