20
LA PALESTRA

odo lo que queda del tiempo anterior a la Guerra de los Dioses son mitos susurrados y leyendas medio olvidadas. Los sacerdotes se apresuran a castigar a cualquiera al que sorprenden contando esas historias. No había nada antes de Itempas, dicen. Incluso en la época de los Tres, fue el primero y el más grande. Aun así, las leyendas perviven.

Por ejemplo: se dice que, antes, la gente hacía sacrificios de sangre a los Tres. Llenaban una sala entera de voluntarios. Jóvenes, viejos, mujeres, pobres, ricos, sanos, enfermos… La humanidad en todas sus variedades y matices. En alguna ocasión sagrada para los Tres —esta parte se ha perdido con el tiempo— convocaban a sus dioses y les pedían que participaran del festín.

Enefa, se decía, reclamaba a los ancianos y a los enfermos, epítome de la mortalidad. Les ofrecía una elección: la curación o una muerte apacible. Según los relatos, no pocos elegían la última opción, aunque no alcanzo a imaginar por qué.

Itempas escogía entonces a los mismos que escoge ahora: los más maduros y nobles, los más sobresalientes, los más dotados de talento. Éstos se convertían en sus sacerdotes, hombres y mujeres que valoraban el deber y la propiedad por encima de todo lo demás, que lo amaban y se sometían a él en todas las cosas.

Nahadoth prefería a los jóvenes, salvajes y despreocupados, aunque también, de vez en cuando, reclamaba algún que otro adulto. Cualquiera que estuviera dispuesto a ceder a la emoción del momento. Los seducía y se dejaba seducir por ellos. Gozaba de su falta de inhibición y se entregaba a ellos por completo.

Los itempanos temen que al hablar de aquella era, los jóvenes anhelen su regreso y se entreguen a la herejía. Creo que sobrestiman el peligro. Por mucho que lo intente, no puedo imaginarme cómo sería vivir en un mundo así y no siento ningún deseo de regresar a él. Ya tenemos problemas suficientes con un dios. ¿Por qué razón íbamos a desear vivir de nuevo con tres?

El día siguiente, la cuarta parte de la vida que me quedaba, lo desperdicié. No lo hice intencionadamente. Pero no había vuelto a mis aposentos hasta casi llegado el amanecer y llevaba dos noches seguidas casi sin dormir, así que mi cuerpo exigió una compensación. Dormí hasta después del mediodía. Soñé con un millar de caras, representantes de millones de personas, distorsionadas por la agonía, el terror o la desesperación. Olía a sangre y a carne quemada. Vi un desierto cubierto de árboles caídos, porque antes había sido un boque. Al despertar estaba llorando. Tan grande era mi culpa.

Aquel mismo día, por la tarde, llamaron a mi puerta. Me sentía sola y abandonada —ni siquiera Sieh había venido a visitarme— y fui a abrir con la esperanza de que fuese un amigo.

Era Relad.

—En el nombre de todos los dioses inútiles, ¿qué has hecho? —inquirió.

La palestra, me había dicho Relad. Donde la casta superior jugaba a la guerra.

Allí era donde me encontraría con Scimina, quien se había enterado de mi intromisión en sus planes. Lo dijo entre maldiciones, imprecaciones y violentos ataques contra el linaje inferior de mestizos como yo, pero alcancé a entender el sentido. Qué en concreto había averiguado Scimina, Relad no parecía saberlo, lo que me daba ciertas esperanzas… aunque no demasiadas.

Temblorosa de tensión, salí del ascensor en medio de un montón de espaldas. Los que estaban cerca de la puerta habían hecho sitio, puede que después de que los empujaran desde atrás los recién llegados demasiadas veces, pero después de este espacio se levantaba una auténtica muralla humana. La mayoría eran sirvientes vestidos de blanco. Algunos, más elegantes, exhibían marcas de un cuarto o un octavo de sangre. Cuando, harta de aquello, decidí renunciar a la educación y empecé a abrirme paso a empujones, vi brocados o sedas aquí y allá. Avanzaba con lentitud porque la mayoría de ellos eran mucho más grandes que yo y porque estaban totalmente absortos en lo que estaba sucediendo en el centro de la sala.

Desde donde llegaban gritos.

Puede que nunca hubiera conseguido llegar si alguien, al mirar atrás, no me hubiera reconocido y le hubiese murmurado algo a uno de sus vecinos. El murmullo se propagó por la multitud y, de repente, me convertí en el centro de docenas de miradas silenciosas y penetrantes. Me detuve tan bruscamente que estuve a punto de tropezar, pero entonces se hicieron a un lado y se abrió un camino por delante de mí. Continué a paso vivo, pero entonces me detuve sobre mis pasos, consternada.

En el suelo había un hombre arrodillado, desnudo y rodeado por un charco de su propia sangre. El cabello blanco, largo y lacio, le caía sobre el rostro y se lo ocultaba, aunque no impedía oír cómo respiraba aceleradamente tratando de recuperar el aliento. Su piel era una intrincada tracería de laceraciones. De haber sido sólo su espalda, habría creído que lo habían flagelado, pero no era así. Las heridas estaban también en sus piernas, sus brazos, sus mejillas y su barbilla. Estaba de rodillas. Vi que tenía cortes en las plantas de los pies. Se levantó torpemente, utilizando las muñecas y vi que tenía en el dorso de cada una de ellas un agujero redondo y rojizo por el que se veían claramente el hueso y los tendones.

«¿Otro hereje?», me pregunté confusa.

—Me preguntaba cuánta sangre tendría que derramar antes de que alguien fuera corriendo a buscarte —dijo una voz salvaje detrás de mí y, al volverme, algo se precipitó sobre mi rostro. Levanté las manos instintivamente y sentí que una fina línea de calor me cruzaba las palmas. Me habían cortado.

En lugar de detenerme para evaluar los daños, retrocedí de un salto y desenvainé el cuchillo. Las manos aún me funcionaban, a pesar de la resbaladiza sangre. Adopté una postura defensiva y me agaché, lista para luchar.

Frente a mí se encontraba Scimina, vestida de satén verde. Las gotas de sangre que habían caído sobre su vestido parecían diminutos rubíes. (También las había sobre su rostro, pero éstas sólo parecían lo que eran, gotas de sangre.) Llevaba en las manos algo que al principio no identifiqué como arma: una larga varita de plata, vistosamente decorada, de casi un metro de longitud. Pero en la punta había una corta cuchilla de doble hoja, tan afilada como el escalpelo de un cirujano, hecha de cristal. Demasiado corta y mal equilibrada como para ser una lanza, parecía más bien una especie de estilo recargado. ¿Un arma amn?

Scimina sonrió al ver el arma en mi mano, pero en lugar de levantar la suya, se apartó y volvió a caminar alrededor del círculo que había formado la muchedumbre alrededor del anciano.

—Qué propio de una bárbara. No puedes usar un cuchillo contra mí, prima. Se partiría. Nuestros sellos de sangre previenen todos los ataques letales. La verdad, eres tan ignorante… ¿Qué vamos a hacer contigo?

Sin alterar mi postura ni guardar el cuchillo, pivoté sobre uno de mis pies para seguirla con la mirada. Mientras lo hacía, vi entre la gente algunos rostros conocidos. Algunos de los criados que habían estado en la fiesta del Día del Fuego. Un par de cortesanos de Dekarta. T’vril, tieso y con los labios blancos. Sus ojos estaban clavados en mí con una expresión que parecía de advertencia. Viraine, un poco apartado de la multitud. Tenía los brazos cruzados y observaba desde cierta distancia con aire de tedio.

Zhakkarn y Kurue. ¿Por qué estaban allí? También ellas estaban observándome. La expresión de Zhakkarn era fría y dura. Nunca la había visto mostrar su furia con tanta claridad. Kurue también estaba furiosa: sus fosas nasales se distendían y tenía los puños cerrados a los costados. Su mirada expresaba que me habría azotado de haber podido. Pero era Scimina quien estaba azotando a alguien, así que opté por concentrarme en la amenaza más importante de momento.

—¡Levántate! —exclamó Scimina y el anciano se enderezó como si tiraran de él con unos hilos. Me di cuenta de que tenía menos cortes en el torso, pero en aquel momento, al pasar a su lado, Scimina hizo un movimiento rápido con la varita y otro tajo largo y profundo apareció en el abdomen del viejo. Éste volvió a gritar con voz ronca y abrió los ojos que había cerrado como respuesta al dolor. En ese momento sentí que me quedaba sin aliento, porque el hombre tenía los ojos verdes y achinados y su rostro me habría resultado familiar de haber tenido sesenta años menos. Buenos dioses, buen Padre Celestial, era Sieh.

—Ah —dijo Scimina. Había interpretado mi jadeo a la perfección—. Ya iba siendo hora. Tenías razón, T’vril. Le tiene simpatía. ¿Has mandado a uno de tus hombres a buscarla? Dile al muy estúpido que la próxima vez se dé más prisa.

Miré a T’vril, quien, evidentemente, no era quien me había mandado a buscar. Su rostro estaba más pálido de lo habitual, pero la extraña advertencia seguía aún en sus ojos. Confundida, estuve a punto de fruncir el ceño, pero podía sentir la mirada de Scimina como un buitre, dando vueltas alrededor de mis expresiones, lista para abalanzarse sobre las emociones que revelasen.

Así que me obligué a tranquilizarme, tal como me había enseñado mi madre. Abandoné la postura de combate, pero el cuchillo no lo envainé, me limité a bajarlo. Probablemente Scimina no lo supiera, pero entre los darre esto equivalía a una falta de respeto, la señal de que no me fiaba de que se comportara como una mujer.

—Aquí me tienes —le dije—. Di lo que quieres.

Profirió una corta y penetrante carcajada, sin dejar de caminar un instante.

—Di lo que quieres. Qué formal, ¿verdad? —Miró a su alrededor. Nadie en la multitud le respondió—. Qué fuerte. Una pequeña, bastarda y patética criaturilla como ella… ¿Qué crees tú que quiero, idiota? —Esto último lo dijo a voz en grito, con los puños cerrados a los costados y el arma de aspecto extraño temblando en la mano. Su cabello, recogido en una elaborada cofia que no le restaba un ápice de belleza, estaba deshaciéndose. Parecía exquisitamente fuera de sí.

—Creo que quieres suceder a Dekarta —dije en voz baja—. Y que los dioses ayuden al mundo si lo consigues.

Rápida como el viento, Scimina dejó de ser una lunática furibunda y se transformó en una sonriente seductora.

—Cierto. Y pretendo comenzar por tu tierra. Quiero arrasarla tan concienzudamente que desaparezca de la faz del mundo. De hecho, habría empezado a hacerlo ya de no ser porque la alianza que con tanto cuidado había logrado forjar en aquella región está deshaciéndose. —Reanudó su caminar, mirándome de lado, mientras la varita daba vueltas delicadamente en sus manos—. Al principio pensé que la responsable podía ser esa vieja del Alto Norte con la que hablaste en el Salón. Pero lo investigué: sólo te ha dado información y la mayoría de ella sin valor. Así que has tenido que hacer otra cosa. ¿Te importaría explicarme el qué?

Sentí que se me helaba la sangre. ¿Qué le había hecho Scimina a Ras Onchi? Entonces miré a Sieh, que se había recuperado un poco, aunque aún parecía débil y aturdido por el dolor. No se estaba curando, lo que carecía de sentido. Yo había apuñalado a Nahadoth en el corazón y para él no había sido más que una pequeña molestia. Pero había tardado algún tiempo en curarse, recordé con un repentino escalofrío. Puede que si a Sieh le daban tiempo, también se recuperara. A menos que… Itempas había atrapado a los enefadeh en forma humana para que sufrieran todos los horrores de la mortalidad. Eran eternos, poderosos… pero no invulnerables. ¿Los horrores de la mortalidad incluían la muerte? El sudor me picaba en los cortes de las manos. Había cosas que no estaba preparada para soportar.

Pero en ese instante el palacio entero se estremeció. Por un instante me pregunté si aquel temblor significaría una nueva amenaza, pero entonces me acordé del anochecer.

—Oh, demonios —murmuró Viraine en medio del silencio. Un momento después, una bocanada de aire y un frío cortante y doloroso nos derribó a todos.

Tardé un instante en incorporarme y cuando lo conseguí, mi cuchillo había desaparecido. A mi alrededor reinaba el caos. Se oían gemidos de dolor, maldiciones y gritos de alarma. Al mirar hacia el ascensor, vi varias personas apiñadas en la puerta, tratando de entrar a empujones. Pero todo esto lo olvidé al volverme hacia el centro de la sala.

No era fácil ver el rostro de Nahadoth. Estaba cerca de Sieh, con la cabeza inclinada, y la negrura de su aura era como mi primera noche en el Cielo, tan oscura que hacía daño a la mente. Decidí enfocar la mirada en el suelo, donde las cadenas que habían mantenido cautivo a Sieh yacían hechas pedazos, con las puntas recubiertas de escarcha. Al propio Sieh no se lo veía del todo. Sólo una de sus manos, fláccida, sobresalía de la capa de Nahadoth, que lo envolvía en tinieblas.

—Scimina. —Su voz volvía a tener aquel tono hueco y resonante. ¿Se había apoderado la locura de él? No, aquello era pura y simple rabia.

Pero Scimina, que también había caído al suelo, se levantó sobre sus altos tacones y se recompuso.

—Nahadoth —dijo, con más calma de la que yo habría creído posible. Había perdido el arma, pero era una Arameri de pura cepa, que no temía la cólera de los dioses—. Cuánto me alegro de que hayas decidido reunirte al fin con nosotros. Déjalo en el suelo.

Nahadoth se irguió y retiró el manto. Sieh, de nuevo un joven, vestido e ileso, se encontraba a su lado, observando a Scimina con mirada desafiante. En mi interior sentí que se deshacía un nudo de tensión.

—Teníamos un acuerdo —dijo Nahadoth con aquella voz rebosante de muerte.

—En efecto —respondió Scimina y fue su sonrisa la que me aterró entonces—. Me servirás tan bien como Sieh para lo que quiero. De rodillas. —Señaló el suelo ensangrentado y las cadenas ahora rotas.

Por un instante, la sensación de poder tangible en la sala creció, como una presión en los oídos. Las paredes crujieron. Me estremecí de miedo mientras me preguntaba si sería el fin. Scimina había cometido algún error, había dejado algún resquicio a Nahadoth, y ahora éste nos aplastaría a todos como insectos.

Pero entonces, para mi completo asombro, Nahadoth se apartó de Sieh y caminó hasta el centro de la sala. Se arrodilló.

Scimina se volvió hacia mí, que aún seguía medio tendida sobre el suelo. Avergonzada, me puse en pie. Para mi sorpresa, aún teníamos espectadores, aunque escasos: T’vril, Viraine, un puñado de criados, unos veinte purasangres. Supongo que éstos extraían valor de la actitud de Scimina.

—Que te sirva de lección, prima —dijo con aquel tono dulce y educado que yo estaba empezando a detestar. Echó a andar una vez más, observando a Nahadoth con una expresión que era casi de avidez—. Si te hubieras criado aquí, en el Cielo, o tu madre te hubiese educado como es debido, sabrías esto… pero deja que yo te lo explique. No es fácil dañar a un enefadeh. Sus cuerpos humanos se reparan constante y rápidamente, gracias a la benevolencia de nuestro padre Itempas. Pero tienen debilidades. Sólo hay que entenderlas. Viraine…

Viraine también se había puesto en pie, aunque parecía apoyarse en el tobillo izquierdo. Miraba a Scimina con cautela.

—¿Asumiréis la responsabilidad ante Dekarta?

Ella se revolvió tan deprisa hacia él que, de haber tenido la varita todavía en la mano, Viraine podría haber recibido una herida mortal.

—Dekarta estará muerto dentro de pocos días, Viraine. No es a él a quien debes temer ahora.

Viraine no se dejó intimidar.

—Me limito a cumplir con mi deber, Scimina, y a exponeros las consecuencias. Puede que pasen semanas antes de que vuelva a ser de utilidad…

Scimina emitió un sonido de salvaje frustración.

—¿Te parece que eso me importa?

Hubo un instante en el que, mientras los dos permanecían cara a cara, pensé honradamente que Viraine tenía alguna posibilidad. Los dos eran purasangres. Pero Viraine no estaba en la línea de sucesión y Scimina sí… y, al fin y a la postre, ella tenía razón. Ya no era la voluntad de Dekarta la que importaba.

Miré a Sieh, que observaba a Nahadoth con una expresión inescrutable en un rostro demasiado adulto. Ambos eran dioses más antiguos que la vida sobre la faz de la tierra. Yo no podía ni imaginar un tiempo tan prolongado. Probablemente, un día de dolor no fuese nada para ellos… Pero para mí sí.

—Basta —dije en voz baja. Las palabras se arrastraron sobre el espacio abovedado de la palestra. Tanto Viraine como Scimina me miraron con sorpresa. Sieh también volvió la cabeza hacia mí, desconcertado. Y Nahadoth… No. A él no podía mirarlo. Me habría considerado débil.

«Débil no —me recordé a mí misma—. Humana. Al menos eso aún lo soy.»

—Basta —repetí mientras levantaba la cabeza con todo el orgullo que aún me quedaba—. No lo hagas. Te contaré lo que quieres saber.

Scimina sonrió.

—Aunque no fueses la víctima del sacrificio, prima, nunca habrías podido suceder a mi tío.

La miré con odio.

—Me tomaré eso como un halago si eres tú el ejemplo que debería seguir.

Su rostro se puso tenso y, por un momento, pensé que iba a escupirme. Pero lo que hizo fue dar media vuelta y caminar de nuevo alrededor de Nahadoth, aunque esta vez más despacio.

—¿A qué miembro de la alianza has abordado?

—Al ministro Gemd, de Menchey.

—¿Gemd? —Frunció el ceño al oírlo—. ¿Cómo lograste convencerle? Era el más predispuesto de todos.

Aspiré hondo.

—Me llevé a Nahadoth conmigo. Sus poderes de persuasión son… formidables, como estoy segura de que sabes.

Scimina soltó una carcajada… pero entonces me miró con expresión pensativa y luego a él. Nahadoth tenía la mirada perdida en algún otro lugar, como desde el mismo momento en que se pusiera de rodillas. Puede que estuviera contemplando cosas más allá del entendimiento humano o el color de los pantalones de T’vril.

—Interesante —dijo Scimina—. Como estoy segura de que nuestro tío nunca habría ordenado a los enefadeh que te ayudaran en algo así, eso quiere decir que nuestro Señor de la Noche ha decidido hacerlo por sí mismo. ¿Cómo diablos has conseguido convencerlo?

Me encogí de hombros, a pesar de que, de repente, me sentía cualquier cosa menos relajada. Estúpida, estúpida. Tendría que haberme dado cuenta de lo peligrosa que era esa línea de interrogatorio.

—Al parecer lo encontró divertido. Hubo… varias muertes. —Traté de parecer incómoda y descubrí que no me resultaba nada difícil—. No fue mi intención, pero resultó muy efectivo.

—Ya veo. —Scimina se detuvo, cruzó los brazos y tamborileó con los dedos sobre ellos. No me gustaba su mirada, a pesar de que se dirigía a Nahadoth—. ¿Y qué más hicisteis?

Fruncí el ceño.

—¿Más?

—Mantenemos la correa de los enefadeh bien tiesa, prima, especialmente la de Nahadoth. Cuando abandona el palacio, Viraine se entera. Y me ha contado que lo abandonó dos veces, en dos noches distintas.

Demonios. ¿Por qué, en el nombre del Padre, no me lo habían contado los enefadeh? Condenada costumbre de guardar secretos…

—Fui a Darr, a hablar con mi abuela.

—¿Para qué?

«Para entender por qué mi madre me vendió a los enefadeh…»

Arranqué mis pensamientos de aquella senda y crucé los brazos.

—Porque la echaba de menos. Aunque no espero que tú puedas entender algo así.

Se volvió hacia mí y, al ver la sonrisa lenta y parsimoniosa que se dibujaba en sus labios, comprendí de repente que había cometido un error. Pero ¿cuál? ¿Tanto la había molestado mi insulto? No, tenía que ser otra cosa.

—No arriesgarías la cordura en un viaje con el Señor de la Noche sólo para intercambiar arrumacos con una vieja bruja —dijo—. Cuéntame para qué fuisteis en realidad.

—Para confirmar la existencia de la petición de guerra y de la alianza contra Darr.

—¿Y? ¿Eso es todo?

Pensaba lo más deprisa que podía, pero no era suficiente. O puede que fuese mi expresión intranquila la que la alertó, porque entonces dijo:

—Estás guardando secretos, prima. Y quiero que me los cuentes. ¡Viraine!

Viraine suspiró y se volvió hacia Nahadoth. Una expresión extraña, casi pensativa, pasó por un instante por su rostro.

—Si estuviera en mi mano, esto no habría sucedido.

Los ojos de Nahadoth se levantaron hacia él y permanecieron allí un momento. Había una pizca de sorpresa en su expresión.

—Debes hacer lo que te exige tu señor. —No era Dekarta. Era Itempas.

—Esto no es cosa suya —dijo Viraine con expresión ceñuda. Pero entonces pareció volver en sí, lanzó a Scimina una última mirada de hostilidad y sacudió la cabeza—. Así sea.

Metió una mano en el bolsillo de su capa, se arrodilló junto a Nahadoth y colocó sobre su muslo un pequeño papel cuadrado sobre el que había dibujado un sello divino de trazo sinuoso y fluido. De algún modo —no quise pensar demasiado en ello— supe que le faltaba una línea. A continuación, Viraine extrajo un pincel con la punta cubierta.

Sentí náuseas. Me adelanté un paso, levanté una mano ensangrentada para protestar… y entonces me detuve al encontrarme con los ojos de Nahadoth. Su rostro estaba impasible y su mirada era de pereza y desinterés, pero aun así sentí que se me secaba la boca. Sabía mejor que yo lo que iba a ocurrir. Sabía que yo podía impedirlo. Pero el único modo de hacerlo era arriesgarme a revelar el secreto del alma de Enefa.

Pero la alternativa…

Al ver nuestras miradas, Scimina se echó a reír. Y luego, para mi repulsión, se me acercó y me cogió del hombro.

—Alabo tu buen gusto, prima. Es magnífico, ¿verdad? A menudo me he preguntado si habría algún modo… Pero, claro, no lo hay.

Observó cómo Viraine dejaba el papel en el suelo, junto a Nahadoth, en uno de los pocos espacios que no había manchado la sangre de Sieh. El escriba sacó el pincel, se inclinó sobre el cuadrado de papel y, con mucho cuidado, trazó una única línea.

Una luz ardiente entró por el tejado, como si alguien hubiera abierto un enorme ventanal a mediodía. Pero no había ningún ventanal en el suelo. Era el poder de los dioses, que podía desafiar las leyes físicas del reino de los humanos y crear algo a partir de la nada. Tras la relativa palidez del brillo de las paredes del Cielo, aquello era demasiado brillante. Alcé una mano para protegerme los ojos llorosos mientras a nuestro alrededor se oían los murmullos de incomodidad del resto de los presentes.

Nahadoth estaba de rodillas en el centro de la luz, su sombra claramente delineada entre las cadenas y la sangre. Nunca la había visto antes. Al principio parecía que la luz no le hacía daño, pero en ese momento comprendí lo que había cambiado. En efecto, nunca había visto su sombra. El nimbo viviente que lo rodeaba no lo permitía, pues estaba constantemente retorciéndose, cimbreándose y solapándose consigo mismo. No era su naturaleza contrastar con el entorno, sino fundirse con él. Pero ahora el nimbo se había convertido en una simple cabellera larga y negra que le cubría la espalda. Un voluminoso manto que le caía en cascada sobre los hombros.

En ese momento, emitió un suave sonido, algo que ni siquiera llegaba a ser un gruñido, y el cabello y el manto comenzaron a burbujear.

—Observa bien —me susurró Scimina al oído. Se había colocado tras de mí y se apoyaba en mi hombro como una amiga querida. Su voz transpiraba satisfacción—. Mira de qué están hechos tus dioses.

Consciente de que me estaba mirando, me mantuve impasible. No reaccioné mientras la superficie de Nahadoth, con un siseante traqueteo, burbujeaba y resbalaba como alquitrán caliente. Poco a poco, su cuerpo fue venciéndose hacia delante, como si la luz que recaía sobre él lo aplastara con un peso invisible. Sus manos se apoyaron sobre la sangre de Sieh y vi que también ésta burbujeaba y la piel antinaturalmente blanca, recorrida por ondas y remolinos, caía en pálidos zarcillos. (Lejanamente, me pareció oír que algún otro de los presentes vomitaba.) Ya no se veía su rostro tras la cortina de cabello hinchado y a medio fundir. Pero ¿deseaba verlo? No tenía una forma verdadera. Yo sabía que todo lo que había visto de él no era más que un cascarón. Pero, Padre amado, me gustaba ese cascarón, lo encontraba muy hermoso. No soportaba contemplar su ruina.

Entonces algo blanco asomó en su hombro. Al principio creí que era hueso y sentí que mis propias nauseas crecían. Pero no era hueso. Era piel. Una piel pálida como la de T’vril, pero despojada de toda mancha y cambiante, estaba emergiendo de la fusión del negro.

Y entonces vi…

Y no vi.

Una forma resplandeciente (que mi mente no quería ver) se encontraba encima de una masa negra e informe (que mi mente no podía ver), sobre la que descargaba las manos en ella una y otra vez. No para desgarrarla. Para golpearla, martillearla, para darle forma empleando la violencia. La masa chillaba y se debatía desesperadamente, pero las manos brillantes no tenían piedad. Volvieron a caer sobre ella y al salir aferraban unos brazos. Aplastaron la negrura informe hasta que se transformó en unas piernas. Se hundieron en su zona central y extrajeron un torso y, con las manos hundidas hasta las muñecas en él, le impusieron una columna vertebral. Y, por último, de su masa extrajeron una cabeza, apenas humana y calva, irreconocible. Su boca abierta chillaba y sus ojos enloquecidos transmitían una agonía que excedía lo humanamente soportable. Pero claro, no se trataba de ningún mortal.

«Esto es lo que quieres», tronó el brillante con voz salvaje, pero no se trata de palabras y no las oigo. Es conocimiento, está en mi cabeza. «La abominación creada por ella. ¿La prefieres a mí? Pues toma su “regalo”. Tómalo, tómalo y no olvides nunca que tú lo escogiste

El brillante está llorando, veo, mientras comete esta violación.

Y en algún lugar dentro de mí alguien estaba gritando, pero no era yo, aunque yo también estaba gritando. Y no se podía oír a ninguno de nosotros por encima de los gritos de la criatura recién nacida del suelo, cuyo sufrimiento sólo acababa de empezar

El brazo brotó trabajosamente del interior de Nahadoth con un sonido que me recordó el ruido blando y carnoso que suena cuando arrancas una articulación. Nahadoth, a cuatro patas, se estremeció de la cabeza a los pies mientras el brazo adicional se sacudía a ciegas hasta posarse en el suelo, junto a él. En ese momento pude ver que era pálido, pero no con la palidez lunar a la que estaba acostumbrada. Éste era un blanco más humano. Era el mismísimo día, que se abría paso por la pátina divina que lo cubría de noche, en una atroz parodia de un parto.

No chilló. Después de aquel primer sonido frustrado, Nahadoth permaneció totalmente en silencio mientras otro cuerpo se abría paso desde el interior del suyo. De algún modo, esto empeoraba las cosas, porque su dolor era más que evidente. Un grito habría aliviado mi horror, si no su agonía.

A su lado, Viraine observó un momento, y luego cerró los ojos y suspiró.

—Podría tardar horas —dijo Scimina—. Iría más deprisa si la luz fuese auténtica luz solar, claro, pero eso sólo puede hacerlo el Padre Celestial. Esto no es más que una triste imitación. —Lanzó a Viraine una mirada despectiva—. Aunque más que suficiente para mis fines, como puedes ver.

Mantuve la mandíbula cerrada con fuerza. Al otro lado del círculo, a través del pilar de luz y de las tinieblas creadas por la humeante y dorada carne de Nahadoth, podía ver a Kurue. Me miró una vez, con amargura, y luego desvió los ojos. Zhakkarn no los apartó de él. Era su manera, como guerrera, de reconocer el sufrimiento y, del mismo modo, de respetarlo. No apartaría la mirada. Ni yo. Pero dioses, dioses…

Pero Sieh me miró a los ojos y no los desvió mientras avanzaba hacia el pilar de luz. Ésta no le hizo nada. No era su debilidad. Se arrodilló junto a Nahadoth, cogió su cabeza en proceso de desintegración, se la acercó al pecho y rodeó con sus brazos los hombros temblorosos, los tres. Y mientras lo hacía, no apartó de mí un instante la mirada, con una expresión que probablemente los demás interpretaran como odio. Pero que yo sabía que era otra cosa.

«Observa —decían aquellos ojos verdes, tan parecidos a los míos pero mucho más viejos—. Mira lo que soportamos. Y luego libéranos.»

«Lo haré —respondí con toda mi alma y también la de Enefa—. Lo haré.»

Yo no lo sabía. Pasara lo que pasase, Itempas amaba a Naha. Nunca pensé que eso pudiera convertirse en odio.

¿Qué, en el nombre de los infinitos infiernos, te hace pensar que era odio?

Miré a Scimina y suspiré.

—¿Intentas conseguir que vomite para obligarme a hablar? —pregunté—. ¿Que ensucie yo también el suelo? Porque eso es lo único que vas a sacar de esta farsa.

Inclinó la espalda hacia atrás, en dirección contraria a mí, con una ceja enarcada.

—¿No hay compasión para tu aliado?

—El Señor de la Noche no es mi aliado —repliqué—. Como me ha advertido repetidamente todo el mundo en este pozo de pesadillas, es un monstruo. Pero como también los demás me queréis muerta, pensé que al menos podía aprovecharme de su poder para ayudar a los míos.

Scimina puso cara de escepticismo.

—¿Y qué ayuda te prestó? Su poder sólo te hizo falta en Menchey la noche siguiente.

—Ninguna. El amanecer llegó demasiado pronto. Pero… —Aquí titubeé al acordarme de los brazos de mi abuela y del húmedo aire de Darr aquella noche. Sí, la echaba de manos, y también Darr y toda la paz que había conocido allí. Antes del Cielo. Antes de la muerte de mi madre.

Bajé los ojos y dejé que se manifestara en mi rostro un dolor muy auténtico. Sólo eso aplacaría a Scimina.

—Hablamos de mi madre —continué en voz más baja—. Y de otras cosas, cosas personales, ninguna de las cuales tiene ninguna importancia para ti. —Al decir esto me volví hacia ella con expresión feroz—. Y aunque te pases toda la noche torturando a esa criatura, no las compartiré contigo.

Scimina me observó durante un momento prolongado. Su sonrisa había desaparecido y sus ojos estaban disecando mi rostro. Entre nosotras y más allá de nosotras, Nahadoth finalmente emitió otro sonido entre dientes, un gruñido animal. Luego hubo otros sonidos, igualmente espantosos. Conseguí que no me importaran odiando a Scimina.

Finalmente, ella suspiró y se apartó de mí.

—De acuerdo —dijo—. Ha sido una tontería, prima. Hasta tú debiste darte cuenta de que no tenías ninguna posibilidad de salirte con la tuya. Voy a ponerme en contacto con Gemd y a decirle que reanude el ataque. Se apoderarán de vuestra capital y aplastarán cualquier resistencia que encuentren, aunque les diré que, de momento, no masacren más gente de la necesaria.

Ahí estaba, claro como el día: si no cumplía con su voluntad, azuzaría a los mencheyev para borrar a mi pueblo de la faz de la tierra. Fruncí el ceño.

—¿Qué garantía tengo de que no los harás matar de todos modos?

—Ninguna. Después de esta estupidez, estoy tentada de hacerlo por puro desprecio. Pero ahora que lo pienso, prefiero dejar vivir a los darre. Sus vidas no serán agradables. La esclavitud nunca lo es… Aunque no la llamaremos así, claro. —Miró un momento a Nahadoth, regocijada—. Pero seguirán con vida, prima. Y mientras hay vida, hay esperanza. ¿No vale eso algo para ti? ¿Un mundo entero, quizá?

Asentí lentamente, aunque noté que se me hacían nuevos nudos en las entrañas. Pero no me arrastraría.

—De momento sí.

—¿De momento? —Me miró con incredulidad y luego se echó a reír—. Oh, prima, a veces me gustaría que tu madre siguiera con vida. Al menos ella me habría ofrecido un reto de verdad.

Había perdido el cuchillo, pero seguía siendo darre. Me revolví y la golpeé con tal fuerza que perdió uno de sus zapatos de tacón al caer al suelo con las piernas abiertas.

—Probablemente —dije mientras ella parpadeaba de asombro y, espero, también de aturdimiento—. Pero mi madre era civilizada.

Con los puños tan tensos que me dolían, le di la espalda a la palestra entera y salí de allí.