Sigues enfadada conmigo?
No
Fue rápido. La rabia carece de utilidad.
Discrepo. Creo que la rabia puede ser muy poderosa en las condiciones apropiadas. Deja que te cuente una historia para ilustrarlo. Érase una vez una niña pequeña cuyo padre asesinó a su madre.
Qué horror.
Sí, ya conoces ese tipo de traiciones. La niña pequeña era muy joven por aquel entonces, así que se le ocultó la verdad. Puede que le dijeran que su madre había abandonado a la familia. Tal vez, que su madre se había esfumado. En su mundo, ese tipo de cosas sucedían. Pero el caso es que la niña era muy inteligente y quería muchísimo a su madre. Fingió creerse sus mentiras, pero en realidad se limitó a esperar.
Cuando fue mayor y más sabia, comenzó a hacer preguntas. Pero no a su padre ni a ninguno de los que decían preocuparse por ella. Éstos no eran de fiar. Preguntó a los esclavos, que ya la odiaban. Preguntó a un joven e inocente escriba, que estaba enamorado de ella y era brillante y fácil de manipular. Preguntó a los herejes, a los que su familia llevaba generaciones persiguiendo. Ninguno de ellos tenía razones para mentirle, así que entre todos fue recomponiendo el rompecabezas de la verdad. Entonces consagró su mente, su corazón y su formidable voluntad a la venganza… porque eso es lo que hace una hija cuando han asesinado a su madre.
Ah, ya veo. Pero me pregunto: ¿la niña pequeña amaba a su padre?
Eso también me lo pregunto yo. Una vez, desde luego, debió amarlo. Pero ¿y luego? ¿Puede el amor convertirse en odio tan fácil, tan completamente? ¿O lloró por dentro mientras urdía sus planes contra él? Lo ignoro. Lo que sí sé es que puso en movimiento una serie de acontecimientos que sacudirían el mundo incluso después de su muerte y descargó su venganza contra la humanidad entera, no sólo contra su padre. Porque al final, todos éramos cómplices.
¿Todos vosotros? Me parece un poco exagerado.
Sí. Sí, lo es. Pero espero que consiga lo que quería.
Ésta era, pues, la sucesión de los Arameri: el jefe de la familia elegía un sucesor. Si había sólo uno, se le pedía que convenciera a la persona a la que más amase de que muriera voluntariamente por él. Debía sostener la Piedra y transferir el sello maestro a su frente. Si había más de uno, competían por convencer al designado al sacrificio de que eligiera a uno o al otro. Mi madre había sido heredera única. ¿A quién se habría visto obligada a asesinar de no haber abdicado? Puede que hubiera escogido a Viraine como amante por más de una razón. Puede que hubiera logrado convencer a Dekarta de que muriera por ella. Puede que por eso nunca hubiese vuelto tras su matrimonio, tras mi concepción.
Muchas piezas habían encajado. Muchas más flotaban aún a mi alrededor, indefinidas. Podía sentir cómo me acercaba a entenderlo todo, pero ¿tendría tiempo? Tenía aún el resto de la noche, el día siguiente y un día y una noche más. Luego el baile, la ceremonia y el fin.
«Tiempo más que suficiente», decidí.
—No puedes —dijo Sieh con tono imperativo mientras caminaba a mi lado—. Yeine, Naha necesita tiempo para curarse, como yo. Y no puede hacerlo mientras estén dándole forma unos ojos mortales…
—Pues no lo miraré, entonces.
—¡No es tan sencillo! Cuando es débil, es más peligroso que nunca. Le cuesta controlarse. No deberías… —Su voz descendió una octava de repente y se quebró como la de un muchacho en la pubertad. Se detuvo y maldijo. Yo seguí caminando y no me sorprendió oír que daba un pisotón en el suelo y gritaba—: ¡Eres la mortal más cabezota y frustrante con la que he tratado!
—Gracias —exclamé. Había un recodo justo delante. Me detuve antes de doblarlo—. Ve a mi habitación y descansa —dije—. Cuando vuelva, te leeré un cuento.
El gruñido que emitió a modo de respuesta, en su propia lengua, no necesitó traducción. Pero las paredes no se desmoronaron y no me transformé en una rana, así que tampoco podía estar tan enfadado.
Zhakkarn me había dicho dónde podía encontrar a Nahadoth. Me había mirado largo tiempo antes de decírmelo, con una expresión penetrante que expresaba la determinación de los guerreros desde el albor de los tiempos. El hecho de que me lo dijera fue un elogio… o una advertencia. La determinación podía convertirse fácilmente en obsesión. No me importó.
En el centro del más bajo de los pisos residenciales, me dijo, Nahadoth tenía unas habitaciones. Allí el palacio estaba en permanente penumbra por su propia mole y en el centro no había ventanas. Todos los enefadeh tenían estancias en aquel piso para las desagradables ocasiones en las que necesitaban dormir, comer y preocuparse por cualquier otra de las necesidades de sus cuerpos semimortales. Zhakkarn no me dijo por qué habían escogido un lugar tan desagradable, pero yo creía saberlo. Allí abajo, justo encima de la mazmorra, podían estar más cerca de la Piedra de Enefa que del cielo usurpado por Itempas. Puede que percibir lo que quedaba de su presencia fuese un consuelo, teniendo en cuenta lo mucho que habían sufrido en su nombre.
El piso estaba en silencio cuando salí del ascensor. Ningún miembro del personal humano del palacio vivía allí. Y no se los podía culpar por ello. ¿Quién querría al Señor de la Noche como vecino? Como cabía esperar, el piso parecía inusualmente sombrío. La ominosa presencia de Nahadoth impregnaba el lugar entero.
Pero al doblar la última esquina me cegó por un instante un destello de inesperada luminosidad. La imagen que quedó grabada en mi retina tras aquel destello era la de una mujer de piel broncínea y cabello plateado, casi tan alta como Zhakkarn y dotada de una severa belleza, arrodillada en el pasillo como si estuviera rezando. La luz procedía de las alas de su espalda, cubiertas de plumas resplandecientes como espejos, hechas de metales preciosos. Había visto a aquella mujer en una ocasión, en un sueño…
Entonces, mis ojos llorosos parpadearon, volvieron a mirar y descubrieron que la luz había desaparecido. En su lugar, la rotunda y sencilla Kurue me miraba sin ninguna simpatía mientras se ponía en pie con dificultades.
—Lo siento —me disculpé por haber interrumpido las meditaciones que necesitase una diosa—, pero tengo que hablar con Nahadoth.
Sólo había una puerta en aquel pasillo y Kurue se encontraba frente a ella. Cruzó los brazos.
—No.
—Dama Kurue, no sé cuándo volveré a tener la ocasión de preguntar estas cosas…
—¿Qué significa exactamente «no» en tu lengua? Está claro que no entiendes el senmita…
Pero antes de que la discusión pudiera seguir adelante, se abrió una rendija en la puerta de la habitación. No podía ver nada más allá de aquella abertura, sólo oscuridad.
—Deja que hable —dijo la profunda voz de Nahadoth desde dentro.
El gesto ceñudo de Kurue se marcó aún más.
—Naha, no. —Me sobresalté. Nunca había oído a nadie contradecirlo—. Por culpa de ella te hallas en este estado.
Me puse colorada, pero tenía razón. Sin embargo, no hubo respuesta desde el interior de la cámara. Kurue apretó los ojos y clavó una mirada muy dura en la oscuridad.
—¿Serviría de algo que me pusiera una venda en los ojos? —Flotaba en el aire algo que sugería una cólera ya antigua, más allá de aquel breve encuentro. Pero, ah, claro… Kurue odiaba a los mortales, a los que consideraba, con bastante razón, responsables de su condición de esclava. Pensaba que Nahadoth estaba portándose como un idiota conmigo. Y lo más probable es que tuviese razón, teniendo en cuenta que era una diosa de la sabiduría. No me sentí ofendida al ver que me miraba con renovado desprecio.
—No son sólo tus ojos —dijo—. Son tus expectativas, tus miedos, tus deseos. Los mortales queréis que sea un monstruo, así que se convierte en un monstruo…
—Entonces no querré nada —respondí. Sonreía al decirlo, pero empezaba a estar enfadada. Puede que hubiera sabiduría en su ciego odio a la humanidad. Si esperaba lo peor de nosotros, nunca podríamos decepcionarla. Pero ésa no era la cuestión. Estaba en mi camino, y yo tenía algo que hacer antes de morir. Si era necesario, le ordenaría que se apartara.
Me miró fijamente. Puede que estuviera leyéndome el pensamiento. Al cabo de un momento sacudió la cabeza e hizo un ademán despectivo.
—Muy bien. Eres una necia. Y tú también, Naha. Os merecéis el uno al otro. —Dicho lo cual, se alejó murmurando y desapareció detrás de un recodo. Esperé a que desapareciera el sonido de sus pasos —que no se fueron alejando, sino que simplemente se esfumaron de repente— y luego me volví hacia la puerta abierta.
—Pasa —dijo la voz de Nahadoth desde dentro.
Me aclaré la garganta, nerviosa de repente. ¿Por qué siempre conseguía aterrorizarme en los peores momentos?
—Os ruego que me perdonéis, señor Nahadoth —dije—, pero puede que sea mejor que me quede aquí fuera. Si es cierto que mis pensamientos pueden haceros daño…
—Tus pensamientos siempre me han hecho daño. Todos tus temores, tus necesidades… Son como órdenes silenciosas que me zarandean de un lado a otro…
Me puse tensa. Estaba horrorizada.
—Nunca he querido contribuir a vuestros sufrimientos.
—Mi hermana está muerta —dijo Nahadoth en voz muy baja—. Mi hermano ha enloquecido. Mis hijos, los pocos que aún siguen vivos, me detestan y me temen tanto como me reverencian.
Y entonces lo entendí: lo que le había hecho Scimina no era nada. ¿Qué importaban unos momentos de sufrimiento frente a los siglos de pesar y soledad que le había impuesto Itempas? Y ahí estaba yo, mortificándome por mi pequeña contribución.
Abrí la puerta y entré.
Dentro de la estancia la oscuridad era absoluta. Permanecí cerca de la puerta un instante, esperando a que mis ojos se acostumbraran, pero no lo hicieron. En el silencio que siguió, distinguí el sonido de una respiración lenta y regular a cierta distancia.
Alargué los brazos y comencé a avanzar a ciegas hacia él, con la esperanza de que los dioses no necesitaran muchos muebles. Ni escalones.
—Quédate donde estás —dijo Nahadoth—. No es… prudente acercarse a mí. —Y luego, en voz más baja, añadió—: Pero me alegro de que hayas venido.
Era el otro Nahadoth. No el mortal, pero tampoco la bestia enloquecida extraída de un relato de terror. Era el Nahadoth que me había besado la primera noche, al que yo parecía gustarle. El mismo contra el que tenía menos defensas.
Aspiré hondo y traté de concentrarme en la suave y vacía oscuridad.
—Kurue tiene razón. Lo siento. Es culpa mía que Scimina te haya castigado.
—Lo hizo para castigarte a ti.
Arrugué el semblante.
—Peor aún.
Se rió con suavidad y sentí que una brisa soplaba sobre mí, delicada como una cálida noche de verano.
—Para mí no.
Al grano:
—¿Puedo hacer algo para ayudarte?
Volví a sentir la brisa, y esta vez me erizó el vello de la piel. De repente apareció en mi mente una imagen de él, de pie, a mi espalda, sujetándome y respirando en la curva de mi cuello.
Hubo un sonido suave y hambriento al otro lado de la habitación y de pronto, un sentimiento de lujuria invadió el espacio a mi alrededor, potente, violento y despojado por completo de toda ternura. Oh, dioses. Volví a concentrar mis pensamientos en la oscuridad, en la nada, en la oscuridad, en mi madre. Sí.
Pareció tardar una eternidad, pero finalmente la terrible ansia se desvaneció.
—Sería mejor —dijo con perturbadora amabilidad— que no hicieras ningún esfuerzo por ayudarme.
—Lo siento…
—Eres mortal. —Eso parecía resumirlo todo. Bajé los ojos, avergonzada—. Tienes una pregunta sobre tu madre.
Sí. Aspiré hondo.
—Dekarta mató a la suya —dije—. ¿Ésa fue la razón que te dio cuando accedió a ayudaros?
—Soy un esclavo. Ningún Arameri confiaría en mí. Como ya te dije, lo único que hizo al principio fue hacer preguntas.
—¿Y a cambio, tú le pediste ayuda?
—No. Aún llevaba el sello de sangre. No podía fiarme de ella.
Sin quererlo me llevé una mano a mi propia frente. Siempre me olvidaba de que tenía allí la marca. Me había olvidado de que también era un elemento a tener en cuenta en la política del Cielo.
—Entonces, ¿cómo…?
—Se acostó con Viraine. Normalmente, a los futuros herederos les cuentan cómo es la ceremonia de sucesión, pero Dekarta había ordenado que a ella se le ocultaran los detalles. Viraine, tontamente, le contó a Kinneth cómo suele desarrollarse la ceremonia. Supongo que le bastó para deducir la verdad.
Sí, sin duda le habría bastado. Ella ya sospechaba de Dekarta y, al parecer, éste tenía miedo de sus sospechas.
—¿Qué hizo al enterarse?
—Acudió a nosotros y nos preguntó cómo podía librarse de su sello. Si podía actuar contra Dekarta, dijo, estaría dispuesta a usar la Piedra para liberarnos.
Contuve el aliento, maravillada por su audacia… y su furia. Yo había llegado al Cielo decidida a vengar a mi madre y sólo la fortuna y los enefadeh lo habían hecho posible. Mi madre había creado su propia venganza. Había traicionado a su pueblo, su herencia, e incluso a su dios, para asestar un golpe a un solo hombre.
Scimina tenía razón. Yo no era nada comparada con ella.
—Me dijiste que únicamente yo podía usar la Piedra para liberaros —dije—. Porque poseo el alma de Enefa.
—Sí. Así se lo explicamos a Kinneth. Pero como la oportunidad se había presentado… le dijimos que si la desheredaban, le quitarían el sello. Y le sugerimos a tu padre.
Algo dentro de mi pecho se transformó en agua. Cerré los ojos. Adiós al cuento de hadas de mis padres.
—¿Ella… accedió a tener un hijo para vosotros? —pregunté. Mi voz sonaba muy baja en mis propios oídos, pero la habitación estaba en silencio—. Mi padre y ella… ¿me engendraron para vosotros?
—No.
No conseguí dar crédito a sus palabras.
—Ella odiaba a Dekarta —continuó Nahadoth—, pero aun así era su hija predilecta. No le contamos nada sobre el alma de Enefa y nuestros planes, porque no nos fiábamos de ella.
Más que comprensible.
—Muy bien —dije mientras trataba de poner orden en mis pensamientos—. Así que conoció a mi padre, que era uno de los adoradores de Enefa. Se casó con él sabiendo que la ayudaría a conseguir su objetivo y que el matrimonio significaría que la expulsarían de la familia. De ese modo se libró de su sello.
—Sí. Y como prueba de sus intenciones, lo que nos demostró que era sincera. Consiguió lo que quería, al menos en parte. Su marcha destrozó a Dekarta. La lloró como si hubiera muerto. Y su sufrimiento la complació.
Lo comprendía. Oh, vaya si lo comprendía.
—Pero entonces… entonces Dekarta utilizó la muerte ambulante para tratar de matar a mi padre. —Lo dije lentamente. Era un rompecabezas complicado de formar—. Debía de culparlo por la marcha de su hija. Puede que se convenciera a sí mismo de que ella volvería si mi padre moría.
—Dekarta no lanzó la muerte ambulante sobre Darr.
Me puse tensa.
—¿Cómo?
—Cuando Dekarta quiere utilizar la magia, nos emplea a nosotros. Y ninguno de nosotros envió la plaga a tu tierra.
—Pero si no fuisteis vosotros…
No. Oh, no.
Había otra fuente de magia en el Cielo, aparte de los enefadeh. Otro que podía enarbolar el poder de los dioses, aunque débilmente. La muerte ambulante sólo mató a una docena de personas en Darr aquel año. Un brote menor, comparado con lo habitual. Lo mejor que podía conseguir un asesino mortal.
—Viraine —susurré. Apreté los dos puños—. Viraine.
Había interpretado tan bien el papel de mártir, el inocente utilizado y abandonado por mi maquiavélica madre… Y mientras tanto había tratado de asesinar a mi padre, sabiendo que ella culparía a Dekarta. Había esperado en los pasillos como un buitre mientras ella acudía a Dekarta para suplicar por la vida de su marido. Es posible que luego la abordara y se lamentara con ella por la negativa de su padre. ¿Estaba preparando el terreno para convencerla de que regresara con él? Sí, parecía propio de Viraine.
Pero, sin embargo, mi padre no había muerto. Mi madre no había regresado al Cielo. ¿Habría pasado Viraine sufriendo todos aquellos años, odiando a mi padre…, odiándome a mí por haber frustrado sus planes? ¿Habría sido uno de los que habían saqueado el cofrecillo de las cartas de mi madre? Puede que hubiese quemado cualquiera que contuviese referencias a él, con la esperanza de olvidar su juvenil necedad. Puede que se las hubiera quedado, dominado por la fantasía de que las cartas contenían algún vestigio de un amor que nunca se había ganado.
Lo destruiría. Vería caer su cabello rojo alrededor de su rostro como una cortina roja.
Hubo un pequeño ruido cerca de mí, como si unos guijarros repicaran sobre el duro suelo del Cielo. O las puntas de unas zarpas…
—La rabia… —susurró el Señor de la Noche con una voz hecha de profundas grietas y hielo. Y de repente sentí que estaba cerca, muy cerca. Justo detrás de mí—. Oh, sí. Dame la orden, dulce Yeine. Soy tu arma. Ordénalo y haré que el dolor que me ha causado esta noche parezca una bendición.
Mi rabia desapareció, helada. Lentamente, aspiré hondo una primera vez y luego una segunda para calmarme. Nada de odio. Nada de temor a aquello en lo que el Señor de la Noche se había transformado por culpa de mi descuido. Enfoqué mi mente en la oscuridad y el silencio y no respondí. No me atreví.
Al cabo de un rato muy largo oí un tenue suspiro de decepción. Más lejano esta vez. Había regresado al otro lado de la habitación. Poco a poco, permití que mis músculos se relajaran.
Seguir por aquella línea de preguntas en aquel momento podía ser peligroso. Había demasiados secretos por descubrir, demasiadas trampas emocionales. Haciendo un esfuerzo, saqué a Viraine de mis pensamientos.
—Mi madre quería salvar a mi padre —dije. Sí. Eso era algo bueno. Debió de acabar por amarlo, por muy extraños que fuesen los comienzos de su relación. Yo sabía que él la había amado. Recordaba haberlo visto en sus ojos.
—Sí —dijo Nahadoth. Su voz volvía a estar tan calmada como antes de mi desliz—. Su desesperación la hizo vulnerable. Cosa de la que, como es lógico, nos aprovechamos.
Estuve a punto de enfurecerme, pero me contuve a tiempo.
—Claro. Y entonces fue cuando la convencisteis para que dejara entrar en su hija el alma de Enefa. Y… —Aspiré hondo. Hice una pausa para reunir fuerzas—, ¿mi padre lo supo?
—Lo ignoro.
Si los enefadeh no sabían lo que pensaba mi padre sobre el asunto, nadie más allí podía saberlo. Y no me atrevía a volver a Darr para preguntárselo a Beba.
Así que opté por creer que mi padre lo sabía y decidió quererme de todos modos. Que mi madre, a pesar de sus motivaciones iniciales, había terminado por quererme. Que me había ocultado los feos secretos de su familia con la errada esperanza de que disfrutaría de una sencilla y apacible vida en Darr… al menos hasta que los dioses volvieran para reclamar lo que les pertenecía.
Tenía que mantener la calma, pero no podía contenerlo todo. Cerré los ojos y me eché a reír. Tantas esperanzas descansaban sobre mis hombros…
—Y a mí no se me ha permitido conservar ninguna… —susurré.
—¿Qué pedirías? —preguntó Nahadoth.
—¿Cómo?
—Si pudieras ser libre. —Había algo en su voz que no entendí. ¿Melancolía? Sí, y algo más. ¿Amabilidad? ¿Afecto? No, eso era imposible—. ¿Qué pedirías para ti?
La pregunta hizo que me doliera la cabeza. Lo odié por formularla. Era culpa suya que mis deseos nunca pudieran cumplirse. Suya y de mis padres, y de Dekarta y de Enefa.
—Estoy cansada de ser lo que todos los demás han hecho de mí —dije—. Quiero ser yo misma.
—No seas niña.
Levanté la mirada, sorprendida y enfadada, aunque como es lógico no había nada que ver.
—¿Qué?
—Eres lo que tus creadores y tus experiencias han hecho de ti, como todos los seres de este universo. Acéptalo y sigue adelante. Estoy cansado de tus plañidos.
Si lo hubiera dicho con su habitual tono frío, puede que me hubiera marchado en aquel momento, ofendida. Pero parecía realmente cansado y yo recordaba bien el precio que había pagado por mi egoísmo.
El aire volvió a removerse, suavemente, casi como un roce. Cuando habló, se encontraba más cerca:
—El futuro, en cambio, está en tus manos. Incluso ahora. Dime lo que quieres.
Era algo en lo que nunca me había parado a pensar, más allá de la venganza. Quería… Todas las cosas que suelen querer las mujeres jóvenes. Amigos. Familia. Felicidad para aquellos a los que amaba.
Y también…
Me estremecí, a pesar de que no hacía frío en la habitación. Lo insólito de aquel nuevo pensamiento me hacía sospechar. ¿Era un indicio de la influencia de Enefa?
«Acéptalo y sigue adelante.»
—Querría… —Cerré la boca. Tragué saliva. Volví a intentarlo—. Querría… algo diferente para el mundo. —Ah, pero el mundo sería sin duda diferente cuando Nahadoth e Itempas hubieran acabado con él. Un montón de escombros que sepultaría las ruinas rojas de la humanidad—. Algo mejor.
—¿El qué?
—No lo sé. —Apreté los puños tratando de articular lo que pensaba, sorprendida por mi propia frustración—. Ahora mismo, todo el mundo tiene… miedo. —Aquello se acercaba más. Seguí por aquel hilo de pensamiento—. Vivimos a merced de los dioses, alrededor de vuestros caprichos. Morimos hasta cuando vuestras guerras no tienen que ver con nosotros. ¿Qué pasaría si… si simplemente… os fuerais?
—Morirían más —dijo el Señor de la Noche—. Quienes nos veneran quedarían aterrorizados por nuestra ausencia. Algunos llegarían a la conclusión de que era culpa de otros, mientras que los que abrazasen el nuevo orden mirarían con suspicacia a todos los que aún creyeran en el viejo. Las guerras se prolongarían durante siglos.
Sentí en la boca del estómago la verdad que ocultaban sus palabras, y el horror me hizo sentir náuseas. Pero entonces me tocó algo: unas manos frías y livianas. Me masajearon los hombros, como si quisieran consolarme.
—Pero al final, las batallas cesarían. Cuando se extingue un incendio, crece nueva vida en el rastro que deja a su paso.
No percibía lujuria ni rabia en él, posiblemente porque tampoco él, de momento, las sentía en mí. No era como Itempas, incapaz de aceptar el cambio, un ser que debía doblegar o quebrantar a todos los que lo rodeaban para someterlos a su voluntad. Nahadoth se doblegaba a la voluntad de otros. Por un momento, la idea me provocó tristeza.
—¿Alguna vez eres tú mismo? —le pregunté—. Realmente tú mismo, no como te ven los demás.
Las manos quedaron inmóviles y luego se retiraron.
—Enefa me preguntó eso mismo una vez.
—Perdona…
—No. —Había pesar en su voz. Nunca desaparecía del todo para él. Terrible destino el de ser el dios del cambio y sufrir una tristeza incesante.
—Cuando sea libre —dijo—, elegiré a quien me dé forma.
—Pero… —Fruncí el ceño—. Eso no es libertad.
—En el alba de la realidad yo era yo mismo. No había nadie más que me influyera. Sólo el Maelstrom, del que había nacido, y él no se preocupaba por mí. Me abrí las carnes y de su interior brotó la sustancia de lo que se convertiría en vuestro reino: materia y energía hechos de mi propia sangre fría y negra. Devoré mi propia mente y gocé de la novedad del dolor.
Los ojos se me llenaron de lágrimas. Tragué saliva y traté de expulsarlas, pero de repente las manos reaparecieron y me levantaron la barbilla. Unos dedos me cerraron delicadamente los párpados y las limpiaron.
—Cuando sea libre, elegiré —volvió a decir entre susurros, muy cerca—. Tú debes hacer lo mismo.
—Pero yo nunca seré…
Me acalló con un beso. Había un anhelo en aquel beso, intenso y agridulce. ¿Era mi propio anhelo o el suyo? Entonces lo entendí al fin: no importaba.
Pero dioses, oh, diosa, era tan agradable… Sabía a rocío fresco. Despertó mi sed. Y justo cuando empezaba a desear más, se retiró. Luché por no sentir decepción, por miedo a lo que pudiera hacernos a ambos.
—Ve a descansar, Yeine —dijo—. Deja que las maquinaciones de tu madre se resuelvan solas. Tienes preocupaciones propias en las que pensar.
Y entonces me encontré en mis aposentos, sentada en el suelo, en el centro de un recuadro formado por la luz de la luna. Los muros estaban a oscuras, pero podía ver perfectamente porque la luna, visible a través de una pequeña ranura, flotaba a baja altura en el cielo. La medianoche había quedado ya muy atrás. Posiblemente no restara más que una o dos horas antes del alba. Aquello estaba convirtiéndose en una costumbre.
Sieh estaba en la butaca, junto a mi cama. Al verme se levantó y vino a sentarse en el suelo, a mi lado. A la luz de la luna, sus pupilas eran grandes y redondeadas como las de un gato ansioso.
No dije nada y, al cabo de un momento levantó la mano e hizo descansar mi cabeza sobre su regazo. Cerré los ojos y disfruté de la sensación de su mano en mi cabeza. Tras unos instantes comenzó a cantarme una nana que había oído en un sueño. Relajada y cómoda, me quedé dormida.