19
DIAMANTES

Heres insignificante. Una entre millones, ni especial ni única. Yo no pedí esta ignominia y me sentí ofendida por la comparación.

Muy bien. A mí tampoco me gustas.

Aparecimos en un salón majestuoso, brillantemente iluminado, de mármol blanco y gris, jalonado por estrechos ventanales rectangulares e iluminado por una gran araña. (Si no hubiera estado nunca en el Cielo, me habría impresionado.) A ambos extremos de la sala había puertas dobles de madera pulida, de color oscuro. Supuse que estábamos mirando las que debíamos. Desde más allá de los abiertos ventanales se oían los gritos de los mercaderes, el llanto de un niño, el piafar de un caballo, las risas de las mujeres… La vida de una ciudad.

No había nadie cerca, aunque la noche era joven. Ya conocía a Nahadoth lo bastante bien como para sospechar que se trataba de algo deliberado.

Señalé la puerta con un cabeceo.

—¿Gemd está solo?

—No. Lo acompañan varios guardias, colegas y consejeros.

Claro. Para planificar una guerra hacen falta muchas personas. Fruncí el ceño, pero entonces me contuve: no podía hacer aquello enfadada. Mi objetivo era frenarlos, asegurar la paz el máximo tiempo posible. La rabia no me ayudaría.

—Trata de no matar a nadie. Te lo ruego —murmuré mientras caminábamos hacia la puerta. Nahadoth no respondió nada, pero la oscuridad en la sala se hizo más intensa y las sombras de las parpadeantes antorchas se volvieron afiladas como navajas. El aire pareció densificarse.

Esto es lo que habían aprendido mis antepasados Arameri, al precio de su sangre y de sus almas: no se puede controlar al Señor de la Noche. Sólo se le puede desencadenar. Si Gemd me obligaba a recurrir al poder de Nahadoth…

Más valía rezar para que no fuese necesario.

Avancé.

Las puertas se abrieron de par en par al acercarme a ellas y chocaron contra la pared opuesta con un estruendo resonante que atraería a la mitad de la guardia de palacio de Gemd a poco despiertos que estuvieran. Pensé que era una entrada razonablemente impresionante mientras seguía mi camino y era recibida por un coro de gritos e imprecaciones de sorpresa. Los hombres, que habían estado sentados alrededor de una mesa de gran tamaño cubierta de documentos, se pusieron precipitadamente en pie. Algunos de ellos echaron mano a las armas mientras otros me miraban con expresión de asombro. Dos de ellos llevaban capas rojas que reconocí: el atuendo de los guerreros de Tok. Así que aquél era uno de los reinos con el que se había aliado Menchey. A la cabeza de la mesa se sentaba un hombre de unos sesenta años, ataviado con riqueza, de cabello entrecano y un rostro que parecía hecho de pedernal y acero. Me recordó a Dekarta, aunque sólo en su actitud. Los Mencheyev también eran un pueblo del Alto Norte, y se parecían más a los darre que a los amn. Hizo ademán de levantarse, pero se detuvo a mitad de gesto, más furioso que sorprendido.

Clavé los ojos en él, a pesar de que sabía que en Menchey, al igual que en Darr, gobernaba el consejo y no un caudillo. En muchos aspectos, tanto él como yo éramos meros figurantes. Pero en la confrontación que se avecinaba, él sería la clave.

—Ministro —dije en senmita—. Saludos.

Entornó los ojos.

—Eres esa ramera darre.

—Una de ellas, sí.

Gemd se volvió hacia uno de sus hombres y murmuró algo. El hombre se marchó corriendo. A avisar a la guardia y averiguar cómo había podido entrar, sin duda. Luego Gemd me miró de nuevo, con expresión calculadora y cauta.

—Aquí no estás entre muchas —dijo lentamente—. ¿O sí? No puedes haber cometido la estupidez de haber venido sola.

Me contuve justo a tiempo para no mirar a mi alrededor. Lógicamente, Nahadoth había optado por no aparecer. Los enefadeh se habían comprometido a ayudarme y la presencia del Señor de la Noche detrás de mí, como una sombra gigantesca y amenazante, habría socavado la poca autoridad que tenía a los ojos de aquellos hombres.

Pero estaba allí. Podía sentirlo.

—He venido —dije—. No del todo sola. Ningún Arameri está nunca totalmente solo, ¿verdad?

Uno de ellos, vestido casi con tanta riqueza como Gemd, entornó la mirada.

—Tú no eres una Arameri —dijo—. Ni siquiera te reconocieron hasta hace pocos meses.

—¿Por eso habéis decidido formar esta alianza? —pregunté dando un paso al frente. Algunos de los hombres se pusieron tensos, pero la mayoría se quedó igual. No resulto muy impresionante—. Entonces no termino de entenderlo. Si tan poco importante soy para los Arameri, Darr no puede suponer una amenaza.

—Darr siempre supone una amenaza —gruñó un tercero—. Rameras devoradoras de hombres…

—Basta —dijo Gemd, y el hombre guardó silencio.

Bien. Así que no era un mero figurante.

—¿De modo que esto no tiene nada que ver con el hecho de que los Arameri me hayan adoptado? —Miré al hombre al que Gemd había silenciado—. Ah, ya veo, se trata de antiguas rencillas. La última guerra entre nuestros pueblos se produjo hace más generaciones de las que puede contar ninguno de nosotros. ¿Tan larga es la memoria de los mencheyev?

—Darr se apoderó de la meseta de Atir en aquella guerra —dijo Gemd en voz baja—. Sabéis que queremos recuperarla.

Lo sabía y también sabía que era una razón estúpida para comenzar una guerra. La gente que vivía en Atir ni siquiera hablaba ya la lengua mencheyev. Aquello no tenía ningún sentido y eso me hizo perder los estribos.

—¿De quién se trata? —pregunté—. ¿Cuál de mis primos es el que tira de los hilos? ¿Relad? ¿Scimina? ¿Alguna de sus marionetas? ¿A quién te has vendido, Gemd, y cuánto le has cobrado por ofrecerle la grupa?

La mandíbula de Gemd se puso tensa, pero no dijo nada. Sus hombres no estaban tan bien entrenados. Enfurecidos, desenvainaron las dagas. Pero no todos. Me fijé en que algunos de ellos parecían incómodos y supe que eran los peones a través de los que había trabajado Scimina o cualquier otro de mis parientes.

—No eres bien recibida aquí, Yeine-ennu —dijo Gemd—. O dama Yeine, debería decir. Estás interrumpiéndonos. Di lo que hayas venido a decir y luego márchate, por favor.

Incliné la cabeza.

—Cancelad vuestros planes de ataque contra Darr.

Gemd esperó un momento.

—¿Y si no?

Sacudí la cabeza.

—No hay alternativa, ministro. He aprendido mucho de mis parientes Arameri en estos últimos días, incluido el arte de manejar el poder absoluto. Nosotros no damos ultimátums. Damos órdenes y esas órdenes se obedecen.

Los hombres se miraron unos a otros con expresiones que alternaban entre la furia y la incredulidad. Dos de ellos se mantuvieron impasibles: el individuo ricamente vestido que había junto a Gemd y el propio Gemd. Pude ver una luz calculadora en su mirada.

—No tienes poder absoluto —dijo el hombre que había junto a Gemd. Mantuvo un tono neutro, señal de que estaba inseguro—. Ni siquiera te han nombrado heredera.

—Cierto —dije—. Sólo el señor Dekarta ostenta el poder absoluto sobre los Cien Mil Reinos. Si medran. Si se hunden. Si son aniquilados y caen en el olvido. —El entrecejo de Gemd se arrugó al oír estas palabras, sin terminar de fruncirse del todo—. Mi abuelo posee ese poder, pero puede optar por delegarlo en aquellos moradores del Cielo que contamos con su favor.

Dejé que se preguntaran si yo contaba con él o no. Lo cierto es que el hecho de que me hubieran convocado al Cielo y me hubieran nombrado purasangre parecía indicarlo así.

Gemd miró de soslayo al hombre que tenía a su lado antes de decir:

—Debéis comprender, dama Yeine, que hay planes en marcha que pueden ser difíciles de parar. Necesitamos tiempo para discutir vuestras… órdenes.

—Por supuesto —dije—. Tenéis diez minutos. Esperaré.

—Oh, por… —Esto lo dijo otro hombre, más joven y grande, uno de los que había identificado como herramienta de los Arameri. Me miraba como si fuese un excremento que acabase de encontrarse pegado a la suela de la bota—. ¡Ministro, no podéis estar considerando en serio esa ridícula demanda!

Gemd lo fulminó con la mirada, pero evidentemente la silenciosa reprimenda no surtió efecto. El joven se levantó de la mesa y se dirigió hacia mí con una actitud que irradiaba amenaza. A todas las mujeres darre nos enseñan a responder a este tipo de comportamiento de los hombres. Es un truco animal que utilizan, como los perros cuando erizan el pelaje y gruñen. Pero raras veces hay una auténtica amenaza detrás de ello y la fuerza de una mujer reside en discernir cuándo es así y cuándo no es más que una actuación. De momento se trataba de esto último, pero eso podía cambiar.

Se detuvo frente a mí y se volvió hacia sus compañeros mientras me señalaba.

—¡Miradla! Probablemente tuvieran que llamar a un escriba para confirmar que salió de un coño Arameri…

—¡Rish! —Gemd parecía furioso—. Siéntate.

El hombre —Rish— hizo caso omiso de la orden y se volvió hacia mí. De repente, sentí que la amenaza se hacía real. Lo vi en la postura que adoptaba, con el cuerpo en ángulo para colocar su mano derecha cerca de mi costado derecho. Iba a darme un bofetón con el dorso de la mano. Tuve un instante para decidir si debía esquivarlo o sacar el cuchillo…

Y en ese minúsculo lapso de tiempo, sentí que el poder a mi alrededor se coagulaba, duro como la malicia y cortante como el cristal.

El que se me ocurriera esta analogía debió de ser una advertencia.

Rish golpeó. Yo permanecí inmóvil, tensa para recibirlo. A seis centímetros de mi rostro, el puño pareció rebotar contra algo que nadie podía ver y al hacerlo sonó un fuerte estampido, como si dos rocas hubieran chocado.

Rish retiró la mano, sorprendido y quizá intrigado por su incapacidad para ponerme en mi sitio. Se miró el puño, en el que había aparecido una marca negra y brillante a la altura de los nudillos. Me encontraba lo bastante cerca como para ver que la carne que rodeaba la marca comenzaba a cubrirse de ampollas y perlas de humedad, como una pieza asada sobre el fuego. Sólo que no estaba ardiendo, sino congelándose. Desde mi posición pude sentir el aire frío que brotaba de ella. Sin embargo, el efecto fue el mismo y cuando la piel comenzó a descascarillarse y caer como si se hubiera carbonizado, lo que apareció por debajo no fue carne sangrante, sino piedra.

Me sorprendió que Rish tardara tanto en gritar.

Todos los hombres de la estancia reaccionaron ante su grito. Uno de ellos retrocedió y estuvo a punto de volcar una silla. Otros dos corrieron hacia Rish para ayudarlo. Gemd también hizo ademán de acudir, pero algún instinto de conservación muy poderoso debió despertar entonces en el hombre de elegantes vestiduras que había a su lado, pues lo agarró del hombro para detenerlo. Y su intervención resultó providencial, como se pudo ver cuando el primero de los hombres en llegar junto a Rish —uno de los toks— lo cogió de la muñeca para ver qué sucedía.

La mancha oscura estaba propagándose con rapidez. Casi toda la mano era ahora un reluciente muñón de cristal negro con la forma aproximada de un puño. Sólo las yemas de los dedos seguían siendo de carne, pero entonces terminaron de transformarse bajo nuestros mismos ojos. Rish, enloquecido por la agonía, luchó contra el tok, y éste agarró su puño para tratar de detenerlo. Casi al instante se apartó violentamente de él, como si la piedra estuviera demasiado fría para tocarla… y entonces también él se quedó mirando su propia palma, desde donde comenzaba a propagarse la mancha negra.

No era un simple cristal, comprendió la parte de mi mente que no estaba paralizada por el espanto. La negra materia era demasiado hermosa para ser cuarzo, demasiado perfecta y clara en su facetas. Atrapaba la luz como el diamante, pues eso era en lo que estaba convirtiéndose la carne de aquellos hombres. En un diamante negro, el más raro y valioso de todos.

El tok gritó. Y lo mismo hicieron algunos más de los presentes.

Y mientras tanto, yo permanecía inmóvil, con el rostro impasible.

No tendría que haber tratado de golpearme. Se lo merecía. No tendría que haber tratado de golpearme.

¿Y el hombre que intentó ayudarlo? ¿Qué había hecho ése?

Son mis enemigos, los enemigos de mi pueblo. No deberían… no deberían… Oh, dioses. Dioses.

No se puede controlar al Señor de la Noche, niña. Sólo se le puede desencadenar. Y le pediste que no matara.

No podía mostrar debilidad.

Así que mientras los dos hombres se retorcían y chillaban, pasé entre ellos y me acerqué a la mesa. Gemd me miró con la boca retorcida por la repugnancia y la incredulidad.

—Tomaos el tiempo que necesitéis para discutir mis órdenes —dije. Y di media vuelta para marcharme.

—E-esperad —dijo Gemd.

Me detuve sin dejar que mis ojos se volvieran hacia los dos hombres. La mitad del cuerpo de Rish ya era de diamante. La infección avanzaba reptando por su brazo y su pecho, descendía por una de sus piernas y ascendía por su cuello. Había caído al suelo y ya no gritaba, pero todavía gemía con una voz sorda y agónica. Puede que su garganta también se hubiera transformado en diamante. El otro se movía hacia sus camaradas, suplicando que le dieran una espada para cercenarse el brazo. Un joven —uno de los herederos de Gemd, a juzgar por sus facciones— desenvainó la suya y se le acercó, pero otro lo agarró por detrás y tiró de él. Una sabia decisión. La negrura caía en resplandeciente motitas, tan pequeñas como granos de arena, alrededor de los dos: restos de la piel de Rish, transformados y arrojados a su alrededor por sus sacudidas. Ante mis ojos, el tok cayó al suelo apoyándose en el brazo sano y tocó una de las motas con el dedo pulgar, que también comenzó a transformarse.

—Detén esto —murmuró Gemd.

—No fui yo quien lo empecé.

Maldijo rápidamente en su propia lengua.

—¡Detenlo, los dioses te maldigan!

Me eché a reír sin poder evitarlo. Ellos no se darían cuenta de que era una carcajada sin humor, rebosante de amargura y aversión por mí misma.

—Soy una Arameri —dije.

Uno de los hombres que teníamos detrás quedó en silencio de improviso. No el tok. Éste seguía chillando mientras la negrura iba devorando su columna vertebral. El diamante se había propagado hasta la boca de Rish y estaba consumiendo la mitad inferior de su cara. Parecía haberse detenido en su torso, aunque ahora estaba descendiendo por la pierna que le quedaba. Yo sospechaba que se detendría por completo cuando hubiera consumido las partes no vitales de su cuerpo y lo dejaría mutilado y puede que loco, pero con vida. A fin de cuentas, le había pedido a Nahadoth que no matara a nadie.

Aparté los ojos para no desenmascararme a mí misma vomitando.

—Quiero que entendáis esto —dije. El horror de mi corazón se había transmitido a mi voz. Me prestó un timbre más profundo y una resonancia que no había poseído antes—. Si hace falta dejar morir a estos hombres para salvar a mi pueblo, morirán. —Me incliné hacia delante y apoyé las manos sobre la mesa—. Si hace falta matar a toda la gente de esta sala, a toda la gente de este palacio, para salvar a mi pueblo, quiero que sepas, Gemd, que no vacilaré. Y tú tampoco lo harías si estuvieras en mi lugar.

Mientas le decía esto, él tenía la mirada clavada en Rish. En ese momento, bruscamente, sus ojos se volvieron hacia mí y vi en ellos un destello de comprensión y aborrecimiento. ¿Y hubo también una pizca de repudio hacia sí mismo en medio de aquel odio? ¿Me había creído cuando le había dicho: «Y tú tampoco lo harías»? Porque era cierto. Nadie lo haría. No había nada que los mortales no estuviéramos dispuestos a hacer para proteger a nuestros seres queridos.

Me repetiría estas palabras durante el resto de mi vida.

—Basta. —La voz de Gemd apenas se oía sobre los gritos, pero vi que su boca se movía—. Basta. Cancelaré los ataques.

—¿Y disolverás la alianza?

—Sólo puedo hablar por Menchey. —Había algo quebrado en su tono de voz. No me miró a los ojos—. Puede que los demás decidan continuar.

—Pues entonces adviérteles, ministro Gemd. La próxima vez que me vea obligada a actuar, sufrirán doscientos y no dos. Y si no cejan, dos mil. Esta guerra la habéis provocado vosotros, no yo. No lucharé de manera justa.

Gemd me miró con odio mudo. Aguanté su mirada un rato más y luego me volví hacia los dos hombres, uno de los cuales sollozaba sobre el suelo. El otro, Rish, parecía catatónico. Me acerqué a ellos. Las brillantes y letales motas negras no me hicieron nada, salvo crujir bajo mis pisadas.

Nahadoth podía detener el proceso, estaba segura. Probablemente incluso podría devolver a los dos hombres a la normalidad… pero la seguridad de Darr dependía de mi capacidad de inspirar temor en el corazón de Gemd.

—Termina —susurré.

La negrura aceleró su avance y los consumió a ambos en cuestión de segundos. Unos vapores helados se alzaron alrededor de sus cuerpos mientras sus últimos gritos se fundían con el sonido de los crujidos de su carne y los chasquidos de sus huesos, y entones, finalmente, todo terminó. En el sitio donde habían estado los hombres había ahora dos enormes y facetadas gemas que parecían dos figuras acurrucadas. Hermosas y muy valiosas, supuse. Al menos, sus familias vivirían como príncipes a partir de entonces. Si es que decidían vender los restos de sus seres queridos.

Pasé entre los diamantes de camino al exterior. Los guardias que habían entrado tras de nosotros se apartaron de mi camino con tal precipitación que algunos de ellos tropezaron. Las puertas se cerraron a mi paso, esta vez en silencio. Cuando terminaron de hacerlo, me detuve.

—¿Quieres que te lleve a casa? —preguntó Nahadoth. Estaba detrás de mí.

—¿A casa?

—Al Cielo.

Ah, sí. La casa de los Arameri.

—Vamos —dije.

La oscuridad me envolvió. Cuando se abrió de nuevo, volvíamos a estar en el patio central del Cielo, aunque esta vez en el Jardín de los Cien Mil, en lugar de en el Muelle. Una senda de piedras pulidas discurría entre macizos florales impecablemente recortados, cada uno de ellos de una variedad exótica diferente. En la distancia, entre las hojas, se veían el cielo estrellado y las montañas que se unían con él.

Caminé por el jardín hasta encontrar un lugar con una vista despejada, bajo un árbol de satinilia en miniatura. Mis pensamientos daban vueltas en espirales lentas y parsimoniosas. Estaba empezando a acostumbrarme a la fría sensación de la presencia de Nahadoth tras de mí.

—Mi arma —dije.

—Como tú eres la mía.

Asentí y suspiré en medio de una brisa que se prendió en mi pelo e hizo temblar las hojas de la satinilia. Al volverme para mirar a Nahadoth, un nubarrón pasó por delante de la luna creciente. Su manto pareció inhalar en ese fugaz instante y creció de manera increíble hasta eclipsar casi el palacio con ondulantes oleadas de negrura. Entonces pasó la nube y volvió a convertirse en un manto normal.

De repente me sentí como ese manto: salvaje, fuera de control, vertiginosamente viva. Levanté los brazos y cerré los ojos al tiempo que soplaba otra brisa. Era muy agradable.

—Ojalá pudiera volar —dije.

—Podría usar mi magia para otorgarte ese don por un tiempo.

Sacudí la cabeza y, con los ojos cerrados, me balanceé con el viento.

—La magia es mala. —Ahora lo sabía. Oh, lo sabía muy bien.

No respondió a esto, cosa que me sorprendió hasta que lo pensé un poco. Tras presenciar tantas generaciones de hipocresía Arameri, puede que ya no le importase lo suficiente como para quejarse.

Pero era tentador, muy tentador, dejar de preocuparse. Mi madre, Darr, la sucesión… ¿Qué importaba todo aquello? Sería facilísimo olvidarse de todo y pasar el resto de mi vida —los cuatro días— entregada al más pequeño capricho o placer que deseara.

Salvo uno.

—Anoche… —dije, bajando los brazos al fin—. ¿Por qué no me mataste?

—Me eres más útil viva.

Me eché a reír. La cabeza me daba vueltas y me sentía temeraria.

—¿Eso significa que soy la única persona del Cielo que no tiene nada que temer de ti? —Supe que era una pregunta estúpida incluso antes de terminar de formularla, pero no creo que en aquel momento estuviera totalmente cuerda.

Por suerte, el Señor de la Noche no respondió a mis estúpidas y peligrosas palabras. Lo miré de reojo para calibrar su estado de ánimo y vi que su manto nocturno había vuelto a cambiar. Esta vez había hilvanado largos y finos jirones que flotaban por entre el jardín como bocanadas de humo de fogata. Los más cercanos a mí se retorcían hacia dentro y me rodeaban por todas partes. Me recordó a ciertas plantas de mi hogar, a las que les crecen dientes o tentáculos pegajosos para atrapar a los insectos.

Y en el corazón de aquella oscura flor, el cebo para mí: su rostro resplandeciente, sus ojos sin luz. Me acerqué más a él, me adentré en su sombra, y sonrió.

—No habrías tenido que matarme —dije en voz baja. Incliné la cabeza y lo miré bajo las pestañas, al tiempo que arqueaba el cuerpo en una invitación muda. Había visto hacer aquello mismo a mujeres más bonitas durante toda mi vida, pero nunca me había atrevido a hacerlo yo. Levanté una mano y la moví hacia su pecho. Casi esperaba no encontrar nada y ser atrapada y absorbida por la oscuridad. Pero esta vez había un cuerpo entre las sombras, un cuerpo sorprendente en su solidez. No podía verlo, ni tampoco mi propia mano allí donde lo tocaba, pero sentía la piel, suave y fría bajo las yemas de mis dedos.

Piel desnuda. Dioses.

Me pasé la lengua por los labios y lo miré a los ojos.

—Hay muchas cosas que podrías haberme hecho sin comprometer mi… utilidad.

Algo en su rostro cambió, como si una nube pasara por delante de la luna: la sombra del depredador. Cuando habló, le habían crecido los dientes.

—Lo sé.

Algo en mí cambió también. La sensación salvaje se aplacó. Esa mirada en su rostro… Una parte de mí la había estado esperando.

—¿Lo harías? —Volví a pasarme la lengua por los labios y tragué saliva. De repente sentía la garganta seca—. ¿Me matarías… si te lo pidiera?

Hubo una pausa.

Cuando el Señor de la Noche me tocó la cara, cuando las yemas de sus dedos trazaron la línea de mi mandíbula, me pareció estar imaginando cosas. Había una inconfundible ternura en el gesto. Pero entonces, con la misma ternura, la mano continuó avanzando y se cerró alrededor de mi cuello. Se inclinó hacia mí y cerré los ojos.

—¿Me lo estás pidiendo? —Sus labios me acariciaron la oreja mientras susurraba.

Abrí la boca para hablar, pero no pude hacerlo. De repente me eché a temblar. Se me llenaron los ojos de lágrimas. Resbalaron por mi rostro y cayeron sobre sus muñecas. Deseaba hablar, pedírselo, lo deseaba muchísimo. Pero me quedé allí, temblando y llorando, mientras su aliento me hacía cosquillas en la oreja. Dentro y fuera. Tres veces.

Entonces me soltó el cuello y se me doblaron las rodillas. Caí hacia delante y de repente me encontré enterrada en la suave y fría oscuridad de su ser, apoyada contra un pecho que no podía ver. Me eché a llorar sobre él. Al cabo de un momento, la mano que había estado a punto de matarme se posó sobre mi nuca. Debí de estar sollozando durante una hora, aunque puede que fuese menos. No lo sé. Me abrazó todo ese tiempo.