21
EL PRIMER AMOR

Casi lo había olvidado. La primera vez que llegué al Cielo, T’vril me informó de que los miembros de la casta superior a veces se reúnen para cenar en uno de los salones más elegantes. Esto sucedió una vez durante el tiempo que estuve allí, pero decidí no asistir. Veréis, corren rumores sobre el Cielo. Algunos de ellos son exageraciones y muchos otros son ciertos, tal como había descubierto. Pero hay un rumor que esperaba no confirmar nunca.

Los amn no fueron siempre civilizados, nos recuerdan los rumores. Una vez, igual que el Alto Norte, Senm fue una tierra de bárbaros, de los cuales los amn sólo se distinguieron por su éxito. Tras la Guerra de los Dioses, impusieron sus costumbres bárbaras al mundo entero y juzgaron a los demás en función de la medida en que las adoptaban. Pero no las exportaron todas. Todas las culturas tienen sus secretos sucios. Y hubo un tiempo, aseguran los rumores, en que las élites de amn apreciaban la carne humana por encima de cualquier otra golosina.

A veces me da más miedo la sangre que corre por mis venas que las almas de mi cuerpo.

Cuando terminó la tortura de Nahadoth, las nubes reanudaron su movimiento por el cielo nocturno. Se habían detenido sobre la luna, que resplandecía con trazos de color parecidos a débiles y enfermizos arco iris. Al ver que volvían a moverse al fin, algo dentro de mí se relajó.

Estaba esperando la llamada a la puerta cuando se produjo, así que no me sobresalté. En el reflejo del cristal vi a T’vril, parado en el umbral, sin saber qué hacer.

—Yeine —dijo tan sólo, y luego quedó en silencio.

Lo dejé esperar un momento allí antes de decir:

—Pasa.

Entró lo justo para cerrar la puerta. Luego me miró, quizá esperando que yo dijera algo. Pero no tenía nada que decirle, así que finalmente suspiró.

—Los enefadeh pueden soportar el dolor —dijo—. Han soportado cosas mucho peores a lo largo de los siglos, créeme. Pero no estaba tan seguro de ti.

—Gracias por tu confianza.

Se encogió al oír mi tono.

—Sabía que te preocupas por Sieh. Cuando Scimina comenzó a torturarlo, pensé… —Apartó la mirada y abrió las manos con impotencia—. Pensé que sería mejor que no lo vieras.

—¿Porque soy tan débil y sentimental que contaría todos mis secretos para salvarlo?

Frunció el ceño.

—Porque no eres como el resto de nosotros. Pensé que harías lo que pudieras para salvar a un amigo que estaba sufriendo, sí. Y quise ahorrártelo. Puedes odiarme por ello si quieres.

Me volví hacia él, secretamente asombrada. T’vril aún me veía como la chica inocente y de noble corazón que se había sentido agradecida por la amabilidad que le mostró él su primer día en el Cielo. ¿Cuántos siglos habían transcurrido? Ni dos semanas.

—Yo no te odio —dije.

Exhaló y vino a mi lado junto a la ventana.

—Bueno… Scimina estaba furiosa cuando te marchaste, como ya imaginarás.

Asentí.

—¿Y Nahadoth? ¿Y Sieh?

—Zhakkarn y Kurue se los llevaron. Scimina perdió interés en nosotros y se marchó poco después que tú.

—¿«Nosotros»?

Hizo una pausa de un segundo, en el que casi pude oír cómo maldecía entre dientes. Al cabo de un momento dijo:

—Su primer plan era utilizar los sirvientes para su jueguecillo.

—Ah, sí… —Sentí que mi furia volvía a aumentar—. ¿Y entonces decidiste sugerirle que lo hiciera con Sieh?

—Como ya te he dicho, Yeine —respondió con voz tensa—, los enefadeh pueden sobrevivir a los entretenimientos de Scimina. Los mortales normalmente no. No eres la única a la que tenía que proteger.

Y no es que esto lo hiciera menos malo… pero al menos era comprensible. Como tantas otras cosas en el Cielo, era malo pero comprensible. Suspiré.

—Primero me ofrecí a mí mismo.

Me sobresalté. T’vril estaba mirando por la ventana con una expresión pesarosa en la cara.

—Como amigo de la dama Yeine, dije, y disculpa la presunción. Pero ella respondió que no era mejor que el resto de los criados. —Su sonrisa se esfumó. Vi cómo le temblaban los músculos de la mandíbula.

«Descartado de nuevo —comprendí—. Ni siquiera su dolor es suficientemente bueno para la Familia Central.» Y sin embargo, no podía quejarse demasiado. Su falta de importancia le había ahorrado grandes sufrimientos.

—Tengo que irme —dijo. Levantó una mano, titubeó y finalmente me la puso en el hombro. El gesto, y su vacilación, me recordaron a Sieh. Cubrí su mano con la mía. Iba a echarlo de menos… lo cual resultaba irónico, porque era yo la que iba a morir.

—Pues claro que eres mi amigo —susurré. Su mano se tensó un instante y luego se dirigió a la puerta para marcharse.

Antes de que pudiera hacerlo, oí que murmuraba unas palabras con tono de cierta sorpresa. La voz que respondió también me resultaba familiar. Me volví y vi que Viraine entraba al mismo tiempo que salía T’vril.

—Mis disculpas —dijo—. ¿Puedo pasar? —Me percaté de que no cerraba la puerta por si yo le negaba la entrada.

Por un momento me quedé mirándolo fijamente, asombrado por su audacia. Estaba convencida de que había usado su magia para permitir que Scimina torturara a Sieh, igual que había hecho con Nahadoth. Aquél era su auténtico cometido allí, comprendí: hacer posibles todos los males que pudieran ocurrírsele a nuestra familia, sobre todo en relación con los dioses. Era el guardián y el conductor de los enefadeh, el portador del látigo de los Arameri.

Pero el capataz no es el único responsable de la miseria del esclavo. Suspiré y no dije nada. Al parecer, Viraine decidió que esto constituía un sí, puesto que cerró la puerta y se me acercó. A diferencia de T’vril, no había nada que pareciera una disculpa en su expresión, sólo la cautelosa frialdad de los Arameri.

—No fue muy prudente interferir en Menchey —dijo.

—Así me lo han hecho ver.

—Si hubierais confiado en mí…

Se me abrió la boca de pura incredulidad.

—Si hubierais confiado en mí —repitió—, os habría ayudado.

Estuve a punto de echarme a reír.

—¿A qué precio?

Guardó silencio un momento y luego se me acercó y se paró casi en el mismo sitio donde había estado T’vril. Pero notaba su presencia de manera muy distinta. Más calurosa, sobre todo. Podía sentir el calor corporal que irradiaba desde donde me encontraba, a casi medio metro de distancia.

—¿Habéis elegido ya pareja para el baile?

—¿Pareja? —La pregunta me pilló totalmente por sorpresa—. Casi no he pensado en el baile. Puede que no asista.

—Debéis hacerlo. Si no, Dekarta os obligará por medios mágicos.

Por supuesto. Viraine sería el que impusiera la obligación, sin duda. Sacudí la cabeza y suspiré.

—Si mi abuelo está decidido a humillarme, no puedo hacer nada salvo someterme. Pero no veo ninguna razón para imponer esa misma humillación a una pareja.

Asintió lentamente. Aquello debió de servirme como advertencia. Viraine siempre se comportaba con vivacidad, incluso cuando estaba relajado.

—Puede que disfrutarais de la velada, al menos un poco —dijo—, si dejáis que os acompañe.

Guardé silencio tanto tiempo que se volvió para mirarme y se echó a reír.

—¿Tan poco acostumbrada estáis a que os cortejen?

—¿A que me corteje gente que no está interesada en mí? Sí.

—¿Cómo sabéis que no lo estoy?

—¿Por qué ibas a estarlo?

—¿Necesito una razón?

Crucé los brazos.

—Sí.

Viraine enarcó las cejas.

—En ese caso, me disculpo de nuevo. No me había dado cuenta de que os hubierais formado una impresión tan mala sobre mi persona en las pasadas semanas.

—Viraine… —Me froté los ojos. Estaba cansada. No física, sino emocionalmente, lo que era mucho peor—. Me has sido de gran ayuda, es cierto, pero mentiría si dijera que has sido amable o bondadoso. A veces hasta he dudado que estuvieras cuerdo. Aunque en eso no te diferencias mucho de los demás Arameri.

—Soy culpable. —Volvió a reírse. No me gustó. Parecía estar esforzándose demasiado. Pareció darse cuenta, porque de repente dejó de hacerlo.

—Vuestra madre —dijo— fue mi primera amante.

Mi mano voló por propia iniciativa en busca del cuchillo. No se percató por su posición.

Transcurrido un momento sin que hubiese reacción aparente por mi parte, pareció relajarse un poco. Bajó los ojos y contempló las luces de la ciudad lejana.

—Yo nací aquí, como la mayoría de los Arameri, pero los miembros de la casta superior me enviaron a Litaria, a la escuela de escribas, a los cuatro años, cuando se manifestó mi don para las lenguas. Tenía apenas veinte cuando volví. Era el maestro más joven que jamás hubiera aprobado los exámenes. Brillante, si se me permite decirlo, pero aun así muy joven. Un niño, en realidad.

Yo aún no había cumplido los veinte, pero claro, los bárbaros maduran más deprisa que la gente civilizada. No dije nada.

—Mi padre había muerto entre tanto —continuó—. Mi madre… —Se encogió de hombros—. Desapareció una noche. Estas cosas ocurren aquí. En fin, casi fue una suerte. Se me concedió el estatus de purasangre al volver, y ella era de una casta inferior. —Me miró de soslayo después de una pausa—. Os parecerá desalmado de mi parte.

Sacudí lentamente la cabeza.

—Ya llevo en el Cielo el tiempo suficiente.

Emitió un sonido suave, una mezcla de jolgorio y cinismo.

—A mí me costó más acostumbrarme a este sitio —dijo—. Vuestra madre me ayudó. Era… como vos en algunos sentidos. Gentil en la superficie y totalmente distinta por debajo.

Lo miré, sorprendido por esta descripción.

—Yo estaba loco por ella, claro. Su belleza, su ingenio, todo ese poder… —Se encogió de hombros—. Pero me habría contentado con admirarla desde lejos. No era tan joven. Nadie resultó más sorprendido que yo cuando me ofreció más.

—Mi madre no haría eso.

Me miró apenas un instante. Le devolví la mirada con hostilidad.

—Fue una aventura breve —dijo—. Unas semanas. Entonces conoció a vuestro padre y perdió todo interés por mí. —Sonrió débilmente—. No puedo decir que eso me alegrase.

—Te he dicho… —comencé a decir con cierto acaloramiento.

—Vos no la conocíais —dijo con suavidad. Y fue esa suavidad lo que me silenció—. Ningún niño conoce a su madre realmente.

—Tú tampoco la conocías —dije sin pararme a pensar en lo infantil que sonaba aquello.

Por un momento hubo tal tristeza en el rostro de Viraine, un dolor tan indeleble, que supe que estaba diciéndome la verdad. La había amado. Había sido su amante. Ella se había marchado para casarse con mi padre, sin dejarle más que recuerdos y melancolía. En ese momento sentí que una pena renovada me quemaba el alma, porque tenía razón: yo no había llegado a conocerla. Si era capaz de hacer algo como eso, no.

Viraine apartó la mirada.

—Bueno. Queríais conocer mis razones para ofrecerme a acompañaros. No sois la única que llora a Kinneth. —Aspiró hondo—. Si cambiáis de idea, hacédmelo saber. —Inclinó la cabeza y se encaminó a la puerta.

—Espera —dije, y se detuvo—. Te lo dije una vez: mi madre nunca hacía nada sin una razón. ¿Por qué tuvo una aventura contigo?

—¿Cómo queréis que lo sepa?

—¿Y qué piensas?

Reflexionó un instante y luego sacudió la cabeza. Volvía a sonreír, una sonrisa sin esperanza.

—Pienso que no me conviene saberlo. Y a vos tampoco.

Se marchó. Yo me quedé mirando la puerta cerrada durante largo rato.

Luego salí a buscar respuestas.

Primero fui al cuarto de mi madre, donde saqué el cofrecillo de cartas de detrás del cabecero de la cama. Al volverme con ella en las manos, mi desconocida abuela materna me miraba fijamente desde su retrato.

—Lo siento —murmuré antes de volver a marcharme.

No me costó mucho encontrar un pasillo apropiado. Sólo tuve que caminar hasta que una sensación de poder próximo y familiar comenzó a hacerme cosquillas en la consciencia. Seguí aquella sensación hasta que, delante de otra pared aparentemente normal, supe que había encontrado lo que buscaba.

La lengua de los dioses no estaba hecha para ser usada por los mortales, pero yo llevaba conmigo el alma de una diosa. De algo tenía que servirme.

Atadie —susurré, y la pared se abrió delante de mí.

Atravesé dos espacios intermedios antes de encontrar el planetario de Sieh. Cuando se cerró la pared tras de mí, miré a mi alrededor y vi que el lugar parecía extrañamente vacío en comparación con la última vez que lo había visto. Varias docenas de las esferas de colores yacían en el suelo, inmóviles. Algunas de ellas tenían grietas o les faltaban fragmentos. Un puñado flotaba aún en sus sitios de costumbre. La esfera amarilla no estaba por ninguna parte.

Más allá de las esferas, Sieh yacía sobre una protuberancia levemente abombada hecha del material del palacio. Zhakkarn estaba arrodillada a su lado. Sieh había rejuvenecido desde lo ocurrido en la palestra, pero aun así seguía siendo demasiado mayor. Desgarbado y de piernas largas, debía de estar en algún momento de finales de la adolescencia. Zhakkarn, para mi sorpresa, se había quitado el pañuelo de la cabeza. Su cabellera de bucles enmarcaba su cabeza. Era parecida a la mía, sólo que de un color entre azul y blanco.

Los dos estaban mirándome. Me senté en cuclillas a su lado y dejé el cofrecillo en el suelo.

—¿Te encuentras bien? —pregunté a Sieh.

Hizo un esfuerzo para incorporarse, pero sus movimientos revelaban lo débil que estaba. Intenté ayudarlo, pero Zhakkarn estaba más cerca y le apoyó una de sus grandes manos en la espalda para hacerlo.

—Asombroso, Yeine —dijo Sieh—. ¿Has abierto las paredes tú sola? Estoy impresionado.

—¿Puedo hacer algo? —pregunté—. Para ayudarte.

—Juega conmigo.

—Que juegue… —Pero guardé silencio al ver la mirada severa que me dirigía Zhakkarn. Lo pensé un momento y luego estiré las manos con las palmas hacia arriba—. Pon tus manos sobre las mías.

Lo hizo. Las suyas eran más grandes y temblaban como las de un viejo. Estaba mal, muy mal. Pero sonrió.

—¿Crees que eres lo bastante rápida?

Volví las manos y le di una palmada en las suyas. Se movía tan lentamente que podría haber recitado un poema entre medias.

—Eso parece.

—La suerte del principiante. Veamos si puedes repetirlo. —Lo hice. Esta vez fue más rápido. Estuve a punto de fallar.

—¡Ja!

—Vale, vale, a la tercera va la vencida.

Volví a intentarlo y esta vez fallé.

Sorprendida, levanté la mirada. Sonrió, visiblemente más joven, aunque tampoco demasiado. ¿Un año, quizá?

—¿Lo ves? Te lo dije. Eres lenta.

Al entender lo que estaba pasando sonreí sin poder remediarlo.

—¿Crees que estás en condiciones de jugar al pilla-pilla?

Era medianoche. Mi cuerpo quería sueño, no juegos, lo que me volvía torpe. Eso lo ayudó, sobre todo una vez que se recuperó lo bastante como para correr. Luego me persiguió por toda la estancia, encantado de que ofreciera tan poca resistencia. Aquello lo estaba ayudando de manera tan palpable que seguí jugando hasta que finalmente pidió una pausa y ambos nos dejamos caer al suelo, jadeando. De nuevo parecía el de siempre: un niño espigado de nueve o diez años, hermoso y despreocupado. Ya no me cuestionaba por qué lo quería.

—Ha sido divertido —dijo al fin. Se levantó, y comenzó a convocar a su alrededor las esferas muertas. Rodaron por el suelo hasta él, las recogió, les dio unas cariñosas palmaditas, las levantó y finalmente las hizo girar con los movimientos de un experto antes de dejar que se alejaran flotando—. Bueno, ¿qué hay en el cofre?

Miré de reojo a Zhakkarn, quien no había participado en nuestro juego. Sospecho que los juegos de niños no casaban bien con la esencia de la batalla. Asintió con la cabeza, esta vez era un gesto de aprobación. Ruborizada, aparté la mirada.

—Cartas —respondí mientras apoyaba la mano sobre el cofrecillo de mi madre—. Son… —vacilé, embargada por una reticencia inexplicable—. Las cartas de mi padre para mi madre y algunos borradores que ella no llegó a enviarle a él. Creo… —Tragué saliva. De repente se me había hecho un nudo en la garganta y me picaban los ojos. No hay lógica en la tristeza.

Sieh me ignoró y apartó mi mano de su camino para abrir el cofre. Mientras yo recuperaba la compostura, él fue sacando las cartas una a una, las examinó detenidamente y las dejó sobre el suelo. Al cabo de un rato tuvo que levantarse para seguir ordenándolas formando un patrón. Yo ignoraba por completo lo que estaba haciendo cuando al fin dejó la última en el rincón de un gran cuadrado de cinco por cinco pasos, con un cuadrado más pequeño a un lado formado por las cartas de mi madre. Entonces se levantó, cruzó los brazos y contempló su obra.

—Faltan algunas —dijo Zhakkarn. Para mi sorpresa, se encontraba junto a mí, observando también el patrón.

—¿Cómo lo sabes?

—Ambos hablan de cartas anteriores —dijo Zhakkarn mientras señalaba algunas de ellas, desperdigadas aquí y allá.

—Y el patrón se interrumpe en demasiados sitios —añadió Sieh mientras, caminando entre ellas con paso liviano, se inclinaba y miraba algunas con más atención—. Tus dos padres eran animales de costumbres. Se escribieron una vez a la semana, regulares como relojes, por espacio de un año entero. Pero faltan seis… no, siete semanas. Y no hay disculpas por las semanas sin cartas, sino, referencias a otras anteriores. —Volvió la cabeza hacia mí—. ¿Alguien aparte de ti sabe que este cofrecillo estaba allí? Espera, no, han sido veinte años. La mitad del palacio podría saberlo.

Sacudí la cabeza con el ceño fruncido.

—Estaban escondidas. Y el lugar parecía intacto.

—Eso podría significar únicamente que ocurrió hace tanto que el polvo tuvo tiempo de posarse. —Sieh se incorporó y se volvió hacia mí—. ¿Qué esperabas encontrar en ellas?

—Viraine… —Apreté los dientes—. Viraine dice que fue el amante de mi madre.

Sieh enarcó las cejas e intercambió una mirada con Zhakkarn.

—No sé si yo utilizaría ningún aspecto de la palabra «amor» para hablar de lo que ella le hizo.

Frente a una confirmación tan franca, no podía protestar. Me senté pesadamente.

Sieh se tumbó boca abajo a mi lado, apoyado sobre los codos.

—¿Qué pasa? La mitad del Cielo se encuentra en la cama con la otra mitad en un momento dado.

Sacudí la cabeza.

—No es nada. Sólo que… me cuesta un poco asumirlo.

—No es tu padre ni nada parecido, si es eso lo que te preocupa.

Puse los ojos en blanco y levanté una morena mano darre.

—No.

—El placer se utiliza a menudo como arma —dijo Zhakkarn—. No hay ningún amor en eso.

La miré con el ceño fruncido, sorprendida por el comentario. Seguía sin gustarme la idea de que mi madre se hubiera acostado con Viraine, pero era más fácil aceptarla si pensaba que había sido una estrategia. Pero ¿qué esperaba ganar? ¿Qué sabía Viraine, sólo él en todo el Cielo? O, más bien, ¿qué habría sido el joven y enamorado Viraine, recién llegado al Cielo, lleno de confianza, deseoso de agradar, más propenso a revelar que cualquier otro Arameri?

—Algo relacionado con la magia —murmuré para mis adentros—. Eso debía de ser lo que quería sacarle. Algo relacionado con… ¿vosotros? —Miré de reojo a Zhakkarn.

Se encogió de hombros.

—Si conocía algún secreto sobre eso, nunca lo utilizó.

—Mmm. ¿Y de qué más se encarga Viraine aquí?

—El uso de la magia —dijo Sieh, contando con los dedos—. Todo, de las cuestiones más rutinarias a… vaya, nosotros. Propagación de la información: es el enlace de Dekarta con la orden Itempana. Supervisa todas las ceremonias y rituales importantes…

Se le fue apagando la voz. Lo miré y vi sorpresa en su rostro. Me volví hacia Zhakkarn, que parecía pensativa.

Ceremonias y rituales. Sentí un hormigueo de excitación en el vientre al comprender lo que quería decir. Erguí la espalda.

—¿Cuándo fue la última ceremonia de sucesión?

—La de Dekarta se produjo hace cuarenta años —dijo Zhakkarn.

Mi madre tenía cuarenta y cinco años cuando murió.

—Sería demasiado joven para comprender lo que sucedió allí.

—Kinneth no estuvo en la ceremonia —dijo Sieh—. Aquel día, Dekarta me ordenó que jugara con ella para tenerla ocupada.

Era sorprendente. ¿Por qué habría querido Dekarta que mi madre, su heredera, no estuviera presente en la ceremonia que un día tendría que llevar a cabo ella misma? Una niña inteligente podía entender su propósito, no era imposible. ¿Era porque tenían que matar a un criado para llevarla a cabo? Pero aquello era el Cielo. Los criados morían constantemente. No podía creer que ningún Arameri, y mucho menos mi abuelo, pensara en ocultarle aquella realidad a una niña.

—¿Sucedió algo fuera de lo común en aquella ceremonia? —pregunté—. ¿Intentasteis haceros con la Piedra en aquel momento?

—No, no estábamos listos. Fue una sucesión rutinaria, como los centenares de ceremonias similares que se han producido desde nuestro cautiverio. —Suspiró Sieh—. O al menos eso me han dicho, dado que yo no estuve allí. Ninguno de nosotros estuvo, salvo Nahadoth. A él siempre lo obligan a asistir.

Fruncí el ceño.

—¿Por qué sólo a él?

—Itempas asiste a la ceremonia —dijo Zhakkarn. Mientras yo la miraba con la boca abierta, tratado de hacerme a la idea de que el Padre Celestial estuviera allí, allí mismo, que fuera a acudir a aquel mismo lugar, Zhakkarn continuó—: Ofrece sus saludos en persona al nuevo señor de los Arameri. Luego le ofrece la libertad a Nahadoth, aunque sólo si acata su autoridad. Hasta ahora Nahadoth siempre se ha negado a hacerlo, pero Itempas sabe que el cambio forma parte de su naturaleza. Seguirá preguntándoselo.

Sacudí la cabeza para tratar de librarme del persistente sentido de reverencia que una vida entera de adoctrinamiento había inculcado en mí. El Padre Celestial en la ceremonia de sucesión… En todas las ceremonias de sucesión. Estaría allí para verme morir. Daría su bendición a mi muerte.

Era monstruoso. Y durante toda mi vida, yo lo había venerado.

Para distraerme de mis propios y confusos pensamientos, me pellizqué el puente de la nariz con los dedos.

—¿Y quién fue el sacrificado la última vez? ¿Otro desgraciado pariente arrastrado a la pesadilla familiar?

—No, no —dijo Sieh. Se levantó, volvió a estirarse y luego se inclinó y comenzó a caminar sobre las manos, balanceándose de manera alarmante. Continuó hablando con el aliento entrecortado—. El jefe del clan Arameri… debe estar dispuesto a matar… a todos los moradores del palacio… si Itempas lo exige así. Para probarse, normalmente… el futuro líder debe… sacrificar a alguien cercano.

Lo pensé un momento.

—Entonces, ¿me eligieron porque ni Relad ni Scimina tienen a nadie cercano?

Sieh se balanceó en exceso y cayó al suelo, pero rodó por él, se levantó al instante y se miró las uñas como si no hubiera sucedido nada.

—Supongo. Nadie sabe en realidad por qué te eligió a ti. Pero en el caso de Dekarta, la sacrificada fue Ygreth.

Sentí un cosquilleo de familiaridad en la mente al oír el nombre, pero en un primer momento fui incapaz de ponerle cara.

—¿Ygreth?

Sieh me miró con sorpresa.

—Su esposa. Tu abuela materna. ¿Kinneth no te lo dijo?